Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 21 de octubre de 2020

León Portilla en Santo Domingo





Hoy que Cristóbal Colón ha desaparecido de su pedestal en el Paseo de la Reforma, glosamos una proeza del historiador mexicano Miguel León Portilla, a un año de su muerte. Era 1983 y el gobierno de Felipe González, en España, había convocado a la comunidad iberoamericana a instalar, en sus respectivos países, comisiones para conmemorar el V Centenario de la llegada de Colón a América en 1992. En México, el presidente Miguel de la Madrid y el canciller Bernardo Sepúlveda Amor encargaron al autor de La visión de los vencidos (1959) encabezar la comisión.
  En un encuentro entre comisiones nacionales, celebrado en Santo Domingo, República Dominicana, en 1984, el académico sostuvo su conocida tesis de que la palabra “descubrimiento” no era adecuada para trasmitir el sentido de un proceso como la conquista, colonización y evangelización de los pueblos originarios de América, iniciado en octubre de 1492. León Portilla proponía conmemorar, no celebrar, el “encuentro de dos mundos”, en vez del descubrimiento de un mundo que ya existía por otro que aspiraba a dominarlo. 
 En México, aquella tesis sería hostilizada por muchos: Edmundo O’Gorman, Antonio Gómez Robledo, Leopoldo Zea, Enrique Dussel… Todos reiteraban, desde muy diversas perspectivas, el mantra de “ni descubrimiento ni encuentro”. O’Gorman, porque pensaba que el “ser” del mundo americano, “inventado” a fines del siglo XV, era una construcción europea. Zea, porque más que descubrimiento o encuentro, lo que que había sucedido era un “encubrimiento” de la cultura americana por la civilización occidental. Dussel, porque ninguno de esos conceptos, “descubrimiento”, “encuentro” o “encubrimiento”, escapaba a la lógica colonial, ni propiciaba el “desagravio histórico” de las comunidades colonizadas. 
 La hazaña de León Portilla consistió en defender su tesis, a la que dotaba de un fuerte acento anticolonial, no sólo en México, donde contó siempre con el auxilio de colaboradores como Roberto Moreno de los Arcos, José María Muriá y Guillermo Bonfil Batalla, sino en España y diversos países latinoamericanos. Uno de ellos, República Dominicana, donde Colón es venerado como almirante, escritor y estadista. En Santo Domingo, Colón preside la Plaza Mayor, frente a la Catedral primada de América. República Dominicana, lo mismo que Cuba, cuenta con una larga tradición intelectual y política de culto a Colón.
 Los grandes intelectuales dominicanos, lo mismo que los cubanos, siempre han considerado que el Diario de navegación de Colón es una de las primeras obras de la literatura caribeña, donde observan indicios de una representación utópica de esas islas que refuerza el nacionalismo cultural. Así leyeron a Colón grandes escritores como Pedro Henríquez Ureña y José Lezama Lima. 
 El culto a Colón en Santo Domingo, que une a rivales políticos como el dictador Rafael Leónidas Trujillo y el líder revolucionario Juan Bosch, quien tituló uno de sus libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro (1969), llegó al extremo de autorizar la creencia de que los restos del Almirante no están en la tumba de la catedral de Sevilla sino en el Faro Colón, instalado en la isla en 1992, como parte de la conmemoración del V Centenario. Hasta hoy, el gobierno dominicano sostiene que los verdaderos restos de Colón no se trasladaron a la Catedral de La Habana, luego del Tratado de Basilea en 1795, y que, por tanto, permanecieron en Quisqueya. 
 Ahí, en ese Santo Domingo mimado por la Sociedad Colombista Panamericana, Miguel León Portilla sostuvo que lo que sucedió en 1492 no fue el descubrimiento de América por Colón. Al día siguiente, un importante periódico de la ciudad publicó que el historiador mexicano faltaba al respeto de los reyes de España y llamó a colocar una ofrenda floral al pie de la estatua del Almirante. La proeza del historiador, acaso no reconocida plenamente en su tierra, fue aplicar la dosis necesaria de crítica al culto a Colón, sin ceder a la superficial iconoclastia.

