La última entrega de la revista Nueva Sociedad, que editan Svenja Blanke y Pablo Stefanoni en Buenos Aires, vuelve sobre el eterno dilema de los intelectuales de izquierda y el poder político en América Latina. En la segunda mitad del siglo XX, el asunto fue tratado desde la perspectiva de izquierdas marginadas o reprimidas por los poderes políticos. A principios de la segunda década del siglo XXI, ese enfoque ha sido rebasado por la prolongada experiencia de varios gobiernos de izquierda en el poder de la región.
Las dos contribuciones que encabezan el dossier, el ensayo del historiador argentino Carlos Altamirano y la entrevista con el antropólogo Enzo Traverso, intentan lidiar con la crisis del rol del intelectual público en un periodo de universalización de la democracia como el que vivimos. Ambos, a su manera, cuestionan el tópico de que la figura del intelectual público esté condenada a desaparecer en contextos en que los derechos civiles y políticos están garantizados. Una de las funciones de esa figura moderna es, precisamente, ubicar aquellas zonas de la vida humana en que la libertad pública se ve obstruida por viejas leyes o nuevos poderes.
Mientras Altamirano cuestiona el mito de que sociedades de arraigada tradición liberal, como la británica, hayan carecido de intelectuales públicos, Traverso hace la pertinente observación de que una de las corrientes más renovadoras del pensamiento de izquierda, en las dos últimas décadas, el marxismo postcolonial, se ha desarrollado en la India, Pakistán y el Medio Oriente y no en países comunistas, como China, Viet Nam y Cuba, que vivieron revoluciones anticoloniales supuestamente más radicales que los procesos de descolonización asiáticos y norafricanos. El paralelo sería suficiente para aceptar que el intelectual público vive posibilidades y riesgos bajo todo tipo de sociedades.
Mi contribución al número es una veloz hojeada a las mutaciones del rol del intelectual público entre los años 90 y los 2000. Si la última década del siglo XX produjo una hegemonía neoliberal, la primera del siglo XXI ha producido una hegemonía neopopulista. Ambas hegemonías han generado efectos, a mi juicio negativos, sobre dos de las tradiciones intelectuales más ricas y vivas del pensamiento latinoamericano de los últimos siglos: el liberalismo y el marxismo. Ambas tradiciones han salido dañadas de las simplificaciones, maniqueísmos y estereotipos que esas hegemonías han impuesto a la esfera pública de nuestros países.
Libros del crepúsculo
miércoles, 26 de junio de 2013
miércoles, 19 de junio de 2013
Los cantos glebales de Poveda
El escritor modernista cubano José Manuel Poveda (1888-1926)
aludió en sus poemas y prosas a “cantos y danzas glebales”, es decir, de la
tierra. En el cuento “La mujer que
cantaba”, publicado en la revista Orto,
en 1921, propuso esta conceptualización por vía negativa del canto glebal:
“Sus canciones no eran como las guajiras que en la playa de
Cajío, cerca de los manglares interminables, o junto a las cañas y los guanos
de San Antonio y dentro de las mismas vallas de gallos, en noches de orgía
campesina, yo había gozado con Rufina. No eran tampoco canciones de moda,
traídas del extranjero y repetidas por tenores de teatro chico. No eran tampoco
cantares rústicos de cantadores orientales, ni de sones, ni de tristes, ni de
boleros. Las canciones de la mujer que cantaba eran solamente un grito”.
Y agregaba:
“Eran un grito, una serie de gritos, un grupo de gritos,
modulados, medidos alargados, sostenidos, combinados. Eran gritos rítmicos,
melódicos, armónicos; pero eran solamente gritos. Esas canciones sin palabras
eran mudas. No se quejaban, no protestaban; no hablaban de amor, ni de olvido,
ni de desesperación, ni de crimen, ni de odio. No expresaban ningún motivo
poético, ni sentimental, en ninguna forma lírica. Eran solamente un grito. Me
parece que lo escucho todavía”.
