Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Repetir la isla. Deletrear el guión


El ensayista y crítico cubano Gustavo Pérez Firmat, profesor de la Universidad de Columbia, ha hecho una actualización de su clásico Life on the Hyphen. The Cuban-American Way (1995), para la reedición revisada en University of Texas Press (2012). Las dos adiciones fundamentales del libro son un capítulo final, titulado “The Spell of the Hyphen”, y el epílogo “My Repeating Island”.
No hay mayores cambios de sentido en la defensa de la cultura cubano-americana hecha por Pérez Firmat en los 90. Defensa aquella, de por sí, irónica, traviesa, como las del ajedrez que tanto admira, que rehuía de cualquier gravedad retórica o fruncimiento doctrinal. Pero defensa al fin. Leo en esta nueva versión de su libro, no un abandono de esa defensa, aunque sí una exploración por los límites de lo “cubano-americano”.
No es raro que los dos textos que se agregan a esta edición busquen el diálogo con escritores que, a pesar de residir por mucho tiempo en Estados Unidos, produjeron lo fundamental de sus obras en español y se mantuvieron alejados de cualquier condición migratoria, étnica o enclave cultural distintivo. Me refiero al poeta Orlando González Esteva, a quien Pérez Firmat dedica pasajes llenos de ideas e intuiciones, y a Antonio Benítez Rojo, homenajeado en el epílogo.
El concepto que le permite a Pérez Firmat entrelazar estas lecturas es el de exilio o, más específicamente, el de “exilio crónico”. Considérense “cubanos” o “cubanoamericanos”, escriban en inglés o español, unos (González Esteva, Benítez Rojo, José Kozer…) u otros (Oscar Hijuelos, Cristina García, Virgil Suárez…) son exiliados. Y algunos de ellos, como González Esteva y el propio Pérez Firmat, “exiliados crónicos”.
El exiliado crónico puede escribir haikus, rememorar el paraíso de la infancia, repetir la isla o deletrear el guión en cualquier lengua. Su marca personal, su huella dactilar –o su iris digital-, no están determinadas por el mayor o menor nacionalismo o cosmopolitismo, por la alternativa entre bilingüismo o monolingüismo o por relecturas obsesivas de José Martí o T. S. Eliot. Lo que distingue al exiliado crónico es un saber sobre Cuba y Estados Unidos, sobre los tiempos antagónicos de ambas naciones y sobre el peso de ese antagonismo sobre sí mismo y su futuro.
Un saber poético, en este caso, pero que, como cualquier otro saber, desglosa la nación, el continente y el mundo, para luego replegarse sobre el propio sujeto. Una sabiduría que funciona como ontología de sí y que las primeras noticias que da al sujeto son las de su permanencia y su fin. Por ese saber, el “exiliado crónico” sabe que no cambiará, aunque sus países de origen y destino cambien, y que morirá en el mismo gesto de repetir la isla y deletrear el guión, por más que el mundo se globalice.

“The chronic exile knows that, whatever happens in Cuba, it will have happened too late. Change may come to Cuba –it may have already- but no change will come to him. In this he resembles those hundreds of thousands of other exiles, on both sides of the Florida Straits and also within them, who did not live to see the day of their country’s liberation. Exile ends, chronic exile goes on”.
   

martes, 26 de noviembre de 2013

Cubanos, vietnamitas y cine francés

Mark O'Connell ha dicho, en Slate, casi todo lo que había que decir sobre la reedición que la Universidad de Yale ha hecho de la larga entrevista que le hiciera Jonathan Cott a Susan Sontag, en 1978, para la revista Rolling Stone. Sólo llamo la atención sobre el pasaje de la entrevista en la que Cott le hace la observación a Sontag sobre las diferencias entre el temperamento de los cubanos y los vietnamitas que ella había observado en sus viajes a esos países comunistas del Tercer Mundo.
Los cubanos, según Sontag, eran, como los "americanos", "manic, talkative, and intimate", mientras que los vietnamitas eran "controlled, measured, and formal", como los franceses. A pesar de reiterar la falsa equivalencia, tan común en el pensamiento de la New Left, entre dos idiosincracias culturales y políticas del Tercer Mundo, marcadas por sus respectivas metrópolis coloniales, Sontag dejaba ver su distanciamiento de aquellos comunismos al pasar de largo, ante la provocación de Cott, y centrar su respuesta en las diferencias temperamentales que observaba entre cineastas franceses como Jean Renoir y Marcel Pagnol.
El cine de Pagnol podía ser de tipo "cubano" y el de Renoir de temperamento "vietnamita", pero en algún momento los humores se intercambiaban. No había nada fijo en aquellas identidades aparentemente sedimentadas por tradiciones y costumbres. La mudanza que advertía Sontag en el cine francés era tanto una metáfora de la imposibilidad de fijar caracteres culturales o nacionales como de la propia curiosidad estética, sexual y política que debía distinguir al intelectual público moderno. Sontag se veía a sí misma como esa dama verdiana, a veces vietnamita, a veces cubana; a veces Renoir, a veces Pagnol.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Adorno y Horkheimer reescriben el Manifiesto


