Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de agosto de 2020

Una parodia del maniqueísmo

 

En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.

         El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.

         En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.

         Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide  entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.

         Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.

         El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.

         La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.

         En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.

         La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.      

 

 

lunes, 10 de agosto de 2020

Angelo Soliman en el museo del racismo





 La novela Los errantes (2019) de la polaca Olga Tokarczuc, Premio Nobel de Literatura en 2018, puede ser leída como un pequeño tratado de teoría y práctica del viaje. La escritora arma la ficción con una serie de viñetasque cuentan múltiples historias de emigraciones, desplazamientos o errancias. Desde las primeras páginas, Tokarczuc relaciona el viaje con la tradición naturalista europea, con glosas de astrónomos y anatomistas, como Copérnico, Vesalio, Verheyen y Van Horssen. Toda la ciencia moderna, desde la física hasta la antropología, según la narradora, está ligada al viaje.

            Una de las viñetas más impactantes de la novela es la dedicada a la secuencia de cartas que Joséphine Soliman envió al emperador de Austria, Francisco I, con el propósito de recuperar el cuerpo de su padre, Angelo Soliman. Éste había sido un esclavo nigeriano que pasó de dueños en el Mediterráneo hasta que fue comprado en Córcega por los príncipes de Liechtenstein, que le concedieron la libertad. Gracias a su desempeño en el servicio doméstico, Soliman adquirió una educación ilustrada que le permitió ser preceptor de los hijos de la nobleza austriaca.

            En 1768, Soliman se casó con Magdalena Kellerman, viuda del general holandés Christiana, y ella misma, descendiente de una familia noble francesa que se haría con el ducado de Valmy. Tras su ingreso a la nobleza europea, Soliman pasó directamente al servicio de la corte de Francisco José de Liechtenstein. Hasta su muerte en 1796, el ex esclavo figuró en los círculos de la alta sociedad vienesa como referente de la ilustración y la francmasonería. Fue amigo de Mozart y varios enciclopedistas del centro de Europa.


            Cuando Soliman murió, el gobierno austriaco resolvió disecarlo y exponerlo en el Gabinete de Curiosidades Naturales de su Majestad Imperial. Pero no se le exhibió como caballero de la corte imperial vienesa, vestido a la usanza de las élites ilustradas, sino como prototipo del hombre salvaje, con plumas y collares. A principios del siglo XIX, la hija de Soliman y Kellerman, Joséphine, que se casaría con el ingeniero militar Ernst von Feuchtersleben, comenzó a escribir cartas al emperador para que retiraran la momia de su padre del museo y entregaran el cuerpo a la familia.


            Tokarczuc transcribe y, a la vez, reescribe tres cartas de Joséphine Soliman al emperador, en las que se observa un creciente enojo. El tono de la primera es perfectamente cortés, apelando al “aprecio” y el “respeto” que el emperador había sentido por Soliman. Pero la segunda y la tercera cartas mostraban un cambio de tono que trasmitían el malestar de los descendientes del preceptor de la corte. Joséphine reprochaba al emperador que en la era de la razón ilustrada, en Viena se negara la igualdad natural de las personas, impidiendo que la hija de Soliman diera cristiana sepultara a su padre.


            La última carta de Joséphine a Francisco I es ya un documento claramente antirracista, con mayor espesor filosófico y político. La exhibición del cuerpo de su padre en un museo natural de Viena no le parece entonces una negación sino una confirmación de las premisas ilustradas, que abjuraban de la “diversidad consustancial al mundo”. La Ilustración constataba la diversidad racial para establecer jerarquías entre civilización y barbarie, pero también para poner en cuestión la identidad de las almas.


            Al exhibir el cuerpo de Soliman en Viena la muy enciclopedista corte imperial vienesa suscribía las tesis del peor esclavismo colonialista español, que excluyó a los afrodescendientes, primero, de la evangelización cristiana, y luego, del derecho a la ciudadanía. No lo cuenta Tokarczuc, pero la maldición de Joséphine Soliman al emperador (“os perseguiré, Señor, aún muerta, cual voz de ultratumba, seré un susurro que no cesa”) llegó a cumplirse cuando los revolucionarios de 1848 quemaron el museo de curiosidades naturales de Viena.

