He regresado, después de muchos años, a la Hispanic Society of America en Washington Heights y he encontrado las salas principales de la institución y la mayor parte de la colección, incluidos los catorce lienzos de "Las regiones de España" de Joaquín Sorolla, restauradas y cuidadas. Esta vez, noté con mayor claridad el contraste entre el hispanismo noventayochesco, que acoge ese edificio neoclásico, y la cultura hispana que lo rodea, en ese barrio de puertorriqueños, dominicanos y cubanos al norte de Manhattan.
No hay manera de encontrar el Caribe en la "visión de España", que la Hispanic Society encargó a Sorolla en los primeros años del siglo XX. Se trata de un ocultamiento en el que, seguramente, pesó tanto la subvaloración de lo caribeño y lo americano, propia del discurso colonial, como el malestar por la pérdida de las islas de Cuba y Puerto Rico en 1898. Había en el panhispanismo de aquellas décadas, que personificaba un Rafael Altamira y Crevea, la queja del imperio derrotado contra el imperio vencedor, que se imprimió en buena parte de las instituciones de cultura hispánica que se crearon en Estados Unidos y América Latina a principios del siglo XX.
Luego de recorrer la impresionante cabeza de San Francisco del Greco, los caballeros borbónicos de Goya, el Unamuno con origamis de Zuluaga, las sevillanas y las jotas, los atunes y las cabras, las playas y las montañas, los toros y los caballos, los nazarenos y los vascos de Sorolla, sale uno a la calle y se encuentra rodeado de merengue y reggaeton, empanadas "La Monumental" y fondas de "mofongo" y "mofonguito". Fue acierto y, a la vez, ironía de la historia que la fundación del magnate Archer Milton Huntington, destinada a celebrar la grandeza decadente de la cultura peninsular, quedara encuadrada en uno de los mayores barrios hispanos de Nueva York.
Este tycoon de los ferrocarriles y la navegación murió en 1955, por lo que, probablemente, llegó a constatar en vida el inicio de la mutación demográfica de Washington Heights. Hoy, en el ala derecha del edificio se encuentra una sede del Boricua College, pero si leemos, pacientemente, los nombres inscritos bajo los capiteles veremos muy pocos hispanoamericanos. Bolívar se encuentra bajo el arco principal, junto a Colón y Cervantes. Sor Juana, Heredia, Olmedo y Bello están casi ocultos, en una esquina, seguidos de Cortés, Pizarro y los grandes conquistadores y viajeros que incorporaron lo americano al repertorio cultural del imperio castellano.
Libros del crepúsculo
jueves, 31 de julio de 2014
lunes, 28 de julio de 2014
Los derechos del alma
Varios amigos y colegas me han preguntado cuál es el origen del título de mi libro más reciente, sobre las disputas doctrinales entre liberales y conservadores en Hispanoamérica, a mediados del siglo XIX. A riesgo de alentar los malos hábitos de ciertos lectores, que leen sólo los títulos de los libros y derivan de los primeros el contenido de los segundos, intento responderles.
En este libro se estudian algunas polémicas entre liberales y conservadores sobre los derechos naturales del hombre. Unas muy conocidas, como las de Esteban Echeverría y Pedro de Ángelis y de Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi en Argentina o de Juan Montalvo y Gabriel García Moreno en Ecuador, pero otras, como las de José Victorino Lastarria y Rafael Fernández Concha en Chile o de José María Samper y Julio Arboleda en Colombia, no tanto.
El título surgió, en buena medida, de la lectura de Historia de una alma. Memorias íntimas y de historia contemporánea (1881) de Samper. Me llamó tanto la atención el uso del artículo en femenino, "una alma", como la observación de aquel liberal neogranadino de que las estadísticas republicanas y liberales de la segunda mitad del siglo XIX, en América Latina, seguían reproduciendo el lenguaje de la administración eclesiástica colonial. Los Estados liberales entendían sus ciudadanías como conjuntos de almas y hasta medían la población de villas y ciudades en cantidades de almas.
En buena medida, cuando aquellos liberales defendían, en contra de los conservadores, la doctrina de los derechos naturales del hombre, es decir, la idea de que todos los hombres nacen libres e iguales ante la ley, estaban dando por sentado que esos "hombres", como sujetos de derechos, eran almas. La noción de "persona humana", que adoptó la democracia cristiana en el siglo XX y que criticó en su momento Simone Weil, o la filosofía contemporánea de los derechos humanos son, de hecho, reformulaciones modernas de aquella idea del ciudadano, construida por el liberalismo y el republicanismo atlánticos en el siglo XIX.
