Libros del crepúsculo
miércoles, 10 de octubre de 2012
Contra la redención
Una escena del documental Imagine: John Lennon (1988), de Andrew Solt, pasa rápidamente de la aspereza a la piedad, cuando Lennon decide encarar a un joven que vagaba por los alrededores de su mansión en Tittenhurst Park, Ascott, en Inglaterra. El joven, demacrado y con los dedos tiznados, mira fijamente al músico y le dice que sus canciones hacen ver el mundo encadenado, como si todo tuviera sentido.
Lennon le responde que no, que el mundo no está encadenado, que le alegra saber que sus canciones lo ayuden a comprender la realidad, pero que su motivación no es tan desmesurada. Luego el joven pregunta en quién pensaba cuando componía sus canciones, sugiriendo que estaban secretamente dirigidas a él. A lo que Lennon responde, tajante, que no, que sus canciones no se dirigen especialmente a nadie.
Quien había alardeado de ser más popular que Cristo, se empeña, ante uno de sus fans, en que no lo escuchen como a un redentor. Luego de la exposición de un descreimiento, similar al de la canción God, el artista pregunta al joven si tiene hambre y lo invita a desayunar en la cocina de su casa. La escena cierra con esa imagen cristiana de Lennon compartiendo el pan con un discípulo, a quien ha, previamente, despojado de toda fantasía de redención.
martes, 9 de octubre de 2012
Mariátegui, crítico del antimperialismo
Hace poco menos de un siglo, en una conocida polémica con
Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, que estremeció la Primera Conferencia
Comunista Latinoamericana de Buenos Aires, en 1929, el marxista peruano José Carlos
Mariátegui formuló una de las críticas mejor razonadas del “antimperialismo”
como discurso hegemónico de las izquierdas nacionalistas y populistas de la
región.
La crítica de Mariátegui, que partía de un cuestionamiento
de la exageración sobre los elementos coloniales de las repúblicas
latinoamericanas -¡en 1929!-, sigue siendo válida para la impugnación de
los populismos latinoamericanos, lo mismo desde una perspectiva marxista que desde otra liberal. Ni liberales ni marxistas hacen del antimperialismo, es
decir, de la confrontación con Estados Unidos, el eje de sus políticas.
Así como para los liberales –hablo de los liberales clásicos
o contemporáneos, no de los neoliberales- lo decisivo en América Latina no es
la dependencia sino el gobierno representativo, la división de poderes, el
sistema de partidos o la rendición de cuentas, para las pocas izquierdas
marxistas que sobreviven a principios del siglo XXI, en medio de la ola neopopulista, lo fundamental es la
distribución equitativa del ingreso, la igualdad de oportunidades, la justicia
social y el combate a la pobreza, el hambre y la exclusión.
Decía Mariátegui:
“El antimperialismo, para nosotros, no constituye ni puede
constituir por sí solo un programa político, un movimiento de masas apto para
la conquista del poder. El antimperialismo, admitido que pudiese movilizar al
lado de las masas obreras y campesinas, a la burguesía y a la pequeña burguesía
nacionalistas no anula el antagonismo entre las clases, ni suprime las
diferencias de intereses”.
Y agregaba:
“¿Qué cosa puede oponer a la penetración capitalista la más
demagógica pequeña burguesía? Nada, sino palabras. Nada, sino una temporal
borrachera nacionalista. El asalto al poder por el antimperialismo, como
movimiento demagógico populista, si fuese posible, no representaría nunca la
conquista del poder, por las masas proletarias, por el socialismo”.
domingo, 30 de septiembre de 2012
El incesto y la regla del don
El psicoanálisis y la
antropología han ofrecido explicaciones ligeramente distintas del incesto. Para
Freud, se trataba de uno de los primeros instintos sexuales reprimidos, toda
vez que el padre, la madre y los hermanos eran los sujetos a la mano de la erótica
infantil. Para Claude Lévi-Strauss, sin embargo, el tabú del incesto no tenía
tanto que ver con la represión de la sexualidad infantil como con el
funcionamiento de las instituciones sociales.
En Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss tuerce
ingeniosamente el argumento freudiano cuando afirma que “la prohibición del
incesto es menos una regla que prohíbe casarse con la madre, la hermana o la
hija, que una regla que obliga a dar la madre, la hermana o la hija a otro. Es
la regla del don por excelencia”. El rechazo del incesto no estaría relacionado
con una inhibición sino con una suerte de generosidad comunitaria, que pone a
la familia en función de la sociedad.
