Hace algunos años comentamos en este blog la figura del importante líder trotskista argentino, Nahuel Moreno, integrante de la alta dirigencia de la IV Internacional en los años 60 y 70, a propósito del capítulo que le dedica el historiador Elías José Palti, en su libro Verdades y saberes del marxismo (2006). En fechas recientes ha aparecido en Buenos Aires una investigación del historiador Martín Mangiantini, que retoma la figura de Moreno desde el ángulo específico de su debate con Mario Roberto Santucho, líder del Partido Revolucionario de los Trabajadores y fundador del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que encabezaría el mayor proyecto guerrillero en Argentina, a principios de los años 70.
El libro de Mangiantini se titula El trotskysmo y el debate sobre la lucha armada en Argentina (2014), pero está centrado, como decíamos, en la polémica entre Moreno y Santucho. A la altura de 1965, ambos dirigentes habían fundido sus respectivas organizaciones, Palabra Obrera y Frente Revolucionario Indoamericano Popular, en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en una coyuntura favorable para el apoyo a las guerrillas latinoamericanas desde La Habana, marcada por el distanciamiento entre Fidel Castro y, sobre todo, el Che Guevara, con Moscú, a raíz del pacto Kennedy-Kruschev de 1962.
La integración de aquellos grupos produjo rápidamente una fricción teórica y política que anunció una futura escisión. La principal diferencia residía en que Moreno pensaba que lo prioritario era una estrategia amplia, encabezada por un partido de vanguardia, que pudiera aprovechar todos los frentes de lucha (el movimiento obrero, las asociaciones campesinas, los grupos estudiantiles e, incluso, sectores de las izquierdas peronistas y socialistas), mientras que Santucho, de acuerdo con la teoría guevarista, sostenía la necesidad de crear un ejército revolucionario capaz de emprender una guerra prolongada. Santucho no era un defensor rígido del foquismo, ya que proponía combinar la guerrilla rural con la urbana, pero defendía una subordinación de la lucha política a la lucha armada.
Tradicionalmente, en la historia de las izquierdas latinoamericanas de los 60, se tiende a asimilar en el guevarismo la plataforma trotskista o a ambas en la "Nueva Izquierda" . Es cierto que Mandel y otros líderes de la IV Internacional simpatizaron con el Che Guevara, durante los debates de éste con los marxistas pro-soviéticos cubanos, y que el propio Guevara, después de 1962, mostró simpatías por Trotsky. Pero las diferencias entre guevarismo y trotskismo tampoco desaparecieron, ya que para Moreno y otros líderes obreros de aquella corriente en América Latina, como el chileno Clotario Blest, el foco guerrillero limitaba las capacidades de interlocución con otros sujetos y otros discursos revolucionarios de la región.
Libros del crepúsculo
miércoles, 25 de marzo de 2015
viernes, 20 de marzo de 2015
Un pasaje de Marías y el mal de la lectura en clave
De un tiempo a esta parte trato de resistir la tentación de interpretar en clave cubana todo lo que leo. Hubo una época, como se observa en mis primeros libros, especialmente en el prólogo "Cuba entre paréntesis", de El arte de la espera (1998), en que leer era, para mí, precisamente eso: un mecanismo de la alegoría o la cifra. Una búsqueda perpetua de referentes para pensar la nación o -lo que es más inútil y engañoso- el "problema nacional".
Intento evitar la lectura en clave, pero no siempre lo consigo. Es lo que me ha sucedido al llegar a un pasaje de la más reciente novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014). Ni la trama envolvente, ni esos personajes obsesivos y, por tanto, obsesionantes, ni la sutil ambientación en los primeros años de la transición española, me libraron de pensar, mientras leía, en dos antípodas de la historia cubana reciente: Guillermo Cabrera Infante y Fidel Castro.
"Mientras a mí me tocó conocer y tratar al matrimonio, él ya no se ausentaba tanto, trabajaba menos que en otras épocas pasadas. Conservaba su prestigio, y el hecho de que hubiera rodado un par de largometrajes en Estados Unidos, con producción americana y estrellas bastante célebres, le confirió un aura casi mítica en un país de papanatas como el nuestro. Él se aprovechaba de ello en la medida de lo posible -así como de su figura huidiza o su relativo misterio-, pero no se engañaba al respecto. "Soy más o menos como Sarita Montiel, decía, que se benefició largamente de sus tres o cuatro apariciones hollywoodenses y de haber compartido la pantalla en una de ellas con Gary Cooper y Burt Lancaster. En las otras no tuvo tanta suerte: Rod Steiger, con su Oscar y todo, no le ha servido de mucho, por antipático, histriónico y poco querido, y el pobre Mario Lanza de nada, porque se murió en seguida y ya nadie sabe quién fue ni lo recuerda, ni siquiera su voz famosa se oye. Así que yo dependo en buena medida no sólo de lo que haga a partir de ahora, como cualquiera, sino de las carreras futuras, ajenas a mí, lejanas, de quienes actuaron allí conmigo, o aún es más, de sus destinos en la caprichosa memoria de la gente. Nunca se sabe quién va a ser recordado, en este mundo mío y en todos; no ya dentro de una década o un lustro, sino pasado mañana o mañana mismo. O quién dejará el menor rastro, por muy rutilante que sea hoy su trayectoria, como dicen la televisión y las revistas. Quien más brilla ahora puede no haber pisado la tierra, al cabo de unos cuantos años. Y caerán en el olvido seguro los detestados, a no ser que hayan hecho mucho mal y la gente disfrute odiándolos también tras su retirada o su muerte, retrospectivamente".
