Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 12 de diciembre de 2025

Polimatía caudillista



Un viejo imaginario monárquico atribuye a los reyes todo tipo de poderes, desde los más contundentes, ligados al ejercicio de la fuerza, hasta los más sublimes, asociados a la indulgencia, la curación o la redención. Esas antiguas creencias, descritas por Marc Bloch en Los reyes taumaturgos (1924), de gran arraigo todavía en el siglo XXI, se manifestaron en todas las dictaduras latinoamericanas. 

 La novela de dictadores ofrece múltiples ejemplos. En Yo el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, el dictador, inspirado en Gaspar Rodríguez de Francia, el caudillo paraguayo del siglo XIX, es un jurista, teólogo y filósofo, que diagnostica las enfermedades de su pueblo. Como curandero nacional, el dictador debía manejarse con soltura en varios saberes a la vez, con el fin de recetar la medicina adecuada. 

 En El recurso del método (1974), del cubano Alejo Carpentier, que apareció el mismo año de la novela de Roa Bastos, el dictador, mezcla de rasgos de Porfirio Díaz y Cipriano Castro, es un afrancesado y melómano, que conoce y aplica a su pueblo las ideas evolucionistas y eugenésicas que aprende en revistas europeas. El dictador de Carpentier vendría siendo como un “científico”, que domina todas las ciencias, las naturales y las humanas, y que gracias a su sabiduría ocupa la primera magistratura del Estado. 

 Aquel arquetipo del dictador polímata se ha ido degradando y ramificando en los últimos años en las dos vertientes fundamentales del caudillismo regional: la del autócrata tecno-libertario y la del déspota bolivariano. El primero responde al arquetipo del versado en las criptomonedas, los misterios del mercado y las fantasmagorías de la Inteligencia Artificial; el segundo al de la magia y el espiritismo, mezclados con una buena dosis de demagogia humanista y latinoamericanista. 

 Como Donald Trump en Estados Unidos, Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en Argentina y Daniel Noboa en Ecuador han fantaseado con cripto-utopías que acelerarían el capitalismo financiero en sus países. Dos de ellos son economistas, pero los tres son empresarios jóvenes y presentan sus ideas y preferencias en términos de políticas públicas como si estuvieran autorizadas, no por las ciencias exactas o sociales, sino por un arcano tecnológico que sólo ellos conocen. 

 Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Rosario Murillo formarían parte del segundo arquetipo. Como cada año, Maduro acaba de recibir en Miraflores a los representantes de las iglesias evangélicas que, en un ritual televisado, le prometieron protección para su vida e hicieron cantos litúrgicos contra el enemigo. Murillo, en Nicaragua, ha llevado el esoterismo al punto de encabezar una persecución contra la Iglesia católica, como no se veía en décadas en América Latina y el Caribe. 

 Precursores de ese espiritismo fueron Fidel Castro y su discípulo Hugo Chávez. En días pasados, cuando se cumplieron nueve años de la muerte de Castro, en La Habana se desató una nueva versión del culto funerario permanente que tiene lugar en la isla desde 2016. Las redes sociales de todas las instituciones, no sólo las culturales, se llenaron de testimonios sobre los aportes de Fidel a todas las artes imaginables: la ciencia, la literatura, la medicina, la agronomía, la ganadería, el deporte, el cine… 

 En la Venezuela oficial, Chávez es también un escritor oficialmente promovido, autor de Los cuentos del arañero, y hasta un cantante popular. En Cuba, y en las poderosas redes del gobierno cubano fuera de la isla, ese culto al caudillo polímata dará su mayor rendimiento el año próximo, cuando se cumplan los cien años de su nacimiento en Birán, la finca de su padre, gallego terrateniente, en la zona nororiental de la isla. Periódicos, revistas, canales de televisión y redes sociales se llenarán de tópicos sobre la grandeza del Comandante. Una grandeza que debe su excepcionalidad y, sobre todo, su justificación de casi 50 años al mando de Cuba, al dominio de esos saberes.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

Clara E. Lida y la clandestinidad anarquista





La historiadora Clara E. Lida, de El Colegio de México, acaba de publicar un nuevo libro, titulado La clandestinidad anarquista. De la Comuna de París a la Mano Negra (1871-1883). Se trata de un regreso de esta extraordinaria y prolífica historiadora a una de sus primeras pasiones, desde la época en que estudiaba el doctorado en historia en la Universidad de Princeton en los años 60: el primer anarquismo español. 

