Este es un libro sobre
lo que podría entenderse como la última o, acaso, la penúltima vanguardia
literaria cubana, en el exilio. Se estudia aquí un grupo de escritores que
publicaron textos narrativos, poéticos o ensayísticos, con un alto grado de
experimentación y cosmopolitismo, poco antes o poco después de 1968, en varias
ciudades occidentales: Nueva York, París, Roma, Madrid, Barcelona, Ciudad de
México. Autores exiliados, que produjeron sus obras en contextos marcados por
la rebelión moral y estética de aquella década y que, a pesar de compartir el
imaginario de una izquierda radical, debieron articular un discurso crítico
sobre el socialismo cubano.
Hubo
escritores de aquella vanguardia, como Severo Sarduy, que hicieron
impugnaciones explícitas del canon nacional de las letras cubanas. En novelas
como Gestos y De donde son los cantantes y en ensayos como Escrito sobre un cuerpo y Barroco, Sarduy colocó lo nacional e,
incluso, lo revolucionario, en un contexto territorialmente desplazado por lo
que podríamos llamar una estética y una erótica de la dislocación. A la
superposición de los tejidos raciales y antropológicos de la nacionalidad –el
indio, el negro, el español, el chino-, Sarduy agregó pulsiones universales
como el sexo y la muerte.
Estas dos últimas dimensiones, sexo y muerte, recorren
también la narrativa y la ensayística de Calvert Casey. En los cuentos y
críticas de Memorias de una isla y Notas de un simulador, Casey hizo de la
sexualidad un universo polimórfico, donde se manifiesta la vida y el reverso de
la vida. El sexo es, para Casey, como también para Virgilio Piñera, una
experiencia límite, ambivalente, donde se realiza la libertad del sujeto por
medio del placer y el dolor. Pero en Casey, el amor homosexual adquiere un
acento metafísico, de fusión con el otro, que no observamos en Piñera.
El sexo y el amor en Calvert Casey conectan más plenamente
con las ideas de Georges Bataille y, más recientemente, de Roberto Esposito. La
muerte y la sexualidad como figuras de lo impolítico,
es decir, de una esfera en la que no sólo se practica la moral subversiva o
antiautoritaria sino una negación de toda racionalidad biopolítica. En Calvert
Casey –y también en Nivaria Tejera- podríamos leer un desafío al discurso
nacional integrador de la Revolución, que no pasa por instrumentaciones de lo
barroco, como en Sarduy, o por desmontajes de genealogías letradas, como en
Lorenzo García Vega.
Tejera, por ejemplo, en Sonámbulo
del sol y, sobre todo, en Huir de la
espiral, envuelve a sus personajes dentro de una bruma ontológica, que
subvierte la luminosidad moral y racional de la Revolución. Entre todos
aquellos escritores de los 60, es, tal vez, Nivaria Tejera la que de un modo
más transparente incorpora la experiencia del exilio a sus ficciones. Los
personajes de Tejera son peregrinos en París, que hacen de la ciudad un
laberinto de identidades fugitivas. El París de Tejera es distinto al de
Sarduy, a pesar de ser contemporáneo: no es el de Tel Quel, Sollers, Barthes y Kristeva, sino el de Julio Cortázar,
el cronopio revolucionario que, a contrapelo de la empatía estética, rechaza al
cronopio exiliado.
El desencuentro de Tejera con la izquierda latinoamericana
de París –legible en sus ficciones y narrado en sus memorias Espero la noche para soñarte, Revolución-
sería equivalente al menos conocido de Julieta Campos con la izquierda mexicana
de los años 70 y 80. Una escritora cubana, adscrita al paradigma del relato
objetivo de la nouveau roman francesa,
en el México de la masacre de Tlatelolco y del desencanto del milagro
desarrollista, convergía en el horizonte de una nueva izquierda democrática,
como el que comenzaban a demandar Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos
Monsiváis, desde Plural y el
suplemento La cultura en México.