Intento evitar la lectura en clave, pero no siempre lo consigo. Es lo que me ha sucedido al llegar a un pasaje de la más reciente novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014). Ni la trama envolvente, ni esos personajes obsesivos y, por tanto, obsesionantes, ni la sutil ambientación en los primeros años de la transición española, me libraron de pensar, mientras leía, en dos antípodas de la historia cubana reciente: Guillermo Cabrera Infante y Fidel Castro.
"Mientras a mí me tocó conocer y tratar al matrimonio, él ya no se ausentaba tanto, trabajaba menos que en otras épocas pasadas. Conservaba su prestigio, y el hecho de que hubiera rodado un par de largometrajes en Estados Unidos, con producción americana y estrellas bastante célebres, le confirió un aura casi mítica en un país de papanatas como el nuestro. Él se aprovechaba de ello en la medida de lo posible -así como de su figura huidiza o su relativo misterio-, pero no se engañaba al respecto. "Soy más o menos como Sarita Montiel, decía, que se benefició largamente de sus tres o cuatro apariciones hollywoodenses y de haber compartido la pantalla en una de ellas con Gary Cooper y Burt Lancaster. En las otras no tuvo tanta suerte: Rod Steiger, con su Oscar y todo, no le ha servido de mucho, por antipático, histriónico y poco querido, y el pobre Mario Lanza de nada, porque se murió en seguida y ya nadie sabe quién fue ni lo recuerda, ni siquiera su voz famosa se oye. Así que yo dependo en buena medida no sólo de lo que haga a partir de ahora, como cualquiera, sino de las carreras futuras, ajenas a mí, lejanas, de quienes actuaron allí conmigo, o aún es más, de sus destinos en la caprichosa memoria de la gente. Nunca se sabe quién va a ser recordado, en este mundo mío y en todos; no ya dentro de una década o un lustro, sino pasado mañana o mañana mismo. O quién dejará el menor rastro, por muy rutilante que sea hoy su trayectoria, como dicen la televisión y las revistas. Quien más brilla ahora puede no haber pisado la tierra, al cabo de unos cuantos años. Y caerán en el olvido seguro los detestados, a no ser que hayan hecho mucho mal y la gente disfrute odiándolos también tras su retirada o su muerte, retrospectivamente".
lunes, 16 de marzo de 2015
G. C. Infante lee a T. S. Eliot
-Léeme.
Ni siquiera me lo pidió por favor: era una encomienda real: ella me extendía el libro y tendría que leerle. El tomo, cuando lo tomé en mis manos, se volvió una antología de poesía -en inglés-. Ella me lo dio con una marca: había introducido su índice dentro del libro, indicando una página. Antes de poder verla, me dijo:
-Es Eliot. Tienes que leerme su poema.
Efectivamente, su marca de dedo en la página indicaba que era la sección de la antología de poesía inglesa dedicada a Eliot y el poema que tenía señalado era Ash Wednesday -¿pero cómo leérselo?- Además ¿era para esto nada más que me había llamado con tanta urgencia? ¿Un toma léeme, no tómame? Quiero advertir que aún hoy día mi pronunciación del inglés recuerda más a la de Conrad que a la de Eliot -a quien solía llamar Elliot-, que hablando de Conrad recordaba, atenuante de su admiración, el espeso acento polaco que padecía el novelista, verdadera halitosis oral, el americano poeta preciosista en su pronunciación inglesa imitada. En ese tiempo mi inglés era un mazacote inaudible o demasiado audible en su atroz pronunciación habanera y aunque podía leerlo muy bien para mí, nunca, excepto en clases, lo había leído para otra persona. Traté de convencer a Julieta de que no se podía leer así a Eliot. Pero ella no entendía mi español o no atendía a mis argumentos. "Quiero oír como suena", me ordenó. Por fin cedí a su mandato (nunca fue una petición, mucho menos un ruego) y comencé a leer:
"Bee caused eyed doe not to hop to turn a game" y en mi pronunciación producía una parodia cruel como abril de Eliot. Por fin terminó el poema en borborigmos más que entre ritmos. Ella encontró excelente el poema y mi lectura: es evidente que aunque fuera actriz (luego llegaría a actuar con bastante éxito, sobre todo en La lección, de Ionesco, haciendo una creación de la niña que, entre un dolor de muelas, da y recibe una lección, mientras los espectadores conocen que la cultura conduce a lo peor) no tenía oído: mi lectura fue un desastre, que me dejó en la boca un sabor de ceniza ese miércoles. Doble desastre porque ahora se hacía patente que ella me había convocado solamente para que yo leyera el poema y conociendo su carácter (que podía, en ocasiones, ser muy firme) no traté de llevar mi visita al terreno baldío del sexo.
La Habana para un infante difunto (1979)
Ni siquiera me lo pidió por favor: era una encomienda real: ella me extendía el libro y tendría que leerle. El tomo, cuando lo tomé en mis manos, se volvió una antología de poesía -en inglés-. Ella me lo dio con una marca: había introducido su índice dentro del libro, indicando una página. Antes de poder verla, me dijo:
-Es Eliot. Tienes que leerme su poema.