 

domingo, 2 de agosto de 2020

El arte del epígrafe

Quienes no escribimos poesía, pero la leemos con asombro, tendemos a dar la razón a Antonio Machado cuando asociaba el poema con un lenguaje esencial desplegado en el tiempo. Por eso sorprende que una poeta como la canadiense Anne Carson haya afirmado recientemente a la prensa española, con motivo de la concesión del Premio Princesa de Asturias, que la poesía “es el espacio que hay entre dos realidades”.
         La frase de Carson parece atribuir a la poesía una condición estacionaria, como si se tratase de un intervalo entre una prosa y la otra. Un espacio entre dos realidades vale como decir entre dos racionalidades, con lo que la poesía quedaría suspendida en un lugar impreciso, pero no esencial como pensaba Machado. A no ser que “ese punto de intersección” fuera lo que T. S Eliot llamaba “lo intemporal”, donde a juicio del poeta norteamericano se alojaba el misterio de toda escritura poética.
         Lo cierto es que leer poesía es, en buena medida, enfrentarse a las constantes interferencias de la prosa. Interferencias que provienen de nuestro lenguaje, tan avasallado por el prosaísmo de la vida cotidiana, o de cualquier otro desvío de la mente. En mi caso, al menos, siempre sucede que un epígrafe o un exergo, aunque escrito en verso, interfiere como prosa en la lectura del poema. Leo epígrafes como máximas o claves del texto, antes de que comience el primer verso.
         Me ha pasado en estos días leyendo el cuaderno de Julia Santibáñez Eros una vez -y otra vez- (2020). El primer epígrafe del poemario que me sorprendió fueron unos versos de John Donne en los que el poeta inglés habla de la permanencia del amor, en medio de la destrucción de todas las cosas. Pero el irónico poema “Foto de pareja” niega el sentido del epígrafe de Donne.
         Cuando el lector llega a “Ínsula”, encuentra que la ironía da un salto: dos exergos, uno de Javier Cercas y otro de Abraham Cruzvillegas, seguidos de una invitación a insertar el poema como ars combinatoria. El lector comienza a formar parte de un juego que consiste en imaginar epígrafes donde no los hay o en leer el poema mismo como epígrafe a versos no escritos.
         Hay poemas aquí que son epígrafes, como “Hotel Otelo”, “Respuesta a Andión” u “Oficio de ofidio”. Y hay otros que bien podrían ser antecedidos con exergos de Lucrecio, Sor Juana, Milton o Pessoa. El poemario experimenta con formas breves de la poesía como los epigramas y los haikus, que evocan a grandes maestros japoneses, como Basho o Issa, y también a otro artista de la brevedad: Giuseppe Ungaretti.
         Pero volvamos a los epígrafes. El de la canción de Jaime López, “y púrpura profundo es el color/ de este famosísimo dolor”, aparece bajo el título “Elocuencia”, como recordatorio, tal vez, de que un poema no alcanzará jamás la transparencia de un bolero o una balada. En cambio el de Idea Vilariño en “Guerra Fría” (“Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”) establece un contrapunto perfecto con la idea del amor como tensión binaria.
 Hay también epígrafes sin ironía, que no hacen más que reforzar el sentido del poema como el de Peggy Lee en “Fever” o el de Slavenka Drakulic en “Delicatessen”. El trance y la gula están tan fuertemente significados en la composición que un exergo más, amplificando el sentido del poema, no parece sobrar.
         El cuaderno de Julia Santibáñez cierra con un gran poema, “La ciudad invisible”, al que no podía faltar un gran epígrafe. Por supuesto, de Ítalo Calvino, pero no a favor de la metáfora que rige el poema sino del mensaje de que toda ciudad invisible es, a la vez, una ciudad recordada y recobrada: “en esa retícula cada uno dispone las cosas que quiere recordar”.
         El poema, como todo el poemario de Santibáñez, alude a amores perdidos en la ciudad. Y el lector queda con la sensación de haber leído un libro de poemas eróticos en los que, como apunta Eduardo Casar en el prólogo, se alternan la sabiduría y el humor. Un placer doble o triple que se agradece en el inesperado año de la peste.
          

