Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 29 de enero de 2025

Una guerra religiosa



El último libro del historiador Jean Meyer recuerda lo que, no por evidente, olvidan quienes entienden el mundo desde perspectivas exclusivamente geopolíticas. Las guerras de nuestro tiempo siguen siendo fenómenos religiosos, incluso aquellas que tienen lugar en Occidente, como la desatada tras la invasión rusa de Ucrania. 
 En Una guerra ortodoxa (Bonilla Artigas, 2024) Meyer argumenta que el Estado soviético, constitucionalmente definido como ateo, desarrolló una política religiosa que limitaba a la Iglesia Ortodoxa en su labor pastoral, pero reportaba no pocos beneficios como el control de la expansión de otras religiones y el avance de las corrientes prooccidentales dentro de la URSS. 
 Buena prueba de aquel entendimiento fue la colaboración represiva entre la KGB, el PCUS y la Iglesia, que se evidenció en el caso Gleb Yakunin y Nikolai Eishliman, dos sacerdotes acusados de “rebelión religiosa” y “sedición cívica” en 1965, por una carta enviada al patriarca Alexei en que denunciaban el “servilismo” del Santo Sínodo con las violaciones de la legislación religiosa del Estado soviético. 
  Las leyes promovidas por Mijaíl Gorbachov durante la perestroika y las glasnost flexibilizaron el ateísmo, pero abrieron el mapa religioso a Occidente. La de 1988, que celebró el milenio de la Rus de Kiev, tras el bautizo de Volodimir en el año 988, reconoció más de 2000 congregaciones ortodoxas y de otras confesiones, como el budismo, el islam y el judaísmo. Número que se multiplicaría por diez durante toda la década de los 90. La de 1990 disolvió el Consejo de Asuntos Religiosos, controlado por el PCUS y el Soviet Supremo, y proclamó la Ley de Libertad de Conciencia y de Organizaciones. 
  La ley fue una más, entre tantos intentos de Gorbachov y los últimos líderes soviéticos, por establecer una sintonía entre las normas marxistas-leninistas y el liberalismo occidental, plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948. Entre 1990 y 1997, Boris Yeltsin recibió todo tipo de presiones de parte de la Iglesia, encabezada por el Patriarca Alexei, para que reformara la ley de 1990, ya que el clero ortodoxo consideraba que había sido concebida bajo el paradigma americano del “libro de mercado de servicios religiosos”, lo cual promovía el ecumenismo, el avance de otras confesiones cristianas como las protestantes, facilitaba la promoción de doctrinas nihilistas y paganas y abría la puerta a los servicios de espionaje extranjeros. 
  La nueva Ley Religiosa de 1997, establecida en tiempos de Yeltsin en la Federación rusa, preservaba algunas premisas de la de 1990, pero introducía una clara preferencia por la hegemonía de la Iglesia Ortodoxa, en tanto confesión nacional. El patriarca Alexei acompañó el cambio legislativo con un fuerte acento a favor del predominio de la Roma moscovita de la Iglesia Ortodoxa. 
  Con todas sus limitaciones, aquellas leyes produjeron una enorme expansión de las parroquias y congregaciones ortodoxas: si en 1988 había 6893, en 1998 pasaban de más de 15 000, una tercera parte de ellas en Ucrania. A partir del tránsito de mando de Yeltsin a Putin, ese proceso se aceleró, con una peculiaridad. Ahora el jefe de Estado se presentaba como cristiano, a diferencia de sus predecesores, y transfería a la Iglesia el rol articulador del nacionalismo ruso. La sucesión entre Alexi y Kiril reforzó la identidad confesional del nuevo imperio ruso. 
  Aquel proceso tuvo como reacción el aumento del nacionalismo ucraniano tras la destitución de Victor Yanukovich en 2014 y el ascenso de líderes proeuropeos como Petro Poroshenko y Volodimir Zelensky. Durante casi diez años consecutivos, entre 2013 y 2022, la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania avanzó a la par del nacionalismo ucraniano antiruso y el prooccidentalismo. Putin respondió a ese desafío, primero, con la anexión de Crimea en 2014, y luego con la invasión de 2022.

