Libros del crepúsculo
sábado, 24 de febrero de 2018
Nuevos estudios sobre Mella
En la última década se han ido acumulando interesantes estudios sobre la breve e intensa vida política del líder comunista cubano, Julio Antonio Mella, que desestabilizan lugares comunes de la historiografía oficial cubana. Primero aparecieron, a mediados de la década pasada, la biografía de Christine Hatzky, en Vervuert, Francfort, que logró impresión cubana en la Editorial Oriente, en Santiago de Cuba en 2008, y luego los estudios del argentino Daniel Kersffeld. El más importante de ellos, Contra el imperio. Historia de la Liga Antimperialista de las Américas (2012), que coloca a Mella dentro de la naciente red del Comintern en América Latina, y reconstruye con mayor precisión su actuación en el Congreso Antimperialista de Bruselas de 1927, que sepamos, no se ha editado en la isla.
Algunos sostienen que lo más importante de esos nuevos estudios es que, por primera vez, dan a conocer la historia de la suspensión temporal de Mella del Partido Comunista Cubano, tras la "inconsulta" huelga de hambre de 1925, y las tensiones del cubano, al final de su vida, con el Partido Comunista Mexicano, del que llegó a ser, brevemente, Secretario General. A mi juicio, ambos asuntos eran bastante conocidos, en la historiografía sobre Cuba fuera de la isla hacia 2005. Lo que se desconocía, por falta de contacto con los archivos de La Habana, México y Moscú, era la evolución del posicionamiento de Mella ante las tesis sobre América Latina de la III Internacional, especialmente después del largo VI Congreso del Comintern, entre 1927 y 1928, en cuyos preparativos él intervino.
Los avances más sustanciales en esa revisión historiográfica, a mi entender, se deben a varios historiadores latinoamericanos y dos rusos. El peruano-mexicano Ricardo Melgar Bao publicó en 2013, Haya de la Torre y Julio Antonio Mella en México. El exilio y sus querellas (2013), un estudio que pone en su sitio las posiciones convergentes y divergentes del aprista peruano y el comunista cubano en diversos temas, como el antimperialismo, las alianzas de clase, la cuestión étnica y el nacionalismo revolucionario. Lejos de la visión apologética de Mella y detractora de Haya, que trasmite la historia oficial cubana, este libro muestra a Mella, algunas veces, en posiciones menos vanguardistas o heterodoxas. Por ejemplo, en el tema racial e indígena, que veía totalmente subordinado al enfoque clasista soviético.
El argentino Manuel María Muñiz se graduó en 2014, en la Universidad Nacional San Martín con una tesis sobre Mella, desde el punto de vista de la historia intelectual, dirigida por el historiador Martín Bergel. Hasta entonces no se había producido una recapitulación tan exhaustiva de los escritos juveniles del marxista cubano, desde una perspectiva crítica, informada por el contexto latinoamericano. La tesis, por lo visto, no ha aparecido como libro, pero en algún que otro artículo, Muñiz ha publicado adelantos del mayor interés, como el dedicado los viajes a la URSS de Mella, Sergio Carbó y Rubén Martínez Villena, en Revista de la Red de Intercátedras de Historia Contemporánea de América Latina (2015).
Por último habría que destacar la obra de los historiadores rusos, Víctor L. Jeifets y Lazar S. Jeifets, que han rastreado los archivos estatales de la Federación Rusa y de Historia Social y Política de Moscú. A los Jeifets se debe el muy completo Diccionario Biográfico, América Latina en la Internacional Comunista. 1919-1943 (2004), rescatado recientemente por Clacso. Algunas de las mayores limitaciones de la historia oficial cubana sobre Mella, especialmente la subestimación de sus últimas diferencias con la línea más ortodoxa del comunismo latinoamericano, encabezada por Victorio Codovilla y Ricardo Martínez, quienes lo acusaron de trotskysmo y de viajar sin permiso a Estados Unidos a reunirse con representantes del Partido Unión Nacionalista, de Carlos Mendieta y Mario García Menocal -"plattistas puros", les llama un historiador oficial-, han sido expuestas con claridad por esos historiadores rusos en este artículo del año pasado.