 En el libro Itinerancias y aprendizajes (2023), una conversación de Lida con Mario Barbosa, la historiadora recordaba cómo fue que comenzó a interesarse en el anarquismo durante aquellos años revolucionarios en Estados Unidos. La movilización pacifista y libertaria del 68 la motivó, de algún modo, a estudiar la Revolución española que había tenido lugar un siglo atrás, en 1868, cuando un levantamiento militar derrocó a la monarquía de Isabel II. 

 Aquella revolución -que dio un impulso decisivo a los movimientos anticoloniales en Cuba, Puerto Rico y Filipinas, propició el cambio dinástico durante el breve reinado de Amadeo de Saboya y, finalmente, produjo la primera y República española en 1873-, fue también el contexto de introducción del anarquismo en España. En 1868, Giuseppe Fanelli, un revolucionario napolitano, seguidor de Mijaíl Bakunin en la Primera Internacional, llegó España y con la ayuda de Anselmo Lorenzo y otros líderes peninsulares creó los primeros grupos anarquistas. 

 Lida recuerda que una primera dificultad para el movimiento anarquista provino de la propia Internacional, cuando Marx encarga a su yerno, Paul Lafargue, que encabece en España una campaña contra los seguidores de Bakunin en el propio periódico que ellos habían creado, La Emancipación. La campaña fue eficaz, el periódico se reorientó hacia el socialismo marxista y Bakunin fue expulsado de la Primera Internacional tras el congreso de La Haya en 1872. 

 Pero la gran reacción contra el anarquismo provendría, en tiempos de la República federal, de sectores de la política tradicional española, tanto conservadores y monarquistas como republicanos y federalistas. La Federación Regional Española desarrolló una actividad legal y celebró varios congresos entre 1868 y 1874, llegando a sumar más de 30 000 afiliados. La dictadura republicana de Francisco Serrano, que reprimió la rebelión cantonal, ilegalizó al anarquismo en 1874. 

 El estudio de Lida se concentra en el periodo de clandestinidad de aquel primer anarquismo en España, a partir de 1874, en el que arrecia la estigmatización del movimiento libertario. La prensa hegemónica presentaba a los anarquistas como “súcubos del infierno”, que aspiraban a destruir la civilización. La vida clandestina, a la vez, reforzaba el espíritu conspirativo y la sociabilidad secreta de aquellos revolucionarios. 

 A pesar de la ilegalidad, el anarquismo español intensificó su proselitismo, su propaganda y su reclutamiento. Cuando en 1881, ya en plena restauración borbónica de Alfonso XII, el gobierno liberal de Práxedes Mateo Sagasta aprobó una Ley de Asociaciones, que benefició al movimiento obrero, los anarquistas convocaron a un congreso en Sevilla, en el que se inscribieron más de 600 asociaciones, con cerca de 60 000 afiliados. 

 La clandestinidad generaba, a su vez, una dilatación de la base social de la causa anarquista, como se plasmaría entre 1881 y 1883 con el involucramiento de la Federación de Trabajadores de la Región España en las protestas y huelgas de los jornaleros andaluces. En medio de la represión de aquellos movimientos, la Guardia Civil reveló los reglamentos y estatutos de una organización violenta llamada “La Mano Negra”, que la prensa utilizó como muestra del carácter terrorista del anarquismo. 

