Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 13 de mayo de 2025

Homero latinoamericano





Marta Traba, la poeta, narradora, conductora de televisión y crítica de arte argentina, que falleció en aquel terrible accidente aéreo en Barajas, Madrid, en 1983, donde también perdieron la vida el crítico uruguayo Ángel Rama y el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, escribió una crónica de la historia cultural y artística de las ciudades latinoamericanas, titulada Homérica latina (1979). 

 El tema ha sido abordado por historiadores de la cultura de nuestro continente como José Luis Romero y Adrián Gorelik. Los dos, argentinos, como la propia Traba, aunque ésta, como su esposo Rama, tuvo una experiencia directa y prolongada de la vida cultural en otras capitales latinoamericanas, más allá de Montevideo y Buenos Aires, como Bogotá o Caracas entre los años 60 y 70, que sería central en su obra crítica. 

 El ensayo de Traba, al igual que La ciudad letrada (1983), que ya por entonces, 1979, escribía Rama poco a poco, es un experimento de historia cultural de América Latina, fundamentalmente, aunque no sólo, desde las artes visuales. Más allá de la conexión tan fuerte de Traba con artistas plásticos de mediados del siglo XX, como el mexicano José Luis Cuevas o el colombiano Fernando Botero, la intuición de aquel ensayo rebasa con mucho la idea de que la obra de la escritora argentina-colombiana está únicamente ligada a la crítica artística. 

 Traba partía, sí, de las ciudades como centros de la modernidad latinoamericana, pero agregaba un elemento sustancial: la idea de la guerra en las obras clásicas de Homero, La Ilíada y La Odisea. Las guerras habían sido constitutivas de la ronda de las generaciones artísticas en América Latina desde las décadas de las independencias. Luego de aquellas gestas del periodo de Bolívar, San Martín y Sucre, habían seguido las guerras civiles entre liberales y conservadores en el siglo XIX y, finalmente, los conflictos de las revoluciones y dictaduras del siglo XX. 

 En su exilio en Colombia, durante los años finales del peronismo y la dictadura siguiente, Traba conoció de primera mano el peso de los exilios en la cultura de la región. Como en los textos de Homero, las guerras se imponían a los ciudadanos de las repúblicas y los éxodos artísticos e intelectuales se sucedían en oleadas a París o a Nueva York, donde se creaban círculos decisivos para la renovación de la expresión latinoamericana. 

 La Latinoamérica homérica de Traba era también un mundo en que los héroes de la región, como Héctor, Aquiles, Patroclo, Odiseo y Penélope, tenían atributos precisos y conversaban de tú a tú con los dioses. Los intelectuales guerreaban por sus ciudades, morían o se exiliaban en el intento y, a veces, regresaban para construir las instituciones que refundaban sus patrias. 

La historia de Traba y Rama está hecha de exilios y regresos. No de otra manera podría interpretarse el periodo en que Traba y su pareja, el crítico uruguayo Ángel Rama, se establecieron en Venezuela y echaron a andar el gran proyecto editorial de Biblioteca Ayacucho. Caracas era entonces, durante los primeros gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, un oasis democrático rodeado de todo tipo de dictaduras. Y Rama y Traba aprovecharon aquella plataforma para lanzar uno de los proyectos intelectuales latinoamericanos más ambiciosos e incluyentes de la Guerra Fría regional. 

 El homerismo latinoamericano de Traba, que de pronto recuerda a Reinaldo Arenas, el escritor cubano admirador del poeta griego, que no por casualidad fue muy cercano a Rama, adquiere una vigencia inusitada en nuestros días. La guerra, la violencia y la muerte se esparcen a gran velocidad en nuestros países. Y lo hacen cuando las naciones ya no son, no pueden ser, los proyectos aglutinadores que eran a principios del siglo XIX. Las naciones latinoamericanas ya se hicieron y se deshicieron y la causa común tendrá que ser una paz social que no implique exclusiones de ningún tipo.

martes, 6 de mayo de 2025

Galería letrada de Rosario Castellanos






Se acerca el centenario de Rosario Castellanos y hay que releer los ensayos reunidos en Mujer que sabe latín (1973), originalmente, artículos aparecidos en el periódico Excelsior. Resulta ejemplar la forma en que la escritora traza ahí una galería de mujeres letradas, en la que busca colocar su propia figura. Una galería que es un linaje intelectual y, a la vez, una tribu donde cobijar su proyección pública como escritora mexicana. 