domingo, 19 de enero de 2025

Beatriz Sarlo y los enemigos del ensayo






Fue una estudiosa de la literatura de Jorge Luis Borges y de la filosofía de Walter Benjamin y escribió sendos libros sobre ellos. Fue observadora y protagonista del cambio urbano de Buenos Aires, entre fines del siglo XX e inicios del XXI, y de los múltiples registros culturales de esa mutación. Escribió muchos libros, pero también artículos en la prensa, fundó y dirigió revistas, asumió por décadas una cátedra universitaria. 
 Beatriz Sarlo (1942-2024), ensayista argentina, archiconocida, venerada y a veces odiada en su país, lamentablemente poco leída en México y otros países latinoamericanos, acaba de fallecer y su ausencia ya se siente y molesta. Hasta hace muy pocos meses, quienes seguimos la realidad latinoamericana, sabíamos que ahí estaba ella, desafiando cualquier cliché ideológico. 
 Hablamos de una intelectual, término que ella reclamaba para sí sin vacilación, que en su juventud fue una militante marxista contra la última dictadura militar, que luego cuestionó los silencios y las deudas de la transición democrática, que desconfió de los triunfalismos liberales tras la caída del Muro de Berlín y que criticó directamente, sin tapujos, cada uno de los gobiernos argentinos del siglo XXI: los de los Kirchner y Fernández, pero también los de Macri y Milei. 
 El tipo de escritura que practicó Beatriz Sarlo tiene un nombre, ensayo, y una brillante y nutrida tradición en América Latina. Sus libros se publicaron en editoriales que se dedicaban, centralmente, a ese género, como Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI, que por motivos inquietantes hoy parecen darle la espalda en el mercado del libro iberoamericano. 
 Todos sus ensayos, incluso los más profesorales, tienen esa tesitura, que tal vez provenga de cercanías, vivencias y estudios sobre dos prosistas de su generación como Juan José Saer y Ricardo Piglia. Tan sólo algunos títulos, Una modernidad periférica (1988), Escenas de la vida postmoderna (1994), La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu (2003), dan una idea de las dimensiones del proyecto intelectual de Sarlo. 
 No sólo aquellos libros, también su pertinaz intervención pública en los periódicos, la radio, la televisión y los medio digitales, en las últimas décadas, hicieron de Beatriz Sarlo un rarísimo caso de sobrevivencia del viejo intelectual público, en este caso personificado por una mujer, en el nuevo planeta digital. 
 Con la muerte de Sarlo se repite en Argentina algo que hemos escuchado antes en muchos países latinoamericanos. En México, es inevitable asociar una figura como Sarlo con Carlos Monsiváis, quien compartió no pocos intereses con la escritora argentina. Es raro encontrar en otros ensayistas latinoamericanos un interés y un conocimiento tan bien repartido entre la literatura, el cine, las artes, la cultura popular y la política. 
 Con frecuencia ella decía que sus dos grandes pasiones eran la literatura y la política, pero se quedaba corta. Lo que sí resulta indudable es que en las dos últimas décadas se ubicó en el centro de los debates políticos argentinos. Cuando una parte de la intelectualidad de ese país giró a favor de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, ella se opuso con lucidez. Pero cuando vino el reflujo favorable a la derecha, también se opuso, con igual lucidez. 
 Molestaba a los políticos y a los empresarios, pero también al sector intelectual plegado a los gobernantes de turno. Sus enemigos fueron los enemigos del intelectual y del ensayo, que crecen en el siglo XXI. Enemigos que provienen de múltiples poderes, incluido el académico y el editorial, aunque parezca contradictorio. Proliferan los puristas de la argumentación fría o imparcial, los ideólogos que demandan compromiso con el partido gobernante o el líder histórico y los censores de siempre, que con frecuencia se confunden con los promotores de una literatura vendible.