Los derechos que debatían liberales y conservadores latinoamericanos eran, ante todo, derechos del alma. Por eso podían levantarse en armas, organizar ejércitos, confiscar propiedades y lanzarse a la aniquilación de los cuerpos de los otros. Por eso podían involucrarse en prolongadas guerras civiles que, en muchos casos, no acababan hasta que el bando contrario hubiera sido físicamente aniquilado. Por eso las querellas letradas, en las ciudades, eran la continuación, por medios simbólicos, de las guerras civiles que ensangrentaban los campos.
domingo, 27 de julio de 2014
Sacralidad de la persona y filosofía de lo impersonal
En
estos días de globalización del terror, vale la pena regresar al pensamiento de
la francesa Simone Weil (1909-1943), judeo-cristiana, distante y crítica de las
ortodoxias sionistas y católicas, socialista antiestalinista, admiradora de
Grecia y detractora de Roma, partidaria de la República en España y enemiga
jurada del nazismo y el fascismo, lectora inteligente de Homero, San Pablo y
Pascal.
Algunos
de los últimos textos de Weil, antes de su muerte por tuberculosis en Ashford,
Inglaterra, giran en torno al concepto de “persona humana”. Mencionábamos esa
noción, hace unos días, a propósito del pensamiento político del poeta y
escritor cubano, Jorge Valls, en quien la idea de la sacralidad de la persona
proviene directamente de la apropiación cristiana de la doctrina liberal de los
derechos naturales del hombre, que podría leerse, entre otros títulos, en Persona y democracia (1958) de María
Zambrano, o en la obra del pensador cristiano francés, Jacques Maritain.
En
un ensayo, precisamente titulado “La persona y lo sagrado” (1942), incluido
póstumamente en los Escritos históricos y
políticos (1960), Weil cuestionaba la idea de “sacralidad” de la persona
humana. Era un error, a juicio de Weil, considerar sagrada una abstracción como
la de “persona humana”, ya que si había algo sagrado era la totalidad del
individuo:
“Ni
su persona, ni la persona humana en él, es lo que para mí es sagrado. Es él. Él
por entero. Los brazos, los ojos, los pensamientos, todo. No atentaré contra
ninguna de esas cosas sin escrúpulos infinitos. Si la persona humana fuera en
él lo que hay de sagrado para mí, podría fácilmente sacarle los ojos. Una vez
ciego, sería una persona humana exactamente igual que antes. No habría tocado
en absoluto la persona humana en él. Solo habría destrozado sus ojos”.
El
problema con la abstracción de “persona humana” era que, como en la vieja
doctrina liberal de los derechos naturales del hombre, remitía a una entidad
subjetiva, existente en la moral y en el derecho pero no, necesariamente, en la
vida social y política real. El nazismo, el fascismo y el comunismo podían,
perfectamente, suscribir aquella doctrina jusnaturalista y ordenar el
genocidio.
La crítica
de Weil a la idea de “sacralidad” de la persona humana ha sido rescatada
recientemente por el filósofo italiano Roberto Esposito. El autor de Categorías de lo impolítico, Communitas y Bios. Biopolítica y filosofía, sostiene, en su ensayo El dispositivo de la persona (2011), que
Weil continuó una impugnación del pensamiento personalista, liberal o
cristiano, iniciada por Nietzsche y Benjamin, reasumida, en los años 60 y 70,
por Michel Foucault, y en las dos últimas décadas, por Giorgio Agamben. Una relectura creativa de estos pensadores podría conducir
a una nueva filosofía de lo impersonal, que coloque el cuerpo y la vida en el
centro del saber, el derecho y la cultura.
La
persona humana como abstracción homogeneizadora de la comunidad global se ha
convertido en un dispositivo de poder, que impide reconocer la aniquilación de
los cuerpos en nombre de la universalidad de valores religiosos, los derechos
humanos o la democracia. El choque letal que hoy protagonizan los
universalismos y localismos es una buena prueba de que ese dispositivo de la
persona humana se ha incorporado plenamente a la biopolítica de la
globalización:
“Si
bien la soberanía clásica consistía, en esencia, en el poder de “hacer” la ley,
la actual, de tipo biopolítico, parece encontrar su propia especificidad
exactamente en lo contrario: en desactivarla, transformando sin cesar la
excepción en la regla y la norma en excepción, de manera no diferente de como
ocurría en el antiguo dispositivo romano. Otro ejemplo, asimismo espectral, de
resurgimiento de lo arcaico es hoy atribuible al retorno a lo local, y aun de
lo étnico, en el mundo globalizado. Y ello, tal como se ha señalado, no ocurrió
por contraste, sino en relación –como causa y como efecto- con la propia
globalización, la cual, cuando más actúa como contaminación generalizada en
ambientes, experiencias, lenguajes diversos, tanto más determina fenómenos de
rechazo inmunitario mediante la reivindicación defensiva y ofensiva de la
propia identidad particular. ¿Y no se presenta, asimismo, el reposicionamiento,
a menudo feroz y sangriento, de la religión en nuestro mundo secularizado -y
justamente por ello- como un resurgimiento de lo originario dentro de la hipermodernización?
