En la larga polémica que siguió al suicidio de Eduardo Chibás, el 5 de agosto de 1951, en la prensa cubana, se discutió todo: la democracia y el populismo, el suicidio y la república, la razón y la locura, la violencia y el civismo. Un momento doctrinalmente rico, ya al final del debate, aparece cuando algunos partidarios de Chibás, como José Pardo Llada y Gustavo Aldereguía, cuestionan a Mañach, que entonces era "ortodoxo", por haber elogiado la política cultural de Aureliano Sánchez Arango, Ministro de Educación del gobierno de Prío Socarrás.
Como recuerda Lela Sánchez Echeverría, hija de Sánchez Arango, en su valioso libro La polémica infinita. Aureliano vs. Chibás y viceversa (2004), escrito en La Habana pero publicado en Miami, la lealtad política de Mañach a Chibás, o sus frecuentes desencuentros públicos con el Director de Cultura, Raúl Roa, no le impedían reconocer el valor de algunas actividades culturales organizadas por esa institución, como el oratorio "Juana de Arco en la hoguera", al pie de la Catedral de La Habana, las exposiciones de pintura y escultura en 1951 o los espectáculos del Ballet de Alicia Alonso, realizados con apoyo gubernamental.
En respuesta a esas críticas, por parte de intelectuales o periodistas afiliados a la oposición "ortodoxa" contra el gobierno de Prío, en Bohemia, el 23 de septiembre de 1951, Mañach expone sutilmente no sólo su rechazo al suicidio de Chibás, que en otros textos presentará como parte de una saludable "dramatización" de la cultura política cubana, sino, también, al falso cargo de corrupción que el líder ortodoxo hiciera contra Sánchez Arango. Se trata de un momento breve de desencanto de Mañach con la Ortodoxia, que vale la pena archivar:
"En efecto, lo que está realmente a debate en toda esta lamentable pero necesaria discusión es si el fanatismo es una actitud política sana. Por fanatismo entiendo lo que se ha entendido siempre: el "celo excesivo por una religión u opinión". Lo que hace "excesivo" el celo en tales casos es que no se limita a ser un fervor por lo que se cree, sino que se acompaña de una prevención cerrada, sistemática, violenta, agresiva, contra todo lo que no sea eso en que se cree, contra toda actitud que no acepte íntegramente lo que pensamos y sentimos, contra toda independencia de criterio para graduar y discernir, para distinguir y reparar".
Y continúa:
"El fanatismo político en que la ortodoxia viene cayendo parte de una premisa correcta: que hay mucha corrupción en la vida política cubana. Pero de esa premisa correcta, el fanatismo oposicionista da un salto a la deducción de que toda esa vida política nuestra está podrida, de que no hay ninguna zona de intenciones limpias, más que aquellas en que nosotros estamos, ni ningún gobernante útil más que los que con nosotros están".
Y concluye Mañach:
"Todo el que participe o tenga siquiera contacto con esa vida política que no es la nuestra es un cómplice miserable de la corrupción o coquetea con ella, todo lo que se diga en elogio de algún aspecto de esa gestión oficial, es una traición, una declaración viva de "actitud equívoca". Y algo más grave: se declara o se piensa que todo argumento contra esa vida política o contra cualquier detalle u hombre de ella, es válido, cualquiera que sea su grado de veracidad intrínseca, cualquiera que sea su demostrabilidad… Eso es lo que llamo fanatismo político. La generalización y la simplificación llevadas al extremo de la ferocidad".
Libros del crepúsculo
martes, 28 de octubre de 2014
jueves, 23 de octubre de 2014
Amistades rotas
La Revolución Cubana -y valga por enésima vez la aclaración que entiendo ésta como un proceso histórico efímero y delimitado en el tiempo, entre los años 50 y 70 del pasado siglo, que destruyó el orden social republicano y construyó uno nuevo, comunista- produjo un Estado con una enorme capacidad de intervención en todos los niveles de la vida insular. Un Estado que no sólo intervino negocios particulares y compañías extranjeras sino, también, familias, afectos, sociabilidades, religiones, sexualidades, deseos y temores del individuo.
Una esfera donde explorar la fractura de ese fenómeno, en la historia de Cuba, sería la de las amistades políticas. Como todo espacio público plural, el cubano anterior a la Revolución de 1959 propició un conjunto de afectos y lealtades, que respondían a convergencias ideológicas, estéticas o, específicamente políticas, que se vieron invadidas por aquel Estado. El Leviatán revolucionario, con su lealtad y su afecto supremo al líder y al partido, zanjó las amistades políticas heredadas de la República.
Ya comentamos aquí el caso de la amistad entre José Antonio Portuondo y Lino Novás Calvo, quebrada por el respaldo al nuevo régimen del primero y el exilio del segundo. Pero entre tantas amistades rotas en aquellos años, tal vez haya que reseñar otra, emblemática de la vida pública cubana anterior a 1959, que fue la que sostuvieron dos intelectuales y políticos habaneros, nacidos en 1907, por más de treinta años: Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa.
Sánchez Arango y Roa eran hijos o nietos de mambises. El padre del primero había sido capitán médico en la guerra del 95 y el abuelo del segundo era Ramón Roa y Garí, teniente coronel en la Guerra de los Diez Años, antologador de Los poetas de la guerra y autor de las duras memorias, A pie y descalzo de Trinidad a Cuba (1890). Sánchez Arango y Roa deben haberse conocido en 1925, cuando ambos estudiaban en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana o, incluso, antes, desde el Instituto de La Habana, en 1923, ya que desde entonces el primero estaba relacionado con el Movimiento de la Revolución Universitaria impulsado por Julio Antonio Mella.
A fines de los 20, ambos ya están afiliados al Directorio Estudiantil Universitario y al Ala Izquierda, dos asociaciones de oposición a la dictadura de Gerardo Machado. Esta biografía política común se separa, ligeramente, a principios de los 30, cuando Sánchez Arango ingresa por unos años al Partido Comunista, pero vuelve a conectarse tras la caída de Machado. En 1935, Sánchez Arango y Roa son dos de los principales líderes de la huelga general contra el gobierno de Fulgencio Batista, que fue brutalmente reprimida.
Luego de breves exilios, en los 40, estos dos amigos son profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, el primero de Legislación Industrial y Obrera y el segundo de Historia de las Doctrinas Sociales. Sánchez Arango fue, en aquellos años, uno de los políticos e intelectuales cubanos que con mayor resolución apoyó al exilio republicano español, rechazado en no pocos ambientes universitarios y gubernamentales de la isla. Y aunque era bien visto por el gobierno de Ramón Grau San Martín, que lo envió como su representante a la Conferencia Internacional del Trabajo de Ginebra en 1947, la mayor posición política de Sánchez Arango llegó al año siguiente, con el ascenso presidencial de su amigo desde los tiempos del Directorio antimachadista, Carlos Prío Socarrás.
