En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.
El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.
En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.
Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.
Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.
El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.
La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.
En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.
La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.