lunes, 13 de julio de 2020

Los dos llantos de Hernán Cortés

A cinco siglos de los sucesos de la “Noche Triste” los historiadores releen las crónicas de la conquista cada vez con mayor desconfianza. Las múltiples contradicciones entre diversos cronistas como Fray Bernardino de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara y el propio Hernán Cortes, en su Segunda carta de relación a Carlos V, acentúan el escepticismo en la lectura de aquellos testimonios.
Los desencuentros en la interpretación de sucesos tan mitificados son habituales y necesarios en cualquier democracia. Pero, en este caso, se agrega el hecho de que la serie de eventos que van de la masacre del Templo Mayor a la batalla de Otumba, en el verano de 1520, contiene el sentido último de la violencia de la conquista y propicia el duelo de memorias enfrentadas durante siglos.
López de Gómara usa, justamente, la palabra “duelo”, para referirse al supuesto llanto de Cortés bajo el ahuehuete de Tacuba. Al ver que Pedro Alvarado abandonaba el puente de Tenochtitlan, por donde los conquistadores huyeron de la resistencia mexica, “Cortés se paró, y aún se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos”.
Bernal Díaz del Castillo, por su parte, dice que a Cortés “se le saltaron las lágrimas de los ojos” al ver los pocos soldados españoles que lograron llegar a Tacuba. Como apunta Eduardo Matos Moctezuma, no hay en esos textos alusiones precisas a un “árbol de la Noche Triste”, a pesar de que José María Velasco, en su famosa pintura, y Manuel Gamio y Miguel León Portilla dieron crédito al mito en sus obras.
Díaz del Castillo sugiere que el llanto de Cortés se debió al relato de la derrota que le hizo Pedro Alvarado cuando se encontraron en Tacuba. De ahí que parte de la literatura cortesiana haya interpretado que Cortés no sólo lloraba por la muerte de sus hombres sino por la de sus aliados tlaxcaltecas y la pérdida de los tesoros del palacio de Axayácatl, que quedaron hundidos en la laguna.
El duelo de Cortés en la Noche Triste suponía una ambivalencia que asociaba el conquistador con el despojo y, a la vez, con una visión positiva de los tlaxcaltecas. La tradición cortesiana siempre ha querido exaltar una nobleza en el conquistador por medio del duelo. Bernal Díaz del Castillo aludía a otro llanto de Cortés, cuando la muerte de Moctezuma, que buscaba el mismo mensaje.
Tras la masacre del Templo Mayor, que el franciscano Sahagún narró como pocos (“corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos”), Moctezuma, recluido en el palacio de Axayácatl, rompió sus negociaciones con Cortés y concluyó que los conquistadores debían enfrentar la furia de los mexicas.
Díaz del Castillo anota que antes de la aparición de Moctezuma en el balcón del palacio, con el fin, supuestamente, de aplacar a la multitud, “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”. Algunos llegaron a leer en la frase que Cortés había llorado por Moctezuma, pero la mayoría ha entendido que Díaz del Castillo se refería al propio Cortés. El conquistador lloraba por él mismo y sus hombres.
Esa es la interpretación que se deriva de la Segunda carta de relación, texto frío, que sólo pierde la sobriedad cuando describe las maravillas de Tenochtitlán. A diferencia de Díaz del Castillo, Cortés dice que la idea de que el emperador saliera “a las azoteas de la fortaleza” para convencer “a los capitanes de aquella gente” de que “cesaran la guerra” fue del propio Moctezuma.
No hay lágrimas en el relato de Cortés a Carlos V, aunque sí el reconocimiento de una “pérdida de orgullo” en los conquistadores y el balance de una derrota: “en este desbarato se halló por copia, que murieron ciento cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos”.
          