La editorial Verso, en su colección Pocket Communism, ha dado a conocer la transcripción de unas conversaciones que sostuvieron Theodor Adorno y Max Horkheimer, en la primavera de 1956, ideadas como el punto de partida para una reescritura del Manifiesto comunista. Los editores no dudan en llamar aquel diálogo philosophical jam-session, dado que el “jazz no era anatema para Adorno”. Frase, cuando menos, imprecisa, ya que el jazz, para Adorno, no sólo no era anatema sino una de las formas más vanguardistas de la música popular en el siglo XX. La “moda atemporal”, la utopía sonora de lo profano, con una especial energía anti-totalitaria.
Ni los editores de Verso ni los de The New Left Review, que publicaron inicialmente Towards a New Manifesto, exponen el contexto en que se produjo aquella conversación. Pero sin ese contexto –muerte de Stalin, XX Congreso del PCUS, invasión soviética a Hungría, primeras denuncias de los gulags, rearticulación de la socialdemocracia alemana, despegue de la sociedad de consumo…- es imposible comprender el impulso de reescritura del Manifiesto comunista que sintieron Adorno y Horkheimer en Frankfurt. El mundo daba el giro fundacional de la Guerra Fría y la teoría crítica –tal vez, la rama del marxismo occidental más viva para entonces- debía reformular su práctica.
Muchas de las ideas que hacen girar Adorno y Horkheimer en el diálogo –los nuevos mecanismos de reproducción cultural, la transformación del trabajo bajo el Estado de bienestar y la sociedad de consumo, el desplazamiento final del positivismo por el subjetivismo, la confusión entre libertad social y tiempo libre, el desencuentro entre teoría y práctica dentro de las izquierdas, la totalización de la instrumentalidad…- son apostillas a la obra previa de ambos, especialmente a Dialéctica de la Ilustración (1947). Me interesa, sin embargo, destacar aquí las implicaciones políticas de esa actualización de la teoría crítica, en 1956, que los llevaría a enfrentarse con la Nueva Izquierda en 1968.
Ambos pensaban que la encrucijada que se abría con la Guerra Fría dejaba huérfano, políticamente hablando, al marxismo crítico. Desde Occidente avanzaba un capitalismo renovado, con una enorme capacidad de reproducción cultural –el “dinamismo” de la burguesía, a mediados del siglo XX, sería, a la vez, el principal punto de continuidad y ruptura entre este Manifiesto y el de Marx y Engels en 1848-, mientras del Oriente, venía una implementación despótica del marxismo, que, entre otras cosas, maltrataba la sabiduría y el lenguaje heredados de Marx. Los “libertadores” de ambos polos eran “nuevos César Borgias”:

“Adorno: We cannot call for the defense of the Western world.

Horkheimer: We cannot do so because that would destroy it. If we were to defend the Russians, that’s like regarding the invading Teutonic hordes as morally superior to the Roman slave economy. We have nothing in common with Russian bureaucrats. But they stand for a greater right as opposed to Western culture. It is the fault of the West that the Russian Revolution went the way it did. I am always terribly afraid that if we start talking about politics, it will produce the kind of discussion that used to be customary in the Institute.

Adorno: Discussion should at all costs avoid a debased form of Marxism. That was connected with a specific kind of positivist tactic, namely the sharp divide between ideas and substance.

Horkheimer: That mainly took the form of too great an insistence on retaining the terminology.

Adorno: But this has to be said. They still talk as if a far-left splinter group were on the point of rejoining the Politburo tomorrow.

Horkheimer: What are the implications of that for our terminology? As soon as we start arguing with the Russians about terminology we are lost.

Adorno: On the other hand, we must not abandon Marxist terminology.

Horkheimer: We have nothing else. But I am not sure how far we must retain it. Is the political question still relevant at a time when you cannot act politically?”