Cuando Prío lo nombra Ministro de Educación, Sánchez Arango designa a su amigo Roa como Director de Cultura de esa institución. Ambos pertenecieron al gobierno derrocado el 10 de marzo de 1952, y ambos recibieron asilo político en la embajada de México, donde se exilian. El exilio de Roa fue más intelectual que el de Sánchez Arango, quien se dedicó a conspirar y preparar invasiones y traslados de armas, en apoyo a las acciones de la Organización Auténtica radical y la Triple A, contra Batista. Pero hasta 1958, por lo menos, el perfil ideológico de Roa, que leemos en la revista Humanismo, en México, o en sus artículos en El Mundo, es muy afín al de Sánchez Arango, expuesto en "El naufragio del Bonito", la "Carta a la Juventud" y otros textos de los 50, reunidos en el libro Trincheras de ideas y de piedras (San Juan, Editorial San Juan, 1972).
¿Cuándo se quebró la amistad entre Sánchez Arango y Roa? La biografía oficial de Roa, que puede leerse en el Diccionario de la Literatura Cubana (1984) -donde no aparece, naturalmente, Sánchez Arango, aunque fue un político profesional tan intelectual y escritor como Ernesto Guevara o Armando Hart, que encabezaba sus arengas con exergos de Kipling o de Gide- sugiere que el distanciamiento se produjo entre 1957 y 1958, cuando Roa se vinculó al Movimiento 26 de Julio y la Resistencia Cívica, pero es difícil confirmarlo. Más lógico sería que la ruptura de aquella amistad de más de treinta años se produjera a partir del verano de 1959, cuando Roa pasa de representante de Cuba en la OEA a Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Fidel Castro.
Ya para entonces, Sánchez Arango estaba conspirando, nuevamente, con su Frente Nacional Democrático, contra el nuevo régimen. El giro al comunismo de la Revolución, en los meses siguientes, colocó a estos dos amigos en polos opuestos de la política cubana. Es probable que exista, pero no encuentro ninguna alusión a Roa en el voluminoso libro de Sánchez Arango, Trincheras de ideas y de piedras (1972), a pesar de que muchos de sus artículos, escritos en los 60, tratan temas que involucraban centralmente al canciller cubano, como las reuniones de la OEA en San José y Punta del Este, el tratamiento del problema cubano en la ONU o la crisis de los misiles en 1962.
En cambio, Roa, se refirió varias veces a Sánchez Arango en tono despectivo, después de 1959, de un modo parecido a como se referían a Jorge Mañach sus viejos amigos comunistas. Por ejemplo, en una famosa entrevista que le hizo Ambrosio Fornet, para la revista Cuba, en 1968, Roa, llamado a "definir con una frase" a su gran amigo, dice: "Aureliano Sánchez Arango es el más consumado histrión de la generación del 30". No queda tan mal Sánchez Arango, otro amigo suyo, Carlos Prío Socarrás, es definido como "un caco que jamás trascendió la categoría de caca". En otro momento de la entrevista con Fornet, agrega Roa, como para no permitir una interpretación benévola de la palabra "histrión": "el mayor farsante de la generación del 30 es Aureliano Sánchez Arango. ¿Puede alguien dudarlo?"
Una esfera donde explorar la fractura de ese fenómeno, en la historia de Cuba, sería la de las amistades políticas. Como todo espacio público plural, el cubano anterior a la Revolución de 1959 propició un conjunto de afectos y lealtades, que respondían a convergencias ideológicas, estéticas o, específicamente políticas, que se vieron invadidas por aquel Estado. El Leviatán revolucionario, con su lealtad y su afecto supremo al líder y al partido, zanjó las amistades políticas heredadas de la República.
Ya comentamos aquí el caso de la amistad entre José Antonio Portuondo y Lino Novás Calvo, quebrada por el respaldo al nuevo régimen del primero y el exilio del segundo. Pero entre tantas amistades rotas en aquellos años, tal vez haya que reseñar otra, emblemática de la vida pública cubana anterior a 1959, que fue la que sostuvieron dos intelectuales y políticos habaneros, nacidos en 1907, por más de treinta años: Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa.
Sánchez Arango y Roa eran hijos o nietos de mambises. El padre del primero había sido capitán médico en la guerra del 95 y el abuelo del segundo era Ramón Roa y Garí, teniente coronel en la Guerra de los Diez Años, antologador de Los poetas de la guerra y autor de las duras memorias, A pie y descalzo de Trinidad a Cuba (1890). Sánchez Arango y Roa deben haberse conocido en 1925, cuando ambos estudiaban en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana o, incluso, antes, desde el Instituto de La Habana, en 1923, ya que desde entonces el primero estaba relacionado con el Movimiento de la Revolución Universitaria impulsado por Julio Antonio Mella.
A fines de los 20, ambos ya están afiliados al Directorio Estudiantil Universitario y al Ala Izquierda, dos asociaciones de oposición a la dictadura de Gerardo Machado. Esta biografía política común se separa, ligeramente, a principios de los 30, cuando Sánchez Arango ingresa por unos años al Partido Comunista, pero vuelve a conectarse tras la caída de Machado. En 1935, Sánchez Arango y Roa son dos de los principales líderes de la huelga general contra el gobierno de Fulgencio Batista, que fue brutalmente reprimida.
Luego de breves exilios, en los 40, estos dos amigos son profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, el primero de Legislación Industrial y Obrera y el segundo de Historia de las Doctrinas Sociales. Sánchez Arango fue, en aquellos años, uno de los políticos e intelectuales cubanos que con mayor resolución apoyó al exilio republicano español, rechazado en no pocos ambientes universitarios y gubernamentales de la isla. Y aunque era bien visto por el gobierno de Ramón Grau San Martín, que lo envió como su representante a la Conferencia Internacional del Trabajo de Ginebra en 1947, la mayor posición política de Sánchez Arango llegó al año siguiente, con el ascenso presidencial de su amigo desde los tiempos del Directorio antimachadista, Carlos Prío Socarrás.
Cuando Prío lo nombra Ministro de Educación, Sánchez Arango designa a su amigo Roa como Director de Cultura de esa institución. Ambos pertenecieron al gobierno derrocado el 10 de marzo de 1952, y ambos recibieron asilo político en la embajada de México, donde se exilian. El exilio de Roa fue más intelectual que el de Sánchez Arango, quien se dedicó a conspirar y preparar invasiones y traslados de armas, en apoyo a las acciones de la Organización Auténtica radical y la Triple A, contra Batista. Pero hasta 1958, por lo menos, el perfil ideológico de Roa, que leemos en la revista Humanismo, en México, o en sus artículos en El Mundo, es muy afín al de Sánchez Arango, expuesto en "El naufragio del Bonito", la "Carta a la Juventud" y otros textos de los 50, reunidos en el libro Trincheras de ideas y de piedras (San Juan, Editorial San Juan, 1972).