martes, 24 de diciembre de 2024

Sobre el discurso de odio



La editorial Grano de Sal, que dirige Tomás Granados, ha traducido y editado el libro Odio público. Uso y abuso del discurso intolerante (2024), del filósofo italiano Corrado Fumagalli, profesor de la Universidad de Génova. Se trata de un ensayo de urgente lectura en cualquier país, pero sobre todo en aquellos gobernados por líderes o partidos convencidos de que una hegemonía se edifica sobre la destrucción del prestigio de sus rivales. 
 Fumagalli propone una tipología genérica del discurso de odio, que incluiría la concepción legalista, la ordinaria y la política. La primera tiene que ver con la delimitación de aquellas incitaciones públicas al odio que deberían ser penalizadas y las que no. La segunda corresponde a la visión más generalizada que pertenece al ámbito de lo tolerable o lo intolerable en la moralidad pública. La tercera, en cambio, es la que se refiere específicamente a los usos y abusos de la descalificación y la estigmatización en la lucha política. 
 En la primera acepción, Fumagalli destaca el aumento de mecanismos punitivos para coaccionar las expresiones de racismo, machismo, homofobia o xenofobia que se reproducen en el mundo como consecuencia, en buena medida, del ascenso de agrupaciones y liderazgos que basan sus programas de gobierno en la exclusión de sujetos con identidades marginalizadas o discriminadas. La segunda acepción, sostiene el filósofo italiano, es la que se encuentra en una situación más precaria en términos de normatividad global, regional o nacional, ya que implica cualquier posicionamiento en contra de otros en la esfera pública. 
Una esfera pública radicalmente pluralizada y diseminada por la revolución tecnológica y digital del siglo XXI. Cómo normar y penalizar el odio en las redes sociales, por ejemplo, sería una pregunta básica en ese segundo nivel del fenómeno. La concepción propiamente política del discurso del odio, la más peligrosa potencialmente, por poder desembocar en exclusiones fatales, como la cárcel, el éxodo o la ejecución, es la que tiene que ver con el conflicto político. 
Fumagalli es autor de algunas páginas clarísimas sobre la diferencia sustancial entre un grafiti, una caricatura, una crítica en las redes sociales o un artículo de opinión y un llamado a la limitación de derechos de ciudadanos desde un gobierno o una oposición. En contextos democráticos, esta última modalidad tiende a ser mejor identificada en los gobiernos que en las oposiciones, ya que se atribuye a las segundas una desfavorable condición subalterna. En contextos autocráticos, sin embargo, se llega a producir el fenómeno contrario: muchas veces los mandatarios o los partidos gobernantes se presentan como víctimas del odio opositor. 
 No es algo que estudia, ni tendría por qué estudiar Fumagalli, pero en países donde un mismo grupo controla el poder por décadas o un presidente puede reelegirse indefinidamente, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, se ha vuelto habitual que el discurso oficial llame “odiadores” a los opositores, sean estos militantes de partidos políticos, intelectuales, artistas o activistas cívicos. En algunos gobiernos antidemocráticos, como el ruso, se han llegado a tipificar las diversas formas en que una crítica pública al régimen de Vladimir Putin llegaría a constituir un crimen de odio contra Rusia, la religión ortodoxa o el Kremlin. 
Allí la intolerancia del poder se desdobla en una victimización oficial frente a la crítica opositora. Se trata de un fenómeno cada vez más frecuente, a todos los niveles de la sociedad, también en sólidos sistemas políticos democráticos. Sobran los actores sociales con suficiente poder, en una empresa, una iglesia o una universidad, para presentarse como víctimas de un discurso de odio. Cuando eso sucede, nos dice Corrado Fumagalli, asistimos a una situación de intolerancia tolerada o, lo que es lo mismo, a una normalización del odio.

domingo, 22 de diciembre de 2024

Bloch contra todas las derrotas




El presidente de Francia, Emmanuel Macron, anunció el ingreso al Panteón nacional, del historiador Marc Bloch, fundador de la escuela de los Anales y autor de algunos títulos de la mejor historiografía del siglo XX. En un acto de conmemoración por los 80 años de la liberación de Estrasburgo, Macron habló de la “lucidez vigente” del historiador judío-francés, torturado y asesinado por la Gestapo en las afueras de Lyon en 1944. 