domingo, 11 de octubre de 2020

La democracia agonal




A medida que avanza el siglo vemos que la tendencia a la reversión de la democracia llegó para quedarse. Lo que no siempre queda claro, ante tantos brotes de autoritarismo, es que esa reversión ya no adopta, necesariamente, la forma de los regímenes no democráticos o totalitarios del siglo XX. Los nuevos populismos, de derecha o izquierda, más o menos proclives a vindicar legados del fascismo o el comunismo, son, mayoritariamente, fenómenos que se producen dentro del marco democrático. En tanto populismos en democracia se circunscriben a gobiernos efímeros y liderazgos partidistas, no necesariamente a reordenamientos jurídicos del Estado, favorables a transiciones hacia alguna modalidad autoritaria. 
     Son muchos los autores que llaman a evitar los fáciles diagnósticos que asocian cualquier variante populista con un cambio de régimen o un abandono de las normas democráticas. Lo más complejo de estas nuevas metamorfosis políticas es, justamente, que no destruyen automáticamente la democracia sino que viven de ella, desarrollando una relación perversa o parásita con las instituciones y las leyes. Daniel Gamper, filósofo de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ganó el año pasado el Premio Anagrama de ensayo, es un autor a sumar a la biblioteca de los estudios sobre el ascenso populista en el siglo XXI. 
     A Gamper le interesa la degradación de las palabras en la conversación pública de las democracias occidentales. Que el diccionario Oxford, en 2016, eligiera “posverdad” como la palabra del año es, según este pensador catalán, una llamada de alerta sobre el envilecimiento del lenguaje democrático. Los ciudadanos están perdiendo la fe en la palabra política libre, dice Gamper. Las causas son múltiples, empezando por el desgaste de los modelos tradicionales de representación política, sin subestimar la vieja oligarquización de los partidos, ya advertida por Robert Michels desde principios del siglo pasado. Pero a diferencia de los tiempos de Michels –y de Max Weber, Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Vilfredo Pareto-, la degradación del lenguaje se produce dentro de la propia democracia y no, únicamente, en los experimentos autoritarios. 
      En un pasaje de su libro, Las mejores palabras. De la libre expresión (2019), Gamper asocia el deterioro del lenguaje con la que llama “democracia agonal”. Ésta sería una variante, o una dimensión, de la democracia en la que el “enfrentamiento de intereses contrapuestos no contempla la rendición”, la moratoria o el pacto, y en la que “todos se esfuerzan por someter al adversario o, cuando menos, por lograr que ceda más que uno mismo en sus pretensiones”. 
     Aunque critica en varios momentos la tradición liberal y, en buena medida, la hace responsable de la decadencia del lenguaje público, Gamper no toma en cuenta, ni para respaldarla ni para cuestionarla, a la corriente neomarxista que, por medio de una bizarra mezcla de Gramsci y Schmitt, ha defendido abiertamente un sentido agonístico de la democracia, con el fin de construir nuevas hegemonías políticas: Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Martín Retamozo, Álvaro García Linera… Esta corriente, de mucha ascendencia ideológica en la izquierda latinoamericana, queda fuera del campo referencial de Gamper.
    Más importante para el filósofo es cuestionar los escrúpulos heideggerianos contra la democracia, como un sistema “inauténtico”, o la fantasía deliberacionista, tipo John Rawls o Jürgen Habermas, que imagina la existencia de ciudadanías perfectamente ilustradas y racionales. A pesar de su limitada discusión, Gamper atina a definir los nuevos populismos como “demoliciones controladas”, casi imperceptibles, donde “el pueblo unido orgánicamente” asume la disidencia como una “enfermedad” o una traición, como rezaba la vieja máxima jesuita. El reto frente al populismo es detener esa demolición sin rebasar el horizonte democrático.