¿Cuándo se quebró la amistad entre Sánchez Arango y Roa? La biografía oficial de Roa, que puede leerse en el Diccionario de la Literatura Cubana (1984) -donde no aparece, naturalmente, Sánchez Arango, aunque fue un político profesional tan intelectual y escritor como Ernesto Guevara o Armando Hart, que encabezaba sus arengas con exergos de Kipling o de Gide- sugiere que el distanciamiento se produjo entre 1957 y 1958, cuando Roa se vinculó al Movimiento 26 de Julio y la Resistencia Cívica, pero es difícil confirmarlo. Más lógico sería que la ruptura de aquella amistad de más de treinta años se produjera a partir del verano de 1959, cuando Roa pasa de representante de Cuba en la OEA a Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Fidel Castro.
Ya para entonces, Sánchez Arango estaba conspirando, nuevamente, con su Frente Nacional Democrático, contra el nuevo régimen. El giro al comunismo de la Revolución, en los meses siguientes, colocó a estos dos amigos en polos opuestos de la política cubana. Es probable que exista, pero no encuentro ninguna alusión a Roa en el voluminoso libro de Sánchez Arango, Trincheras de ideas y de piedras (1972), a pesar de que muchos de sus artículos, escritos en los 60, tratan temas que involucraban centralmente al canciller cubano, como las reuniones de la OEA en San José y Punta del Este, el tratamiento del problema cubano en la ONU o la crisis de los misiles en 1962.
En cambio, Roa, se refirió varias veces a Sánchez Arango en tono despectivo, después de 1959, de un modo parecido a como se referían a Jorge Mañach sus viejos amigos comunistas. Por ejemplo, en una famosa entrevista que le hizo Ambrosio Fornet, para la revista Cuba, en 1968, Roa, llamado a "definir con una frase" a su gran amigo, dice: "Aureliano Sánchez Arango es el más consumado histrión de la generación del 30". No queda tan mal Sánchez Arango, otro amigo suyo, Carlos Prío Socarrás, es definido como "un caco que jamás trascendió la categoría de caca". En otro momento de la entrevista con Fornet, agrega Roa, como para no permitir una interpretación benévola de la palabra "histrión": "el mayor farsante de la generación del 30 es Aureliano Sánchez Arango. ¿Puede alguien dudarlo?"
lunes, 20 de octubre de 2014
La nostalgia premiada
Un último apunte sobre el libro Periodismo y nación (2013), que hemos comentado aquí en días pasados. Germán Amado Blanco y Yasef Ananda-Calderón insertan al final del volumen una lista de los premios que se concedían a la prensa cubana antes de la Revolución de 1959. En total, eran 32 premios, ofrecidos por asociaciones del gremio, como el Círculo Nacional de Periodistas o el Colegio Nacional de Periodistas, pero también por instituciones de la sociedad civil como el Conjunto de Calles y Asociaciones Comerciales, la Asociación de Bancos de Cuba, el Club de Leones de La Habana, el Colegio Estomatológico Nacional o la Asociación Nacional de Carteros.
Los premios se concedían a todos los géneros de la prensa: artículos, editoriales, reportajes, crónicas, caricaturas… Algunos, como el de la Asociación de Bancos o el José Ignacio Rivero, alcanzaban la suma de 2500 o 2000 pesos, aunque la mayoría rondaba los 100 o 200 pesos. Los de mayor prestigio intelectual eran el Justo de Lara y el Juan Gualberto Gómez. El primero se otorgó, como decíamos, entre 1934 y 1957, y el segundo, que, en realidad, eran tres por cada género, incluyendo fotografía, ilustración y hasta reportaje cinematográfico, entre 1945 y 1957.
Una historia y una antología del premio Juan Gualberto Gómez, similar a la del Justo de Lara, ayudaría a conocer mejor la esfera pública cubana anterior a 1959. Una esfera pública, como decíamos, plural y moderna, que transparentaba el encuentro entre sociedad civil y mercado en Cuba. Un mundo perdido, borrado de la realidad y la memoria, pero sin el que no se entiende el vuelco que daría la historia cubana luego de ese año. José Lezama Lima intuía esa nostalgia, cuando hablaba de la función de la metáfora en el periodismo cultural de Luis Amado Blanco.
El buen periodismo, decía Lezama, es el intento de contrarrestar el "terror de la casa vacía" con la "sobreabundancia de los símbolos". Un "afán de resolver con una metáfora" o de "hacer bailar los temas de una discontinua atmósfera de claras nieblas. Y siempre con el deseo de prolongar la metáfora por todo el comentario, de querer llenar con la metáfora la casa vacía. Con esa inquietud que muestra la metáfora, cuando no se dirige al poema y queda con la nostalgia de su propio cuerpo correspondiente". Y concluía Lezama: "es innegable que esa nostalgia puede ser premiada".
Los premios se concedían a todos los géneros de la prensa: artículos, editoriales, reportajes, crónicas, caricaturas… Algunos, como el de la Asociación de Bancos o el José Ignacio Rivero, alcanzaban la suma de 2500 o 2000 pesos, aunque la mayoría rondaba los 100 o 200 pesos. Los de mayor prestigio intelectual eran el Justo de Lara y el Juan Gualberto Gómez. El primero se otorgó, como decíamos, entre 1934 y 1957, y el segundo, que, en realidad, eran tres por cada género, incluyendo fotografía, ilustración y hasta reportaje cinematográfico, entre 1945 y 1957.
Una historia y una antología del premio Juan Gualberto Gómez, similar a la del Justo de Lara, ayudaría a conocer mejor la esfera pública cubana anterior a 1959. Una esfera pública, como decíamos, plural y moderna, que transparentaba el encuentro entre sociedad civil y mercado en Cuba. Un mundo perdido, borrado de la realidad y la memoria, pero sin el que no se entiende el vuelco que daría la historia cubana luego de ese año. José Lezama Lima intuía esa nostalgia, cuando hablaba de la función de la metáfora en el periodismo cultural de Luis Amado Blanco.
El buen periodismo, decía Lezama, es el intento de contrarrestar el "terror de la casa vacía" con la "sobreabundancia de los símbolos". Un "afán de resolver con una metáfora" o de "hacer bailar los temas de una discontinua atmósfera de claras nieblas. Y siempre con el deseo de prolongar la metáfora por todo el comentario, de querer llenar con la metáfora la casa vacía. Con esa inquietud que muestra la metáfora, cuando no se dirige al poema y queda con la nostalgia de su propio cuerpo correspondiente". Y concluía Lezama: "es innegable que esa nostalgia puede ser premiada".
viernes, 17 de octubre de 2014
Lezama lector de periódicos o el "relato de lo irreal"
Entre tantas cosas interesantes, para comprender mejor la modernidad de la esfera pública cubana, antes de la Revolución de 1959, el libro Periodismo y nación. Premio Justo de Lara (2013), de Germán Amado-Blanco y Yasef Ananda Calderón, que hemos comentado aquí, contiene el discurso que pronunció el Jefe de Propaganda de las tiendas El Encanto en la premiación del periodista Rafael Suárez Solís, ganador del Justo de Lara en 1939, y las palabras de agradecimiento de Suárez Solís, donde se lee:
"¿Qué es una noticia sino lo que merece un comentario? Y no vale decir que el comentario corre a cargo del público. Creo, por el contrario, que las noticias dejan de serlo en cuanto el común de los lectores intenta explicarlas. Los dictadores suelen imponer la censura a los comentaristas precisamente para que las noticias por ellos inventadas sigan su curso, entre filas de lectores silenciosos, camino de la perturbación. Si nos sobrara el tiempo y la paciencia, pudiéramos llegar a convenir que las catástrofes del mundo actual se evitarían en cuanto los dictadores no hicieran las noticias, y si unos periodistas que se levantasen con la primera luz del día se encargaran de comentar los escasísimos sucesos dignos de ser publicados en los periódicos."