 Es fascinante recorrer esa galería de retratos femeninos, que Castellanos dedicó, en la edición del Fondo Cultura Económica, al filósofo Luis Villoro. Ahí están Sor Juana Inés de la Cruz y la “Portuguesa”, en alusión a Mariana Alcoforado, la monja de las clarisas de Beja, que escribió cartas de amor al conde de Saint-Léger. Las definía Castellanos como “monjas que derribaron las paredes de su celda” y las emparentaba con grandes personajes literarios de mujeres como Melibea, Dorotea o Amelia, Ana Ozores, Ana Karenina o Hedda Gabler. 

Celebraba la escritora en ellas, reales o ficticias, la “hazaña de convertirse en lo se es”. A lo largo de la historia, mujeres letradas se habían rebelado contra el mito de Pigmalión, que en su versión moderna no radicaba en el impulso del hombre de convertir a una estatua en mujer sino en hacer de una mujer real una estatua museable. Buscaba Castellanos en esas mujeres la antítesis del “hada del hogar”. 

 En Virginia Woolf encontraba ese desafío explícito cuando la escritora inglesa llamaba a las mujeres a no “instalarse en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire”, como si intentaran situar su cuerpo en una escena de pintura romántica. La conquista del cuarto propio de Woolf era una actualización de aquella salida de la celda de Sor Juana. 

 También aparece en la galería de Castellanos, Simone de Beauvoir, que hace de la escritura una vía de afirmación de su personalidad en el mundo. La escritora francesa ofrece a la mexicana un antecedente de desestabilización y rebasamiento de un perfil “formal”, de presión sobre el límite de un glamour burgués, siempre expuesto a la aprobación del hombre. 

 A Elena Croce, hija del filósofo Bedenetto Croce, escritora y traductora italiana, dedica Castellanos páginas brillantes, que avanzan en el mismo sentido. En la autora de La infancia dorada (1966) lee un tipo de memoria que se rebela contra el designio de una letrada liberal católica, que debe sobrevivir al fascismo. En la deriva ecologista de Croce, en años posteriores a la segunda Guerra Mundial, detecta Castellanos una ruptura con aquel linaje predestinado. 

 Hay otros perfiles bien trazados en Mujer que sabe latín. Por ejemplo, el de la escritora chilena María Luisa Bombal. De ésta dice Castellanos que había inventado el nouveau roman antes de Robbe Grillet y que se las había agenciado para que sus personajes femeninos, en La última niebla, La amortajada o El árbol, siempre aparecieran solas en los eventos decisivos de sus vidas. 

 Esa vocación de permanecer en el umbral, no como una relegación sino como una elección, es decir, como la búsqueda deliberada de un punto lateral de observación, la percibe también en Simone Weil, la filósofa francesa que formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española. En el estoicismo de Weil habría una vuelta a los orígenes monásticos de la cultura letrada femenina, pero, esta vez, en medio de la Revolución o, por lo menos, de la resistencia antifascista. 

 Otro perfil entrañable, el de la escritora italiana Natalia Ginzburg, otra testigo y víctima del fascismo. Celebraba, con razón, Rosario Castellanos, la traducción de Las pequeñas virtudes (1962) que hizo José Emilio Pacheco. La lección de Ginzburg que más valoraba la escritora mexicana era la de una rebelión contra el mito de Pigmalión por medio de la práctica constante y depurada de la escritura. Escribir y escribir, hasta entregar los ojos, sin aspirar a cualquier equívoca trascendencia.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Ciudades literarias del México moderno






El escritor Rafael Lemus se propuso reconstruir el mapa literario de su país, no a través de autores y obras, personajes y tramas, sino de los lugares imaginarios donde transcurren las novelas. El resultado es Atlas de (otro) México (2025), que acaba de publicar Debate. A diferencia de tantos libros de crítica literaria, en los que se esgrime una nómina de poetas y novelistas, aquí lo decisivo no son los poemarios o las novelas. Tampoco lo son, aunque un poco más que sus obras, las personas de los autores. 

Lo relevante es aquí el lugar donde transcurre la ficción, sobre todo, si ese lugar es propuesto en la novela como una comunidad posible o alternativa. En el epígrafe y el epílogo se habla de Aztlán, sugiriendo el sentido mítico de toda ciudad originaria, pero los lugares que recorre el libro son del México moderno. El primero es la Nueva Filadelfia de la novela El monedero (1861) de Nicolás Pizarro, escritor liberal del siglo XIX, amigo de Ignacio Manuel Altamirano e Ignacio Ramírez, que ha estudiado el historiador Carlos Illades. 