–incluso en este caso, invirtiendo la intención orientada a la emancipación, y
algunas veces también universalista, de las religiones más maduras”.
jueves, 24 de julio de 2014
Una tarde con Jorge Valls
Hace unos días,
varios amigos nos reunimos, en Nueva York, con el poeta, escritor y
político cubano, Jorge Valls Arango (La Habana, 1933). “A veces, no recuerdo
lo que he olvidado”, dijo en un momento Valls, pero la memoria de este
intelectual me pareció tan viva como hace veinte años, cuando lo conocí,
en Miami, en casa de nuestra común amiga, la académica y política católica
cubana, María Cristina Herrera.
Con 81 años -de los
cuales ha pasado 20 en el presidio y 30 en el exilio- Valls sigue pensando la
cuestión cubana desde las mismas premisas que fundamentaron su maduración
política en los años 50. Católico de simpatías socialdemócratas, Valls fue de
los jóvenes estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de La Habana, que decidieron oponerse a la interrupción de la democracia cubana
el 10 de marzo de 1952, con el golpe de Estado de Fulgencio Batista.
Valls estuvo en las
proximidades de varios movimientos de oposición a ese régimen, armados o no,
como el Movimiento Nacional Revolucionario de Rafael García Bárcena, la
Sociedad de Amigos de la República, el Diálogo Cívico y el Movimiento de la
Nación, impulsado, entre otros, por Jorge Mañach. Sin embargo, la organización
a la que finalmente se sumó fue el Directorio Revolucionario.
Escuchando a Valls,
confirmamos algo que la historia oficial ha intentado negar durante más de medio
siglo: el peso que tuvo el Partido Revolucionario Cubano (Auténtico) en el
Directorio. Valls habla con admiración de políticos de ese partido, como Aureliano
Sánchez Arango, Alberto Inocente Álvarez, Rubén de León García o Félix Lancís,
que, desde algunos ministerios de los gobiernos de Grau San Martín y, sobre
todo, Carlos Prío, emprendieron una política social e internacional, orientada
a ampliar derechos sociales e incrementar las relaciones con América Latina.
En esas políticas,
Valls veía una continuidad con las ideas de Antonio Guiteras y el primer
Directorio, en los años 30, que no duda en calificar como “nacionalistas” y
“socialistas”. Otras experiencias políticas latinoamericanas, como el APRA
peruano, Acción Democrática en Venezuela, parte del peronismo argentino e,
incluso, el PRI mexicano, convergían en aquel proyecto de izquierda. Durante
1958, exiliado en México, Valls comprobó esa tendencia política regional en la
revista Humanismo, dirigida por Raúl Roa.
Hoy Valls recuerda
que su diálogo con miembros de otras organizaciones antibatistianas, como el Movimiento
26 de Julio o la Juventud Socialista era frecuente y diáfano. Del 26 de Julio
y, especialmente, de Fidel Castro, rechazaba sus orígenes ortodoxos, que
asociaba con la “demagogia” y el culto a la “pureza” de Eduardo Chibás, a su
entender, de consecuencias nefastas para Cuba.
Su amigo Marcos
Rodríguez, acusado por importantes figuras del Directorio de haber delatado a
los cuatro de Humboldt 7, tras el asalto al Palacio Presidencial del 13 de
marzo de 1957, era miembro de la Juventud Socialista. 50 años después del
fusilamiento de “Marquitos”, Valls sigue defendiendo sus declaraciones en aquel
juicio, que, en buena medida, decidieron su arresto y encierro por veinte años.
Valls está convencido de que Marquitos era inocente.
Fiel desde joven al
artículo 25º de la Constitución de 1940, que abolió la pena de muerte en Cuba,
Valls vivió los primeros años de su larga condena, en la fortaleza de La
Cabaña, en un calabozo que daba al patio donde se fusilaba, ya a esas alturas,
a opositores que nada tuvieron que ver con el último gobierno de Batista.