La última pregunta de Horkheimer ilustra muy bien la sensación de parálisis que comenzaba a sentir la Escuela de Frankfurt y que llevó a algunos de sus miembros a distanciarse de la revuelta del 68 y a aproximarse a la socialdemocracia en los 70. Quienes hoy entienden aquella deriva como “derechización”, parecen sostener que la única alternativa genuinamente de izquierda, a mediados de los 50, era mantenerse leal al Kremlin, apoyar o callar ante la invasión soviética de Hungría y respaldar la construcción del Muro de Berlín. Adorno y Horkheimer optaron por defender el lenguaje del marxismo crítico, frente a la colonización doctrinal de Moscú. Fue esa la principal motivación de ambos al intentar reescribir el Manifiesto en 1956.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Sombra y cuerpo del comunismo



El comunista manifiesto, último libro del ensayista y crítico cubano, Iván de la Nuez, es un recorrido por las presencias del comunismo en las democracias y los mercados contemporáneos. Sea como fantasma o como zombie, como sombra o como cuerpo, a De la Nuez le interesan esas “manifestaciones” de un espectro que pueden leerse en artistas como Frank Thiel, Boris Mikhailov, Dermantas Narkevicius o Dan Peterjovschi, fotógrafos como Andreas Gursky, Joan Fontcuberta, Eric Lusito o Dani & Geo Fuchs, escritores como Eduardo Mendicutti, Ignacio Vidal Folch, Fogwill, Francesc Serés, Jordi Puntí o José Manuel Prieto o películas como Good Bye Lenin, Promesas del Este o Freedom Fury. A toda esa memorabilia De la Nuez da el nombre de un producto cultural específico, a principios del siglo XXI: el Eastern.
De la Nuez se detiene en obras como el proyecto del colectivo PSJM, que convirtió a Marx en una marca de tenis y jeans, en la imagen del filósofo de Tréveris en una tarjeta de crédito Master Card del Sparkasse Bank, en la pieza de teatro Marx en el Soho de Howard Zinn, en las obras del artista cubano Lázaro Saavedra –que le regala la cubierta-, en la ingeniosa obra Sputnik del fotógrafo Joan Fontcuberta –una fundación imaginaria, que editó un libro sobre la no menos imaginaria hazaña del cosmonauta soviético, Iván Istochnikov, y su ciberperra Kloka, que se impactaron en el espacio con un meteorito-, Limonov, la biografía novelada de Emmanuel Carrère o las múltiples intervenciones mercantiles del ícono del Che Guevara, reunidas por Trisha Ziff en la muestra Che: Market and Revolution.
En su mayor parte, el libro de De la Nuez fluye como un conjunto de glosas o apuntes de lectura sobre el espectro comunista en las dos últimas décadas. Tiene razón Josep Ramoneda, en el prólogo, cuando señala que este libro, como los anteriores El mapa de sal y Fantasía roja –no tanto La balsa perpetua y la antología La isla posible, que fueron proyectos más deliberados de intervención en el campo intelectual cubano- gira en torno a la misma ontología de sí o a la búsqueda de definición de un sujeto occidental que, a pesar de haber vivido el comunismo como una realidad del Caribe y no como una utopía eslava, apuesta por la izquierda en medio del triunfalismo liberal.
En este libro, sin embargo, el crítico cultural desplaza con mayor evidencia al historiador, al filósofo e, incluso, al escritor que hay en Iván de la Nuez. Hay aquí constantes alusiones a algunos pensadores neomarxistas, como Boris Groys, Slavoj Zizek, Alain Badiou o Jacques Rancière, pero muy poca reflexión teórica sobre el problema de la actualidad del comunismo o del marxismo espectral, tan debatido, desde el clásico de Derrida, por pensadores contemporáneos como Bruno Bosteels y Jodi Dean. La editorial Verso ha creado, de hecho, la colección Pocket Communism, centralmente dedicada al tema, que acaba de publicar un volumen tan pertinente para dicha discusión como Towards a New Manifesto, la historia del malogrado proyecto de Theodor Adorno y Max Korkheimer de reescribir el Manifiesto Comunista en la primavera de 1956.
En su libro, Iván de la Nuez nos convence de esas “manifestaciones” del comunismo en la cultura del capitalismo global. Pero el propio De la Nuez no se posiciona sobre las diversas maneras de entender la “actualidad” del comunismo. Esta elusión voluntaria informa, en buena medida, las estrategias de escritura del crítico cultural. Su insistencia en nociones como “fantasma”, "zombie", “sombra” o “espectro” parece aludir a presencias espirituales de un pasado muerto, cuando el fantasma que detectaban Marx y Engels, en 1848, tenía que ver, más, con una criatura a punto de nacer. Bosteels, Dean y otros neomarxistas contemporáneos piensan la actualidad del comunismo como una presencia política real, y no como una evanescencia espiritual, ya que para ellos el leninismo, el estalinismo o el maoísmo; el socialismo real, las guerrillas zapatistas o guevaristas o los socialismos bolivarianos, han sido sólo algunas de las formas que históricamente adoptó una tradición de la comuna, anterior al siglo XX y viva en el siglo XXI.
Lo que De la Nuez entiende como “cuerpo”, y no como “espectro” o como “sombra”, en esas “manifestaciones” del comunismo, son atributos de la globalización que bien podrían entenderse a partir de la tesis del ascendente camino hacia la igualdad, en detrimento de la libertad, de Alexis de Tocqueville en La democracia en América (1835-1840), un ensayo, que no panfleto, anterior al Manifiesto comunista. La radical individuación del sujeto, con su PC o cualquier otro equipo electrónico personal, la diseminación de las nociones jerarquizadas de autoría, poética o status y la creciente seguritización de la sociedad, esa distopía policiaca de hoy, fueron mejor profetizadas por Tocqueville que por Marx.
Un antecedente más claro que los Espectros de Marx de Derrida –marxismo y comunismo no son la misma cosa- de esta manera de pensar el comunismo, en la larga duración, sería el temprano ensayo de Jean Luc Nancy, “From the Existence of Communism to the Community of Existence” (1992), en la revista Political Theory, que tiene ecos de Tocqueville y –gústele o no a Nancy-, también de Francois Furet. Se puede estar o no de acuerdo con esa manera de pensar del comunismo –yo no lo estoy-, pero es indispensable definir qué entendemos por marxismo y por comunismo antes de discernir sus presencias vivas o muertas, espectrales o reales, en la cultura del capitalismo global.     