El libro de Lida concluye en ese momento, sugiriendo la hipótesis de que los anarquismos posteriores fueron fenómenos diferentes, que requerirían otra lectura. El anarcosindicalismo de fines del siglo XIX y principios del siglo XX tendría una potente ramificación en países americanos, como Estados Unidos y Argentina, y daría lugar a una prolongada tradición libertaria de izquierda, cuya historia está todavía por reconstruir. 

viernes, 14 de noviembre de 2025

Tomás Sánchez: el artista renacido






Hace unos días se estrenó en el cine Tonalá de la colonia Roma el documental Perseverancia, dirigido por Juan Carlos Martín, cineasta mexicano, conocido y reconocido por su film sobre Gabriel Orozco en 2003. Se trata, como aquella misma pieza sobre el artista mexicano, de un ensayo documental en torno a la trayectoria artística del pintor cubano Tomás Sánchez, nacido en Cienfuegos en 1948. 

 El documental, producido por Gustavo Ángel, reconstruye la vida de Sánchez desde su infancia en Cienfuegos, en la que tuvieron un aliento primordial el contacto con la naturaleza y la cercanía de su madre, quien se volvería ella misma artista a medida que cristalizaba la vocación del hijo. El film recorre las diversas fases del arte de Sánchez, destacando las transiciones o los renacimientos del pintor y presentándolos como edades de una misma poética. 

 Habría un primer Sánchez expresionista, seguidor de James Ensor y discípulo de Antonia Eiriz, que pintó un mundo de enmascarados o caras retorcidas, aunque a veces instalados en apacibles bosques tropicales. La pintura de Sánchez en los años 70 fue adoptando un creciente tono crítico, que proyectaba sobre los rostros contorsionados de sus personajes la perversión de una realidad que, con sus miserias y mezquindades, negaba el idilio socialista cubano. 

 Perseverancia capta el momento preciso en que esa crítica visual, claramente plasmada en el cuadro La aparición del dogma (1973), se refugia en el cuerpo del artista por medio de una afición por el yoga y las religiones hinduistas. El artista sería expulsado de la Escuela Nacional de Arte y trasladado a un Taller de Muñecos como castigo por su resistencia mística y su imagen monstruosa de la realidad revolucionaria.

 Desde las aguas blancas (1980), pieza que condensaba, en una larga línea en el horizonte, un monte cubano, ganó el Premio Internacional de Dibujo Joan Miró y dio inicio al reconocimiento internacional del artista. Aquel reconocimiento obligó al Estado cubano a levantar su segregación del pintor y las obras de Sánchez comenzaron a frecuentar galerías y museos de la isla y a decorar las paredes de las instituciones oficiales. 

 A pesar de entrar en una ascendente institucionalización, el artista acompañó experiencias colectivas de creación, que desafiaban el canon socialista que propagaba el Estado cubano, como la rupturista muestra Volumen Uno en 1981, en la que expusieron, entre otros, Flavio Garciandía, José Bedia, Gustavo Pérez Monzón, Leandro Soto, Rogelio López Marín, Rubén Torres LLorca y Juan Francisco Elso. 

 En los años 80 la pintura de Sánchez se internó en un tipo de paisajismo que escenificaba la transparencia y la luminosidad de la vegetación cubana. Obras como Relación entre la laguna, la isla y la nube (1986) hacían que la técnica hiperrealista desembocara en un trazo surrealista o simbolista, que evocaba la obra de René Magritte o de León Spilliaert. 

 Para fines de aquella década, tan renovadora en el arte cubano, Sánchez ya estaba viviendo otro desplazamiento por medio de los grandes basureros que introducían al espectador en una abigarrada montaña de desechos. A veces los basureros colocaban en el centro enormes bolsas de plástico, otras levantaban un Cristo crucificado, a cuyos pies se amontonaba la inmundicia. Aquel nuevo giro de la poética de Sánchez ponía en cuestión el extractivismo contaminante, pero también la hipocresía de la demagogia ecologista. 