 En aquella novela de Pizarro tiene lugar una escena alucinante en la que, en medio de la Guerra de Reforma, Benito Juárez, acompañado por Melchor Ocampo y Santos Degollado atraviesan Atoyac, en Jalisco, y divisan en el horizonte un pueblo llamado Nueva Filadelfia. Los políticos liberales preguntan al guía qué sitio es ese, a lo que el guía responde: “un lugar en el que el pobre no es pobre” y “las tierras, los ganados, las semillas y los edificios son de todos”. 

 En una jurisdicción parecida a la de este comunitarismo liberal del siglo XIX habría que ubicar el experimento eugenésico de Villautopía, locación de la novela Eugenia (1919) del escritor cubano-mexicano Eduardo Urzaiz. Tan raro como Pizarro en las historias tradicionales de la literatura mexicana, Urzaiz, médico y psiquiatra de formación, fue muy cercano a la reforma educativa y cultural que impulsó Salvador Alvarado en Yucatán. 

 La novela de Urzaiz, según la interpretación de Lemus, intentaba ser genuinamente utópica. Para crear una sociedad perfecta y superar las guerras, el Estado debía convertirse en agente de la reproducción biológica. Los bebés serían incubados por mujeres y “hombres feminizados”, preseleccionados, que evitarían la degeneración de la humanidad. A diferencia de la eugenesia del evolucionismo racista europeo, la de Villautopía parecía responder más al ideal del “hombre nuevo” del socialismo agrario yucateco. 

 Pero no todas son utopías en el atlas de Lemus, como sí son todas las de Federico Guzmán Rubio en Sí hay tal lugar (Taurus, 2025), un libro que habría que leer en diálogo con este. Hay aquí ciudades más familiares en la cartografía literaria de México, como Comala, el pueblo triste de Pedro Páramo (1955), instalado en aquel horizonte gris en que cohabitan los vivos y los muertos. 

 O Quauhnáhuac de Malcolm Lowry en Bajo el volcán (1947), la novela sobre los trances etílicos del cónsul Geoffrey Firmin, el Día de Muertos de 1938. El delirium tremens de Firmin brotaba en cuartos de hoteles y cantinas luminosas en una ciudad que, como recuerda Lemus, era una superposición de dos ciudades reales: Cuernavaca y Oaxaca. Ese doble lugar no podía ser sino el paraíso y el infierno a la vez. 

  Lemus también recorre Galeras, el ejido ficticio del Bajío, donde sucede la trama de la gran novela sinarquista, El fin de la esperanza (1948) de Rafael Bernal. Galeras se parece a Comala, pero más transparente o realista, menos fantasmagórica. También se parece a Ixtepec, el pueblo de Recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro. 

 Comarcas como San José de Gracia al final de Pueblo en vilo (1969), en las que todo ha sucedido: la revolución y la contrarrevolución, la Cristiada y el cardenismo. Lo contrario a La Matosa de Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor, donde una nueva violencia parece refundar el horror en el México del siglo XXI.

lunes, 24 de marzo de 2025

Una historia de España en doce novelas




El historiador Jordi Canal, autor de una muy leída Historia mínima de Cataluña, publicada por El Colegio de México, ha escrito Contar España. Una historia contemporánea en doce novelas (2024), que edita Ladera Norte, la editorial que encabeza Ricardo Cayuela. 

Se trata de un recorrido por momentos o dimensiones de la historia peninsular a través de novelas emblemáticas. Arranca, como era de esperar, con los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, el fresco narrativo de la guerra de independencia de los españoles contra los franceses, tras la invasión napoleónica de 1808. 

Galdós contó como nadie los eventos el 19 de marzo y el 2 de mayo de aquel año, cuando los madrileños salieron a los calles, primero, a protestar contra el ministro Manuel Godoy, y luego, para defender su ciudad de los invasores franceses. En una trama muy parecida a la de cualquier república hispanoamericana del siglo XIX, al capítulo inicial sobre la independencia sigue otro sobre las guerras civiles decimonónicas. 

Canal escoge para narrar las guerras entre carlistas y liberales la novela –“nivola” le llamaba su autor- Paz en la guerra de Miguel de Unamuno, ambientada durante el sitio de Bilbao por los carlistas en 1874. Con el fin del asedio aquel año se abriría la puerta a la derrota definitiva del carlismo en 1876. 