También insertan Amado-Blanco y Calderón el dictamen que, a nombre del jurado, escribió José Lezama Lima, favorable a Luis Amado Blanco, ganador del Justo de Lara en 1950 con un artículo sobre el Día de la Bandera, en Información. El texto de Lezama, que no sé si se ha recogido en sus antologías editadas -en el Índice Onomástico del valioso Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima (2000) de Iván González Cruz, no aparece Luis Amado Blanco- y que fue leído por él mismo en un almuerzo del Club de Leones en el Vedado Tennis Club, muestra a un poeta lector de periódicos que entiende la opinión pública como una "mansión de murmullos", en la que penetra el periodista, de un modo parecido a como el escritor penetra en la sustancia del ser:
"Tanto la potencia vigilante, como los infinitos recursos de concentración y despliegue -o aquel inesperado que resuelve con ingrávido sello-, pasan por igual al poema que cuenta con lejanos y legendarios espectadores; como el artículo de periódico que siente los ojos que lo espuman de inmediato, que lo pinchan y lo arremolinan. Pues un periodista, ya sea el sombrío contrapunto de imágenes de Jack London o el trascendental hecho escueto de John Reed, parece estar como sumergido en los infinitos recursos de una conversación con variaciones y desarrollos fugados, y que, de pronto, el brote de un hecho cualquiera, conduce la corriente de aquellas mutaciones verbales hasta el momentáneo relieve que despiertan, antes que la propia brevedad de su tiempo los opaque y los hunda".
Hay aquí un Lezama atento a la prensa, inmerso en la esfera pública habanera, que además de columnista de Diario de la Marina, abarrota su sala de Trocadero de ejemplares de Bohemia, Información, El Mundo y El País. Un Lezama, que ya lejos de sus juveniles protestas contra lo "sucesivo" y lo "mundano" de la opinión pública, reconoce cuánto debe la "vanguardia" y el "culto a la inmediata novedad" de Picasso y Delaunay, Tristan Tzara y Gertrude Stein, al picoteo de noticias y comentarios en la prensa. Un Lezama, en suma, que entiende al periodista como un arquetipo no enemistado con el del poeta, ya que ambos serían, en todo caso, distintos "relatores de lo irreal":
"Penetra el periodista en una mansión donde los murmullos y los gritos, la sordina y los crescendos de la materia opinable, desean ser descifrados, pues como esos insectos de efímera fábula el hombre contemporáneo parece dividir el tiempo en chisporroteante actualidad de cada día. Penetra también el poeta en esa espejeante mansión de la diversidad, pero su discurso tendrá que reencontrarlo en la reminiscencia o lo inefable con las más inauditas precisiones. Pero ambos tendrán siempre que partir del ahora en el tiempo y del aquí en el espacio. Cuando uno de los grandes poetas de nuestra época nos dice que su verso, "pasa sin pasar, meciendo su ausencia", se le despertó viendo a su criada atravesar el patio, nos revela las más graciosas e impensadas tangencias. Así el poeta parece como el periodista o relator de lo irreal ponderable, como el periodista se nos presenta, en la serena región de los arquetipos, como el poeta de lo irreal, de lo inmediato suyo".
"¿Qué es una noticia sino lo que merece un comentario? Y no vale decir que el comentario corre a cargo del público. Creo, por el contrario, que las noticias dejan de serlo en cuanto el común de los lectores intenta explicarlas. Los dictadores suelen imponer la censura a los comentaristas precisamente para que las noticias por ellos inventadas sigan su curso, entre filas de lectores silenciosos, camino de la perturbación. Si nos sobrara el tiempo y la paciencia, pudiéramos llegar a convenir que las catástrofes del mundo actual se evitarían en cuanto los dictadores no hicieran las noticias, y si unos periodistas que se levantasen con la primera luz del día se encargaran de comentar los escasísimos sucesos dignos de ser publicados en los periódicos."
También insertan Amado-Blanco y Calderón el dictamen que, a nombre del jurado, escribió José Lezama Lima, favorable a Luis Amado Blanco, ganador del Justo de Lara en 1950 con un artículo sobre el Día de la Bandera, en Información. El texto de Lezama, que no sé si se ha recogido en sus antologías editadas -en el Índice Onomástico del valioso Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima (2000) de Iván González Cruz, no aparece Luis Amado Blanco- y que fue leído por él mismo en un almuerzo del Club de Leones en el Vedado Tennis Club, muestra a un poeta lector de periódicos que entiende la opinión pública como una "mansión de murmullos", en la que penetra el periodista, de un modo parecido a como el escritor penetra en la sustancia del ser:
"Tanto la potencia vigilante, como los infinitos recursos de concentración y despliegue -o aquel inesperado que resuelve con ingrávido sello-, pasan por igual al poema que cuenta con lejanos y legendarios espectadores; como el artículo de periódico que siente los ojos que lo espuman de inmediato, que lo pinchan y lo arremolinan. Pues un periodista, ya sea el sombrío contrapunto de imágenes de Jack London o el trascendental hecho escueto de John Reed, parece estar como sumergido en los infinitos recursos de una conversación con variaciones y desarrollos fugados, y que, de pronto, el brote de un hecho cualquiera, conduce la corriente de aquellas mutaciones verbales hasta el momentáneo relieve que despiertan, antes que la propia brevedad de su tiempo los opaque y los hunda".