 En los 90 vendría para Sánchez, como para tantos artistas de su generación, un exilio itinerante que lo llevaría a México, Miami y, finalmente, Costa Rica, donde hoy reside. En las últimas décadas, sus paisajes de bosques y cascadas se volvieron más verticales, más oscuros, surcados por luces blancas. Pero el misticismo reaparece en esos parajes a través de un meditador en postura de loto, que simboliza la perseverancia y el renacimiento del artista.

sábado, 18 de octubre de 2025

Centenario y actualidad de La Raza Cósmica




Más o menos por estos días, hace cien años años, debió comenzar a circular la primera edición del deslumbrante ensayo La raza cósmica de José Vasconcelos. En la reciente edición crítica de ese clásico del pensamiento latinoamericano, en la editorial Verbum, la estudiosa Yannelys Aparicio Molina señala que, aunque no puede fecharse con precisión el día de la salida de imprenta de aquella primera versión, a cargo de la Agencia Mundial de Librería, en Madrid, muy probablemente debió ser en octubre de 1925. 

 Un artículo en el periódico La Época, de Melchor Fernández Almagro, historiador y periodista granadino, quien a diferencia de su amigo Federico García Lorca, se alinearía con el bando franquista en la guerra civil, anunciaba, en noviembre de 1925, que circulaba en librerías madrileñas un manifiesto iberoamericanista, escrito por el ex Rector de la Universidad y ex Secretario de Educación Pública de México, José Vasconcelos. 

 La profecía del ensayo vasconcelista, esto es, que el ascenso del mestizaje produciría una quinta raza universal, que contendría virtudes de las cuatro originarias y haría trascender el racismo, comenzó a ser cuestionada desde muy pronto, no sólo por pensadores racistas sino por antropólogos críticos del evolucionismo e, incluso, del funcionalismo, como el cubano Fernando Ortiz. 

 Pero la premisa de Vasconcelos, que no era otra que un cuestionamiento a fondo del darwinismo social y la eugenesia, del evolucionismo y el positivismo, de Gobineau y Spencer, era correcta. Lo que interesaba al mexicano era refutar la creencia, durante siglos basada en estereotipos y, a partir del último tramo del siglo XIX, sustentada en saberes pseudocentíficos, de que había unas razas superiores a las otras y, lo que era igual de importante, que esa jerarquía racial determinaba el mayor o más rápido acceso a la civilización y el progreso. 

 Comenzaba Vasconcelos desafiando el mito de los orígenes: las culturas de los pueblos originarios incaicos de Los Andes, así como las de los mayas y toltecas, quechuas y mexicas, eran “tan antiguas como las que más en el planeta”. Por momentos, se enfrascaba Vasconcelos en una disputa por aquella antigüedad, que luego fue abandonando –en el Prólogo que se insertó en la edición de Espasa Calpe, en 1948, concedía que la “raza más antigua de la Historia era le da los egipcios”. 

 Sin embargo, lo decisivo en su argumentación era el cuestionamiento de aquellas falsas jerarquías raciales que, tanto en Europa como en las dos Américas, habían derivado, desde fines del siglo XIX, en una especie de torneo pueril entre los caracteres o temperamentos sajones y latinos. Para Vasconcelos, el peor saldo del discurso darwinista había sido su desplazamiento de la etnología y la antropología a la sociología y la psicología, creando esos cuadros ridículos de razas más o menos aptas para el desarrollo material y espiritual. 

 Los críticos de Vasconcelos tienen razón en que la ideología del mestizaje que se sugiere en La raza cósmica también contiene elementos racistas, que restan visibilidad a los pueblos originarios o a las comunidades afrodescendientes. Pero si la lectura del ensayo vasconcelista se mueve de la parte profética a la más reactiva del texto se constatará que estamos en presencia de uno de los más apasionados alegatos contra el racismo del siglo XX latinoamericano. 

Muy probablemente, el fundamento doctrinal del latinoamericanismo de Vasconcelos también estuviese equivocado. De lo que no cabe duda es que su asignación de un papel antirracista a América Latina y el Caribe en el mundo posee un poderoso mensaje político que no deja de ser actual. Escrito en el nacimiento de los fascismos, buena parte de la argumentación de aquel ensayo es válida para hoy, cuando las más peligrosas supercherías racistas vuelven a circular, con el aliento de líderes políticos de grandes potencias globales.