 El escritor y periodista Ramón J. Sender, quien se exilió en Estados Unidos durante el franquismo, fue soldado y oficial en la Guerra del Rif, en Marruecos, entre 1922 y 1923. Aquella experiencia fue recreada en su novela Imán, que Jordi Canal lee como un derroche de violencia narrativa, en el que la “brutalidad fluye por doquier: profanación de cadáveres, mutilaciones, martirios en ambos lados…” 

 No se detiene este libro de Canal en el hito de 1898, cuando España pierde sus posesiones en América, tras la primera intervención militar de Estados Unidos en Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Pero sí, desde luego, en la Guerra Civil (1936-1939), que explora a través de dos novelas, Los cipreses creen en Dios de José María Gironella, sobre los años de la Segunda República y el estallido del conflicto, y Campo francés de Max Aub, donde se cuenta la odisea del brigadista internacional Juan Hoffman, su exilio y su reclusión en Vernet. 

 El franquismo y el antifranquismo, que determinaron la tensión fundamental de la historia española del siglo XX, durante cuarenta años, se captan aquí a través de Veinte años y un día de Jorge Semprún, comunista heterodoxo y sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald. La transición democrática o el periodo posterior al franquismo es explorada a través de Anatomía de un instante, la novela de Javier Cercas sobre la intentona de golpe de Estado contra el gobierno de Adolfo Suárez en 1981. 

 Pero decíamos que el libro de Canal no se ocupa únicamente de momentos estelares de la historia de España sino de aspectos o dimensiones conflictivas de la experiencia moderna de esa nación. Un capítulo, por ejemplo, recorre el tratamiento de la vida rural y el caciquismo en la novela Los Pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán, una radiografía de la campiña gallega en el siglo XIX. 

 También se estudian la gran movilización obrera y el activismo anarquista entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Si en Rusia es un tema que asociamos con Los demonios de Dostoyevski y en Gran Bretaña con El agente secreto de Joseph Conrad o El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton, en España remite a La bodega de Vicente Blasco Ibáñez y, sobre todo, a Aurora roja del novelista vasco Pío Baroja. 

 Contar España dedica sus capítulos finales a los contrastes de la modernización del último cambio de siglo y a la cuestión del terrorismo de ETA en el País Vasco. El primer tema lo encuentra en Crematorio de Rafael Chirbes y el segundo en Patria de Fernando Aramburu. Entre ambas novelas se narran los dilemas de comunidades sometidas a la gentrificación y el terror.

sábado, 22 de febrero de 2025

Una crítica weberiana al trumpismo




El sociólogo cubano Alejandro Portes, profesor de las universidades de Princeton y Miami, es el merecedor de la última edición del Premio Daniel Cosío Villegas, que otorga El Colegio de México. En 2019, este académico fue reconocido con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, convirtiéndose en el segundo cubano, en este siglo, en recibir dicho galardón después del escritor Leonardo Padura. 

 Portes es muy conocido por sus estudios sobre las inmigraciones latinas o hispanas en Estados Unidos, especialmente las mexicanas y las cubanas, publicados en los años 80 y 90, en colaboración con Robert L. Bach, Alex Stepick y Rubén G. Rumbaut. Pero como se recordó en la pasada ceremonia del premio Cosío Villegas, en el Colmex, Portes es también autor de investigaciones clásicas y muy influyentes sobre las clases sociales, la economía informal y los procesos de urbanización en América Latina. 

 En su conferencia de recepción del premio, Portes no desarrolló ninguno de esos temas, por los que es conocido y referenciado. Su charla versó, en cambio, sobre algunas ideas centrales de Max Weber y su utilidad para pensar el fenómeno del trumpismo en Estados Unidos. Recordó Portes las conferencias “La ciencia como vocación” (1917) y “La política como vocación” (1919), en la Universidad de Munich, y la forma en que esos textos desarrollaron conceptos de Weber, plasmados en otras obras, como La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904) y Economía y sociedad (1921). 

 Habló Portes de ideas como el “desencantamiento del mundo” o la secularización moderna, la “dominación carismática y la burocrática”, la desindustrialización y el crecimiento de la desigualdad, como fenómenos sociológicos, estudiados por Weber, y que serían constatables en Estados Unidos en las últimas décadas. La clase trabajadora blanca de amplias zonas del centro de esa nación se ha visto desplazada del mercado de trabajo y ha desarrollado una mentalidad nativista y xenófoba, dirigida especialmente contra los migrantes de ascendencia latinoamericana. 