jueves, 22 de febrero de 2018
Cuando Haya de la Torre conversaba con Anatoli Lunacharski sobre literatura soviética
Como han estudiado Victor y Lazar Jeifets, en tres meses de 1924 la actividad de Haya de la Torre en la URSS fue
febril. Participó en el famoso congreso del Comintern, en el Kremlin, pero también
en el IV Congreso de la Internacional de la Juventud Comunista y se entrevistó
con la viuda de Lenin, Nadiezhda Krupskaia, y otros líderes bolcheviques como
Bujarin, Stirner, Frunze y Radek. Entre todas sus semblanzas de aquellos
dirigentes, la más favorable fue, sin duda, la que dedicó a León Trotsky. En
algún momento del viaje, Haya se enfermó de los bronquios, se trasladó a un
balneario en Crimea y luego se fue a Suiza, a encontrarse con Romain Rolland. Allí, en
Leysin, en diciembre de 1924, escribió aquel retrato de Trotsky, que puede
leerse como un vislumbre de la pugna con Stalin y de la futura disidencia del
marxista ucraniano.
La misma tarde que Haya llegó a
Moscú conoció a Trotsky en el lobby del hotel Lux. Allí el peruano constata el entusiasmo
que el líder despierta entre los más jóvenes revolucionarios rusos y advierte
que, a diferencia de otros dirigentes, que comienzan a remedar el rancio
burocratismo zarista, Trotsky tiene un trato accesible y franco. Llega a decir Haya que ya en 1924 “Trotsky libraba una batalla decisiva en el
seno del Partido Comunista soviético”, tras los ataques en su contra de Rikov y
otros jerarcas, en el Congreso Mundial de ese año, donde emergió el
antisemitismo de un sector del primer bolchevismo. El marxista ucraniano, al decir de Haya, se defendía con una oratoria
“magnetizante y electrizante”, que “modulaba maravillosamente el tono de su
voz” y “controlaba perfectamente la potencia de su impulso vocal”, como las
“llaves de un órgano”, llegando a ser “bajo profundo y clarín
metálico”. A pesar de esos dones intelectuales y oratorios y de la lealtad que le
profesaban los más jóvenes bolcheviques, Haya piensa, en el invierno de 1924,
que la causa de Trotsky “está perdida”.
En sus escritos sobre la Revolución
bolchevique Haya demuestra un conocimiento exhaustivo sobre los problemas
económicos y diplomáticos del nuevo Estado socialista. Valora positivamente la
NEP y defiende, en la línea de Trotsky, la necesidad de un debate de ideas
abierto en la construcción del nuevo orden. Con Anatoli Lunacharski el peruano discutió el tema de la literatura y el papel
de los escritores en el socialismo, que tanto interés despertaba en el
movimiento estudiantil latinoamericano y, en especial, en la Universidad
Popular González Prada. Lunacharski le dijo a Haya que en la URSS se estaba
planteando un conflicto entre los escritores más comprometidos con el
proletariado, defensores de un lenguaje “clásico”, y aquellos escritores de
clase media o clase alta, seguidores de las corrientes vanguardistas, entre los
que mencionaba a Boris Parternak y Boris Pilniak, que se interesaban en el
“habla popular” o en el “lenguaje de la calle actual”.
En la conversación, se hace evidente
que mientras Haya siente curiosidad por los segundos, Lunacharski se muestra
favorable al uso del lenguaje clásico en la literatura obrera. A Haya le llama
la atención que el comisario cultural hable con tanta pasión de la literatura
del Siglo de Oro español (Cervantes, Lope, Calderón…), que situaba en un lugar
privilegiado de sus “lecciones populares sobre literatura occidental”. Algunos de aquellos escritores, más comprometidos con la causa proletaria, como
Máximo Gorki, Alexei Tolstoy, Konstantín Fedin, Nikolai Tíjonov o Alexander
Fadéyev, terminarían ajustándose al paradigma del realismo socialista en los
años 30.