Efectivamente, su marca de dedo en la página indicaba que era la sección de la antología de poesía inglesa dedicada a Eliot y el poema que tenía señalado era Ash Wednesday -¿pero cómo leérselo?- Además ¿era para esto nada más que me había llamado con tanta urgencia? ¿Un toma léeme, no tómame? Quiero advertir que aún hoy día mi pronunciación del inglés recuerda más a la de Conrad que a la de Eliot -a quien solía llamar Elliot-, que hablando de Conrad recordaba, atenuante de su admiración, el espeso acento polaco que padecía el novelista, verdadera halitosis oral, el americano poeta preciosista en su pronunciación inglesa imitada. En ese tiempo mi inglés era un mazacote inaudible o demasiado audible en su atroz pronunciación habanera y aunque podía leerlo muy bien para mí, nunca, excepto en clases, lo había leído para otra persona. Traté de convencer a Julieta de que no se podía leer así a Eliot. Pero ella no entendía mi español o no atendía a mis argumentos. "Quiero oír como suena", me ordenó. Por fin cedí a su mandato (nunca fue una petición, mucho menos un ruego) y comencé a leer:
"Bee caused eyed doe not to hop to turn a game" y en mi pronunciación producía una parodia cruel como abril de Eliot. Por fin terminó el poema en borborigmos más que entre ritmos. Ella encontró excelente el poema y mi lectura: es evidente que aunque fuera actriz (luego llegaría a actuar con bastante éxito, sobre todo en La lección, de Ionesco, haciendo una creación de la niña que, entre un dolor de muelas, da y recibe una lección, mientras los espectadores conocen que la cultura conduce a lo peor) no tenía oído: mi lectura fue un desastre, que me dejó en la boca un sabor de ceniza ese miércoles. Doble desastre porque ahora se hacía patente que ella me había convocado solamente para que yo leyera el poema y conociendo su carácter (que podía, en ocasiones, ser muy firme) no traté de llevar mi visita al terreno baldío del sexo.
La Habana para un infante difunto (1979)
miércoles, 11 de marzo de 2015
La fábrica del hombre nuevo
Con este subtítulo, el filósofo francés Robert Redeker dio a conocer en 2010 su ensayo, Egobody, en la Librairie Arthème Fayard, rescatado el año pasado por el Fondo de Cultura Económica en Colombia y México. El libro no es propiamente un tratado filosófico sino un ensayo y, por momentos, un panfleto de ideas. Su tesis es simple -vivimos un momento de vaciamiento espiritual del sujeto, de cosificación material y, sobre todo, biotecnológica de la persona humana, en el que el yo acaba reducido al cuerpo-, pero expuesta como una jeremiada filosófica, con apelaciones a todas las tradiciones doctrinales imaginables de Occidente.
Redeker cree que estamos ante el nacimiento de un hombre nuevo, conectado tecnológicamente a la red global, químicamente dopado, que hace dietas y ejercicios, va a la iglesia y al gimnasio, y aspira a la longevidad, lo que es otra manera de decir, la "inmortalidad". Este nuevo hombre eternamente joven es un conformista, que consume pasivamente mercancías y, sobre todo, una mercancía tecnológicamente fabricaba para su particular y exclusivo consumo, que es la imagen de su propio ser ideal. Imagen perfectamente acomodada a la mercadocracia contemporánea, que borra los últimos impulsos libertarios que quedaban al ciudadano moderno, construido por las revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX.
Más allá de la contrapastoral del Internet y la tecnología, o precisamente por esa protesta letrada contra la globalización, este libelo filosófico ilustra un tipo de operación ecléctica, muy común en estos días, en la que parecen darse la mano conservadurismo y liberalismo, comunismo y fascismo, Marx y Nietzsche, Rousseau y Maistre, Heidegger y Marcuse. En varios momentos de Egobody, Redeker hace una lectura libertaria de pensadores reaccionarios, como el católico español del siglo XIX Juan Donoso Cortés o el racista francés del mismo siglo, Joseph Arthur de Gobineau.
Donoso Cortés le sirve a Redeker para describir al hombre nuevo como un ser "despreocupado", colocado en las antípodas del "ser preocupado" de Heidegger, que, tras la despiadada y enésima secularización de la técnica, vive ya sin la noción de algún pecado original. "La desaparición del pecado original del horizonte cultural del hombre occidental engendra una melancolía antropológica de doble faz: por una parte, el resentimiento, el odio al hombre; por otra, el sueño de un hombre perfecto, por construir". El Egobody, "nuestro despreocupado contemporáneo", aunque vaya a la iglesia y al gimnasio, se siente hijo de Adán, pero sin culpa.
Gobineau, por su parte, permite a Redeker construir una de las especulaciones más controversiales de su libro, que es la que tiene que ver con la idea del Egobody como "hombre planetario". La globalización, según Redeker, produce un multiculturalismo falso, ya que la aparente diversidad étnica de las naciones y el mundo, que gana visibilidad en la esfera pública, esconde un proceso de disolución de las diferencias raciales y culturales dentro de un mismo sujeto global. El Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) de Gobineau, "gran y hermoso libro", según Redeker, es una refutación del actual hombre planetario porque defiende las "cualidades propias de los tipos de humanidad", es decir, las diferencias naturales entre las razas.