Hay aquí un Lezama atento a la prensa, inmerso en la esfera pública habanera, que además de columnista de Diario de la Marina, abarrota su sala de Trocadero de ejemplares de Bohemia, Información, El Mundo y El País. Un Lezama, que ya lejos de sus juveniles protestas contra lo "sucesivo" y lo "mundano" de la opinión pública, reconoce cuánto debe la "vanguardia" y el "culto a la inmediata novedad" de Picasso y Delaunay, Tristan Tzara y Gertrude Stein, al picoteo de noticias y comentarios en la prensa. Un Lezama, en suma, que entiende al periodista como un arquetipo no enemistado con el del poeta, ya que ambos serían, en todo caso, distintos "relatores de lo irreal":
"Penetra el periodista en una mansión donde los murmullos y los gritos, la sordina y los crescendos de la materia opinable, desean ser descifrados, pues como esos insectos de efímera fábula el hombre contemporáneo parece dividir el tiempo en chisporroteante actualidad de cada día. Penetra también el poeta en esa espejeante mansión de la diversidad, pero su discurso tendrá que reencontrarlo en la reminiscencia o lo inefable con las más inauditas precisiones. Pero ambos tendrán siempre que partir del ahora en el tiempo y del aquí en el espacio. Cuando uno de los grandes poetas de nuestra época nos dice que su verso, "pasa sin pasar, meciendo su ausencia", se le despertó viendo a su criada atravesar el patio, nos revela las más graciosas e impensadas tangencias. Así el poeta parece como el periodista o relator de lo irreal ponderable, como el periodista se nos presenta, en la serena región de los arquetipos, como el poeta de lo irreal, de lo inmediato suyo".
jueves, 16 de octubre de 2014
Premio al periodismo crítico
Quien recorra las páginas de Periodismo y nación. Premio Justo de Lara (La Habana, Editorial José Martí, 2013), reciente antología de Germán Amado-Blanco y Yasef Ananda Calderón, comprobará el arraigo que tenía la prensa crítica en la vida pública cubana anterior a la Revolución de 1959. Por supuesto que siempre hubo prensa oficial en Cuba, como en todas partes, pero el ejercicio de opinión pública que era reconocido y premiado por las instituciones culturales del país y por el propio gremio de periodistas era aquel que, preferentemente, cuestionaba la ideología o la política gubernamental.
El premio Justo de Lara fue una donación de las tiendas El Encanto, que concedía un jurado designado por diversas instituciones culturales (la Dirección o el Instituto de Cultura del gobierno en turno, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Colegio Nacional de Periodistas, la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana…) y que se otorgó, entre 1934 y 1957, al mejor artículo de opinión aparecido en la prensa cubana. Era un premio a la opinión libre y bien expresada, que, en más de veinte años, favoreció a periódicos de todas las tendencias ideológicas (Diario de la Marina, Bohemia, El Mundo, Prensa Libre, El País, Información, Noticias de Hoy, Alerta…)
El primer premio fue concedido a Jorge Mañach, por su artículo "El estilo de la Revolución" (1934), aparecido en Acción, periódico de la organización ABC, y luego recogido en su espléndida colección de ensayos, Historia y estilo (1944). El último Justo de Lara lo ganó Raúl Roa, por "¿A dónde va Cuba" (1957), que publicó El Mundo, y que glosamos en el post anterior. La suma del premio era de 1000 pesos, el doble o el triple que la mayoría de los muchos premios de periodismo que había entonces en Cuba, aunque menos que el Juan Gualberto Gómez (1500 pesos) o que el José Ignacio Rivero (2000 pesos), que se crearon en los 40.
Como es frecuente en los concursos culturales, el ganador de un año era jurado en el siguiente. Es por ello que Mañach formó parte del jurado de 1935, que dio un premio compartido a Arturo Alfonso Roselló, por "Una fórmula de justicia social", en El País, sobre las huelgas obreras de ese año, y a Francisco Ichaso, por "La exposición de Ponce, un caso de orden público", en Diario de la Marina, sobre le reacción académica y conservadora contra la famosa muestra de Fidelio Ponce en el Lyceum. Ichaso, por cierto, sería uno de los miembros del jurado, que premiaría, al año siguiente, a Pablo de la Torriente Brau por su gran artículo "Guajiros en Nueva York", en Bohemia, sobre la exposición de Antonio Gattorno en Manhattan.
La gran mayoría de los artículos premiados con el Justo de Lara, entre 1934 y 1957, fueron de tono oposicionista. Además de Mañach y Roa, Ichaso y De la Torriente Brau, otros premiados, antes del golpe de Estado de Batista, en 1952, fueron Mirta Aguirre y Gastón Baquero, Ramón Vasconcelos y Luis Amado Blanco. Los seis premios Justo de Lara que se concedieron después del 10 de marzo de 1952 fueron críticos, directa o indirectamente, del régimen de Batista. El de José R. Hernández Figueroa, "Los insumergibles", el 22 de marzo de ese año, en El Mundo, era frontal, contra la élite militar y política que ejecutó el golpe, el de Ernesto Ardura, "La oración del silencio", también en El Mundo, al año siguiente, una diatriba contra la manipulación del centenario de Martí por el gobierno de Batista, y el de Jorge Luis Martí, "Reacciones en cadena", otra vez en El Mundo, aunque más filosófico, un llamado al equilibrio entre razón y pasión en la política cubana, cuyo principal destinatario era el régimen, no la oposición.
El Mundo fue el periódico más favorecido por los premios Justo de Lara, bajo la dictadura de Batista. Todos los artículos galardonados, entre 1952 y 1957, se publicaron en ese diario. Todos menos uno, "Mi amigo Borbonet" de Humberto Medrano, que premió Raúl Roa, como miembro del jurado, por haber ganado el año anterior, y que apareció en Prensa Libre, publicación de la que Medrano era subdirector. Como Hernández Figueroa y Ardura y de un modo más evidente que Roa, Medrano se oponía al gobierno de Batista por medio de una semblanza elogiosa de un opositor, el oficial Enrique Borbonet, involucrado en la conspiración militar de "los puros", junto a los coroneles Ramón Barquín y Manuel Varela, en abril de 1956.
Lo más significativo, a la luz de la historia posterior de Cuba, era que esos premios a artículos de opinión crítica eran concedidos, también, por instituciones del propio gobierno. El titular de la Dirección General de Cultura y, luego, del Instituto Nacional de Cultura del gobierno, léase, Carlos González Palacios o Guillermo de Zéndegui, era el presidente del Colegio Designador del jurado que premiaba con el Justo de Lara a los articulistas ganadores. Una seña distintiva de identidad de los regímenes autoritarios -a diferencia de los totalitarios- es que los gobiernos, adscritos a ese modelo, toleran y hasta premian a sus oposiciones intelectuales.
El premio Justo de Lara fue una donación de las tiendas El Encanto, que concedía un jurado designado por diversas instituciones culturales (la Dirección o el Instituto de Cultura del gobierno en turno, la Sociedad Económica de Amigos del País, el Colegio Nacional de Periodistas, la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana…) y que se otorgó, entre 1934 y 1957, al mejor artículo de opinión aparecido en la prensa cubana. Era un premio a la opinión libre y bien expresada, que, en más de veinte años, favoreció a periódicos de todas las tendencias ideológicas (Diario de la Marina, Bohemia, El Mundo, Prensa Libre, El País, Información, Noticias de Hoy, Alerta…)
El primer premio fue concedido a Jorge Mañach, por su artículo "El estilo de la Revolución" (1934), aparecido en Acción, periódico de la organización ABC, y luego recogido en su espléndida colección de ensayos, Historia y estilo (1944). El último Justo de Lara lo ganó Raúl Roa, por "¿A dónde va Cuba" (1957), que publicó El Mundo, y que glosamos en el post anterior. La suma del premio era de 1000 pesos, el doble o el triple que la mayoría de los muchos premios de periodismo que había entonces en Cuba, aunque menos que el Juan Gualberto Gómez (1500 pesos) o que el José Ignacio Rivero (2000 pesos), que se crearon en los 40.