martes, 5 de noviembre de 2013

La vanguardia peregrina



Este es un libro sobre lo que podría entenderse como la última o, acaso, la penúltima vanguardia literaria cubana, en el exilio. Se estudia aquí un grupo de escritores que publicaron textos narrativos, poéticos o ensayísticos, con un alto grado de experimentación y cosmopolitismo, poco antes o poco después de 1968, en varias ciudades occidentales: Nueva York, París, Roma, Madrid, Barcelona, Ciudad de México. Autores exiliados, que produjeron sus obras en contextos marcados por la rebelión moral y estética de aquella década y que, a pesar de compartir el imaginario de una izquierda radical, debieron articular un discurso crítico sobre el socialismo cubano.
Hubo escritores de aquella vanguardia, como Severo Sarduy, que hicieron impugnaciones explícitas del canon nacional de las letras cubanas. En novelas como Gestos y De donde son los cantantes y en ensayos como Escrito sobre un cuerpo y Barroco, Sarduy colocó lo nacional e, incluso, lo revolucionario, en un contexto territorialmente desplazado por lo que podríamos llamar una estética y una erótica de la dislocación. A la superposición de los tejidos raciales y antropológicos de la nacionalidad –el indio, el negro, el español, el chino-, Sarduy agregó pulsiones universales como el sexo y la muerte.
         Estas dos últimas dimensiones, sexo y muerte, recorren también la narrativa y la ensayística de Calvert Casey. En los cuentos y críticas de Memorias de una isla y Notas de un simulador, Casey hizo de la sexualidad un universo polimórfico, donde se manifiesta la vida y el reverso de la vida. El sexo es, para Casey, como también para Virgilio Piñera, una experiencia límite, ambivalente, donde se realiza la libertad del sujeto por medio del placer y el dolor. Pero en Casey, el amor homosexual adquiere un acento metafísico, de fusión con el otro, que no observamos en Piñera.
         El sexo y el amor en Calvert Casey conectan más plenamente con las ideas de Georges Bataille y, más recientemente, de Roberto Esposito. La muerte y la sexualidad como figuras de lo impolítico, es decir, de una esfera en la que no sólo se practica la moral subversiva o antiautoritaria sino una negación de toda racionalidad biopolítica. En Calvert Casey –y también en Nivaria Tejera- podríamos leer un desafío al discurso nacional integrador de la Revolución, que no pasa por instrumentaciones de lo barroco, como en Sarduy, o por desmontajes de genealogías letradas, como en Lorenzo García Vega.
         Tejera, por ejemplo, en Sonámbulo del sol y, sobre todo, en Huir de la espiral, envuelve a sus personajes dentro de una bruma ontológica, que subvierte la luminosidad moral y racional de la Revolución. Entre todos aquellos escritores de los 60, es, tal vez, Nivaria Tejera la que de un modo más transparente incorpora la experiencia del exilio a sus ficciones. Los personajes de Tejera son peregrinos en París, que hacen de la ciudad un laberinto de identidades fugitivas. El París de Tejera es distinto al de Sarduy, a pesar de ser contemporáneo: no es el de Tel Quel, Sollers, Barthes y Kristeva, sino el de Julio Cortázar, el cronopio revolucionario que, a contrapelo de la empatía estética, rechaza al cronopio exiliado.
         El desencuentro de Tejera con la izquierda latinoamericana de París –legible en sus ficciones y narrado en sus memorias Espero la noche para soñarte, Revolución- sería equivalente al menos conocido de Julieta Campos con la izquierda mexicana de los años 70 y 80. Una escritora cubana, adscrita al paradigma del relato objetivo de la nouveau roman francesa, en el México de la masacre de Tlatelolco y del desencanto del milagro desarrollista, convergía en el horizonte de una nueva izquierda democrática, como el que comenzaban a demandar Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis, desde Plural y el suplemento La cultura en México. Campos enfrentaría aquella conexión crítica, vindicando su pertenencia a una tradición literaria cubana que, no por patriótica, dejaba de estar constituida por el destierro y la errancia. Todavía es posible advertir ese nacionalismo transterrado en poetas del exilio como Orlando González Esteva o Gustavo Pérez Firmat.