martes, 6 de octubre de 2020

El Juárez de Marx



Para la izquierda latinoamericana ha sido siempre difícil asimilar los escritos de Marx y Engels sobre América Latina y el Caribe. La accidentada historia de las traducciones, ediciones y lecturas de esos escritos, en que destacan los esfuerzos de José Aricó, Pedro Scarón, Jesús Monjarás-Ruiz y Arturo Chavolla, denota un malestar, cuando no una reticencia, dentro de la izquierda latinoamericana hegemónica, a la difusión de lo que Marx y Engels pensaron y escribieron sobre la región. 
 En varios artículos en la prensa alemana, en 1848 y 1849, justo cuando daban a conocer el Manifiesto Comunista, Marx y Engels dijeron que la “conquista de México” por Estados Unidos “constituía un progreso” para “un país ocupado hasta el presente de sí mismo, desgarrado por perpetuas guerras civiles”. También escribieron, en contra de Bakunin y otros teóricos anarquistas, que “no era una desgracia que la magnífica California haya sido arrancada de los perezosos mexicanos, que no sabían que hacer con ella”.
 Algunos marxistas latinoamericanos, como Enrique Dussel, han querido ver un cambio de percepción en Marx, sobre América Latina, a partir de la obra de madurez que arranca con los Grundrisse (1857). Pero lo cierto es que en aquellos años es que Marx escribe para el New York Daily Tribune, de su amigo Charles Dana, algunos de sus textos más llenos de prejuicios raciales, culturales y políticos sobre América Latina, como la acre semblanza de Simón Bolívar en la New American Cyclopedia, o los comentarios entusiastas de la Historia de la conquista de México de Antonio Solís y The War with Mexico de R. S. Ripley, donde celebraba a Hernán Cortés y a Zachary Taylor y contraponía a la “independencia y capacidad individual” de los estadounidenses, la “degeneración” de los mexicanos, que pintaba como “caricaturas de los guerrilleros españoles”. 
 Nunca dejó Marx de trasmitir una visión eurocéntrica del capitalismo y de las revoluciones que provocaba en todo el mundo, pero en los años 60 y 70 del siglo XIX, mientras concluía y difundía El Capital, comenzó a proyectar una visión más claramente crítica del colonialismo, la esclavitud y el expansionismo de Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Es entonces que se publican sus artículos contra la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, agenciados por Napoleón III, con la complicidad de España y Gran Bretaña. En todos aquellos artículos, en Die Presse y el New York Daily Tribune, se condenaba por “monstruosa” la empresa, que intentaba desconocer que en México había un gobierno constituido y legítimo. 
 La “autonomía” y la “dignidad” de la república mexicana, según Marx, estaban siendo pisoteadas por las grandes potencias “liberales” de Europa, cuando en México gobernaba un “Partido Liberal”, que “había derribado la dominación eclesiástica”. Marx, enemigo del liberalismo europeo, veía con simpatía aquel liberalismo latinoamericano. Pero los villanos del relato de Marx sobre la intervención y el imperio no eran Maximiliano, Miramón o Mejía, sino su viejo conocido Luis Bonaparte -el “Napoleón le Petit” de Victor Hugo-, Lord Palmerston, Primer Ministro británico, y su sucesor, Lord John Russell. 
 Los héroes no eran el presidente Benito Juárez y su canciller Manuel María Zamacona, un “ex periodista” que, al decir de Marx, “superaba invariablemente en el intercambio de notas diplomáticas” al ministro británico Charles L. Wyke. No, el héroe de lo que llamó “el revoltijo mexicano”, era Abraham Lincoln, quien con su apoyo a Juárez había logrado el colapso del imperio. Su visión eurocéntrica persistía al subordinar la historia de México a la de Estados Unidos y llegaba a ser bastante explícita cuando elogiaba la Doctrina Monroe, porque, a su juicio, había malogrado los planes de la Santa Alianza. Es lógico que la vieja izquierda regional no quiera saber de aquel Marx lincolniano, tan bien retratado por el marxista británico Robin Blackburn.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Rossana Rossanda, el 68 y el marxismo feminista