Como es frecuente en los concursos culturales, el ganador de un año era jurado en el siguiente. Es por ello que Mañach formó parte del jurado de 1935, que dio un premio compartido a Arturo Alfonso Roselló, por "Una fórmula de justicia social", en El País, sobre las huelgas obreras de ese año, y a Francisco Ichaso, por "La exposición de Ponce, un caso de orden público", en Diario de la Marina, sobre le reacción académica y conservadora contra la famosa muestra de Fidelio Ponce en el Lyceum. Ichaso, por cierto, sería uno de los miembros del jurado, que premiaría, al año siguiente, a Pablo de la Torriente Brau por su gran artículo "Guajiros en Nueva York", en Bohemia, sobre la exposición de Antonio Gattorno en Manhattan.
La gran mayoría de los artículos premiados con el Justo de Lara, entre 1934 y 1957, fueron de tono oposicionista. Además de Mañach y Roa, Ichaso y De la Torriente Brau, otros premiados, antes del golpe de Estado de Batista, en 1952, fueron Mirta Aguirre y Gastón Baquero, Ramón Vasconcelos y Luis Amado Blanco. Los seis premios Justo de Lara que se concedieron después del 10 de marzo de 1952 fueron críticos, directa o indirectamente, del régimen de Batista. El de José R. Hernández Figueroa, "Los insumergibles", el 22 de marzo de ese año, en El Mundo, era frontal, contra la élite militar y política que ejecutó el golpe, el de Ernesto Ardura, "La oración del silencio", también en El Mundo, al año siguiente, una diatriba contra la manipulación del centenario de Martí por el gobierno de Batista, y el de Jorge Luis Martí, "Reacciones en cadena", otra vez en El Mundo, aunque más filosófico, un llamado al equilibrio entre razón y pasión en la política cubana, cuyo principal destinatario era el régimen, no la oposición.
El Mundo fue el periódico más favorecido por los premios Justo de Lara, bajo la dictadura de Batista. Todos los artículos galardonados, entre 1952 y 1957, se publicaron en ese diario. Todos menos uno, "Mi amigo Borbonet" de Humberto Medrano, que premió Raúl Roa, como miembro del jurado, por haber ganado el año anterior, y que apareció en Prensa Libre, publicación de la que Medrano era subdirector. Como Hernández Figueroa y Ardura y de un modo más evidente que Roa, Medrano se oponía al gobierno de Batista por medio de una semblanza elogiosa de un opositor, el oficial Enrique Borbonet, involucrado en la conspiración militar de "los puros", junto a los coroneles Ramón Barquín y Manuel Varela, en abril de 1956.
Lo más significativo, a la luz de la historia posterior de Cuba, era que esos premios a artículos de opinión crítica eran concedidos, también, por instituciones del propio gobierno. El titular de la Dirección General de Cultura y, luego, del Instituto Nacional de Cultura del gobierno, léase, Carlos González Palacios o Guillermo de Zéndegui, era el presidente del Colegio Designador del jurado que premiaba con el Justo de Lara a los articulistas ganadores. Una seña distintiva de identidad de los regímenes autoritarios -a diferencia de los totalitarios- es que los gobiernos, adscritos a ese modelo, toleran y hasta premian a sus oposiciones intelectuales.
martes, 14 de octubre de 2014
A dónde iba Cuba, según Raúl Roa, en 1957
Hay unos años un tanto neblinosos, en la biografía política de Raúl Roa, que se enmarcan entre 1955 y 1958. Son los años en que, tras la amnistía decretada por el gobierno de Fulgencio Batista, regresa a La Habana, de su exilio en México, donde había sido profesor de la Universidad de Nuevo León, en Monterrey, y director de la interesante revista Humanismo, y se reintegra a la vida intelectual cubana. Son los años, también, en que Roa vive un desencanto parecido al de su amigo Aureliano Sánchez Arango, que tuvo que ver con el fracaso de los últimos intentos revolucionarios de la Triple A y el ala radical del autenticismo en 1954. Desencanto que disipará con el respaldo a la Revolución de 1959, evento que quiebra definitivamente su amistad con Sánchez Arango.
En La Habana de aquellos años, Roa tiene una columna en el periódico El Mundo, muy leída y reconocida, donde expone su evolución política. La reciente edición de la antología Periodismo y nación. Premio Justo de Lara. 1934-1957 (La Habana, Editorial José Martí, 2013), compilada en la isla por Germán Amado-Blanco y Yasef Ananda Calderón, rescata dos de aquellos artículos, que ganaron ese importante premio de periodismo, otorgado por el Instituto Nacional de Cultura del gobierno de Batista y otras instituciones como la Sociedad de Amigos del País, la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, el Colegio Nacional de Periodistas y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana. La mayoría de esos textos puede ser leída en el volumen En pie, editado por la Universidad Central de Las Villas en 1959.
El primero de los artículos de Roa, premiado con el Justo de Lara, fue "12 de Octubre", en el que cuestionaba las distintas concepciones de la efemérides de la llegada de Cristóbal Colón a América. Según Roa, la fecha no debía ser celebrada como "Día de la Raza", ya que españoles y americanos no pertenecían a una raza sino a varias. Tampoco el 12 de Octubre debía ser festejado como "Día del Descubrimiento", porque no fue eso lo que hizo Colón, quien murió pensando que América era el extremo de oriental de Asia. Más que descubrimiento, decía Roa en 1955, siguiendo al historiador mexicano Edmundo O'Gorman, hubo encubrimiento de América. Pero ni siquiera el 12 de Octubre debía ser reconocido como "Día de la Hispanidad", toda vez que lo "hispánico" en América, aislado de lo criollo, lo africano o lo indígena, no era más que "un mito". Por aquellos años, la crítica de Roa al discurso de la hispanidad lo colocaba, como en otras cosas, en las antípodas de intelectuales comunistas como Juan Marinello y Mirta Aguirre.
El 12 de Octubre, al decir de Roa, debía ser reconocido como el día de España y América. Era preciso dotar de americanismo esa festividad, entendiendo lo americano desde una tradición ideológica y literaria plural, en la que se juntaban Bolívar y Bello, Sor Juana y Darío, Martí y Gallegos. Que el último de los intelectuales americanos vindicados por Roa fuera Rómulo Gallegos reiteraba la apuesta política del intelectual cubano por una izquierda nacionalista y democrática, como la que, a su juicio, personificaban Acción Democrática en Venezuela, José Figueres en Costa Rica, el PRI en México y el autenticismo radical en Cuba.