Redeker cree que estamos ante el nacimiento de un hombre nuevo, conectado tecnológicamente a la red global, químicamente dopado, que hace dietas y ejercicios, va a la iglesia y al gimnasio, y aspira a la longevidad, lo que es otra manera de decir, la "inmortalidad". Este nuevo hombre eternamente joven es un conformista, que consume pasivamente mercancías y, sobre todo, una mercancía tecnológicamente fabricaba para su particular y exclusivo consumo, que es la imagen de su propio ser ideal. Imagen perfectamente acomodada a la mercadocracia contemporánea, que borra los últimos impulsos libertarios que quedaban al ciudadano moderno, construido por las revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX.
Más allá de la contrapastoral del Internet y la tecnología, o precisamente por esa protesta letrada contra la globalización, este libelo filosófico ilustra un tipo de operación ecléctica, muy común en estos días, en la que parecen darse la mano conservadurismo y liberalismo, comunismo y fascismo, Marx y Nietzsche, Rousseau y Maistre, Heidegger y Marcuse. En varios momentos de Egobody, Redeker hace una lectura libertaria de pensadores reaccionarios, como el católico español del siglo XIX Juan Donoso Cortés o el racista francés del mismo siglo, Joseph Arthur de Gobineau.
Donoso Cortés le sirve a Redeker para describir al hombre nuevo como un ser "despreocupado", colocado en las antípodas del "ser preocupado" de Heidegger, que, tras la despiadada y enésima secularización de la técnica, vive ya sin la noción de algún pecado original. "La desaparición del pecado original del horizonte cultural del hombre occidental engendra una melancolía antropológica de doble faz: por una parte, el resentimiento, el odio al hombre; por otra, el sueño de un hombre perfecto, por construir". El Egobody, "nuestro despreocupado contemporáneo", aunque vaya a la iglesia y al gimnasio, se siente hijo de Adán, pero sin culpa.
Gobineau, por su parte, permite a Redeker construir una de las especulaciones más controversiales de su libro, que es la que tiene que ver con la idea del Egobody como "hombre planetario". La globalización, según Redeker, produce un multiculturalismo falso, ya que la aparente diversidad étnica de las naciones y el mundo, que gana visibilidad en la esfera pública, esconde un proceso de disolución de las diferencias raciales y culturales dentro de un mismo sujeto global. El Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) de Gobineau, "gran y hermoso libro", según Redeker, es una refutación del actual hombre planetario porque defiende las "cualidades propias de los tipos de humanidad", es decir, las diferencias naturales entre las razas.
domingo, 8 de marzo de 2015
Leyendo al enemigo (Auden sobre Valéry)
La editorial Lumen, en Barcelona, rescató recientemente los ensayos literarios del poeta W. H. Auden, en traducción de Juan Antonio Montiel y bajo el título de El arte de leer. El volumen arranca con las prosas que Auden dedicó a los grandes infinitivos de su vida: leer, escribir, saber, conocer, juzgar, hacer, amar... Desde las primeras páginas, advertimos que en lo que a la lectura se refiere, Paul Valéry ocupó un lugar central entre las preferencias del poeta de Look, Stranger! (1936). El ensayo sobre el arte de leer de Auden abría, precisamente, con un conocido exergo de Valéry que afirmaba que la "lectura por motivos personales" nos lleva, con frecuencia, a "odiar al autor".
Las pasiones literarias de Auden eran bastante conocidas: luego de los griegos, Shakespeare y los místicos protestantes, Lord Tennyson y Edgar Allan Poe, D. H. Lawrence y Marianne Moore, C. P. Cavafis y Lewis Carroll. ¿Qué hacía el cartesiano Paul Valéry, el homme d'esprit del "Cántico de las columnas", en semejante compañía? Es evidente que Auden, a diferencia de José Lezama Lima, quien en un conocido ensayo intentaba reconciliar a Valéry con Pascal e, incluso, con Santo Tomás de Aquino, leía al francés como lo que era: un homme d'esprit. Ese extrañamiento, cercano a la enemistad o al odio, colocaba a Valéry en un límite, desafiante y, a la vez, nutritivo.
No es extraño que Auden comenzara aludiendo a Valéry como escritor intraducible. Si cualquier literatura en otra lengua que no fuera la materna lo era, la idea de una comprensión plena de Valéry por un escritor anglófono "rayaba en la locura". Auden se consuela con la idea de que su Valéry es una invención, no es un Valéry real, y que esa invención, ubicada en el límite del conocimiento literario, le permite confirmar la idea de que, en literatura, la "cognición reina, pero no gobierna". Su lectura de Valéry es tan ajena, como la que hiciera Mallarmé de Poe: el homenaje de un escritor de otra estirpe a la tumba sin nombre de su antepasado.