En una prosa anterior, la titulada precisamente “Cantos glebales”,
aparecida en la segunda época de Cuba y
América, de 1914, Poveda ofrece esta otra descripción de ese tipo de
música. Esta vez no es la voz de una mujer sino de un coro de mujeres, una
“turba que no era sino un monstruo”, que “cobraba personalidad unitaria” y
“constituía un solo organismo indescriptible”:
“El canto glebal no poseía más tesoro que el vuelo: su
verdad era una negación, su ciencia una queja, su fuerza una pregunta, su
virtud la de aspirar hacia un todo cuyo alcance no comprendía. El canto glebal
era solitario. Ninguna voz que tiene recuerdos está sola; ningún grito que
posee un ideal está solo: sigue entonces su marcha el pasado, o precede sus
pasos el mañana. Pero estas voces sin recuerdos ni ideales no tenían un punto
de partida ni una meta: todo su camino era un punto en el espacio, su vida un
minuto en el tiempo, sus hermanos ellas mismas. Y el canto glebal callaba
(tiemblo; nunca un cerebro humano sufrió lo que sufre el mío) tal como una voz
sin interlocuciones, ni dioses ni hombres, y que no tiene qué decirse a sí
propia; estremecimiento inútil de una conciencia que no existe y que ignora
toda otra conciencia”.
¿A qué canto telúrico se refiere Poveda? Ciertamente, no a
los sones, congas, comparsas, chambelonas, arrolladeras o rumbas de principios
del siglo XX, en Cuba, estudiadas por Natalio Galán en el último capítulo de su
Cuba y sus sones (1983). Los cantos glebales
de Poveda no eran en castellano, ni estaban melódica y armónicamente procesados
por las tradiciones europeas. Eran, por tanto, cantos negros, lucumís, yorubas
y nagós o música dajomesa y arará, como la estudiada por Fernando Ortiz y Alejo
Carpentier, para las dos primeras décadas del siglo XX cubano.
Cantos rituales, con voces acompañadas por la percusión del
batá, consagrados a Shangó entre los lucumís o a Ebioso entre los dajomés. En
años de intensificación del racismo, como los que anteceden y suceden a la masacre
de 1912, Poveda, un poeta negro ubicado en la frontera entre el postmodernismo
y las primeras vanguardias del siglo XX, siente una mezcla de rechazo y
fascinación por ese canto. Su cultura letrada le impide percibir poesía o escuchar
música propiamente dicha en esas voces de la tierra, sólo gritos y ritmos, pero
ese vacío espiritual se le presenta como metáfora de su propia soledad y su
propio nihilismo.
lunes, 17 de junio de 2013
Monarquías literarias
A lo que más atención le presto, cuando una publicación como Le Nouvel Observateur dedica un número a los grandes maestros de la literatura mundial del siglo XX, es la forma en que la crítica francesa piensa su literatura nacional y el lugar de la misma en el mundo. La portada, para empezar, con Proust en primer plano, Céline a su costado izquierdo y más atrás Balzac y Duras, con Tolstoi, Joyce y Borges rellenando el lejano horizonte de lo mundial, es más que suficiente para hacerse una idea de por dónde viene esa representación de sí en la crítica francesa.
No me extraña que el quinteto canónico francés del XIX (Hugo, Chateaubriand, Stendhal, Balzac y Flaubert) esté bien fijado desde las primeras páginas de esta entrega. Más sorprende, en cambio, que al tratar la literatura francesa del siglo XX, Sacotte, Calle-Gruber y Bon se esfuercen por encontrarle una posición a Jean Giono, Claude Simon y Georges Perec junto a Faulkner, Hemingway o Nabokov. Tan complicado es ese posicionamiento como el que aspira a buscarle a esos mismos escritores algún lugar cercano a Proust, Céline o Duras en la propia literatura francesa del pasado siglo.
No me extraña que el quinteto canónico francés del XIX (Hugo, Chateaubriand, Stendhal, Balzac y Flaubert) esté bien fijado desde las primeras páginas de esta entrega. Más sorprende, en cambio, que al tratar la literatura francesa del siglo XX, Sacotte, Calle-Gruber y Bon se esfuercen por encontrarle una posición a Jean Giono, Claude Simon y Georges Perec junto a Faulkner, Hemingway o Nabokov. Tan complicado es ese posicionamiento como el que aspira a buscarle a esos mismos escritores algún lugar cercano a Proust, Céline o Duras en la propia literatura francesa del pasado siglo.
sábado, 15 de junio de 2013
Parodias de Utopía
Están
las utopías de Moro y Campanella, las antiutopías de Huxley y Orwell y las
parodias de la utopía de Rabelais o Woody Allen en su película Bananas (1971) o de Reinaldo Arenas en El color del verano (1990). A esta última modalidad
pertenece, creo, la más reciente novela de Juan Villoro, Arrecife (Anagrama, 2012). En una playa del Caribe, rodeada de
narcotráfico, secuestros y crímenes, un
grupo de ex rockeros y ex drogadictos de los 70, han creado un experimento de
turismo extremo en el hotel La Pirámide.
