Libros del crepúsculo
jueves, 10 de noviembre de 2016
LEONARD COHEN - Take this waltz - TVRIP - 1988 - Subtitulado inglés y es...
LEONARD COHEN - Take this waltz - TVRIP - 1988 - Subtitulado inglés y es...
martes, 25 de octubre de 2016
Tres días en Sao Paulo
Día 1
Caminar la Avenida Paulista de punta a cabo, con la ventaja de que es domingo y han cerrado la inmensa calle. Subir por Angelica desde el barrio de Higienópolis, atravesando primero el parque Buenos Aires, y llegando a la esquina frenética de Consolasao. La Avenida Paulista es esa calle modernísima, que supera en novedad arquitectónica a Reforma en la Ciudad de México y a la 9 de Julio en Buenos Aires, pero que ofrece remansos boscosos como el parque Teniente Siqueira Campos o la Plaza Andrade de Gusmao.
Día 2
Volver a caminar por la Avenida Paulista hasta el Itaú Cultural y ver allí los Calder colgantes que tanto fascinaron a los artistas brasileños de las vanguardias de la Postguerra y la Guerra Fría, como Abraham Palatnik, Lygia Clark, Helio Otiticica, Judith Lauand, Lygia Pape, Antonio Manuel, Carlos Bevilacqua o Cao Guimaraes. De ahí al inevitable Museo de Arte Brasileiro, donde se exhibe una muestra del importante pintor realista Raimundo Cela, que hizo retratos de pescadores y obreros (y de marejadas y tormentas) de la región costera del nordeste, en Ceará o Fortaleza, donde se formó y vivió.
Día 3
Nueva caminata hacia la Plaza de la República, en busca de estatuas de Deodoro Fonseca o Rui Barbosa, que no encuentro con la misma facilidad con que salen al paso las de Sarmiento y Alberdi en Buenos Aires. Me desquito deambulando por la zona del Jardim Paulista, tan elegante y llena de restaurantes exquisitos -exquisitos en el sentido castellano no en el portugués, que vendría siendo algo así como raro o extravagante- para terminar la tarde en la Galería Dan, donde actualmente se presenta una muestra del arte concreto cubano (Lolo Soldevilla, Sandu Darie, Luis Martínez Pedro, Salvador Corratgé, Rafael Soriano, José Mijares, Wilfredo Arcay, Aberto Menocal y Pedro Álvarez) que ha tenido en esta ciudad gran resonancia entre septiembre y octubre.
martes, 18 de octubre de 2016
martes, 11 de octubre de 2016
sábado, 8 de octubre de 2016
Gastón Baquero y el linaje de la prosa
Que un buen poeta
sea, a la vez, un prosista virtuoso es menos frecuente de lo que se cree. T. S.
Eliot o Paul Valéry alcanzaron el mayor refinamiento en ambos géneros, lo que
no podría decirse de Pound o Stevens, menos cómodos fuera del verso. En la
América Latina moderna, algunos de los mayores poetas, como Pablo Neruda o
César Vallejo, fueron prosistas mediocres. El estatuto de la poesía, en espléndidos
cultivadores de la prosa, como Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes, sigue a
debate entre los críticos.
El cubano Gastón Baquero (1914-1997) es
un caso emblemático del ejercicio paralelo de buena poesía y buena prosa. No me
refiero a la prosa como continuación de la poesía por otro medio, como a veces
sucede en Rubén Darío o César Vallejo, o a la prosa de ficción, que Baquero
nunca escribió. Me refiero a la prosa que se ramifica, cómodamente, entre el
artículo, la crítica, el ensayo, la memoria o el epistolario. Una prosa que
preserva la misma transparencia, el mismo tino, en ese desdoblamiento textual.
Desde los años 90, cuando Baquero fue
redescubierto por los poetas de la isla, crece el interés por este escritor,
exiliado tan pronto como abril del 59. Prácticamente toda su poesía, cómplice
de José Lezama Lima y sus revistas Espuela
de Plata y Orígenes, se ha rescatado:
desde Saúl sobre su espada (1942)
hasta Poemas invisibles (1991). Sin
embargo, la prosa sigue dispersa: luego de la incompleta antología de los Ensayos (1995), en Salamanca, hubo que
esperar hasta fechas recientes para que Alberto Díaz-Díaz y Carlos Espinosa
recuperaran parte de su cuantiosa y rica ensayística.
Ahora el poeta, editor y crítico Pío
Serrano, en Madrid, reúne unos Ensayos
selectos (Verbum, 2016), que captan aquel amplio registro en prosa. Estos
ensayos recorren la estantería personal del poeta, Eliot y Valéry, Perse y Rilke,
Darío y Vallejo, pero también la impronta de los poetas cubanos más admirados:
Julián del Casal, Mariano Brull, Emilio Ballagas y José Lezama Lima. Frente a
su gran amigo Lezama, que fue un ensayista original sin ser un prosista muy
hospitalario –salvo en los ejercicios periodísticos de Tratados en La Habana (1958), que escribió a exhorto del propio
Baquero-, estas piezas son retazos de una misma claridad.
