En años recientes,
algunos estudiosos de la literatura cubana en Estados Unidos, como Rachel Price y Walfrido Dorta, han llamado la atención sobre la emergencia de una nueva
generación de escritores en la isla, que estaría quebrando los moldes poéticos
y políticos de la representación literaria, predominantes en Cuba por casi tres
décadas. Desde mediados de los 80, la literatura cubana, en narrativa y poesía,
pareció dirimirse en una tensión entre diversas modalidades de realismo crítico,
entre la pedagogía y la propaganda, un cosmopolitismo letrado que aspiraba a
una suerte de ilustración exquisita de una ciudadanía incomunicada o derivas
más transparentes de distintos discursos de legitimación.
La diversa calidad
estética o eficacia política de esas estrategias fue notable, pero toda la producción literaria estuvo determinada por condiciones muy precisas: la hegemonía de la cultura
impresa, el monopolio editorial del Estado o de los grandes consorcios
iberoamericanos, el estricto control aduanal de cualquier desplazamiento
territorial entre las fronteras de unas y otras literaturas y, sobre todo, la
enorme demanda de representación simbólica de comunidades, en la isla o el
exilio, que constituían los públicos y, a la vez, los campos intelectuales en
que buscaban recepción privilegiada aquellas literaturas.
Estos narradores y
poetas, nacidos entre los años 70 y 80 (Jorge Enrique Lage, Ahmel Echevarría,
Osdany Morales, Jamila Medina, Legna Rodríguez…), parecen articular poéticas cosmopolitas
que suscriben el legado de algunos escritores de los 90, como Reina María
Rodríguez, Antonio José Ponte, José Manuel Prieto y el grupo Diáspora(s), pero lo hacen, como observábamos aquí a propósito de la novela El
último día del estornino (2011) de Gerardo Fernández Fe, por medio de una
mayor inmersión en la cultura popular y tecnológica de la era digital. La
cultura material y simbólica sobre la que se construyen las ficciones y las poéticas
de estos autores es diferente a la de los proyectos más sofisticados de los 90.
No parece tratarse,
como observan Price y Dorta, de una estrategia post-nacional centralmente
politizada o involucrada en un cuestionamiento ideológico de lo nacional, como
en los 90. Se trata de una literatura que cuenta historias futuristas,
tecnológicas, globales o personales porque se produce desde nuevas comunidades conectadas e
intercambiables, que ya no se piensan como aisladas o excepcionales. Hay una
temporalidad nueva, como observaba recientemente el crítico Iván de la Nuez en un coloquio en la Universidad de Princeton, que se convierte en lugar inédito de
enunciación. Una temporalidad llamada “siglo XXI” o “generación año cero”, al decir de Orlando Luis Pardo Lazo, que absorbe los viejos contenidos territoriales que se atribuían a
términos como “la isla”, “el exilio”,
“la nación” o “la diáspora”.
No es obligatorio,
por supuesto, tratar de entender esa Cuba del siglo XXI, pero quien quiera
hacerlo deberá leer a estos jóvenes escritores. Hay obras como Carbono 14. Una novela de culto (2010) de Lage, Papyrus (2012) de Morales, La Noria (2012) de Echevarría o Chicle (ahora es cuando) (2013) de Rodríguez
que ya están instaladas en ese nuevo catálogo que, entre otras resistencias
ineludibles, deberá enfrentar, en los próximos años, el tambaleo de la ciudad
letrada, la diseminación de la cultura impresa y la masificación de la edición
digital. No es raro que una de las instituciones más invocadas en esta literatura sea la biblioteca, en un duelo letrado que implica, a su vez, una reinvención del libro como artefacto de la cultura.
Esta es una
literatura que se autolocaliza en el después del después, es decir, en el después de
la caída del Muro de Berlín, de la desintegración de la URSS, del derribo de
las Torres Gemelas y otros hitos finiseculares que marcaron a las generaciones
previas. Pero también parece ser una literatura que busca colocar en el detrás de
su temporalidad conceptos básicos de la vida cultural y política del último
tramo del siglo XX cubano como
“revolución”, “socialismo” o “transición”. Es otro país el que narra esta
literatura porque es otro el país que la produce. La decadencia y la ruina
acabaron su obra y es preciso narrar las nuevas comunidades con la métrica de una ficción global.