Auden sabe que, desde la doctrina crítica de Valéry, un poema como "El cuervo" de Poe, que, según confesión del propio Auden, le "cambió la vida", suena siempre "artificioso". La poesía y la prosa, al decir de Valéry, deben ser "un juego de la inteligencia, pero un juego solemne, ordenado y significativo", como lo era para Mallarmé y no tanto para Poe o Baudelaire. Lo que, según Auden, rechaza Valéry de Pascal no es la abjuración geométrica del manido "esprit de finesse" o, como pensaba Lezama, la idea de que el "vacío de los espacios infinitos" realmente aterra. Lo que desprecia Valéry es el carácter afectado y artificioso de esa frase de Pascal. La lectura de Valéry tiene, por tanto, un efecto purificador y terapéutico sobre Auden. Un efecto de tónico o balsámico, similar al que ejerció Mallarmé sobre el propio Valéry:
"Ese fue, más que el de una mera influencia literaria, el papel que Mallarmé desempeñó en la vida de Valéry; y puedo dar testimonio cuando menos de una vida en la que Valéry ha desempeñado un papel análogo. Cuando me atormenta más que de costumbre uno de esos terribles diablillos mentales: la Contradicción, la Obstinación, la Imitación, el Lapsus, la Brouillamini, la Fange-d'Ame, cuando quiera que me siento en peligro de convertirme en un homme sérieux, es a Valéry, un homme d'esprit donde los haya, más que ningún otro poeta, a quien pido ayuda".
Las pasiones literarias de Auden eran bastante conocidas: luego de los griegos, Shakespeare y los místicos protestantes, Lord Tennyson y Edgar Allan Poe, D. H. Lawrence y Marianne Moore, C. P. Cavafis y Lewis Carroll. ¿Qué hacía el cartesiano Paul Valéry, el homme d'esprit del "Cántico de las columnas", en semejante compañía? Es evidente que Auden, a diferencia de José Lezama Lima, quien en un conocido ensayo intentaba reconciliar a Valéry con Pascal e, incluso, con Santo Tomás de Aquino, leía al francés como lo que era: un homme d'esprit. Ese extrañamiento, cercano a la enemistad o al odio, colocaba a Valéry en un límite, desafiante y, a la vez, nutritivo.
No es extraño que Auden comenzara aludiendo a Valéry como escritor intraducible. Si cualquier literatura en otra lengua que no fuera la materna lo era, la idea de una comprensión plena de Valéry por un escritor anglófono "rayaba en la locura". Auden se consuela con la idea de que su Valéry es una invención, no es un Valéry real, y que esa invención, ubicada en el límite del conocimiento literario, le permite confirmar la idea de que, en literatura, la "cognición reina, pero no gobierna". Su lectura de Valéry es tan ajena, como la que hiciera Mallarmé de Poe: el homenaje de un escritor de otra estirpe a la tumba sin nombre de su antepasado.
Auden sabe que, desde la doctrina crítica de Valéry, un poema como "El cuervo" de Poe, que, según confesión del propio Auden, le "cambió la vida", suena siempre "artificioso". La poesía y la prosa, al decir de Valéry, deben ser "un juego de la inteligencia, pero un juego solemne, ordenado y significativo", como lo era para Mallarmé y no tanto para Poe o Baudelaire. Lo que, según Auden, rechaza Valéry de Pascal no es la abjuración geométrica del manido "esprit de finesse" o, como pensaba Lezama, la idea de que el "vacío de los espacios infinitos" realmente aterra. Lo que desprecia Valéry es el carácter afectado y artificioso de esa frase de Pascal. La lectura de Valéry tiene, por tanto, un efecto purificador y terapéutico sobre Auden. Un efecto de tónico o balsámico, similar al que ejerció Mallarmé sobre el propio Valéry:
"Ese fue, más que el de una mera influencia literaria, el papel que Mallarmé desempeñó en la vida de Valéry; y puedo dar testimonio cuando menos de una vida en la que Valéry ha desempeñado un papel análogo. Cuando me atormenta más que de costumbre uno de esos terribles diablillos mentales: la Contradicción, la Obstinación, la Imitación, el Lapsus, la Brouillamini, la Fange-d'Ame, cuando quiera que me siento en peligro de convertirme en un homme sérieux, es a Valéry, un homme d'esprit donde los haya, más que ningún otro poeta, a quien pido ayuda".
sábado, 21 de febrero de 2015
Lage: de la utopía al apocalipsis
La cultura cubana ha sido un lugar saturado de representaciones utópicas, que apenas en la era global se ve obligado a asimilar sus propios límites. Todavía en la década de los 90 y los primeros años del siglo XXI, buena parte del discurso cultural cubano daba crédito al tópico del "naufragio de la utopía", con lo cual los encargos providenciales que se hacían a la isla parecían asomarse a una segunda oportunidad, siempre postergada. El malestar que provoca esa vuelta a la geografía, en medio de la globalización, puede interpretarse en algunos de los proyectos literarios mejor armados desde la isla, en los últimos años.
Leo en la última novela de Jorge Enrique Lage, La autopista. The Movie (La Habana, Colección G, 2014), una forma de lidiar estéticamente con ese malestar. Desde su anterior Carbono 14. Una novela de culto (Lima, Ediciones Altazor, 2010), Lage (La Habana, 1979) se había interesado en el tema de la ucronía o la yuxtaposición de los tiempos nacionales, al ubicar la trama en un futuro impreciso de la isla, aunque adherido al siglo XXI y a la "misma Habana del realismo". Evelyn, la extraterrestre que cae desnuda en la isla, con la Tabla Periódica de Mendeleiev bajo el brazo, luego de una explosión en su planeta, llamado Cuba, es un personaje que plantea desde las primeras páginas esa caotización ucrónica del relato.