A diferencia Lezama, y al igual que
Jorge Mañach o Francisco Ichaso, Baquero estuvo siempre en el centro de la
esfera publica de la isla. Aunque graduado de Ingeniería Agrónoma y doctorado
en Ciencias Naturales, desde muy joven se insertó en los círculos periodísticos
y políticos republicanos, llegando a ser Secretario de Redacción de Diario de la Marina. La prosa de
Baquero, como la de Martí y la de Casal, se formó en el linaje del buen
periodismo. De ahí esa vocación omnívora y esa constancia estilística que lo
mismo descifraba la charada china que debatía la conveniencia o no de crear un
nuevo partido político para enfrentar la crisis del golpe de Estado de 1952.
Siempre se ha dicho que fue batistiano,
pero una lectura atenta de sus artículos en Diario
de la Marina, en los 50, obliga a matizar el juicio. En su “Despedida de
los lectores”, de abril del 59, definía su ideología como “conservadora” –inusual
honestidad en América Latina- y rechazaba la “censura, el crimen y la
violencia” de los últimos años de Batista, cuyo régimen no dudaba en llamar
“dictadura que cometió terribles errores y tantos horrores”. Pero descreía de la
Revolución por su absolutismo: “las revoluciones quieren hacer por decreto que
en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por
encanto la ciudad soñada”.
sábado, 1 de octubre de 2016
Marina Tsvietáieva y el espejo de la Revolución
Los Diarios
de la Revolución de 1917 de
Marina Tsvietáieva, rescatados el año pasado por Acantilado, en traducción de
Selma Ancira, debieran ser lectura de quienes muestran algún interés genuino en
entender qué es una Revolución. Es una lástima que el libro aparezca sin un
buen prólogo que ayude al lector a orientarse en la terrible biografía de
Tsvietáieva o en la historia de sus diarios, pero algunas notas aparecidas en
periódicos españoles, como El País o El Mundo, ofrecen la
información básica.
Tsvietáieva era una
poeta de familia acomodada, aunque no aristocrática -su padre era profesor de
Bellas Artes y director del Museo Pushkin de Moscú-, que se formó en internados
de Friburgo y Lausana, tras quedar huérfana de su madre, pianista. En 1912,
como en una novela de Tolstoi, se casó con un oficial del ejército, con el que
tuvo tres hijos. Su esposo Sergei Efrón se enroló en el Ejército Blanco tras la
Revolución de Octubre, pero a ella le sorprendió el evento viajando en tren
entre Crimea y Moscú, con el fin de reunirse con sus hijos y sobrevivir, hasta
que pudiera exiliarse.
La poeta es una
espectadora y una potencial víctima de la Revolución, no una revolucionaria,
pero intenta comprender y asimilarse al fenómeno. Pide trabajo a un vecino
bolchevique, que la recomienda en el Comisariado para Asuntos de las
Nacionalidades, instalado en el palacio del conde Sologub, que inspiró a
Tolstoi en Guerra y paz para narrar
la casa de los Rostov. La metamorfosis del palacio en institución obrera es uno
de los primeros indicios de la Revolución en la mente de la poeta.
La Revolución es ese
vuelco social, esa brusca mutación. En los trenes, Tsvietáieva hace contacto
con jóvenes bolcheviques que le reprochan que fume o que lea
novelas, que vista bien o se mueva entre una casa en Moscú y una dacha en Koktebel. Pero también encuentra
partidarios del comunismo que defienden la igualdad de la mujer y que sienten
curiosidad por esa joven escritora, que ha visitado París y habla varias
lenguas.
El Comisariado para
Asuntos de las Nacionalidades le parece la Babel de un nuevo fanatismo. Estonios,
lituanos, finlandeses, moldavos, musulmanes, judíos… se integran en el
aprendizaje de una nueva lengua marxista y soviética. La poeta abomina del
revoltijo cultural de aquel imperio espurio, desde un nacionalismo ruso que,
como en otros intelectuales de su generación, no oculta el antisemitismo o la
islamofobia.
Para el otoño de 1918,
la Revolución se ha consumado, es un asunto del pasado. La palabra desaparece
de los Diarios, lo que ilustra una
vez más el poco espesor semántico del concepto en la revolución más radical que
ha conocido la historia, si se compara con otras, como la francesa, la mexicana
o la cubana, que suscitaron todo un fetichismo retórico en torno a ese vocablo.
Lo que ha sucedido es una caída en “tierra firme”, que le hace entender por qué
en tiempos de la monarquía de los Románov se hablaba de “firmeza celestial”.