Osvaldo Sánchez y el cuerpo de la nación






Hace poco falleció en Mérida, donde residía desde los últimos años, el poeta, narrador y crítico cubano Osvaldo Sánchez. La naturalidad de su presencia entre nosotros hacía olvidar la relevancia de su obra para Cuba y México entre fines del siglo pasado e inicios del presente. Ahora la memoria impone su rescate. 

 En el principio fue, como casi siempre en Cuba, la poesía. En 1983, luego de haber ganado el Premio David, se publicó en La Habana el cuaderno Matar al último venado de Sánchez, quien junto a Reina María Rodríguez, Soleida Ríos y Marilyn Bobes, proyectaría una voz reconocible en el arranque de aquella poesía del fin del siglo XX cubano. 

 Los poemas de Sánchez afinaban la mirada a los cuerpos de la isla. Hablaban de jóvenes amantes que emprendían una “oscura ascensión”, de bañistas de la Playita de 16 que eran “adolescentes frívolos”, con “máscaras doradas”, sobre “zeppelines verdes”, de un “último venado” acechado por “arqueros en los árboles”, de Paul Rée y Lou-Andreas Salomé, y de su hermana mayor, que emigró por el Mariel en 1980: “matamos a mi hermana, con un golpe de patria, ahí en la puerta”. 

 En La Habana de los 80, graduado de Historia del Arte, se estrenó como crítico y guionista. Defendió el giro postmoderno de la plástica cubana, que vio personificado en la obra de Flavio Garciandía, José Bedia o Consuelo Castañeda, y escribió el guion del film Papeles secundarios (1989) de Orlando Rojas, cuya propuesta visual desestabilizó las formas de representación cinematográfica en Cuba. 

 Desde su llegada a México en 1990, Sánchez se insertó en el circuito más sofisticado de la fotografía y el arte. Colaboró en varios proyectos con Graciela Iturbide y escribió las palabras del catálogo de la serie En el nombre del padre (1993), con fotos tomadas en la Mixteca poblana y oaxaqueña. Observó el crítico un “espectáculo de aniquilación” en las fotos de Iturbide, donde resplandecían los cuchillos y las sangres de los borregos. 

 Luego de unos años trabajando en el Festival Cervantino, Osvaldo Sánchez inició una carrera exitosa como curador y director de museos en la Ciudad de México. Dirigió primero el Museo Carrillo Gil, luego el Tamayo de Arte Contemporáneo y, finalmente, el de Arte Moderno. En los tres dio visibilidad a una nueva generación de artistas mexicanos o residentes en México, que renovaban el lenguaje plástico. 

 La obra de Sánchez como curador y gestor fue una extensión de su proyecto como crítico, desarrollado primero en Cuba y luego en sus columnas en el periódico Reforma y las revistas Poliester y Curare. Si en Cuba, Sánchez había defendido la respuesta postmoderna al agotamiento paralelo del realismo socialista y el nacionalismo revolucionario, en México advirtió que dentro de la plataforma conceptualista, que él mismo alentaba, surgía un “neomexicanismo” que, a su juicio, exigía otra lectura. Artistas como Carlos Amorales, Minerva Cuevas, Betsabée Romero, Boris Viskin, Daniela Rossell, Francis Alÿs, Melanie Smith, Teresa Margolles y el Grupo Semefo serían algunas variantes de aquella poética. 

Un ensayo de Sánchez de 2001, en Curare, titulado “El cuerpo de la nación. El neomexicanismo: la pulsión homosexual y la desnacionalización”, mostraba las paradojas de esa vuelta al discurso identitario en las artes visuales: por un lado, aquel arte retaba la ficción modernizadora del neoliberalismo, pero por el otro, creaba otra barreras de distinción. 