        El autocercioramiento de una poética literaria dentro de una tradición nacional, pero desde lejos, es decir, desde el exilio, también es perceptible en el mayor y el menor de aquellos escritores vanguardistas de los 60: me refiero a Lorenzo García Vega y José Kozer. El diálogo que supieron entablar García Vega y Kozer hasta la muerte del primero, el año pasado, es uno de los testimonios más persuasivos sobre la dialéctica entre tradición y vanguardia en la literatura cubana. García Vega llegó a ese diálogo desde un surrealismo persistente, que lo enfrentó al nacionalismo católico de Orígenes, y lo abrió al psicoanálisis y la contracultura de mediados de siglo. Kozer, desde una inmersión en los alrededores poéticos de la Nueva Izquierda, en el Nueva York de los 60 y 70, arribó a una zona colindante.
         Ese diálogo descansaba sobre la premisa de que la vanguardia era una apuesta por el escape o la fragmentación de la racionalidad estética que sustentaba la cultura cubana tradicional. García Vega encontraría lo peor de esta última en lo que llamaba la “opereta cubana”, una mezcla de racismo sublime y espurio aristocratismo, personificada en Julián del Casal y buena parte del postmodernismo cubano. Lo curioso es que esa interlocución, que en ambos, García Vega y Kozer, inclinaba hacia la ruptura con lo que hemos llamado “la escuela de Casal” y la reinvención de un Martí vanguardista, produjo dos escrituras de la memoria radicalmente distintas.
A diferencia de García Vega, Kozer no estaba interesado en el ajuste de cuentas con el catolicismo origenista o en la sintonía de éste último con el discurso legitimante de la Revolución Cubana. Lo decisivo para Kozer era –y es- la fabricación de una cápsula personal de memoria, asociada a su experiencia dentro de una familia judía habanera que no parte al exilio luego de 1959 sino que retoma el camino de la diáspora, constitutivo de su comunidad, luego del giro hacia el comunismo del gobierno revolucionario. El proyecto poético de Kozer, a pesar de construirse desde el exilio, abre, por la vía de la memoria, zonas de contacto con poéticas armadas en la Habana postsoviética como las de Reina María Rodríguez o Soleida Ríos.
En Kozer, el dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha marcado a la literatura cubana, como a cualquier otra literatura latinoamericana en el último siglo, alcanza un estatuto discernible, por su carácter expansivo y global. La poesía de Kozer gravita hacia todos los puntos cardinales del imaginario cultural –orientalismo y vanguardia norteamericana, América Latina y tradición hebrea, Siglo de Oro y Generación del 27, neobarroco y coloquialismo-, estableciéndose como un dispositivo lírico del arte de la lectura. En la poesía lectora de Kozer observamos una de las más elocuentes apuestas por un exilio de vanguardia en la literatura cubana contemporánea.
Historiar una vanguardia implica, siempre, certificar su desaparición o el paso de su momento. Sobre todo, si el relato de esa vanguardia es escrito luego de la devastadora crítica al vanguardismo que ha propiciado la cultura postmoderna. El lugar de esa vanguardia, sin embargo, en la historia de la literatura cubana, sigue estando a debate. Su recepción, en las últimas décadas, si bien limitada o incómoda, da cuerpo a algunas de las poéticas mejor armadas de la literatura cubana contemporánea, en la isla o en la diáspora. Este libro quisiera ser, al menos, una constatación de ese legado.