Es entonces que Marina
Tsvietáieva alcanza una premonición de su exilio y su suicidio con la muerte
del amigo Alexei Stajóvich. El viejo orden se ha trastocado de manera irremediable
y ella lo constata una tarde en el restaurante Praga de la calle Arbat, de
Moscú. Donde antes había un busto de Napoleón –un joven bolchevique le había
dicho, en el vagón de un tren, que la francesa era una revolución “vieja” y
“deteriorada”- ahora hay otro con la “jeta intimidatoria de Trotski”. Y
recuerda que en febrero de 1917, su nana le regaló un espejito con el rostro de
Kerenski, cuando la poeta prefería un “espejo verdadero, entero, sin Dictador”.
sábado, 24 de septiembre de 2016
Chevengur: emancipación y arraigo
Ahora que Vladimir Putin ha consolidado su mayoría parlamentaria en la Duma
del Estado, con cerca del 55%, aunque con una participación electoral menor al
48%, vale la pena regresar a algunas lecturas básicas como Chevengur (1928), la novela distópica de Andréi Platónov. Aquella
ficción sobre la imposibilidad de la utopía en la Rusia del naciente
estalinismo, sigue siendo tan útil para comprender el presente ruso como la
reciente historia de la última dinastía reinante, Los Románov. 1613-1918 (2016), de Simon Sebag Montefiore.
La filósofa francesa
Chantal Delsol publicó no hace mucho un libro, Populismos. Una defensa de lo indefendible (2015), que
lamentablemente no ha tenido en América Latina una resonancia equivalente a la
de Ernesto Laclau en La razón populista (2005),
un ensayo que desde el neomarxismo defendía los nuevos populismos
latinoamericanos del siglo XXI. Delsol no suscribe los populismos de la derecha
europea, como podría derivarse de una lectura superficial, pero propone
comprender sin prejuicios y, sobre todo, sin el desprecio elitista al “pueblo
idiota”, el rebrote de esa corriente política en el viejo continente.
Dice Delsol que el
populismo, de amplia aceptación en Europa central y del este (los hermanos
Kaczynski, Viktor Orbán, Volen Siderov, Vadim Tudor…), responde a una reacción
del “arraigo” y la “particularidad” contra la emancipación ilustrada y la
globalización liberal. La filósofa francesa, discípula de Hannah Arendt,
reivindica el concepto de “postmodernidad” pero le da un sentido contrario al que
le atribuyeron Jean-Francois Lyotard y otros filósofos postestructuralistas en
los años 80 y 90. Delsol piensa que la postmodernidad no representa la crisis
sino el apogeo de los relatos ilustrados del progreso, la razón y la emancipación.
La nueva hegemonía de
Rusia Unida, el partido de Putin, abre de par en par las puertas del populismo
en ese gran país euroasiático. Si hasta ahora el apoyo a Putin se veía limitado
por una clase política que provenía de la pluralización de los 90, luego del
más reciente triunfo electoral la corriente política que encabeza el mandatario
y que ha controlado esa nación en lo que llevamos de siglo XXI alcanza una
permanencia inédita. El populismo de Putin deja de ser, propiamente, un
autoritarismo competitivo más y se convierte en una nueva modalidad de
autocracia, que tiene a su favor la abstención electoral y la desmovilización
política de más de la mitad de la ciudadanía.
El amplio abstencionismo
de la última contienda responde por igual al descontento y a la apatía. Esa
situación genera el desentendimiento cívico de una consistente mayoría de la
población, que favorece una modalidad autoritaria que, como en el último
reformismo de los Románov, tiende a reemplazar la política con administración.
Putin, como argumenta Sebag Montefiore, reinstala plenamente el zarismo o, más
bien, reconcilia el legado zarista con el estalinista por medio de una variante
despótica que converge con el ascenso del populismo de derecha en su frontera
europea.
En la novela de Platónov, la comuna distópica de Chevengur es arrasada por un ejército que la crítica no ha podido identificar. Lo mismo puede tratarse de huestes de cosacos, de una partida de rusos blancos sobreviviente de la guerra civil o de una facción del ejército rojo estalinista. Chevengur es desaparecida de la faz de Rusia, en una metáfora perfecta del desencuentro entre emancipación y arraigo en un país sometido al nuevo tipo de dictadura que nos depara el siglo XXI.
En la novela de Platónov, la comuna distópica de Chevengur es arrasada por un ejército que la crítica no ha podido identificar. Lo mismo puede tratarse de huestes de cosacos, de una partida de rusos blancos sobreviviente de la guerra civil o de una facción del ejército rojo estalinista. Chevengur es desaparecida de la faz de Rusia, en una metáfora perfecta del desencuentro entre emancipación y arraigo en un país sometido al nuevo tipo de dictadura que nos depara el siglo XXI.
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