 Habrá que regresar, en homenaje al poeta y al crítico, a aquellos desencuentros entre Cuba y México en el diálogo sordo de nacionalismos y revoluciones muertas y vampirizadas. La mayor antigüedad de la Revolución mexicana pudo propiciar, a los ojos de Sánchez, el sentido de un neomexicanismo a principios del siglo XXI. No en Cuba, donde a pesar de tanta experiencia diaspórica o transnacional, la hegemonía nacionalista sigue excluyendo los cuerpos reales de la nación.

martes, 23 de septiembre de 2025

Tiempo de dudar



En los últimos años, el historiador y periodista Carlos Bravo Regidor ha sostenido en la revista Gatopardo una serie de conversaciones con pensadores globales que discuten algunos de los grandes temas de nuestro tiempo: el populismo, la erosión democrática, las ultraderechas, la melancolía de izquierda, la desautorización de la ciencia, los nuevos fascismos, las guerras simultáneas, el crecimiento de la desigualdad… 

 Esas entrevistas han sido reunidas y editadas por Grano de Sal en un volumen que lleva por título Mar de dudas. Conversaciones para navegar el desconcierto. Algunos de los entrevistados son el filósofo español Daniel Innerarity, la profesora de Columbia, Nadia Urbinati, el argentino Federico Finchelstein, la colombiana Laura Gamboa, el estudioso de la desigualdad Branco Milanovic o el autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha? (2021), Pablo Stefanoni. 

 Un diagnóstico que recorre todo el libro es que vivimos una innegable crisis de la democracia liberal. La idea emerge lo mismo en el diálogo con David Altman, analista preciso de los mecanismos de democracia directa, que en la entrevista a Sophia Rosenfeld, historiadora de la Universidad de Filadelfia, que ha estudiado el agrietamiento de la noción de “verdad”. También aparece esa idea en el intercambio de Bravo Regidor con la pensadora turca Ece Temelkuran, autora de Cómo perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura (2019) o en la charla con Margaret MacMillan, historiadora canadiense que ha recorrido la trayectoria universal de las guerras. 

En todos esos diálogos –mucho más que entrevistas, ya que las intervenciones del autor del libro suelen ser decisivas- se reitera la evidencia de que vivimos en una época posterior a la que siguió a la Guerra Fría y que estuvo marcada por la expansión global de la democracia. Pero la presencia de esa nueva temporalidad en la historia global no sólo se afirma por medio de la crisis de la democracia. También aparece a través del énfasis en la nueva envoltura de viejos fenómenos. 

Son frecuentes las reiteraciones del adjetivo: nueva complejidad, nuevos populismos, nuevos fascismos, nuevas desigualdades, nuevas derechas, nuevas guerras… Lo nuevo se establece en relación con el periodo inmediatamente anterior de la Postguerra Fría, aunque también de buena parte del siglo XX. El libro se instala, como decíamos, en un diagnóstico global de nuestro tiempo. Todos los síntomas del cambio son localizables en cualquier costado del planeta. 

Sin embargo, no están ausentes los aterrizajes en contextos inmediatos como Estados Unidos con Trump, Turquía con Erdogan, Hungría con Orbán, el México de López Obrador o los regímenes más prolongados de Vladimir Putin en Rusia, Xi Jinping en China, Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua. Los dos diálogos finales, con Francis Fukuyama y con Iván Krastev, aportan acaso la mirada menos localizada del volumen y, a la vez, la más deudora del debate sobre el mundo posterior a la caída del Muro de Berlín y el supuesto “fin de la historia”. 

Un nuevo Fukuyama, de vuelta del triunfalismo de fines del siglo XX, llama a mirar de frente los “desencantos” con el orden liberal. Krastev, por su lado, autor con Stephen Holmes de La luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la Guerra Fría pero perdió la paz (2019), advierte que desde 1989, cuando cayó el el Muro de Berlín pero se masacró a la juventud en Tiananmén, hubo indicios de aquella ficción triunfalista. 

