Nacido en Barcelona en 1924, Xirau llegó a México a los 15 años con sus padres. Aquí estudió filosofía en la UNAM, escribió su obra poética y ensayística, y falleció en 2017, siendo miembro de El Colegio Nacional y la Academia de la Lengua.
Cada libro del Xirau filósofo proponía una conversación entre dos términos que escenifican una guerra por el sentido.
El primero de aquellos, Duración y existencia (1947), producía interlocuciones implícitas con Bergson y Heidegger, Sartre y Lévinas, pero planteaba una contradicción irreductible: la de la temporalidad duradera y el curso finito de la vida.
Su siguiente título, uno de los más influyentes y entrañables, Sentido de la presencia (1953), repetiría la misma operación. El hombre, decía Xirau, es un “ser plenario”, pero como en el viejo libro de Job, estaba “corto días y harto de sinsabores”. Si el hombre como sentido aspiraba, más que a la eternidad, a la futuridad, su presencia efímera, limitada, desafiaba la búsqueda de toda condición trascendente.
Otro título más, Palabra y silencio (1964), venía a dotar de transparencia las lecturas que el joven Xirau hiciera de Platón y Plotino, Parménides y Maimónides, Wittgenstein y Teilhard de Chardin. Todo el arte de la literatura se cifraba en aquella empresa, por la cual, la palabra nacía del silencio. Pero una vez articulada en el aire, la palabra debía regresar a su origen inefable y sombrío.
Entre los años 60 y 70, el filósofo comenzó a rondar las relaciones entre la poesía, el mito y el saber. Convencido de que la metáfora entrañaba su propio conocimiento, su propia epistemología, exploró las diversas formas en que el mito y la poesía constituían fuentes alternas de la comprensión del mundo. Sus libros Mito y poesía (1964) y Poesía y conocimiento (1979), otra vez titulados como díadas, avanzaban por esa ruta.
Curioso que cuando Xirau no escribía sus propios ensayos filosóficos, es decir, cuando glosaba a otros filósofos o poetas, prefería hablar de más de dos autores. Sus Tres poetas de la soledad (1955) eran Villaurrutia, Gorostiza y Paz. Sus Cuatro filósofos de lo sagrado (1986) serían Wittgenstein, Heidegger, Weil y Chardin.
En cambio, cuando dedicaba alguno de sus ensayos a un solo autor, Sor Juana Inés de la Cruz u Octavio Paz, las dos cumbres de la poesía mexicana, Xirau regresaba a sus habituales desdoblamientos. En Paz encontraba ese “sentido de la presencia”, que había indagado en su temprano ensayo; en Sor Juana, el maridaje entre el genio y la figura.
Poeta él mismo, Xirau practicó un tipo de pensamiento dialógico que mucho debe a Heidegger, pero también a María Zambrano, dos filósofos que se interesaron en la poesía como estilización del lenguaje que desemboca en una intelección del ser. Hölderlin y la esencia de la poesía (1936) del primero y Filosofía y poesía (1939) de la segunda debieron ser lecturas formativas de Xirau.
El pensamiento dialógico de Xirau no sólo se nutría de una tradición filosófica, que arrancaba con los Diálogos de Platón, sino de una capacidad de desplazamiento personal entre la escritura filosófica y la poética.
No pocos poetas hispanoamericanos (Reyes y Vallejo, Borges y Lezama, Paz y Cadenas) armaron vasos comunicantes con la filosofía.
Cabe preguntarse si aquel hábito de confluencias entre filosofía y poesía ha llegado a su fin en Hispanoamérica y por qué. Tal vez, las transformaciones internas de una y otra las han colocado en un plano de incomunicación, que habría lamentado Xirau.