Desde los años 80 del siglo XX se viene hablando de una “muerte del intelectual”, asociada a la pérdida de peso de las ideologías, los “grandes relatos” o, más recientemente, la politización de las redes sociales.
Hay, sin embargo, intelectuales, así autodefinidos, que han fluctuado entre el trabajo académico y la política profesional y que regresan siempre al debate público de ideas y reivindican esa función. Uno de ellos es el canadiense Michael Ignatieff (Toronto, 1947), quien acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Si algo persuade de la condición de Ignatieff como intelectual público ha sido, justamente, ese ejercicio de una voz crítica, de rango global o nacional, que no arriesga legitimidad en roles paralelos.
Uno de los primeros libros de Ignatieff, traducidos al español, fue su biografía de Isaiah Berlin. A diferencia de muchos de los estudiosos de Berlin, que se centraban en el núcleo liberal de su pensamiento, el ensayista se interesó en la familiaridad del filósofo con diversas nacionalidades y culturas, como la judía, la rusa, la europea, la anglosajona y la específicamente británica.
Era difícil no ver en aquella mirada una proyección de la propia fisonomía multicultural de Ignatieff, desde fines del siglo XX, inmerso en el experimento canadiense.
Un siguiente libro suyo, Los derechos humanos como política e idolatría (2003), que apareció en Paidós con prólogo de Amy Gutmann, fue un ejemplar posicionamiento a favor de las libertades públicas universales, sin la ortodoxia liberal al uso. El pensador alertaba contra la práctica de la filosofía de los derechos humanos como un dogma, que podía conducir al respaldo de políticas globales, especialmente las impulsadas por Estados Unidos durante la llamada “guerra contra el terror” de George W. Bush, que contradecían sus premisas humanistas.
Muy poco después de aquel libro y los debates que suscitó, Ignatieff debió enfrentar el dilema de involucrarse en la política partidista canadiense. Entre 2006 y 2011, encabezó el Partido Liberal de su país y muchos observadores de la política en Ottawa coincidieron en que se trató de un periodo de marcado avance de agendas pluralistas y de inclusión dentro de esa formación política. Lo hizo desde un escaño en la Cámara de los Comunes y desde la jefatura del propio partido.
Tras su derrota en las elecciones de 2011, se retiró de la política profesional y se concentró en el trabajo académico en la Universidad de Massey.
De aquella experiencia se derivó su aleccionador ensayo Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (2014), que resume los malestares e incertidumbres del paso de los intelectuales al ejercicio de tareas de Estado. Pero también se leía ahí la pasión que entrañaba la experiencia de la política y no es raro que Ignatieff expresara su admiración por Vaclav Havel y Mario Vargas Llosa, dos intelectuales que no habían vacilado a la hora de cambiar la escritura por el podio.
Aquella pasión política, tal vez, ha tenido siempre que ver con sus orígenes como hijo y nieto de nobles rusos, bien posicionados en la corte de los Romanov y el último gobierno de Nicolás II, y víctimas de la revolución bolchevique. Pero la historia de su familia, narrada en El álbum ruso (1987), libro de traducción tardía al español, explica sólo una pequeña zona del talante liberal de Ignatieff. Lo fundamental de ese espíritu de templanza, plasmado en libros como Sangre y pertenencia (2016) y El mal menor (2018), nace en sus lides eternas con el nacionalismo, el terror y la guerra.