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martes, 20 de febrero de 2018
Viajes del saber
La editorial Almenara, en Leiden, Holanda, que dirige el escritor y crítico Waldo Pérez Cino, publicará pronto mi nuevo libro, Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba (2018). La portada es del pintor cubano, exiliado en Nueva York, Geandy Pavón. Aquí, un fragmento del prólogo:
En
las últimas décadas, la historia y la teoría culturales han colocado la
traducción y la lectura en el centro de sus indagaciones. Leer y traducir, no
como formas de asimilación o traslación pasivas de discursos exteriores, tal y
como predomina en las dinámicas tecnológicas del consumo cultural en el siglo
XXI, sino como prácticas constitutivas de la creación intelectual en el mundo
moderno. Desde diversas perspectivas, es algo en lo que han venido insistiendo,
en los últimos años, el historiador francés Roger Chartier y el crítico
norteamericano Harold Bloom
Ya en el clásico, El mundo como representación (1992), Chartier propuso pensar la
práctica de la lectura en la era moderna, no sólo como mecanismo del “ocio y la
sociabilidad” en la Europa de los siglos XVII y XVIII, sino como un momento de
la escritura y la construcción de autorías, especialmente en el momento
neoclásico de la Ilustración.[1] En la Historia de la lectura en el mundo occidental (1998), que Chartier
coordinó con Guglielmo Cavallo, el historiador alemán Reinhard Wittmann
sostenía que el nacimiento de un lector moderno, tras la que llamaba
“revolución de la lectura” del siglo XVIII, suponía, además de un mercado, la
reproducción del tipo de escritor letrado y de las instituciones literarias en que
se movía.[2]
Hace algunos años Jean-Yves Mollier
sugirió que con la “industrialización de la literatura”, que avanza
aceleradamente desde fines del siglo XVIII hasta la globalización tecnológica
del siglo XXI, se produce una resistencia letrada contra la cultura de masas,
pero, también, una dilatación del mercado del libro que da refugio a las
poéticas más sofisticadas.[3] La lectura vive su propia
experiencia de masificación, al compás de la revolución tecnológica, y crea
circuitos alternativos de recepción de la mejor literatura global.
Harold Bloom observaba a principios del
presente siglo la apoteosis de aquella lectura moderna, profesional, que, a su
juicio, se había vulgarizado con el academicismo y la tecnificación del mercado
editorial.[4] Hasta el siglo XIX los
grandes escritores fueron grandes lectores, que no se entregaron,
necesariamente, a la lectura, para convertirse en buenos escritores. Valores
ilustrados como la sabiduría, el abandono de los tópicos o el mejoramiento
humano habían sido finalidades de la lectura para Samuel Johnson o Ralph Waldo
Emerson. Escritores del siglo XX, como Thomas Mann o Wallace Stevens, harán de
la lectura un medio de perfeccionamiento de su ironía y su esteticismo. Una
suerte de “lectura creativa”, el término del que renegó alguna vez el propio
Bloom.[5]
Pocos escritores contemporáneos en
América Latina entendieron esa mezcla de lectura y escritura, en un mismo acto
de creación, como el argentino Ricardo Piglia. En su ensayo, “El escritor como
lector”, Piglia evocaba la sonada conferencia de Witold Gombrowicz en Buenos
Aires, en 1947, titulada “Contra los poetas”, para sostener que “la literatura
es un modo de leer, ese modo de leer es histórico y social, y se modifica”.[6] Una formulación que nada
tiene que ver con el llevado y traído “historicismo”, que tanto aborrece Bloom
–sin entender, me parece, lo que fue el historicismo, desde el punto de vista
filosófico, a principios del siglo XX- ya que Piglia se apresura a agregar: “lo
histórico no está dado, se construye desde el presente y desde las luchas del
presente. Al cambiar el modo de leer, la disposición, el saber previo, cambian
también los textos del pasado”.[7]
Y quien dice leer en América Latina y,