El segundo artículo de Roa, premiado con el Justo de Lara, en La Habana, apareció en El Mundo, el 21 de marzo de 1957, es decir, una semana después del asalto a Palacio Presidencial por el Directorio Revolucionario. El artículo se titula "¿A dónde va Cuba?" y la respuesta no pudo ser más contundente: "por el camino que están tomando las cosas Cuba va, inexorablemente, hacia el abismo". Con la dictadura y la revolución, la isla había entrado en una "lógica demoniaca", en la que el "estado de derecho, fundamento de la convivencia civilizada, era sustituido por el estado de naturaleza, ley de la selva". Es evidente que la crisis cubana, según Roa, no era obra sólo de la dictadura: la violencia revolucionaria también era responsable. Y en ese punto se ubicaba a la derecha, por ejemplo, de Jorge Mañach, quien desde 1954 defendía a los moncadistas y a Fidel Castro:
"Nada peor puede ocurrirle a un pueblo que esta catastrófica subversión en sus relaciones de vida individual y colectiva. Se desploma el orden social, corrómpense las instituciones, se trastruecan los valores, la cultura se estanca, cunde el odio, se expande la violencia, la impunidad señorea, la razón se eclipsa, la inseguridad se entroniza y el homo hominis lupis de Hobbes deja de ser una metáfora para convertirse en cotidiana y brutal realidad. ¿Podría significar esto, en algún sentido, una solución a la tremenda crisis en que nos debatimos? ¿O entrañaría, por el contrario, la inmersión de Cuba en un ciclo interminable de sangre, lodo, miseria, desesperación y tiniebla?"
Naturalmente, Roa piensa que hay que evitar que Cuba caiga en el abismo, pero lo que propone para lograrlo no es otra cosa que el restablecimiento de la Constitución del 40:
"El país entero quiere paz, seguridad, justicia, libertad, progreso. Quiere vivir conforme a la constitución y la ley. Quiere elegir libremente a sus gobernantes y ejercitar plenamente sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Quiere respeto para la vida, la hacienda y la dignidad de las personas. Quiere, en suma, que se le oiga, se le atienda y se le tenga en cuenta, como depositario legítimo que es de inalienable albedrío".
Tradicionalmente, esta posición de Roa, a la altura de 1957, no es reconocida en la historia oficial. En el Diccionario de la Literatura Cubana (1984), por ejemplo, se decía que el intelectual cubano había estado exiliado en México hasta el triunfo de la Revolución, cuando fue designado embajador en la OEA, no por el gobierno de Fidel Castro, como también se afirma, sino por el de Manuel Urrutia Lleó y José Miró Cardona. Todavía en la Órbita de Raúl Roa (2004), editada por Salvador Bueno y Vivian Lechuga, aunque se reconocía el regreso a La Habana en 1955, se dice que entre este año y 1959, Roa "colaboró con el Movimiento 26 de Julio y la Resistencia Cívica", pero no se admite su pertenencia a la Triple A de Aureliano Sánchez Arango, que con la ayuda del ex presidente Carlos Prío, intentó acciones armadas contra Batista, en Cuba, entre 1953 y 1954.
En La Habana de aquellos años, Roa tiene una columna en el periódico El Mundo, muy leída y reconocida, donde expone su evolución política. La reciente edición de la antología Periodismo y nación. Premio Justo de Lara. 1934-1957 (La Habana, Editorial José Martí, 2013), compilada en la isla por Germán Amado-Blanco y Yasef Ananda Calderón, rescata dos de aquellos artículos, que ganaron ese importante premio de periodismo, otorgado por el Instituto Nacional de Cultura del gobierno de Batista y otras instituciones como la Sociedad de Amigos del País, la Escuela de Periodismo Manuel Márquez Sterling, el Colegio Nacional de Periodistas y la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana. La mayoría de esos textos puede ser leída en el volumen En pie, editado por la Universidad Central de Las Villas en 1959.
El primero de los artículos de Roa, premiado con el Justo de Lara, fue "12 de Octubre", en el que cuestionaba las distintas concepciones de la efemérides de la llegada de Cristóbal Colón a América. Según Roa, la fecha no debía ser celebrada como "Día de la Raza", ya que españoles y americanos no pertenecían a una raza sino a varias. Tampoco el 12 de Octubre debía ser festejado como "Día del Descubrimiento", porque no fue eso lo que hizo Colón, quien murió pensando que América era el extremo de oriental de Asia. Más que descubrimiento, decía Roa en 1955, siguiendo al historiador mexicano Edmundo O'Gorman, hubo encubrimiento de América. Pero ni siquiera el 12 de Octubre debía ser reconocido como "Día de la Hispanidad", toda vez que lo "hispánico" en América, aislado de lo criollo, lo africano o lo indígena, no era más que "un mito". Por aquellos años, la crítica de Roa al discurso de la hispanidad lo colocaba, como en otras cosas, en las antípodas de intelectuales comunistas como Juan Marinello y Mirta Aguirre.
El 12 de Octubre, al decir de Roa, debía ser reconocido como el día de España y América. Era preciso dotar de americanismo esa festividad, entendiendo lo americano desde una tradición ideológica y literaria plural, en la que se juntaban Bolívar y Bello, Sor Juana y Darío, Martí y Gallegos. Que el último de los intelectuales americanos vindicados por Roa fuera Rómulo Gallegos reiteraba la apuesta política del intelectual cubano por una izquierda nacionalista y democrática, como la que, a su juicio, personificaban Acción Democrática en Venezuela, José Figueres en Costa Rica, el PRI en México y el autenticismo radical en Cuba.
El segundo artículo de Roa, premiado con el Justo de Lara, en La Habana, apareció en El Mundo, el 21 de marzo de 1957, es decir, una semana después del asalto a Palacio Presidencial por el Directorio Revolucionario. El artículo se titula "¿A dónde va Cuba?" y la respuesta no pudo ser más contundente: "por el camino que están tomando las cosas Cuba va, inexorablemente, hacia el abismo". Con la dictadura y la revolución, la isla había entrado en una "lógica demoniaca", en la que el "estado de derecho, fundamento de la convivencia civilizada, era sustituido por el estado de naturaleza, ley de la selva". Es evidente que la crisis cubana, según Roa, no era obra sólo de la dictadura: la violencia revolucionaria también era responsable. Y en ese punto se ubicaba a la derecha, por ejemplo, de Jorge Mañach, quien desde 1954 defendía a los moncadistas y a Fidel Castro:
"Nada peor puede ocurrirle a un pueblo que esta catastrófica subversión en sus relaciones de vida individual y colectiva. Se desploma el orden social, corrómpense las instituciones, se trastruecan los valores, la cultura se estanca, cunde el odio, se expande la violencia, la impunidad señorea, la razón se eclipsa, la inseguridad se entroniza y el homo hominis lupis de Hobbes deja de ser una metáfora para convertirse en cotidiana y brutal realidad. ¿Podría significar esto, en algún sentido, una solución a la tremenda crisis en que nos debatimos? ¿O entrañaría, por el contrario, la inmersión de Cuba en un ciclo interminable de sangre, lodo, miseria, desesperación y tiniebla?"