           
        
          
          

viernes, 3 de julio de 2020

Edith Wharton y la enésima versión de Calibán

Es conocida la tradición ensayística latinoamericana, entre Rubén Darío y José Enrique Rodó en el siglo XIX y Roberto Fernández Retamar y Aimé Césaire en el XX –pasando por Aníbal Ponce, Manuel Gálvez y tantos otros- que hizo de los personajes de La Tempestad (1611) de William Shakespeare (Ariel, Próspero y Calibán) alegorías civilizatorias, morales y geopolíticas. La teórica feminista Silvia Federici, en su ensayo Calibán y la bruja (2004), propuso pensar la figura de Calibán más allá del símbolo descolonizador y llamó a sacar de su marginalidad el personaje de la bruja, en la obra de Shakespeare, como clave de la ideología de género.
Pero los usos de Ariel, Próspero y Calibán parecen ser inagotables, como sostiene el profesor de la Universidad de Buenos Aires Francisco Naishtat. Las reconstrucciones de esas líneas interpretativas muchas veces dejan fuera, en una suerte de venganza histórica, a la propia tradición europea que va Ernest Renan a George Steiner. La contraposición simbólica entre Ariel y Calibán no sólo ha servido para distinguir a Estados Unidos y América Latina sino para diferenciar Europa y América.
Un uso de este último de tipo, de las alegorías de Ariel y Calibán, se encuentra en la novela The Costum of the Country (1913) de la escritora estadounidense Edith Wharton. Como Henry James y otros escritores de principios del siglo XX, Wharton estaba muy interesada en explorar las diferencias culturales entre Estados Unidos y Europa. Ella misma, como tantos personajes de sus novelas, vivió entre Nueva York y París, y tuvo residencias en la campiña francesa.
En aquella novela de Wharton, unas veces traducida como Las costumbres del país, otras como Las costumbres nacionales, se cuenta la vida y el fracaso de una pareja de clase alta de Nueva York. Undine Spragg y Ralph Marvell se casan y tienen un hijo muy jóvenes, en un medio obsesionado con el ascenso social y la exhibición del status. Las diferencias entre ambos eran más culturales que económicas, pero estallan de manera inclemente.
Ralph era un abogado con ambiciones literarias que disfrutaba los viajes a Siena y la Toscana italiana. Undine era una muchacha jovial y afable que prefería París a cualquier excursión a sitios históricos. La sociabilidad de Undine tenía como reverso una frialdad y un egoísmo que, en un momento de la novela, Wharton asocia con Ariel. Undine poseía una “distancia propia de Ariel”, que no se debía “tanto al retraimiento por ignorancia como a la frialdad del elemento del que tomaba su nombre”: el aire.
Mientras avanza la novela, y se precipita la ruptura del matrimonio, Ralph se aferra a Nueva York y Undine pasa la mayor parte del tiempo en Francia. Sin embargo, en varios pasajes de la novela, Wharton identifica el personaje masculino con un espíritu europeo y el femenino con las costumbres más propiamente americanas. Así la novela va conformando una antítesis entre Europa y América en la que Calibán es más un símbolo europeo, por la fuerza de la pasión, y Ariel es una metáfora americana por la frivolidad y el desamor.
La contraposición se establece no sólo en términos de “costumbres nacionales”, especialmente entre Estados Unidos y Francia, sino a nivel de género. En la novela Wharton, Ariel es la mujer y Calibán es el hombre, pero no en los términos que tradicionalmente se atribuye a esos símbolos. La escala de valores aparece invertida y Ariel representa el egoísmo y Calibán el amor. Wharton se adelantó, por tanto, a muchos que creyeron haber dado con la antinomia perfecta.
La propia vida de la novelista personifica aquel choque simbólico. Fuertemente involucrada en la realidad francesa, desde los años previos a la Gran Guerra, Wharton cambió virtualmente de país. Prestó servicios en la Cruz Roja, defendió el imperialismo francés, el gobierno de Raymond Poincaré le concedió la Orden Nacional de la Legión de Honor y está enterrada en Versalles.