Esta idea de la “regla del
don” podría trasladarse a algunas representaciones del incesto en la literatura
y el cine, que relacionan esa práctica sexual con diversas clases sociales. Por
ejemplo, en la novela El castillo en el
bosque de Norman Mailer, éste pone en boca del jerarca nazi Heinrich
Himmler la teoría de que una de las razones de la fuerza moral del campesinado
alemán se debía a la práctica del incesto. Alois Hitler y Klara Pölzl, los
padres de Adolf, eran primos. El incesto y la endogamia eran, según Himmler,
piezas claves de la superioridad aria.
Mailer, naturalmente, a
través del personaje de D.T., el joven SS bajo las órdenes de Himmler, acabará
invirtiendo el argumento, a la manera Lévi-Strauss. El incesto y la endogamia,
al abandonar la “regla del don”, no son la vía hacia la grandeza sino hacia la
locura y la maldad. Más o menos, la misma idea que encontramos en el film Savage Grace, que cuenta la historia de
los magnates Brooks Baekeland y Barbara Daly, cuyo hijo homosexual y
esquizofrénico, Anthony, asesina a su madre luego de tener relaciones con ella.
El incesto aparece en Savage Grace no sólo como señal de
decadencia y depravación, en la clase alta, sino como el origen de la locura, a
la manera de Mailer en El castillo en el
bosque. El abandono de la “regla del don” sería, lo mismo para la
aristocracia norteamericana del emporio Bakelite que para el campesinado alemán
de Himmler, la clave de la preservación, pero, también, de la
autodestrucción.
domingo, 23 de septiembre de 2012
Escritores, fuera del poder!
En el más reciente The New Yorker, Jill Lepore escribe una deslumbrante crónica sobre la célebre
pareja de publicistas y mercadólogos de la política norteamericana, formada por
Clem Whitaker y Leone Baxter, fundadores de la poderosa Campaigns, Inc. Por
décadas, estos estrategas diseñaron campañas a favor o en contra de políticos,
beneficiando mayoritariamente a líderes de la derecha republicana y
anticomunista de su país.
Una de las campañas en contra de socialistas y demócratas que emprendieron
Whitaker y Baxter tuvo como víctima al novelista Upton Sinclair. El autor de Dragon’s Teeth (1942) era un ferviente
partidario de las causas sindicales y alentaba un programa radical de
erradicación de la pobreza en California, que rebasaría por la izquierda el New
Deal de Roosevelt.
En 1934, Sinclair ganó la nominación de los demócratas para
la candidatura al gobierno de California. La maquinaria infamante de Baxter y
Whitaker se echó a andar en su contra, por medio de libelos y anuncios
radiales, que mellaron el prestigio de Sinclair y facilitaron el triunfo,
aunque por estrecho margen, del derechista republicano Frank F. Merriam.
Cuenta Lepore que Whitaker y Baxter creyeron siempre que la
descalificación de Sinclair sería fácil, por ser un escritor liberal o
socialista, cómodamente atacable en el plano moral. “Upton was beaten, diría
Whitaker, because he had written books”. La pareja encontró algunos pasajes
dudosos sobre el matrimonio en la novela Love´s
Pilgrimage (1911) y los utilizó para deslegitimar al novelista como político ante el
público de clase media y alta de California.
La crónica de Lepore me ha recordado los pasajes del
marxista peruano José Carlos Mariátegui sobre la indisociable relación entre
anti-intelectualismo y fascismo. Como recuerda Enrique Krauze en Redentores (2011), a Mariátegui no le
parecía raro que un “continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, como
Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua
sociedad con los más dogmáticos neo tomistas y los más incandescentes
anti-intelectualistas”. El anti-intelectualismo une a la derecha fascista con la izquierda estalinista.
viernes, 21 de septiembre de 2012
Rubén Cortés sobre Lichi Diego
Por uno de esos errores, seguramente deliberado, reproduje, en el post anterior, el prólogo de Rubén Cortés al libro La vida alcanza (2010) y no el que este certero periodista y escritor cubano, residente en México, escribió para el reciente volumen Viento a favor (2012). En este caso, creo, bien vale el error y la corrección.
Amores con una punta rota
Me
resulta imposible hablar en pasado de Eliseo Alberto, aunque sus cenizas
reposen en el fondo de un barranco de Cuba, cruzado por un puente férreo donde
él, en su niñez, hacía equilibrios sobre las líneas del tren. Ni siquiera los
viernes por la noche, cuando cubro mis santos con una pátina de humo de tabaco
y mi hijo Santino baña con agua de colonia el cristal del retrato de Lichi que
tenemos en casa: el aroma delvaho y el sacramento de la loción dilatan la
plegaria por nuestros muertos hacia el inmenso cielo sin nubes de la Ciudad de
México.
