Jorge Ferrer, escritor y traductor cubano que vivió en la antigua URRS y hace tres décadas se afincó en Barcelona, ha escrito unas memorias que narran ese olvido. El relato evoca tres generaciones, las del abuelo, el padre y el hijo, cuyo linaje empieza en España y termina en España, con dos largas estaciones en La Habana y Moscú.
Cuenta Ferrer en Entre Rusia y Cuba (Ladera Norte, 2024), que su abuelo, inmigrante español en la isla, fue policía durante la dictadura de Fulgencio Batista, el régimen derrocado por la Revolución cubana en 1959. Su padre, en cambio, se unió desde joven a la Cuba de Fidel Castro y en su familia, como era común en aquellos años, el abuelo, exiliado en Miami, se convirtió en un fantasma innombrable.
Ferrer rescata el término ruso byvshie (antiguo o anterior), utilizado despectivamente en la etapa bolchevique y estalinista de la Unión Soviética para aludir a las personas desechadas por la Revolución: los blancos, los zaristas, los burgueses, los enemigos. La palabra, empleada por Gorki en sus novelas y por Benjamin en sus apuntes sobre Moscú, designaba también a los exiliados que, aunque estaban vivos, habían muerto en la memoria de los revolucionarios.
En la Cuba socialista, recuerda el escritor, el término más común para llamar a las personas como su abuelo fue siempre “gusanos”. Fidel Castro reiteró el calificativo en sus discursos durante décadas y la propaganda gráfica de la isla representaba a los contrarrevolucionarios como insectos que hervían en cazuelas de agua caliente. El escritor del realismo socialista Boris Polevoi, uno de los preferidos de la burocracia cultural cubana, autor de Un hombre de verdad (1950), escribió, en una mala traducción, que los contrarrevolucionarios cubanos eran “orugas”.
El escritor reserva al padre, funcionario del Minrex, el término “apparatchik”, hombre del aparato o burócrata del régimen comunista. En Cuba nunca se usó de manera extendida, aunque hubo equivalentes como “pinchos”, que se referían a los dirigentes en general. En la isla, además, el “aparato” aludía no a todo el andamiaje institucional sino, específicamente, a la Seguridad del Estado y su policía política.
Por último estaría el tercer Ferrer, Jorge, el autor, nacido en 1967 en La Habana, traductor de grandes escritores rusos (Herzen, Bunin, Rózanov, Grossman, Aleksiévich) en las mejores editoriales españolas. Identificado con la función del “pionero”, lo mismo en la URSS que en Cuba, este Ferrer, educado en el comunismo de la Guerra Fría, sería también el iniciador de una nueva diáspora en su linaje.
El libro, editado por el nuevo proyecto editorial que encabeza Ricardo Cayuela en Madrid, está lleno de atisbos sobre las conexiones entre Rusia y Cuba. Aquí se cuentan los más reveladores pasajes de aquella suma de destinos entre la isla y la URSS, que hoy la nueva izquierda populista latinoamericana relativiza.
El propio Fidel Castro marcaría la pauta de aquel lavado de memoria en Cuba y América Latina, en las tres décadas que han seguido a la desintegración de la URSS. Comenzó Castro refiriéndose a la debacle con el neologismo de “desmerengamiento”, como si el bloque soviético hubiese sido un castillo de merengue. Pero, a la vez, se refirió a un “doble bloqueo” y a que, para Cuba, el colapso soviético fue como si “dejara de salir el sol”.
Recuerda Ferrer que era el mismo Fidel Castro que, en sus visitas a Moscú en 1963 y 1972, presumía de haber destruido y reemplazado para siempre la intimidad entre Cuba y Estados Unidos, algo que hoy, a pesar de la renovada amistad con el Kremlin, resulta inverosímil.