Julio Álvarez del
Vayo (1891-1975) es uno de los personajes más fascinantes de la historia
española en el siglo XX. No conozco biografías sobre él, pero si alguien la
escribiera difícilmente eludirá su incorporación al Partido Socialista Obrero
Español, su paso por el Ministerio de Estado durante la Guerra Civil y, lo que
es más conocido, su radicalización antifranquista en el exilio, en Estados
Unidos y México, que le valió la expulsión del PSOE en 1946, junto a Juan
Negrín y otros 35 socialistas.
Aunque fue readmitido póstumamente, en 2008, Álvarez del Vayo carga con el
estigma de “agente soviético”, que impide valorar su papel en la Guerra Civil y
el exilio e, incluso antes, durante la década del 20 y los primeros años de la
Segunda República. El socialista madrileño hizo varios viajes a la Unión
Soviética en los 20, de los que salieron, por lo menos, tres libros que hay que
leer: La nueva Rusia (1926), La senda roja (1928) y Rusia a los doce años (1929), editados
por Espasa Calpe. Luego sería embajador de la República española ante el México
postrevolucionario.
Es estimulante leer aquellos libros para constatar la evolución de Álvarez
del Vayo frente al fenómeno soviético. Mientras el primero de los volúmenes
trasmitía una visión apologética de la gran transformación social y económica
que tenía lugar en Rusia, el segundo ya introduce algunas críticas a Stalin que
se perfilarán aún más en el último de los libros. La de Álvarez Vayo fue una evolución
crítica, muy común en la mayor parte de la izquierda socialdemócrata europea.
En el primero de aquellos libros, Álvarez del Vayo decía que Stalin era,
después de Lenin, el “cerebro más eminentemente práctico de la Revolución
rusa”, por lo que era lógico que se afianzara su liderazgo dentro del partido.
También el socialista español se entusiasmaba con la NEP y con la idea de una
dirección soviética colegiada, después de la muerte de Lenin, en la que
intervenían líderes muy capacitados como Trotski, Bujarin, Kámenev y Zinoviev,
defensores de la tesis de que los dirigentes partidistas, como el propio
Stalin, no debían intervenir en el gobierno, respetando la autonomía de las
instituciones administrativas.
Ya en La senda roja (1928) aparecían las primeras alusiones al
“debilitamiento de las fuerzas socialistas” por la concentración del poder en
la persona de Stalin y, sobre todo, semblanzas particularmente elogiosas de
Trotski como jefe del Ejército rojo, diplomático en la paz de Brest-Litovsk,
ideólogo del partido y defensor del debate intelectual. Esa inclinación a favor
de Trotski se volverá definitiva en el tercero de los libros, donde se denuncia
la deportación del bolchevique ucraniano a Alma Ata y su posterior exilio en la
isla Prinkipo, Turquía.
Aunque no siempre estaba de acuerdo con la “oposición trotskista”, Álvarez
del Vayo no ocultaba sus críticas al despotismo de Stalin, al concluir la
década de los 20. No es raro entonces que al ocupar su principal cargo de
importancia, con el gobierno de la Segunda República, que fue la embajada de
España en México, el socialista madrileño impulsara una política favorable a la
ideología de la Revolución Mexicana. Jesús Silva Herzog, que había conocido a
Álvarez del Vayo en Moscú, cuando el mexicano fue brevemente embajador allí,
narró las simpatías del español por la Revolución Mexicana.
En 1931, cuando llegó a México, las relaciones con la Unión Soviética
estaban rotas. La misión de Álvarez del Vayo fue relanzar los nexos entre el
México revolucionario y la España republicana a todos los niveles. Dos pruebas
de que lo logró, a pesar de la brevedad de la Segunda República, fueron el
convenio entre ambos países de febrero de 1933, por el cual Madrid transfirió
un préstamo de 18 millones de pesos, y el proyecto del monumento a la amistad
entre España y México que, aunque no llegó a construirse, se expuso en la
Ciudad de México en enero de 1934.