El isótopo radiactivo que da título a la novela refiere la aplicación del método del carbono 14 para medir la temporalidad de cualquier objeto -la ropa interior, por ejemplo- en una ciudad que, a pesar de las múltiples escenas que la asocian con la Habana de hoy, es una cápsula atemporal, con rastros de todas las edades posibles de la isla. El escenario reconocible de La Habana actual, en Carbono 14, es un elemento compensador del futurismo de la novela, toda vez que en el telón de fondo de ese presente perpetuo hacen contacto, como en las terminales de un cable electrónico, el pasado y el futuro de los personajes, sus memorias y sus tramas.
En La autopista, sin embargo, ese presente se ha visto dinamitado, no por una explosión en un planeta remoto, llamado Cuba, sino por la agresiva desestructuración de la historia y la geografía que ha producido el megaproyecto de una carretera que atraviesa el golfo de México y el Caribe y une a Nueva Orleans y Miami con las pequeñas islas antillanas, ahora convertidas en estaciones de paso, México, Centroamérica y Suramérica, Cancún, Curazao y Cartagena. El futuro, en La autopista, es un dispositivo ingenieril y tecnológico que ha borrado las naciones y sus capitales, las temporalidades y sus legados. La ciudad, atravesada por la autopista, se sigue llamando "la ciudad", pero su presencia no carga con aquella habanofilia que, en forma de guiños topológicos, emergía en la novela anterior.
Los personajes de La autopista (el Autista, Vida Guerra, Hu Jintao, Poppy, el Profesor, Cabeza de Cubo...) carecen de ese afecto generacional que todavía se lee en Carbono 14 y que dotaba la ficción de una suerte de lenguaje cifrado. Aquí el futurismo está desaforado, por decirlo así, precipitado en un tobogán de relatos que se ramifican y que desplazan constantemente el eje de la ficción. Todos los personajes son, de hecho, periféricos o secundarios, y cada capítulo -subtitulados todos en inglés, "Breaking News", "Hard Rock Live", "Transmetal", "White Trash"...- abre una subtrama que multiplica el relato. Sin parecerse a ninguno de los narradores que toma como modelo -Diderot, Nabokov, Borges...- las ficciones de Lage serían una buena ilustración del principio de la "novela múltiple", descrita por Adam Thirlwell.
Sólo que en La autopista el realismo y el drama están reducidos al mínimo. Como si David Foster Wallace, y no Cormac McCarthy, hubiera escrito la trama de The Road, el texto elude la realidad y el drama, aunque sin desembocar en una pastoral de la ciencia ficción. El futuro no es aquí el espacio limpio y minimal de los objetos electrónicos blancos y grises sino el inframundo de Elysium o las ciudades depauperadas, militarizadas o controladas por tribus y mafias urbanas que se ven en Blade Runner o Children of Men. Más bien se trata de una distopía ciberpunk, levantada sobre un Caribe de resorts, capos y ejércitos. A fin de cuentas esta es una novela que, como anuncia el subtítulo, debe más al cine que a cualquier otra novela.
Leyendo La autopista confirmo algo que he comentado aquí y aquí y es que la más joven generación de escritores cubanos llega con un repertorio simbólico y un campo referencial fuertemente marcado por la cultura popular y, especialmente, por la cultura popular mediática y electrónica de Estados Unidos -publicidad, series de televisión, Hollywood, nuevas tecnologías-, lo cual establece diferencias clarísimas con la generación inmediatamente anterior, la de los 90, que era más letrada, rusófila y afrancesada. No es extraño que esta nueva generación aparezca ya con un dominio pleno de la novela y el cuento, como géneros literarios, que no pase por el ritual iniciático de la poesía tertuliana y que no haga culto a la escritura fragmentaria, tan celebrada por el postestructuralismo y el postmodernismo en los 80.
La ucronía de Lage es, como decíamos, apocalíptica. En un momento dice: "Lo que fue La Habana. Lo que nunca fue. Lo que sea que haya sido. La autopista lo ha borrado del mapa. En su lugar, el inabarcable asfalto que llena nuestras pesadillas. Pero tenemos una película en marcha. Tenemos un restaurante. Esperamos, de un momento a otro, un disparo de la suerte". El futuro es el capitalismo y la conexión transnacional, un mundo de conversaciones imaginarias entre Fidel Castro y Roberto Goizueta, de empresarios mexicanos con nombre de jerarcas comunistas chinos y pederastas americanos con nombre de mascotas, de robots, huracanes Katrina y de mafias de Miami y de La Habana. Un mundo desenraizado, donde nadie sabe "dónde está parado", donde lo que la autopista une por arriba, se vive como una sepultura o una escisión por debajo.
Leo en la última novela de Jorge Enrique Lage, La autopista. The Movie (La Habana, Colección G, 2014), una forma de lidiar estéticamente con ese malestar. Desde su anterior Carbono 14. Una novela de culto (Lima, Ediciones Altazor, 2010), Lage (La Habana, 1979) se había interesado en el tema de la ucronía o la yuxtaposición de los tiempos nacionales, al ubicar la trama en un futuro impreciso de la isla, aunque adherido al siglo XXI y a la "misma Habana del realismo". Evelyn, la extraterrestre que cae desnuda en la isla, con la Tabla Periódica de Mendeleiev bajo el brazo, luego de una explosión en su planeta, llamado Cuba, es un personaje que plantea desde las primeras páginas esa caotización ucrónica del relato.