 Portes propone interpretar el fenómeno Trump y la corriente política qué él encabeza, desde el Partido Republicano, como una respuesta política al cambio social profundo de la desindustrialización. El sociólogo argumenta que el triunfo de Trump en ambas elecciones, las de 2016 y 2024, y la popularidad de sus políticas en un amplio sector de Estados Unidos, tiene sus raíces en una transformación del capitalismo estadounidense, que también se está produciendo en Canadá y Europa. 

 El sociólogo insistió en que se trata de una realidad mundial, que debe analizarse globalmente. Su llamado a que las ciencias sociales formen parte de ese ejercicio analítico colectivo no podría ser más oportuno. Ante tantas señales inquietantes de desfinanciamiento de las ciencias sociales, en América Latina y el Caribe, ojalá la exhortación del sociólogo llegue a su destino.

sábado, 15 de febrero de 2025

Mariátegui contra el fascismo




Pocos dudan en considerar al peruano José Carlos Mariátegui como el marxista latinoamericano más original y creativo del siglo XX. El autor de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) supo entrelazar de manera diáfana, no mecánica o impostada, las tesis centrales del marxismo clásico -crítica del capitalismo, principio de la lucha de clases, teoría de la revolución obrera mundial- con fenómenos históricos de su país y su región como la propiedad comunal incaica, la cosmovisión indígena y la literatura y el arte populares. 

 En Mariátegui, aquella capacidad de conexión y mixtura siempre estuvo ligada a una valoración altamente positiva de las vanguardias culturales europeas de las primeras décadas del siglo XX. Sus notas sobre el cubismo, el futurismo y el surrealismo, escritas en Europa, donde vivió entre 1919 y 1923, son muy ilustrativas de ese vanguardismo que, unido a su permanente defensa de la autonomía intelectual y artística, lo emparenta con Gramsci y Trotski. 

 Justamente hablando del futurismo italiano, liderado por Filippo Tomasso Marinetti, Mariátegui sostenía que no había nada que reprochar a la politización de aquel movimiento artístico, ya que la lucha política era propia de todas las vanguardias. Pero también llamaba a “reírse del carácter falso, literario y artificial, saturado de sentimiento conservador” del programa político de Marinetti. Su aproximación al fascismo, según Mariátegui, no invalidaba el gesto revolucionario de la estética futurista. 

 En la antología Aventura y revolución mundial. Escritos alrededor del viaje (2023), recientemente editada por el Fondo de Cultura Económica, con selección y prólogo del historiador argentino Martín Bergel, se reúnen algunos ensayos poco conocidos de Mariátegui sobre el fascismo. Viviendo en Roma, entre 1921 y 1922, el peruano llegó a ser un testigo privilegiado del ascenso al poder de Benito Mussolini. 

 Otra vez, el autonomismo intelectual llevaba a Mariátegui a disculpar el expansionismo africano del poeta Gabriele D’Anunzio y su “aventura caballeresca y quijotesca” de la República de Fiume, aunque destacaba que esa empresa, más ética que política, podía entenderse lo mismo con las ideas revolucionarias de Bombacci que con las reaccionarias de Aosta. 

Quien le parecía execrable al peruano no era el poeta D’Anunzio sino su mal discípulo Mussolini, aunque le reconocía un “talento polémico”. Ya en 1921, antes de la llegada de Mussolini a la presidencia del Consejo de Ministros, Italia es para el marxista peruano un escenario de guerra civil, entre nuevos güelfos y nuevos gibelinos: los fascistas y los socialistas. Ambos operaban en el inframundo de la política italiana, que sólo en la superficie aparecía capitaneada por líderes como Nitti y Gioberti. 

Con una visión extraordinaria, Mariátegui definiría desde entonces la lucha entre fascismo y socialismo como una de las claves del siglo XX europeo. El fascismo era, según el marxista peruano, una “milicia civil antirrevolucionaria”. Bajo el liderazgo de Mussolini pasó de una prolongación del militarismo de la Gran Guerra a una “ofensiva de las clases burguesas contra las clases proletarias”. 

De ahí que junto a la exaltación del nacionalismo y el imperialismo italianos adquiriese un fuerte acento antisocialista y anticomunista. Por debajo de la civilidad partidista, fascistas y socialistas libraban una batalla campal, en la que los primeros llevaban la iniciativa: incendiaban cámaras de trabajo, empastelaban las imprentas de publicaciones obreras, golpeaban a líderes socialistas. 