El
rock y las drogas, la revolución y el sexo, se han convertido en débiles
resonancias para esos sujetos amnésicos. La oferta turística que han inventado
para seres ahítos y tediosos del Primer Mundo contiene visitas a sitios
arqueológicos y cenotes cristalinos, pero, también, a comandos guerrilleros, comarcas inseguras, zonas de alto riesgo y combate al narcotráfico. Como microcosmos de su propio exterior
violento, el resort acoge la historia de un crimen.
Algunos
encontrarán sintonías con Michel Houellebecq en esta novela de Juan Villoro.
Yo, en cambio, la he leído como parodia simultánea de dos utopías: la
de la revolución y la del turismo. No hay plena redención en la primera –más
bien abusos de la memoria, como el de una madre trasmitiendo a su hijo el mito
de que su padre ausente murió en la matanza de Tlatelolco-, ni plena felicidad
en el segundo, en todo caso liberación a medias de la culpa generada por el
confort capitalista.
Debajo
de ambas fantasías emancipatorias subyacen las mismas multitudes neuróticas.
Uno de los filósofos del turismo extremo, en la novela de Villoro, trasmite con
lealtad esta idea masoquista de la institución del balneario caribeño: “cada
especie tiene sus remedios para la desesperación: los caballos se lanzan por un
desfiladero, las ballenas encallan en la playa, el ser humano hace las maletas.
En el futuro no habrá guerras: habrá turistas, invasores cansados. Una
eutanasia en cámara lenta”.
miércoles, 12 de junio de 2013
La derecha comunista
En el libro Revolution
1989. The Fall of the Soviet Empire (Vintage Books, 2010) del periodista
búlgaro, afincado en Inglaterra, Victor Sebestyen, se observa con claridad el
momento en que Fidel Castro y los líderes históricos de la Revolución Cubana
dejan de representar, para los sectores políticos e intelectuales de Europa del
Este, voces de renovación de la izquierda mundial y se convierten en
representantes y aliados del más feroz conservadurismo comunista dentro de la
órbita soviética.
En su libro, Sebestyen reconstruye la visión que sobre Fidel
Castro y el Partido Comunista de Cuba subsistía en las burocracias de aquellos
países del campo socialista. Casi todos los testimonios apuntan a una
complicidad de la dirigencia cubana con las fuerzas más reaccionarias, que
intentaban reprimir o neutralizar la movilización de la sociedad civil contra
el totalitarismo. El diplomático ruso Sergei Tarasenko, con muchos años de
experiencia en Naciones Unidas, quien de joven vivió de cerca del ocaso de la
cancillería soviética, intentaba explicarse la impopularidad del ministro de
exteriores Andrei Gromyko en los 80.
Su explicación era simple y, a la vez, inapelable: “few
people read Pravda, but everyone read
The New York Times. The people who
read Pravda were Fidel Castro… and
the World Peace Council, whose services we paid for”. La alianza conservadora
entre las élites políticas del campo socialista se basaba en la preservación de
un sistema mundial de subsidios, articulado en torno a las prioridades del CAME,
que favorecía a cada una de las nomenclaturas nacionales del bloque soviético.
Era esa defensa de los intereses la que impulsaba a las burocracias aliadas a practicar la represión sistemática de toda disidencia.
Sebestyen reconstruye la conversación que Nicolai Ceausescu y su círculo más
próximo –su esposa Elena, el Ministro del Interior Tudor Postelnicu, el Jefe de
Seguridad Julian Vlad, el del Ejército Vasile Milea- sostuvieron en torno a los
modos de actuar ante la concentración ciudadana en la plaza de Timisoara. Mientras los
generales proponían negociar y Elena les gritaba “cobardes”, Ceausescu
concluye:
“Some few hooligans want to destroy socialism and you are
making it child`s play for them. Fidel Castro is right. You do not quieten your
enemy by talking to him like a priest, but by burning him”.
lunes, 3 de junio de 2013
Décima de Sarduy a Goytisolo
A Juan Goytisolo
Tal eres, tiempo de duelo,
que todo ayer fue una fiesta:
cuando el ángel de la siesta
retozaba por el suelo.
Aliabierto, fijo en vuelo,
equilibrado y clemente,
planeaba sobre el durmiente
el pájaro solitario
de plumas abecedario.
Faltó el aire de repente.
Un testigo perenne y delatado (1985)
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