Escuchar los ruidos del paredón, las órdenes de fusilamiento y los gritos de
los condenados, fue un suplicio dentro de otro.
El concepto básico
de la filosofía política de Jorge Valls es la que llama “dignidad de la persona
humana”. Hoy esa premisa se ve amenazada de múltiples maneras, en el mundo, por los mecanismos de control del
ciudadano que genera la globalización. Pero en algunos países, como Cuba, la
limitación de libertades que avanza sobre el siglo XXI se suma a la ausencia de
democracia, división de poderes y Estado de Derecho.
domingo, 20 de julio de 2014
Arte y tecnocracia
El fotógrafo newyorkino Andy Freeberg expone en la galería Andrea Meislin de Manhattan una serie en la que se interesa en la clase social que genera el negocio del arte. Galeristas, dealers, curadores, coleccionistas, críticos, asistentes... conforman una tecnocracia que revolotea en los bordes del cuadro o de la pieza, despojados ya de todo vínculo romántico con el fenómeno artístico. Para Freeberg son sujetos que constituyen una especie de tribu fronteriza, que habita en las inmediaciones de la obra de arte.
Le interesa al fotógrafo captar el tipo de relación funcional que esa clase establece, sobre todo, con la pintura. No es casual que una de sus fotos sorprenda a dos galeristas de la importante casa Sean Kelly, en actitud de cansancio o hastío, a los pies de un gran retrato del ultra comercial artista Kehinde Willey, creador del gigantesco autorretrato, como el Napoléon a caballo de Jacques Louis David, colgado a la entrada del Museo de Brooklyn.
Hace algunos años, Freeberg se involucró en un proyecto similar en Rusia. Visitó cada uno de los grandes museos de ese país, retratando a las babushkas o guardianas que se sientan en una esquina de las salas del Hermitage y la Galería Tretiakov. La relación de las guardianas rusas con el arte era distinta a la de los tecnócratas -aquellas vigilan y estos comercian-, pero en ambos casos se producía un similar proceso de mímesis. Los tecnócratas, como las guardianas, a pesar de ese vínculo instrumental con el arte, comienzan a parecerse a los personajes de los cuadros que cuidan o venden.
Le interesa al fotógrafo captar el tipo de relación funcional que esa clase establece, sobre todo, con la pintura. No es casual que una de sus fotos sorprenda a dos galeristas de la importante casa Sean Kelly, en actitud de cansancio o hastío, a los pies de un gran retrato del ultra comercial artista Kehinde Willey, creador del gigantesco autorretrato, como el Napoléon a caballo de Jacques Louis David, colgado a la entrada del Museo de Brooklyn.
Hace algunos años, Freeberg se involucró en un proyecto similar en Rusia. Visitó cada uno de los grandes museos de ese país, retratando a las babushkas o guardianas que se sientan en una esquina de las salas del Hermitage y la Galería Tretiakov. La relación de las guardianas rusas con el arte era distinta a la de los tecnócratas -aquellas vigilan y estos comercian-, pero en ambos casos se producía un similar proceso de mímesis. Los tecnócratas, como las guardianas, a pesar de ese vínculo instrumental con el arte, comienzan a parecerse a los personajes de los cuadros que cuidan o venden.
miércoles, 16 de julio de 2014
La literatura según algunos críticos cubanos..., del XIX
En publicaciones electrónicas del exilio se debate,
a veces, la literatura cubana con nociones más arcaicas o menos modernas que
las que predominaban en la isla, a mediados del siglo XIX. Se da por
descontado, por ejemplo, que literatura es sólo poesía y narrativa, no ensayo,
crítica, filosofía o historia. O se exige al crítico o al historiador que
escriba como escriben los narradores o los poetas. O se relega el ensayo a una suerte de género judicial –y no “centáurico”, como pensaba
Alfonso Reyes- que está sólo para ofrecer jerarquías o veredictos, no interpretaciones.
Hay, de hecho, en medios intelectuales del exilio
cubano una especie de batalla contra la interpretación. No en el sentido de
Susan Sontag, quien en los 60 protestaba contra los abusos hermenéuticos, que
sobrecargaban el análisis de los contenidos y reprimían la erótica y la estética del arte, sino como mera reacción anti-intelectual, que prefiere imaginar la
literatura como un mundo intocado por las ideologías. Nada más ideológico que postular
una literatura regida, exclusivamente, por las normas del “buen gusto”.