El fascismo era la “acción ilegal” de la derecha contra la posible “acción ilegal” de la revolución socialista. Pero Mariátegui, que había participado en el Congreso Nacional Socialista de Livorno, en 1921, pensaba que la izquierda debía concentrar su energía en la toma del poder. La violencia revolucionaria no era descartable por principio, pero sí debía diferenciarse del terrorismo por medio de una racionalidad política destinada a la conquista del Estado.

miércoles, 29 de enero de 2025

Una guerra religiosa



El último libro del historiador Jean Meyer recuerda lo que, no por evidente, olvidan quienes entienden el mundo desde perspectivas exclusivamente geopolíticas. Las guerras de nuestro tiempo siguen siendo fenómenos religiosos, incluso aquellas que tienen lugar en Occidente, como la desatada tras la invasión rusa de Ucrania. 
 En Una guerra ortodoxa (Bonilla Artigas, 2024) Meyer argumenta que el Estado soviético, constitucionalmente definido como ateo, desarrolló una política religiosa que limitaba a la Iglesia Ortodoxa en su labor pastoral, pero reportaba no pocos beneficios como el control de la expansión de otras religiones y el avance de las corrientes prooccidentales dentro de la URSS. 
 Buena prueba de aquel entendimiento fue la colaboración represiva entre la KGB, el PCUS y la Iglesia, que se evidenció en el caso Gleb Yakunin y Nikolai Eishliman, dos sacerdotes acusados de “rebelión religiosa” y “sedición cívica” en 1965, por una carta enviada al patriarca Alexei en que denunciaban el “servilismo” del Santo Sínodo con las violaciones de la legislación religiosa del Estado soviético. 
  Las leyes promovidas por Mijaíl Gorbachov durante la perestroika y las glasnost flexibilizaron el ateísmo, pero abrieron el mapa religioso a Occidente. La de 1988, que celebró el milenio de la Rus de Kiev, tras el bautizo de Volodimir en el año 988, reconoció más de 2000 congregaciones ortodoxas y de otras confesiones, como el budismo, el islam y el judaísmo. Número que se multiplicaría por diez durante toda la década de los 90. La de 1990 disolvió el Consejo de Asuntos Religiosos, controlado por el PCUS y el Soviet Supremo, y proclamó la Ley de Libertad de Conciencia y de Organizaciones. 
  La ley fue una más, entre tantos intentos de Gorbachov y los últimos líderes soviéticos, por establecer una sintonía entre las normas marxistas-leninistas y el liberalismo occidental, plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948. Entre 1990 y 1997, Boris Yeltsin recibió todo tipo de presiones de parte de la Iglesia, encabezada por el Patriarca Alexei, para que reformara la ley de 1990, ya que el clero ortodoxo consideraba que había sido concebida bajo el paradigma americano del “libro de mercado de servicios religiosos”, lo cual promovía el ecumenismo, el avance de otras confesiones cristianas como las protestantes, facilitaba la promoción de doctrinas nihilistas y paganas y abría la puerta a los servicios de espionaje extranjeros. 
  La nueva Ley Religiosa de 1997, establecida en tiempos de Yeltsin en la Federación rusa, preservaba algunas premisas de la de 1990, pero introducía una clara preferencia por la hegemonía de la Iglesia Ortodoxa, en tanto confesión nacional. El patriarca Alexei acompañó el cambio legislativo con un fuerte acento a favor del predominio de la Roma moscovita de la Iglesia Ortodoxa. 
  Con todas sus limitaciones, aquellas leyes produjeron una enorme expansión de las parroquias y congregaciones ortodoxas: si en 1988 había 6893, en 1998 pasaban de más de 15 000, una tercera parte de ellas en Ucrania. A partir del tránsito de mando de Yeltsin a Putin, ese proceso se aceleró, con una peculiaridad. Ahora el jefe de Estado se presentaba como cristiano, a diferencia de sus predecesores, y transfería a la Iglesia el rol articulador del nacionalismo ruso. La sucesión entre Alexi y Kiril reforzó la identidad confesional del nuevo imperio ruso. 
  Aquel proceso tuvo como reacción el aumento del nacionalismo ucraniano tras la destitución de Victor Yanukovich en 2014 y el ascenso de líderes proeuropeos como Petro Poroshenko y Volodimir Zelensky. Durante casi diez años consecutivos, entre 2013 y 2022, la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania avanzó a la par del nacionalismo ucraniano antiruso y el prooccidentalismo. Putin respondió a ese desafío, primero, con la anexión de Crimea en 2014, y luego con la invasión de 2022.