 Con Lucien Febvre, Bloch fue fundador de una historiografía que estudiaba las mentalidades en la larga duración del periodo medieval y moderno. Libros suyos como Los reyes taumaturgos (1924), publicado hace un siglo exactamente, cuando Bloch era profesor en la Universidad de Estrasburgo, son muestras de la renovadora visión de la historia de aquel pensador, convencido de que las mentalidades se sustentaban en estructuras sociales y demográficas con una capacidad de reproducción duradera. 

 Aquel libro, traducido y editado por el Fondo de Cultura Económica en 1988, explicaba las razones por las que se atribuía poderes mágicos, de curación o redención, a los reyes ingleses y franceses desde la Edad Media. El hecho de que se hubiera transferido a los monarcas poderes sagrados, que eran atributos de Cristo, se explicaba por el profundo arraigo de mentalidades milagreras entre la población rural de Europa, durante el largo periodo feudal. 

 Después de su estudio de la taumaturgia monárquica medieval, Bloch se interesó en el trasfondo social de aquellas mentalidades. Estudió las estructuras agrarias de la sociedad francesa en el periodo medieval y trazó un cuadro de la sociedad feudal europea, que sigue siendo de gran utilidad para identificar y reconocer los principales aspectos del antiguo régimen europeo, en la víspera de las revoluciones atlánticas de los siglos XVIII y XIX. 

 Tan importante como su carrera académica, como investigador y profesor, fue el involucramiento de Bloch en las dos guerras mundiales, como soldado y oficial del ejército francés. En la Primera Guerra Mundial, alcanzó el grado de capitán y recibió la orden de la Gran Cruz del Mérito Militar. Sin embargo, la mayor parte del conflicto la pasó como sargento de infantería en la primera línea del frente. Su papel en la Segunda Guerra Mundial es más conocido, gracias a su propia narración en las memorias La extraña derrota (1940), un manuscrito que milagrosamente sobrevivió a la ocupación nazi de Francia, y que es hoy un clásico del testimonio sobre el avance del fascismo en Europa durante los años 30 del siglo pasado. 

 En aquel libro, Bloch recordaba que era “judío por nacimiento, no por religión”, pero que su identidad era indudablemente francesa. Como francés se había enfrentado a los alemanes en 1914 y volvería a enfrentarse en 1939, aunque en esa segunda ocasión, el enemigo alemán se presentaba bajo una forma brutalmente antisemita. Ese segundo enfrentamiento reafirmaría su voluntad antifascista, en el sentido de que defender su patria era también defender el legado de sus padres. 

 Recordaba Bloch que su bisabuelo había sido soldado revolucionario francés en 1793 y que su padre también había peleado contra los alemanes en Estrasburgo, en 1870, cuando la guerra franco-prusiana. El historiador reclamaba pertenecer a un linaje de judíos-franceses que habían arriesgado sus vidas por Francia. Desde esa legitimidad, cuestionaba los errores de la Tercera República frente a Hitler, el Tercer Reich y la avalancha fascista. 

 Decía Bloch algo, que recuerda a Hannah Arendt y a Primo Levi, y que se resume en el carácter burocrático de los fascismos. Lo que condujo a la experiencia de Vichy y el colaboracionismo, frente a los cuales aquel historiador de 60 años reaccionaría sumándose a la resistencia, no fueron las desventajas técnicas o numéricas del ejército francés sino la mentalidad rancia y administrativa con que se enfrentó el peligro nazi.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

La nueva literatura cubana en México







Con frecuencia nos quejamos de la desactualización del debate sobre Cuba y su literatura en medios mexicanos y latinoamericanos. Cuando algún suplemento literario toca el tema, reaparecen los grandes apellidos de hace sesenta años (Carpentier, Guillén, Lezama…) o se concentra la visión de la literatura cubana en los pocos autores consolidados en grandes editoriales iberoamericanas como Tusquets y Alfaguara. 