lunes, 15 de junio de 2020

El principio de humildad

Aprendimos, en la magnífica serie de historia de la filosofía, coordinada por Yvon Belaval y editada en Siglo XXI, que, entre otros orígenes, el humanismo renacentista surgió de la reacción cultural a la peste negra de los siglos XIV y XV. La vuelta al hombre y el impulso utópico de pensadores como Cusa, Campanella, Erasmo y tantos otros, nacieron de la devastación y la muerte de cientos de millones de personas en Europa.
En su gran estudio sobre la cultura del Renacimiento italiano, Jacob Burckhardt sostenía que aquella revolución espiritual partió de un descubrimiento doble: del mundo y del hombre. Frente a la sujeción del individuo en la sociedad teocrática, el Renacimiento impulsó la doctrina del libre albedrío. Pero acotaba Burckhardt que la libertad renacentista encontraba límites varios, en la moral, la religión o la astrología, que luego la modernidad quebró.
 El miedo a Dios fue reemplazado por un enaltecimiento de la naturaleza o, más específicamente, de las estrellas, que afianzó la humildad del hombre. Burckhardt lo ilustraba con las palabras que el Dante hacía decir a Marco Lombardo sobre la “contienda entre las estrellas y los actos”. Aquel individuo renacentista estaba muy lejos del Prometeo moderno, que domina la técnica y avasalla la naturaleza.
Ante la gran plaga del siglo XXI, la respuesta de la mayoría de los gobiernos ha carecido de la humildad que postulaban los filósofos renacentistas. La pandemia ha demostrado la ignorancia de la sociedad contemporánea, pero también su incapacidad para hacer frente a la sucesión de catástrofes (colapso financiero, crisis económica, empobrecimiento, racismo, desigualdad, estallidos sociales), largamente incubadas, que el virus activa.
Ese abandono del principio de humildad es lo que reprochaba no hace mucho Aaron Ben-Zeev a Martha Nussbaum, en LA Review of Books, a propósito del más reciente libro de la filósofa norteamericana, The Cosmopolitan Tradition (2019). Recordaba el reseñista que en éste, lo mismo que en libros anteriores de Nussbaum como Anger and Forgiveness (2016) y The Monarchy of Fear (2018), el concepto básico es la “dignidad humana”.
La filosofía moral de Nussbaum, claramente deudora de Kant, gira mayormente en torno a la necesidad de crear un sistema de satisfacción de garantías universales, sin los desequilibrios comunes entre derechos económicos y políticos, civiles y sociales. Sólo a través de esa articulación podría crearse un orden cívico que coloque la dignidad de la persona en el centro de las políticas públicas.
Ben-Zeev cuestiona que Nussbaum, en su elocuente y necesario alegato por la dignidad, deje a un lado otro valor indispensable en el caos contemporáneo: la humildad. ¿Es menos importante la humildad que la dignidad?, se pregunta con razón. En la escalada de desigualdad que se nos viene encima, la dignidad sin humildad puede ser contraproducente, ya que no todos alcanzarán la síntesis de derechos propuesta por Nussbaum.
El reseñista apunta un hecho fundamental, también señalado por Amartya Sen, Thomas Piketty y otros pensadores contemporáneos: el disparejo acceso a derechos y oportunidades crece en el mundo y en cada nación. Puede reducirse la pobreza, como sucedió en América Latina en la primera década de este siglo, sin que la desigualdad deje de crecer. Ser humildes es, en buena medida, ser conscientes de esa inequidad constitutiva.
El imperativo de la humildad vale para la política social y económica de cualquier gobierno, pero también para el funcionamiento interno de las democracias y las relaciones internacionales. La arrogancia del unilateralismo hegemónico o de las alternativas que se le enfrentan desde otros intereses geopolíticos son negaciones de la humildad. El aplastamiento de las oposiciones legítimas desde poderes supuestamente democráticos, que admiten la norma de la alternancia, también lo es.