El isótopo radiactivo que da título a la novela refiere la aplicación del método del carbono 14 para medir la temporalidad de cualquier objeto -la ropa interior, por ejemplo- en una ciudad que, a pesar de las múltiples escenas que la asocian con la Habana de hoy, es una cápsula atemporal, con rastros de todas las edades posibles de la isla. El escenario reconocible de La Habana actual, en Carbono 14, es un elemento compensador del futurismo de la novela, toda vez que en el telón de fondo de ese presente perpetuo hacen contacto, como en las terminales de un cable electrónico, el pasado y el futuro de los personajes, sus memorias y sus tramas.
En La autopista, sin embargo, ese presente se ha visto dinamitado, no por una explosión en un planeta remoto, llamado Cuba, sino por la agresiva desestructuración de la historia y la geografía que ha producido el megaproyecto de una carretera que atraviesa el golfo de México y el Caribe y une a Nueva Orleans y Miami con las pequeñas islas antillanas, ahora convertidas en estaciones de paso, México, Centroamérica y Suramérica, Cancún, Curazao y Cartagena. El futuro, en La autopista, es un dispositivo ingenieril y tecnológico que ha borrado las naciones y sus capitales, las temporalidades y sus legados. La ciudad, atravesada por la autopista, se sigue llamando "la ciudad", pero su presencia no carga con aquella habanofilia que, en forma de guiños topológicos, emergía en la novela anterior.
Los personajes de La autopista (el Autista, Vida Guerra, Hu Jintao, Poppy, el Profesor, Cabeza de Cubo...) carecen de ese afecto generacional que todavía se lee en Carbono 14 y que dotaba la ficción de una suerte de lenguaje cifrado. Aquí el futurismo está desaforado, por decirlo así, precipitado en un tobogán de relatos que se ramifican y que desplazan constantemente el eje de la ficción. Todos los personajes son, de hecho, periféricos o secundarios, y cada capítulo -subtitulados todos en inglés, "Breaking News", "Hard Rock Live", "Transmetal", "White Trash"...- abre una subtrama que multiplica el relato. Sin parecerse a ninguno de los narradores que toma como modelo -Diderot, Nabokov, Borges...- las ficciones de Lage serían una buena ilustración del principio de la "novela múltiple", descrita por Adam Thirlwell.
Sólo que en La autopista el realismo y el drama están reducidos al mínimo. Como si David Foster Wallace, y no Cormac McCarthy, hubiera escrito la trama de The Road, el texto elude la realidad y el drama, aunque sin desembocar en una pastoral de la ciencia ficción. El futuro no es aquí el espacio limpio y minimal de los objetos electrónicos blancos y grises sino el inframundo de Elysium o las ciudades depauperadas, militarizadas o controladas por tribus y mafias urbanas que se ven en Blade Runner o Children of Men. Más bien se trata de una distopía ciberpunk, levantada sobre un Caribe de resorts, capos y ejércitos. A fin de cuentas esta es una novela que, como anuncia el subtítulo, debe más al cine que a cualquier otra novela.
Leyendo La autopista confirmo algo que he comentado aquí y aquí y es que la más joven generación de escritores cubanos llega con un repertorio simbólico y un campo referencial fuertemente marcado por la cultura popular y, especialmente, por la cultura popular mediática y electrónica de Estados Unidos -publicidad, series de televisión, Hollywood, nuevas tecnologías-, lo cual establece diferencias clarísimas con la generación inmediatamente anterior, la de los 90, que era más letrada, rusófila y afrancesada. No es extraño que esta nueva generación aparezca ya con un dominio pleno de la novela y el cuento, como géneros literarios, que no pase por el ritual iniciático de la poesía tertuliana y que no haga culto a la escritura fragmentaria, tan celebrada por el postestructuralismo y el postmodernismo en los 80.
La ucronía de Lage es, como decíamos, apocalíptica. En un momento dice: "Lo que fue La Habana. Lo que nunca fue. Lo que sea que haya sido. La autopista lo ha borrado del mapa. En su lugar, el inabarcable asfalto que llena nuestras pesadillas. Pero tenemos una película en marcha. Tenemos un restaurante. Esperamos, de un momento a otro, un disparo de la suerte". El futuro es el capitalismo y la conexión transnacional, un mundo de conversaciones imaginarias entre Fidel Castro y Roberto Goizueta, de empresarios mexicanos con nombre de jerarcas comunistas chinos y pederastas americanos con nombre de mascotas, de robots, huracanes Katrina y de mafias de Miami y de La Habana. Un mundo desenraizado, donde nadie sabe "dónde está parado", donde lo que la autopista une por arriba, se vive como una sepultura o una escisión por debajo.
miércoles, 18 de febrero de 2015
La derecha en América Latina y los "conflictos ortogonales"
La revista Nueva Sociedad, que dirigen en Buenos Aires Claudia Detsch y Pablo Stefanoni, es uno de los más importantes centros de reflexión sobre la política latinoamericana que existen en la actualidad. En este blog hemos comentado algunos números y uno de los temas que ha acompañado a dicha publicación, sobre todo en los últimos años, ha sido el del ascenso de las nuevas izquierdas en la región. En su última edición, Nueva Sociedad se encarga de un tema relegado en las ciencias sociales latinoamericanas contemporáneas, el de las derechas latinoamericanas, y lo hace con una visión cartográfica de la mayor amplitud y diversidad.