 Por eso es tan promisorio que el Instituto de Investigaciones Filológicas y la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, junto con la editorial Rialta, afincada en Querétaro, hayan organizado unas jornadas académicas sobre “narrativa cubana reciente”, que ofreció un panorama más actual de lo que se está escribiendo en Cuba en los últimos años. 

 El evento, liderado por la profesora e investigadora Ivonne Sánchez Becerril, tocó muy diversos aspectos de la producción literaria cubana actual, su transformación ante la emergencia de los medios digitales y sus estrategias de apertura o rebasamiento del mercado propiamente nacional, controlado por las editoriales del Estado. 

 Las ponencias presentadas en la UNAM abordaron obras de autoras y autores con muy escasa circulación en México y América Latina. Esa desconexión es resultado tanto de la persistencia de la política cultural cubana en sus énfasis ideológicos, especialmente, en la promoción de sus símbolos e ideas en la región, como de una falta de audacia de las editoriales iberoamericanas para cruzar esa frontera imaginaria y apostar por las nuevas poéticas de la isla. 

 Edinson Aladino, profesor de la Universidad de Puebla, abordó el caso de Fumando espero (2003), la novela de Jorge Ángel Pérez, un buen ejemplo de renovación estilística que no se tradujo en una mayor proyección de la nueva literatura cubana en América Latina. La novela, que recreaba el exilio de Virgilio Piñera en Argentina, antes de la Revolución cubana, capta muy bien las obsesiones de la nueva escritura de la isla. 

 Julio Rojas, de la UNAM, trabajó otra novela, El hijo del héroe (2017) de Karla Suárez, tal vez más conocida por su edición en el Fondo de Cultura Económica. La ficción de Suárez se interna en uno de los dramas silenciados de la historia cubana reciente: la prolongada guerra de Angola, en la que intervinieron decenas de miles de soldados de la isla. 

 Christopher Cortés Gómez, también de la UNAM, se ocupó de la llamada Generación Cero (Orlando Luis Pardo, Ahmel Echevarría, Jorge Enrique Lage, Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina…), que crecientemente ha llamado la atención de la crítica, especialmente en el mundo académico de Estados Unidos, pero que circula muy precariamente en México y América Latina. 

 En el evento también se debatió la obra de María Elena Llana, Lorenzo Lunar, Maielis González Fernández, Anna Lidia Vega Serova, Dazra Novak y Elaine Vilar Madruga, de distintas generaciones de la isla. Hubo, por supuesto, intervenciones sobre autores mejor instalados en el mercado, como Reinaldo Arenas, Leonardo Padura o Pedro Juan Gutiérrez, pero el foco de atención estuvo puesto en una producción literaria con menos visibilidad. 

 En la conferencia magistral de la profesora Mabel Cuesta, de la Universidad Houston, se pudieron constatar algunos de los mecanismos que han decidido la mayor o menor visibilidad de autores y obras en la administración de la literatura cubana, como la homofobia o el machismo que, junto con las diversas modalidades racistas, han tenido un peso considerable en la cultura de la isla. 

 Una mesa con editores de proyectos independientes de la última diáspora, encabezada por Carlos Aníbal Alonso de Rialta, Waldo Pérez Cino de Almenara y Pablo de Cuba de Casa Vacía, permitió comprender mejor las dificultades que enfrenta una nueva generación de escritores, que ya no es prioridad para el Estado cubano y que tampoco accede al mercado iberoamericano.

viernes, 1 de noviembre de 2024

La locura de llegar a América




Se cumple el centenario de la publicación del primer Manifiesto del surrealismo (1924) de André Breton y vale la pena recordar un par de sus ideas, que hoy, por sorpresa, vuelven a sonar desafiantes e, incluso, escandalosas. Vivimos la entronización de una nueva solemnidad cultural, basada en simplificaciones de la historia y aplanamientos de la inteligencia que, por otra vía, recuerdan mucho la moral burguesa que hace un siglo denunciaron los surrealistas.