Cuando no es esteticista, cierta crítica literaria
del exilio es ideologicista. O considera que no hay escritor cubano que valga la pena,
dentro o fuera de la isla, porque ninguno escribe como Nabokov o Sebald. O
piensa como buena literatura únicamente aquella que trasmite mensajes políticos
de oposición al gobierno cubano. Con frecuencia, ambas perspectivas, a pesar de
ser conceptualmente antagónicas, se empalman en la mente del crítico.
Son dilemas resueltos desde el siglo XIX. Ventura
Pascual Ferrer, en su viejo artículo “Sobre el gusto” (1800), publicado en El Regañón, defendió desde el
neoclasicismo la hegemonía del gusto, con una racionalidad jurídica, que Cintio
Vitier, atinadamente, criticó como “el infatuado y ridículo principio de una
censura colérica, judicial y aun penal”. Pero no fue Vitier, en realidad, el
primero en refutar la crítica formalista heredada del clasicismo. Antes que él,
otros críticos románticos y post-románticos de la segunda mitad del XIX, entendieron
de manera más flexible la noción de gusto y atribuyeron al juicio crítico una
mayor permeabilidad.
El poeta Juan Clemente Zenea, por ejemplo, en su
artículo “Sobre el buen gusto” (1852), aparecido en El Almendares, entendía la categoría de gusto en diálogo con la
filosofía, la historia e, incluso, las ciencias naturales. No llegaba Zenea a
los extremos positivistas de Enrique Piñeyro, unos años después, en “La literatura
considerada como ciencia positiva” (1862), que reproducía las ideas de Hippolyte
Taine, pero concluía que la literatura es incompresible sin las ideologías. “La
poesía sin ideas –decía- es como un cuerpo sin alma”.
No es extraño que Zenea, al proponerse un panorama
de la literatura norteamericana, en 1861, para la Revista Habanera –rescatado, veinte años después, por la Revista de Cuba- incluyera dentro de ese
mapa a poetas como Bryant y Longfellow o narradores como Cooper, pero también a filósofos como Ralph
Waldo Emerson, historiadores como John Lothrop Motley y hasta políticos como
George Washington, cuyos discursos, a su entender, también formaban parte de la
literatura nacional.
Esta idea de la literatura de Zenea implicaba, a su
vez, una idea del crítico, expuesta en otro artículo, “La Crítica” (1862),
también para la Revista Habanera, en
la que cuestionaba el “estilo poético” en la prosa ensayística y, sobre todo,
los ataques ad hominem, porque ponían
en tela de juicio, no la obra, sino la persona del escritor o el crítico y su
legitimidad como voz en el arte o la opinión. Según Zenea, el rol de la crítica
es “dar vuelo a la razón” y jamás limitar a otro autor o crítico “el uso
completo de su independencia de opinión y su derecho a hablar”.
Zenea era poeta, pero ejercía la crítica como un
arte de la prosa en “idioma razonado”. Coincidía en esto con su tío, José
Fornaris, quien en el artículo, “¿Será preciso ser poeta para ser crítico?”
(1862), aparecido en Cuba Literaria,
adelantaba ideas similares. La poesía, decía Fornaris, “se vale de los sonidos
como la música”. El estudioso del género debe conocer las técnicas y los
misterios de ese arte, pero también debe saberse mover en el mundo de las
ideas, ya que, en literatura, “idea y forma son hermanas gemelas”.
Fornaris y Zenea, ambos poetas y ambos críticos,
siguen siendo, por lo visto, lecturas vigentes en el debate literario cubano
contemporáneo. No sólo porque no se entregaron plenamente al paradigma
positivista, que llegaron a suscribir Varona, Piñeyro y otros críticos del XIX,
sino porque entendieron la diferencia elemental entre literatura y crítica, no
desterraron a la segunda de la primera y concibieron ambas en su intercambio secular con otros saberes. Que sean nuestros contemporáneos, en pleno siglo XXI, habla
mejor de ellos que de nosotros.
domingo, 13 de julio de 2014
El Martí niño de Federico de Ibarzábal
Federico de
Ibarzábal (1894-1955) es uno de esos escritores cubanos irrecuperables, que
parecen quedar fuera de las grandes operaciones de rescate intelectual.