El número recorre la experiencia reciente de la derecha no sólo en países donde ha gobernado, como México, Chile, Colombia y Paraguay, sino que intenta captar las modalidades de la derecha y el centro-derecha opositores en países gobernados por la izquierda, sobre todo en la zona andina, como Ecuador, Bolivia y Perú. El volumen propone, además, algunas premisas muy recomendables para pensar la relación de las derechas regionales con sus anclajes simbólicos viejos y nuevos, como el catolicismo, el nacionalismo y el liberalismo. Según varios autores, la fuerte identificación de la derecha con el mercado, desde los años neoliberales, no necesariamente ha quebrado sus nexos con valores tradicionales del repertorio católico, nacionalista o conservador.
Los enfoques teóricos que siguen los autores, para sostener la distinción ideológica y política entre derechas, centros e izquierdas, son muy distintos. Pero en varios momentos, especialmente, en el ensayo introductorio de Cristóbal Rovira Kaltwasser, se echa mano de la conocida tesis de Norberto Bobbio, en su clásico ensayo de los años 90. Rovira es, por cierto, compilador, junto con Juan Pablo Luna, del reciente volumen, editado por Johns Hopkins University, The Resilience of the Latin American Right (2014), que habrá que leer. Reproduzco a continuación el pasaje en el que Rovira hace explícita la suscripción de la tesis de Bobbio:
"Al revisar la extensa literatura que versa sobre cómo definir derecha e izquierda, quizás sea la obra del filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio la que ofrece la conceptualización más nítida y sugerente. En primer lugar, derecha e izquierda son conceptos antitéticos, vale decir, el uno existe gracias al otro. En términos prácticos, esto implica que la eventual dominancia de uno de estos campos ideológicos no significa que el otro desaparezca y, por lo tanto, el peso relativo de la derecha y la izquierda varía a lo largo del tiempo y de los contextos nacionales. En segundo lugar, la distinción entre derecha e izquierda se sustenta antes que nada en la concepción del ideal de la igualdad. Mientras que la derecha concibe que la mayoría de las desigualdades son naturales y difíciles (e incluso inconvenientes) de erradicar, la izquierda asume que la mayoría de las desigualdades son construidas socialmente y, por ende, las ve como producto de situaciones que deben ser modificadas. Por último, al proponer que el eje derecha/ izquierda guarda relación con el conflicto en torno a diferentes actitudes hacia la desigualdad, Bobbio plantea de forma explícita que suelen existir otros conflictos que son ortogonales a la distinción entre derecha e izquierda. Así, por ejemplo, el autoritarismo puede ser defendido por dictadores tanto de derecha (por ejemplo, Augusto Pinochet en Chile) como de izquierda (por ejemplo, Fidel Castro en Cuba)".
El número recorre la experiencia reciente de la derecha no sólo en países donde ha gobernado, como México, Chile, Colombia y Paraguay, sino que intenta captar las modalidades de la derecha y el centro-derecha opositores en países gobernados por la izquierda, sobre todo en la zona andina, como Ecuador, Bolivia y Perú. El volumen propone, además, algunas premisas muy recomendables para pensar la relación de las derechas regionales con sus anclajes simbólicos viejos y nuevos, como el catolicismo, el nacionalismo y el liberalismo. Según varios autores, la fuerte identificación de la derecha con el mercado, desde los años neoliberales, no necesariamente ha quebrado sus nexos con valores tradicionales del repertorio católico, nacionalista o conservador.
Los enfoques teóricos que siguen los autores, para sostener la distinción ideológica y política entre derechas, centros e izquierdas, son muy distintos. Pero en varios momentos, especialmente, en el ensayo introductorio de Cristóbal Rovira Kaltwasser, se echa mano de la conocida tesis de Norberto Bobbio, en su clásico ensayo de los años 90. Rovira es, por cierto, compilador, junto con Juan Pablo Luna, del reciente volumen, editado por Johns Hopkins University, The Resilience of the Latin American Right (2014), que habrá que leer. Reproduzco a continuación el pasaje en el que Rovira hace explícita la suscripción de la tesis de Bobbio:
"Al revisar la extensa literatura que versa sobre cómo definir derecha e izquierda, quizás sea la obra del filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio la que ofrece la conceptualización más nítida y sugerente. En primer lugar, derecha e izquierda son conceptos antitéticos, vale decir, el uno existe gracias al otro. En términos prácticos, esto implica que la eventual dominancia de uno de estos campos ideológicos no significa que el otro desaparezca y, por lo tanto, el peso relativo de la derecha y la izquierda varía a lo largo del tiempo y de los contextos nacionales. En segundo lugar, la distinción entre derecha e izquierda se sustenta antes que nada en la concepción del ideal de la igualdad. Mientras que la derecha concibe que la mayoría de las desigualdades son naturales y difíciles (e incluso inconvenientes) de erradicar, la izquierda asume que la mayoría de las desigualdades son construidas socialmente y, por ende, las ve como producto de situaciones que deben ser modificadas. Por último, al proponer que el eje derecha/ izquierda guarda relación con el conflicto en torno a diferentes actitudes hacia la desigualdad, Bobbio plantea de forma explícita que suelen existir otros conflictos que son ortogonales a la distinción entre derecha e izquierda. Así, por ejemplo, el autoritarismo puede ser defendido por dictadores tanto de derecha (por ejemplo, Augusto Pinochet en Chile) como de izquierda (por ejemplo, Fidel Castro en Cuba)".
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