 El texto de Breton fue muchas cosas a la vez: el autorretrato de un grupo intelectual, la exposición de una poética, un manojo de obsesiones y una suma de críticas o improperios contra la cultura oficial francesa y europea en los años que siguieron a la Gran Guerra. Pero hay dos énfasis en el programa surrealista que hoy resultan extrañamente subversivos: la crítica del relato realista y la reivindicación de la locura en la historia. 

En el primer fragmento del texto, el escritor francés reclamaba para sí los reinos de la infancia y la imaginación, la libertad y la locura. Elegantemente descartaba el culto al racionalismo de Taine y colocaba a Valéry en una especie de limbo. Se preguntaba si el autor de El cementerio marino se mantendría fiel a la promesa de nunca escribir una frase como “la marquesa salió a las cinco”. Luego Breton despachaba un pasaje de Crimen y castigo de Dostoievski como una “composición escolar”. 

 Más adelante reprochaba el ánimo naturalista y clasificatorio que lo mismo se respiraba en las novelas de Stendhal o Anatole France que en los tratados de Santo Tomás y Blaise Pascal. Glosaba también Breton, casi al mismo tiempo, a Proust y a Freud, pero al primero para mal y al segundo para bien. Si Proust era apenas una nota al pie, Freud figuraba como padre espiritual de la revolución surrealista. 

Al llegar al pasaje sobre “lo maravilloso”, en que comentaba sus gustos por las ruinas y los maniquíes, comenzaba propiamente el territorio reclamado por el descubrimiento surrealista. No se trataba de un territorio desconocido o no transitado ya, sino algo que, aunque formaba parte del viejo gusto realista, podía ser releído con ojos surrealistas. Por ahí desfilaban las horcas de Villon, las griegas de Racine y los divanes de Baudelaire. 

 A partir de entonces, con la defensa del surrealismo como mirada o lectura del ancien régime del arte moderno, arrancaba la nómina surrealista que Breton quería presentar: Soupault, Eluard, Desnos, Vitrac, Artaud, todos escritores. Luego vendrían los pintores: Picabia, Duchamp, Picasso… Sólo después de exponer la galería surrealista es que Breton comienza a enumerar a algunos precursores: Nerval, Rimbaud, Apollinaire, Lautréamont… Y ya al final es que propone ejemplos de cómo el “automatismo psíquico”, la “creencia en una realidad superior” o la “omnipotencia del sueño” encarnan en algunos textos. 

  Cita, por ejemplo, las “manufacturas anatómicas” de Soupault, las “orejas reverdecidas” de Eluard, la “cinta roja en el árbol hablante” de Aragon. Cita también un pasaje de Vitrac en que la estatua de mármol de un almirante gira sobre sus talones y le indica, en el plano de su bicornio, la “región en la que debía pasar el resto de sus días”. El intrigante pasaje se explica con otro momento del Manifiesto, tal vez el único en que André Breton toca la historia. Dice el surrealista, a propósito de la locura y la creación: “fue necesario que Cristóbal Colón zarpara en compañía de unos locos para que se descubriese a América. Y ved como esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado”. 

 Quince años después de aquel escrito programático, Breton llegó a México, donde descubrió la patria prenatal del surrealismo. Con su vislumbre de América como lugar de la locura, la imaginación y el sueño, el intelectual francés abrió el diálogo con escritores de este lado del Atlántico, como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Octavio Paz, que perdura hasta hoy.

martes, 1 de octubre de 2024

Rusia, Cuba y el olvido



Nunca será ocioso explorar cuánto de la experiencia única de Cuba, como país inscrito en la órbita soviética de la Guerra Fría, por más de treinta años, explica el presente de la isla. El olvido de esa trama, que promueve el Estado cubano, es proporcional a la indiferencia mundial frente al desastre del país caribeño. 