específicamente, en el Caribe –región entre imperios-, dice traducir. La
lectura, entendida como práctica de la producción intelectual, en naciones
coloniales y postcoloniales como las nuestras ha estado siempre entrecruzada
con la traducción. Traducción literal o filológica, pero también cultural e
ideológica. Los historiadores de la traducción en el espacio iberoamericano
cada vez conceden más importancia a este segundo tipo de traducción, como una
actividad que corre paralela y mezclada con la circulación de ideas en el
Atlántico.[8]
En todas las naciones latinoamericanas,
el campo intelectual, en diversos momentos de su historia, ha vivido la tensión
entre corrientes cosmopolitas y nacionalistas, más abiertas al mundo o más
volcadas hacia lo propio. Pero la traducción de ideas ha conformado el campo
referencial de unas y otras, por igual. La transferencia y recreación de
imágenes y conceptos atraviesa el proceso de producción cultural a todos los
niveles: desde la música popular hasta el arte abstracto, la filosofía analítica
o la literatura de vanguardia. Los proyectos ideológicos más nativistas en
América Latina se han nutrido de representaciones de la identidad que no pueden
eludir conexiones con el pensamiento europeo, africano o asiático.
Dos pensadores radicales de la
descolonización, Frantz Fanon y Edward Said, dan cuenta de lo anterior. En Los condenados de la tierra (1961), lo
que Fanon reprochaba a los intelectuales de las colonias europeas en África no
es que conocieran a Rabelais, Diderot, Shakespeare y Poe sino que no tradujeran
ese saber en defensa de sus culturas nacionales.[9] Algo que reitera Said,
quien en Cultura e imperialismo (1993),
luego de citar a Fanon, recuerda que no existe un Calibán sino dos: el
universalista y el fundamentalista. El modelo de Said, un estadounidense
cristiano de origen palestino-libanés, era, claramente, el primero: “es mejor
la opción en que Calibán ve su propia historia como aspecto parcial de la
historia de todos los hombres y las
mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia
situación social e histórica”.[10]
Más que una traición, la traducción
implica una recreación o, lo que es lo mismo, una creación, una invención. Con
respecto a la práctica de traducir podría afirmarse lo mismo que Harold Bloom
sostenía a propósito de la lectura creativa. Cada autor, cada revista, cada
editorial, cada grupo intelectual e, incluso, cada Estado, traduce ideas para
crear las redes imaginarias de una esfera pública. George Borrow, el viajero
inglés del siglo XIX, autor de La Biblia
en España (1843), decía que una traducción era un “eco”. Lo decía
irónicamente, en el mismo sentido de Jorge Luis Borges cuando afirmaba que
había originales “infieles” a sus traducciones. Pero de eso se trata la vida
intelectual, de convertir los ecos en nuevas voces.
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[1] Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona,
Gedisa, 1992, pp. 107-120.
[2] Reindhard Wittmann, “¿Hubo
una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?”, en Guglielmo Cavallo
y Roger Chartier, ed., Historia de la
lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, pp. 451-472.
[3] Jean-Yves
Mollier, La lectura en Francia durante el
siglo XIX, Ciudad de México, Instituto Mora, 2009, pp. 69-75.
[4] Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Barcelona,
Anagrama, 2000, pp. 21-22.
[5] Ibid, p. 24.
[6] Ricardo
Piglia, Antología personal, Ciudad de
México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 91.
[7] Ibid.
[8] Pilar
Ordóñez López y José Antonio Sabio Pinilla, Historiografía
de la traducción en el espacio ibérico, Cuenca, Universidad de Castilla-La
Mancha, 2015, pp. 243-280.
[9] Frantz
Fanon, Los condenados de la tierra,
Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 199-200.
[10] Edward
Said, Cultura e imperialismo,
Barcelona, Anagrama, 2012, p. 333.
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