Naturalmente, Roa piensa que hay que evitar que Cuba caiga en el abismo, pero lo que propone para lograrlo no es otra cosa que el restablecimiento de la Constitución del 40:
"El país entero quiere paz, seguridad, justicia, libertad, progreso. Quiere vivir conforme a la constitución y la ley. Quiere elegir libremente a sus gobernantes y ejercitar plenamente sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Quiere respeto para la vida, la hacienda y la dignidad de las personas. Quiere, en suma, que se le oiga, se le atienda y se le tenga en cuenta, como depositario legítimo que es de inalienable albedrío".
Tradicionalmente, esta posición de Roa, a la altura de 1957, no es reconocida en la historia oficial. En el Diccionario de la Literatura Cubana (1984), por ejemplo, se decía que el intelectual cubano había estado exiliado en México hasta el triunfo de la Revolución, cuando fue designado embajador en la OEA, no por el gobierno de Fidel Castro, como también se afirma, sino por el de Manuel Urrutia Lleó y José Miró Cardona. Todavía en la Órbita de Raúl Roa (2004), editada por Salvador Bueno y Vivian Lechuga, aunque se reconocía el regreso a La Habana en 1955, se dice que entre este año y 1959, Roa "colaboró con el Movimiento 26 de Julio y la Resistencia Cívica", pero no se admite su pertenencia a la Triple A de Aureliano Sánchez Arango, que con la ayuda del ex presidente Carlos Prío, intentó acciones armadas contra Batista, en Cuba, entre 1953 y 1954.
viernes, 10 de octubre de 2014
El diccionario de la exclusión
Luego de mi último post, sobre la amistad interrumpida entre Lino Novás Calvo y José Antonio Portuondo, me escriben Jorge Luis Arcos y Cira Romero, con una objeción similar. Ambos sostienen que la máxima responsabilidad en la exclusión de Lino Novás Calvo y otros escritores republicanos o exiliados, como Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Guillermo Cabrera Infante, Nivaria Tejera, Severo Sarduy o Calvert Casey, del Diccionario de la Literatura Cubana (1980-84), elaborado por el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, no recae en Portuondo sino en Mirta Aguirre, que era la directora de esa institución cuando se elaboró el diccionario. El proyecto comenzó, en 1975, siendo Portuondo director, pero luego éste fue nombrado embajador en la Santa Sede.
Arcos y Romero aseguran que en los trabajos originales del Diccionario no había exclusiones y que llegaron a elaborarse fichas biográficas y bibliográficas de varios autores, que luego serían borrados de los dos tomos impresos de aquella obra. En el prólogo a la antología, Ensayos sobre literatura cubana (La Habana, Letras Cubanas, 2011) de José Antonio Portuondo, Romero, quien al igual que Arcos intervino en la elaboración del Diccionario, sugiere que la última palabra en la exclusión la tuvo Aguirre. Portuondo y el subdirector del Instituto, Ángel Augier, habrían objetado la decisión de borrar a algunos de los autores mencionados, pero al final decidieron acatarla por contar Aguirre con el respaldo de las autoridades ideológicas del Partido Comunista de Cuba.
Son importantes estos testimonios, para ganar en la necesaria matización de la memoria y en el conocimiento de las tensiones y pactos que se producían dentro de la élite del poder cultural de la isla. Pero me pregunto si la decisión de acatar la exclusión, por disciplina de partido, es suficiente para exonerar de responsabilidades en aquella interdicción a Portuondo o a Augier. Los nombres de ambos encabezan las listas de "colaboradores" del Diccionario y es el propio Portuondo quien firma el prólogo al primer tomo, editado en 1980. Es cierto que dicho prólogo está fechado en 1975, "año del Primer Congreso" -no por azar Portuondo subordina la visión de la historia y la literatura cubanas, condensadas en el Diccionario, a las "tesis sobre cultura artística y literaria" de la Plataforma Programática del Partido Comunista-, pero ambos volúmenes se publicaron en 1980 y 1984, con la aquiescencia de Portuondo.
En el caso de Novás Calvo, la tachadura se agrava moralmente, no sólo por la amistad que hubo entre el narrador y el crítico, sino porque el autor de La luna nona murió en 1983. El segundo tomo del Diccionario, donde debió figurar, por derecho propio, Lino Novás Calvo, fue editado por Letras Cubanas en 1984, es decir, a un año de la muerte del escritor en el exilio. La misión de borrar a Novás Calvo fue cumplida con el suficiente celo como para que los propios textos de Portuondo sobre el narrador también fueran purgados de las bibliografías "activas" y "pasivas" del crítico. Si como confirman estos testimonios, borrar a esos escritores era una decisión del Partido o el Estado, la misma debió ser cumplida a cabalidad y asumida como una responsabilidad colectiva, que hoy no tiene sentido negar.
Arcos y Romero aseguran que en los trabajos originales del Diccionario no había exclusiones y que llegaron a elaborarse fichas biográficas y bibliográficas de varios autores, que luego serían borrados de los dos tomos impresos de aquella obra. En el prólogo a la antología, Ensayos sobre literatura cubana (La Habana, Letras Cubanas, 2011) de José Antonio Portuondo, Romero, quien al igual que Arcos intervino en la elaboración del Diccionario, sugiere que la última palabra en la exclusión la tuvo Aguirre. Portuondo y el subdirector del Instituto, Ángel Augier, habrían objetado la decisión de borrar a algunos de los autores mencionados, pero al final decidieron acatarla por contar Aguirre con el respaldo de las autoridades ideológicas del Partido Comunista de Cuba.
Son importantes estos testimonios, para ganar en la necesaria matización de la memoria y en el conocimiento de las tensiones y pactos que se producían dentro de la élite del poder cultural de la isla. Pero me pregunto si la decisión de acatar la exclusión, por disciplina de partido, es suficiente para exonerar de responsabilidades en aquella interdicción a Portuondo o a Augier. Los nombres de ambos encabezan las listas de "colaboradores" del Diccionario y es el propio Portuondo quien firma el prólogo al primer tomo, editado en 1980. Es cierto que dicho prólogo está fechado en 1975, "año del Primer Congreso" -no por azar Portuondo subordina la visión de la historia y la literatura cubanas, condensadas en el Diccionario, a las "tesis sobre cultura artística y literaria" de la Plataforma Programática del Partido Comunista-, pero ambos volúmenes se publicaron en 1980 y 1984, con la aquiescencia de Portuondo.
En el caso de Novás Calvo, la tachadura se agrava moralmente, no sólo por la amistad que hubo entre el narrador y el crítico, sino porque el autor de La luna nona murió en 1983. El segundo tomo del Diccionario, donde debió figurar, por derecho propio, Lino Novás Calvo, fue editado por Letras Cubanas en 1984, es decir, a un año de la muerte del escritor en el exilio. La misión de borrar a Novás Calvo fue cumplida con el suficiente celo como para que los propios textos de Portuondo sobre el narrador también fueran purgados de las bibliografías "activas" y "pasivas" del crítico. Si como confirman estos testimonios, borrar a esos escritores era una decisión del Partido o el Estado, la misma debió ser cumplida a cabalidad y asumida como una responsabilidad colectiva, que hoy no tiene sentido negar.
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