En 1968 una intelectual italiana publicó un ensayo, titulado El año de los estudiantes, que supuso una importante renovación teórica dentro de la izquierda europea. Su autora, Rossana Rossanda, era una conocida militante del Partido Comunista Italiano desde los años de la lucha contra el fascismo. A pesar de haber sido una consistente defensora de la lucha sindical y la autogestión obrera, la escritora llamaba a los comunistas a abrazarlas causas de las mujeres y los jóvenes, para dar con alternativas al nuevo liberalismo hegemónico europeo. 
 A principios de 1969, Rossanda y un grupo de intelectuales del PCI (Lucio Magri, Luigi Pintor, Aldo Natoli, Valentino Parlato) decidieron lanzar una publicación titulada Il Manifesto, donde tomaron posiciones afines a la Nueva Izquierda y en creciente contradicción con la línea prosoviética del comunismo europeo. En Italia esa línea se iba debilitando gradualmente bajo el liderazgo de Luigi Longo y, sobre todo, Enrico Berlinger, uno de los principales impulsores, junto con el francés Georges Marchais y el español Santiago Carrillo, del eurocomunismo en los años 70. 
 En los primeros números de Il Manifesto aparecieron ensayos a favor de la Revolución cultural maoísta de K. S. Karol, socialista polaco-francés, compañero de Rossanda, y una crítica frontal a la invasión soviética a Checoslovaquia. Sus editores fueron acusados de “faccionalismo” y “revisionismo de izquierda” y expulsados del PCI. A partir de entonces Il Manifesto y Rossanda se constituyeron, abiertamente, en una caja de resonancia de la Nueva Izquierda antiburocrática y descolonizadora en Italia.
 En el primer número de la revista Libre, editada en París por Juan Goytisolo, Jorge Semprún, Teodoro Petkoff, Adriano González de León y Mario Vargas Llosa, Rossanda aparecía entre los firmantes de dos cartas enviadas a Fidel Castro, por intelectuales latinoamericanos y europeos, en protesta por el arresto del poeta cubano Heberto Padilla en La Habana. Las cartas las firmaban también sus compatriotas Italo Calvino, Pier Paolo Pasolini y Lucio Magri. 
 En el último número de Libre, dedicado a la “liberación de la mujer”, Rossanda colaboró junto a Susan Sontag, Marta Lynch, Francoise Giroud, Jean Franco y otras feministas de la Nueva Izquierda. En su colaboración, decía que en el nuevo marxismo de la generación del 68, al aspirarse al derrocamiento paralelo del patriarcado y el capitalismo, no había contradicción entre la lucha de clases y la emancipación femenina.
  A una pregunta del editor, Mario Vargas Llosa, sobre cuál era la actitud de los hombres hacia la mujer liberada, respondía que en Il Manifesto las “mujeres (ella misma, Luciana Castellina o Giuliana Sgrena) se encontraban al mismo nivel que los hombres”. Y concluía: “afectuosamente, pienso también que en su emancipación, cuando las mujeres sean libres, la pobre vida viril de los hombres será menos siniestra”.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Seis décadas de la editorial Era





La editorial Era cumple sesenta años de fundada y la ocasión es propicia para rememorar su aporte a la cultura impresa de la izquierda en México. En un momento de tan clara depresión del impulso teórico de la izquierda latinoamericana, vale la pena evocar aquellos años en que las ideas eran más importantes que los íconos. A esa melancolía de izquierda, estudiada por Enzo Traverso, bien puede asirse el lamento por épocas en que la izquierda hegemónica no despreciaba las ciencias sociales. 
 ERA debe su nombre a las iniciales de tres apellidos de españoles republicanos, exiliados en México tras el triunfo franquista: Espresate (Neus, Jordi y Francesc), Rojo (Vicente) y Azorín (José). Los hermanos Espresate eran hijos del socialista catalán, Tomás Espresate Pons, figura central del Frente Popular Antifascista de Aragón durante la Guerra Civil, dueño de la imprenta Madero en la Ciudad de México. En los talleres de aquella imprenta surgió la nueva editorial, a un año de la entrada de Fidel Castro en La Habana y en medio de las tensiones de la Guerra Fría en el Caribe. 
 Desde su primer libro, La batalla de Cuba (1960) de Fernando Benítez, el nuevo sello se ubicó en las coordenadas intelectuales de la Nueva Izquierda latinoamericana. El libro de Benítez era una ágil crónica de la Cuba revolucionaria, construida a partir de las visitas del periodista a la isla desde los primeros meses de 1959. Al igual que otros intelectuales mexicanos, cercanos al Movimiento de Liberación Nacional cardenista y al suplemento México en la Cultura, de la revista Siempre, como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero y Jaime García Terrés, Benítez defendió la solidaridad con Cuba, frente a la hostilidad de Estados Unidos, como un rasgo distintivo de la radicalización de la izquierda mexicana a principios de los 60. 
 Pero ya desde aquel libro y en el ensayo muy documentado de González Pedrero, “Fisonomía de Cuba”, que le servía de epílogo, era perceptible uno de los gestos típicos de la Nueva Izquierda. El apoyo a Cuba no implicaba necesariamente el respaldo al alineamiento de la isla con la URSS ni la promoción del modelo cubano como hoja de ruta para México. Tanto en la versión de C. Wright Mills como en la de E. P. Thompson, la Nueva Izquierda de los 60 suponía el acompañamiento de los procesos de descolonización y liberación nacional en el Tercer Mundo, junto al claro distanciamiento del socialismo burocrático de Europa del Este y el marxismo-leninismo ortodoxo. 
 El acrónimo de Era, como muy pronto el nombre de otra editorial, Siglo XXI, fundada por Arnaldo Orfila en 1965, se convirtieron en formas de anunciar un nuevo tiempo en la izquierda latinoamericana. Un nuevo tiempo que desafiaba los capitalismos subdesarrollados y las dictaduras militares de derecha, a la vez que alentaba nuevas formas de lucha por un socialismo heterodoxo. Esas formas de lucha fueron lo suficientemente diversas como para incluir la guerrilla del Che Guevara en Bolivia y el socialismo democrático de Salvador Allende en Chile. En un espectro literario no menos diverso, Era hizo primeras ediciones de Lezama Lima y Pacheco, Paz y Becerra, Fuentes y García Ponce, Cardoza y Aragón y Pitol, Monterroso y Poniatowska. 
 Un estudio reciente del joven historiador mexicano José Carlos Reyes, resultado de su tesis de maestría en Historia Internacional en el CIDE, da cuenta de aquella hazaña. Ya en la antología Los marxistas (1964) de C. Wright Mills se delineaba el catálogo de teoría disidente que buscaba la editorial. No es raro que entre los autores más publicados figuraran los trotskistas Isaac Deutscher y Ernest Mandel, los marxistas heréticos franceses André Glucksmann y Pierre Klossowski, además de pensadores de la izquierda mexicana, como José Revueltas, Arnaldo Córdova, Carlos Monsiváis o Roger Bartra, tan incómodos para la ortodoxia comunista como para la nacionalista revolucionaria.