Campos enfrentaría aquella conexión crítica, vindicando su pertenencia a una
tradición literaria cubana que, no por patriótica, dejaba de estar constituida
por el destierro y la errancia. Todavía es posible advertir ese nacionalismo
transterrado en poetas del exilio como Orlando González Esteva o Gustavo Pérez
Firmat.
El autocercioramiento de una poética literaria dentro de una
tradición nacional, pero desde lejos, es decir, desde el exilio, también es
perceptible en el mayor y el menor de aquellos escritores vanguardistas de los
60: me refiero a Lorenzo García Vega y José Kozer. El diálogo que supieron
entablar García Vega y Kozer hasta la muerte del primero, el año pasado, es uno
de los testimonios más persuasivos sobre la dialéctica entre tradición y
vanguardia en la literatura cubana. García Vega llegó a ese diálogo desde un
surrealismo persistente, que lo enfrentó al nacionalismo católico de Orígenes, y lo abrió al psicoanálisis y la
contracultura de mediados de siglo. Kozer, desde una inmersión en los
alrededores poéticos de la Nueva Izquierda, en el Nueva York de los 60 y 70,
arribó a una zona colindante.
Ese diálogo descansaba sobre la premisa de que la vanguardia
era una apuesta por el escape o la fragmentación de la racionalidad estética
que sustentaba la cultura cubana tradicional. García Vega encontraría lo peor
de esta última en lo que llamaba la “opereta cubana”, una mezcla de racismo
sublime y espurio aristocratismo, personificada en Julián del Casal y buena
parte del postmodernismo cubano. Lo curioso es que esa interlocución, que en
ambos, García Vega y Kozer, inclinaba hacia la ruptura con lo que hemos llamado
“la escuela de Casal” y la reinvención de un Martí vanguardista, produjo dos
escrituras de la memoria radicalmente distintas.
A
diferencia de García Vega, Kozer no estaba interesado en el ajuste de cuentas
con el catolicismo origenista o en la sintonía de éste último con el discurso
legitimante de la Revolución Cubana. Lo decisivo para Kozer era –y es- la
fabricación de una cápsula personal de memoria, asociada a su experiencia
dentro de una familia judía habanera que no parte al exilio luego de 1959 sino
que retoma el camino de la diáspora, constitutivo de su comunidad, luego del
giro hacia el comunismo del gobierno revolucionario. El proyecto poético de
Kozer, a pesar de construirse desde el exilio, abre, por la vía de la memoria,
zonas de contacto con poéticas armadas en la Habana postsoviética como las de
Reina María Rodríguez o Soleida Ríos.
En
Kozer, el dilema entre nacionalismo y cosmopolitismo que ha marcado a la
literatura cubana, como a cualquier otra literatura latinoamericana en el
último siglo, alcanza un estatuto discernible, por su carácter expansivo y
global. La poesía de Kozer gravita hacia todos los puntos cardinales del
imaginario cultural –orientalismo y vanguardia norteamericana, América Latina y
tradición hebrea, Siglo de Oro y Generación del 27, neobarroco y
coloquialismo-, estableciéndose como un dispositivo lírico del arte de la lectura.
En la poesía lectora de Kozer observamos una de las más elocuentes apuestas por
un exilio de vanguardia en la literatura cubana contemporánea.
Historiar
una vanguardia implica, siempre, certificar su desaparición o el paso de su
momento. Sobre todo, si el relato de esa vanguardia es escrito luego de la
devastadora crítica al vanguardismo que ha propiciado la cultura postmoderna. El
lugar de esa vanguardia, sin embargo, en la historia de la literatura cubana,
sigue estando a debate. Su recepción, en las últimas décadas, si bien limitada
o incómoda, da cuerpo a algunas de las poéticas mejor armadas de la literatura
cubana contemporánea, en la isla o en la diáspora. Este libro quisiera ser, al
menos, una constatación de ese legado.