El mensaje final de este libro, que ofrece una guía de lecturas para orientarnos en la tercera década del siglo XXI, no es desesperanzador: es un exhorto a dudar. Lo que proponen el anfitrión y los invitados a este coloquio es no enfrentar la incertidumbre con una certeza sino con más dudas e interrogaciones. Para no repetir los errores del último liberalismo, mejor regresar a la premisa de que un orden plural es posible si se abandonan los dogmas.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Una historia de la izquierda en Puerto Rico




El historiador puertorriqueño Carlos Pabón Ortega ha escrito la que, hasta ahora, sería la reconstrucción histórica más completa de las izquierdas en esa isla caribeña durante la Guerra Fría. El libro se titula Ilusión y ruinas. ImaginaIrios de izquierda en Puerto Rico desde los 60 y ha sido publicado por Ediciones Laberinto, en San Juan, este año. 

 Uno de los primeros efectos de la lectura es la relocalización de Puerto Rio en su entorno latinoamericano y caribeño. La prolongada experiencia del Estado Libre Asociado en la isla, durante la Guerra Fría, condujo a una expulsión de Puerto Rico de ese entorno. Una expulsión que lo mismo operaba dentro de las corrientes más proclives a la autonomía o a la anexión, es decir, a preservar el status quo o a lograr la estadidad, que en el independentismo más aferrado al modelo cubano, cuya premisa excepcionalista era ineludible. 

 Pabón narra una historia que se reconoce en la más reciente historiografía sobre las izquierdas latinoamericanas y caribeñas de las últimas décadas del siglo XX. Los dilemas a que se enfrentaron las principales asociaciones independentistas y socialistas en Puerto Rico, el MPI y el PSP, el PIP y el MST, y sus principales líderes, César Andreu Iglesias, Juan Mari Brás, Rubén Berríos, Luis Ángel Torres…, son muy parecidos a los de cualquier país de la región: elecciones sí o no, lucha armada o resistencia cívica, marxismo-leninismo o nacionalismo revolucionario, vieja izquierda o nueva izquierda, revolución o democracia. 

 El itinerario también es parecido. Pabón encuentra en los debates y documentos programáticos del MPI en los 60 aproximaciones a la Nueva Izquierda por medio del llamado a la lucha armada, al boicot de las elecciones, a la inscripción flexible en el marxismo, la descolonización y el tercermundismo e, incluso, en la oposición a la invasión soviética a Checoslovaquia en 1968 y el rechazo a la práctica imitativa de copiar el modelo cubano. 

 A mediados de los 70, cuando el PSP, que demoró en asimilar la experiencia del socialismo democrático de Salvador Allende y Unidad Popular en Chile, regresa a la vía electoral y, a la vez, reproduce las líneas rectoras de la sovietización cubana, también se identifican ciertas pautas regionales. Para fines de esa década e inicios de los 80, cuando el MPI y el PSP generaban alianzas electorales poco exitosas, la izquierda puertorriqueña se enfrentaba a los dramas familiares latinoamericanos. 

 La relocalización de Puerto Rico en América Latina que produce el libro de Pabón se refuerza en el contexto de las transiciones democráticas de los 80 y 90, la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la URSS y el giro neoliberal. El historiador estudia cómo el PIP y el MST, que encauzaban las ramas nacionalistas y marxistas, se adaptaron a aquella coyuntura crítica. Observa Pabón que en Puerto Rico, como en toda la región, se produjo, en el cambio de siglo, un desplazamiento y apropiación de las izquierdas socialistas por las populistas. 

La hegemonía bolivariana dentro de las izquierdas latinoamericanas y caribeñas también se constató allí, a pesar de la fuerte inscripción de la isla en la hegemonía estadounidense. Esa tensión produjo desdoblamientos reconocibles, como los detectados por el historiador en el discurso de varios dirigentes, que distinguían entre izquierdas autoritarias e izquierdas democráticas, pero respaldaban los regímenes de Venezuela, Nicaragua y Cuba. 

 De existir una peculiaridad decisiva en la política puertorriqueña de la Guerra Fría tal vez habría que encontrarla en esa mezcla de un país directamente expuesto a la hegemonía de Estados Unidos y una izquierda más plegada a la línea oficial cubana que en otros de sus vecinos. Como recuerda Pabón, muy pocos socialistas, como Luis Ángel Torres, tomaron distancia de la autocratización bolivariana en la primera década del siglo XXI.