Con frecuencia, cuando se
debaten los sistemas de partidos contemporáneos en la opinión pública, se
piensa que sólo existen dos opciones: el unipartidismo o el multipartidismo.
Nada menos cierto: a principios del siglo XXI existen en el mundo muchos más
modelos de organización de la competencia electoral y la alternancia en el
poder de los que, por pereza intelectual, se admiten.
Los sistemas de partidos
están relacionados, naturalmente, con el tipo de régimen político en el que se
producen: bajo un régimen parlamentario, por ejemplo, los partidos políticos
cumplen una función diferente a la que juegan en regímenes presidencialistas.
En países federales, la representación y, en general, las asociaciones
políticas responden a una lógica regional distinta a la que se produce en
países centralistas.
No hay normas únicas para la
implementación del sistema de partidos: los dos países más populosos de la
tierra, China e India, étnicamente heterogéneos pero menos multiculturales que
grandes países occidentales como Estados Unidos o los europeos, poseen sistemas
de partidos que no podrían ser más diferentes: en China, partido comunista
único, y en la India, 180 partidos, bajo un régimen parlamentario y federal.
En la mayoría de los países
occidentales existe, constitucionalmente, el multipartidismo, pero las normas
jurídicas complementarias del proceso electoral y la propia dinámica del
proceso político reducen las grandes corrientes nacionales a dos, tres o cuatro
organizaciones. En Estados Unidos, por ejemplo, la legislación ha traducido
históricamente la complejidad de un país federal y presidencialista en términos
de un bipartidismo de facto.
Tiene sentido que bajo
regímenes parlamentarios, como los europeos, donde el centro de la vida política
es el poder legislativo, exista un pluripartidismo amplio. En presidencialismos
como los americanos, la sociabilidad política tiende a reducirse más. En
algunos países andinos, como Perú y Ecuador, por ejemplo, la excesiva
multiplicidad de partidos ha demostrado no ser demasiado útil para la vida
democrática.
Cualquiera de esos sistemas
de partidos se beneficia de una sociedad civil vertebrada por la autogestión y la participación.
Desde Tocqueville sabemos que mientras más compleja y heterogénea es la
sociabilidad civil de una nación menos poderosas son las burocracias y
oligarquías de los partidos, que convierten la vida democrática en feudos de
minorías. De manera que en naciones donde no existe aún sistema de partidos es
más urgente que se consolide una sociedad civil autónoma.
Qué tipo de sistema de
partidos convendría a Cuba durante un proceso de transición a la democracia es
pregunta que deberán responder, ante todo, los ciudadanos y políticos cubanos
del siglo XXI si, realmente, llegan a ponerse de acuerdo en un nuevo diseño
constitucional. Las formas del pluralismo son variadas, aunque todas poseen
como premisa la libertad de asociación y expresión y la existencia de
oposiciones legítimas.
Si tuviera que expresar una
impresión sobre el tema –no una opinión, ya que el contexto cubano se halla
todavía lejos de un reajuste institucional de su sistema político- diría que a
la sociedad cubana actual, cada vez más diversa pero con muy poca experiencia
en la actividad política plural y competida, le convendría un sistema de pocas
asociaciones políticas –no necesariamente partidos-, que no impida la
concertación de acuerdos y la construcción de bloques hegemónicos.
Un sistema político atomizado,
en un momento de reconstrucción nacional como el que ya comienza, no parece ser
la mejor opción. Existen muchos mecanismos jurídicos y penales para garantizar
una estructura política de sociabilidad acotada, sin limitar derechos básicos
de asociación y expresión. De lo que no cabe duda es que la remoción de los límites vigentes a esos derechos es el punto de partida, no del “cambio verdadero”, pero sí de cualquiera
de las muchas reformas políticas posibles.