 Jorge Ferrer, escritor y traductor cubano que vivió en la antigua URRS y hace tres décadas se afincó en Barcelona, ha escrito unas memorias que narran ese olvido. El relato evoca tres generaciones, las del abuelo, el padre y el hijo, cuyo linaje empieza en España y termina en España, con dos largas estaciones en La Habana y Moscú. 

 Cuenta Ferrer en Entre Rusia y Cuba (Ladera Norte, 2024), que su abuelo, inmigrante español en la isla, fue policía durante la dictadura de Fulgencio Batista, el régimen derrocado por la Revolución cubana en 1959. Su padre, en cambio, se unió desde joven a la Cuba de Fidel Castro y en su familia, como era común en aquellos años, el abuelo, exiliado en Miami, se convirtió en un fantasma innombrable. 

 Ferrer rescata el término ruso byvshie (antiguo o anterior), utilizado despectivamente en la etapa bolchevique y estalinista de la Unión Soviética para aludir a las personas desechadas por la Revolución: los blancos, los zaristas, los burgueses, los enemigos. La palabra, empleada por Gorki en sus novelas y por Benjamin en sus apuntes sobre Moscú, designaba también a los exiliados que, aunque estaban vivos, habían muerto en la memoria de los revolucionarios. 

 En la Cuba socialista, recuerda el escritor, el término más común para llamar a las personas como su abuelo fue siempre “gusanos”. Fidel Castro reiteró el calificativo en sus discursos durante décadas y la propaganda gráfica de la isla representaba a los contrarrevolucionarios como insectos que hervían en cazuelas de agua caliente. El escritor del realismo socialista Boris Polevoi, uno de los preferidos de la burocracia cultural cubana, autor de Un hombre de verdad (1950), escribió, en una mala traducción, que los contrarrevolucionarios cubanos eran “orugas”. 

 El escritor reserva al padre, funcionario del Minrex, el término “apparatchik”, hombre del aparato o burócrata del régimen comunista. En Cuba nunca se usó de manera extendida, aunque hubo equivalentes como “pinchos”, que se referían a los dirigentes en general. En la isla, además, el “aparato” aludía no a todo el andamiaje institucional sino, específicamente, a la Seguridad del Estado y su policía política. 

 Por último estaría el tercer Ferrer, Jorge, el autor, nacido en 1967 en La Habana, traductor de grandes escritores rusos (Herzen, Bunin, Rózanov, Grossman, Aleksiévich) en las mejores editoriales españolas. Identificado con la función del “pionero”, lo mismo en la URSS que en Cuba, este Ferrer, educado en el comunismo de la Guerra Fría, sería también el iniciador de una nueva diáspora en su linaje. 

 El libro, editado por el nuevo proyecto editorial que encabeza Ricardo Cayuela en Madrid, está lleno de atisbos sobre las conexiones entre Rusia y Cuba. Aquí se cuentan los más reveladores pasajes de aquella suma de destinos entre la isla y la URSS, que hoy la nueva izquierda populista latinoamericana relativiza. 

 El propio Fidel Castro marcaría la pauta de aquel lavado de memoria en Cuba y América Latina, en las tres décadas que han seguido a la desintegración de la URSS. Comenzó Castro refiriéndose a la debacle con el neologismo de “desmerengamiento”, como si el bloque soviético hubiese sido un castillo de merengue. Pero, a la vez, se refirió a un “doble bloqueo” y a que, para Cuba, el colapso soviético fue como si “dejara de salir el sol”. 

 Recuerda Ferrer que era el mismo Fidel Castro que, en sus visitas a Moscú en 1963 y 1972, presumía de haber destruido y reemplazado para siempre la intimidad entre Cuba y Estados Unidos, algo que hoy, a pesar de la renovada amistad con el Kremlin, resulta inverosímil.