Escribió poesía, novela y cuento y reunió la primera antología del relato breve
en Cuba, pero no descolló en ninguno de los tres géneros. Los cuentos del
volumen, Derelictos (1937), es lo que
más destaca la crítica y la estudiosa Cira Romero ha hecho una reedición de algunos de ellos, en Letras Cubanas, bajo el título de La mujer de yeso y otros relatos (2014).
La subestimación del
cuento, como género, llevó a Jorge Mañach a hablar de Ibarzábal como un
“novelista en potencia”, pero lo cierto es que cualquiera de sus tres novelas
está más olvidada aún que sus cuentos. Alberto Lamar Schweyer, Rafael Suárez
Solís, Cintio Vitier o José Antonio Portuondo elogiaron su narrativa o su
poesía, pero siempre en un sentido promisorio, como si Ibarzábal fuera, justamente, eso, la promesa de un escritor.
En Ibarzábal leemos
un tipo de postmodernismo, cercano a una suerte de vanguardismo conservador,
muy común en la generación de los 20 en Cuba, que también es perceptible en
Lamar Schweyer. En un ensayo para el volumen, Handbook on Cuban History, Literature, and the Arts (2014), la
profesora Ana María Hernández ha recordado, recientemente, su notable
participación en la novela policíaca colectiva, Fantoches 1926, en la que intervinieron algunos de los más
prominentes miembros del Grupo Minorista, y que ilustra muy bien ese tipo de
vanguardismo.
La prosa
periodística de Ibarzábal fue muy nutrida y demuestra un interés por saberes
científicos e históricos, de distinta procedencia y rigor. Escribió una historia de
las campañas contra la tuberculosis en la isla y una historia de la Revolución
de Febrero de 1917, no de la rusa, desde luego, sino de la de “La Chambelona”,
en Cuba, el alzamiento de los liberales, con José Miguel Gómez y su hijo,
Miguel Mariano, a la cabeza, contra la reelección del conservador Mario García Menocal.
Algo de las lecturas
de teoría psicológica que hacía Ibarzábal, a mediados del siglo XX, en La
Habana, se siente en el poco conocido prólogo que escribió al libro Martí. Mensaje biográfico (1953), de
Andrés de Piedra Bueno, concebido como un Martí de bolsillo para los niños de
América, editado por el Instituto Cívico Militar del último gobierno de
Fulgencio Batista, justo en el año del centenario del nacimiento de José Martí.
Ibarzábal creía en
la importancia de un relato del Martí niño, como sujeto virtuoso –caballeroso,
varonil, justo, antiesclavista, anticolonial, buen hijo, buen hermano y buen estudiante- para la
pedagogía cívica de la infancia cubana. La infancia de Martí debía ser narrada
como la infancia de Cristo –o como la infancia de Stalin o Mao, en la
literatura del realismo socialista-, para que su ejemplo tuviera efectos
conductistas y normativos en la psique de los niños cubanos. El modelo de esa
narrativa, según Piedra Bueno e Ibarzábal, había sido ofrecido por el propio Martí en La Edad de Oro.
En síntesis,
Ibarzábal pensaba que la biografía de Martí de Piedra Bueno tenía ventajas
sobre otras, como las de Jorge Mañach, Félix Lizaso o Luis Rodríguez Embil,
porque no dejaba entrever, en modo alguno, los conflictos psicológicos o afectivos de la
infancia del héroe. Martí aparecía en ese relato como un adulto en miniatura,
con todas sus virtudes ya dadas o en ciernes, tal y como Philippe Ariès y
Michel Foucault observaban que era pensada la infancia, en la época clásica,
antes de la invención del concepto moderno de niño:
“Martí niño es casi
Martí hombre. Cuando apenas amanecía en la infancia de los niños contemporáneos
suyos, he aquí a este hombrecito interrogando al porvenir de su tierra,
sufriendo ya con los que sufren, haciendo canción dura y amarga (himno rebelde
acaso), del dolor de su patria –que es dolor en sí mismo-, y preparándose para
redimirla. Ahí está el dolor –el de los suyos le duele más que el propio-, con
permanente presencia en su vida a ráfagas. De estas ráfagas la última será de
plomo. Pero, mucho antes, la inmortalidad ha llamado a su puerta...”
“Martí, súbitamente,
pudo contestarse la interrogación angustiosa y obtener la certidumbre de
saberse quién era. La revelación luminosa se la dio el transitar por ese camino
que estaba lleno del dolor de la patria, y a cuya orilla lloraban sus hermanos.
Sus hermanos, que se juntarían después, cuando él mismo dijera la palabra de
orden. Ya él ha tomado su rumbo, pero necesita dárselo a los demás”.
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