jueves, 24 de septiembre de 2020

José Vasconcelos y la autonomía cultural

          





Hace un siglo José Vasconcelos, desde el rectorado de la Universidad Nacional, se propuso el diseño de la política educativa y cultural del México moderno. En las primeras páginas de sus memorias El desastre (1937), el filósofo narró que la Ley de Educación que daría lugar al nacimiento de la Secretaría de Educación Pública fue concebida en el verano de 1920, mientras el rector organizaba misiones culturales a los estados de la federación con un grupo selecto de colaboradores. 
 Los “agentes viajeros de la cultura” eran el filósofo Antonio Caso y el escritor Ricardo Gómez Robelo, el pintor Roberto Montenegro y los poetas Carlos Pellicer y Jaime Torres Bodet. Recorrieron Querétaro, Zacatecas, Guadalajara, Colima, Aguascalientes y al final de aquel periplo, ya Vasconcelos tenía estructurado el plan de la nueva legislación educativa y cultural del México postrevolucionario. 
 En octubre de 1920 se presentó el proyecto de la SEP, con sus tres grandes áreas: una de escuelas, otra de bibliotecas y otra más de Bellas Artes. Contaba Vasconcelos que un amigo suyo le comentó del proyecto al poeta italiano Gabriele D’Annunzio, entonces retirado en su villa de Cargnacco, tras el desastre del así llamado “Estado libre de Fiume”. D’Annunzio habría dicho que el plan de Vasconcelos era una “bella ópera de acción social”. 
 Presumía Vasconcelos de que le importaba la “opinión de los poetas”, pero sabemos que tuvo muy en cuenta las tesis del Ministro de Educación Anatoli Lunacharski, uno de los primeros “ingenieros de almas” soviéticos. Siempre se recuerda la proeza de distribuir cien mil ejemplares de la Ilíada a través de aquella red de bibliotecas, y el interés de Vasconcelos en editar a Platón, Dante, Goethe y Tolstoi. Pero no se repara lo suficiente en que el plan incluyó la creación de un Departamento de Enseñanza Indígena, que hizo los primeros experimentos de instrucción pública bilingüe del México moderno. 
 Decía también Vasconcelos que al dejar el rectorado, para pasar a la Secretaría de Educación Pública, el gobierno de Adolfo de la Huerta había asignado a la Universidad Nacional un presupuesto equivalente al de un ministerio. La fundación de la SEP debía producir, necesariamente, un nuevo diseño del régimen universitario. Aunque la autonomía no fue obra de Vasconcelos, sino, en buena medida, del vasconcelismo universitario en 1929, la intuición de un autogobierno de la Universidad Nacional dentro de la SEP estaba desde 1921.
 En el siguiente volumen de sus memorias, El Proconsulado (1939), se cuenta que en medio de la huelga universitaria, que logró la concesión de una autonomía limitada parte del gobierno de Emilio Portes Gil, el presidente, a nombre del “procónsul” Dwight Morrow, ofreció a los estudiantes que Vasconcelos regresara a la rectoría y se olvidara de la campaña presidencial. A lo que los estudiantes respondieron: “a Vasconcelos lo tenemos ya designado para sucederle a usted en la presidencia”.

viernes, 21 de agosto de 2020

Una parodia del maniqueísmo

 

En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.

         El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.

         En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.

         Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide  entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.

         Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.

         El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.

         La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.

         En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.

         La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.