Porque Lichi, que es sobre todo un escritor
urbano (aun con su mar imaginado en Caracol Beach y los caminos de
ceni-za que recorre el circo de Asdrúbal, el mago, en La eternidad por fin
comienza un lunes) transita un mundo mágico de espíritus y supersticiones
arropadas por un sincretismo de deidades blancas y negras, colmado de
misterios: algo natural en un hombre que vivió sus primeros dieciocho años en
un pueblito de las afueras de La Habana, Arroyo Naranjo, rodeado de montes
donde en las noches ululaban las lechuzas, esas aves nocturnas a cuyo canto los
cubanos temen porque llama a la muerte y porque su preferencia por la oscuridad
es interpretada como un rechazo a Dios.
Aquel batir de alas de pájaros de mal agüero sembró
en Lichi la semilla que luego agregaría un cuarto enunciado a su
condición de escritor, según las facetas anotadas por Norman Mailer en su
aforístico artículo “The Thousand Words a Minute” (Esquire, febrero de
1963), que distingue tres categorías del escritor: poeta, novelista y
periodista. El caso de Lichi añade otra: “fabulante”, ese término
encantador de los psiquiatras locos para referirse a los hombres cuerdos “con
hábitos adquiridos de hacer relatos fantásticos extraídos de su imaginación”.
Por eso su santo no puede ser otro que Babalú Ayé,
San Lázaro en la religión católica, su venerado viejo de las muletas, favorito
de Lichi por algo que él considera mucho más grande que la esperanza o
el fanatismo, por algo muchísimo más profundo que la desilusión, por una razón
tan misteriosa como la fe y tan íntima como el amor: porque Babalú Ayé lo
entiende: “No recuerdo un solo mediodía en que Babalú Ayé me haya fallado,
estando yo triste, sin mi isla, mis santos, mis difuntos, ese mar de fantasmas
donde naufrago cada domingo sin mí”. A él dedica uno de los fragmentos mejor
logrados de la literatura cubana de todos los tiempos, escrito por Lichi en
Caracol Beach al estilo de la letanía que tan bien ovilla las pocas
ocasiones en que lo utiliza:
A Babalú Ayé lo siguen perros sarnosos, caballos
raquíticos, gallos roncos, vacas enclenques, jutías sin cola, abejas
destronadas, patos con gangrena, loros mundanos, pavorreales deprimidos, gatos
esqueléticos, moscas amputadas, cerdos cascarrabias, mariposas sin alas, lombrices
del pantano, cisnes suicidas, culebras bandoleras, hormigas bravas, pavos
desplumados, palomas perdidas, conejas estériles, lobos hambrientos, y a cierta
distancia, callados, respetuosos, fieles, compatriotas, miles de cubanos en
solemne procesión, hombres y mujeres, niños y ancianos, pecadores y
arrepentidos, vagabundos, leprosos, minusválidos, mongólicos, cojos, ciegos,
mudos, tontos, diabéticos, desesperados, tullidos, tuertos, tuberculosos,
sordos, lelos, paralíticos, mancos, tartamudos, cardiacos, desahuciados,
asmáticos, sidosos, paranoicos, solitarios, melancólicos, neuróticos, locos,
locos, locos cientos y cientos de pobres locos.
Balaba
Ayé también le fascina porque es “el que trabaja con los muertos”, una
certidumbre que lo estremeció una noche en el caserón del Pedregal de San Ángel
donde vive su maestro Gabriel García Márquez en el Distrito Federal, y donde Lichi
pernoctó en 1990, mientras calentaba la billetera para establecerse en
México. En la sobremesa, García Márquez solía re-cordar las noches remotas de
Aracataca en las que escuchaba a su abuela materna hablar con los muertos.
Una madrugada, Lichi despertó en el caserón
del Pedregal empapado en sudor, sobresaltado por una epifanía: “tenía delante”
a una amiga muy querida que vivía en La Habana y estaba embarazada. Fue a la
cocina a servirse un vaso de leche, que siempre ha sido su recurso para
recuperar el sueño. Bebía la leche cuando apareció García Márquez en piyama,
pues una idea le había impedido pegar ojo toda la noche y quería escribirla
antes de que se le extraviara entre las brumas del amanecer.
Lichi le contó por qué estaba
despierto: “Llámala ahora mismo por teléfono, porque está pariendo un hijo
macho”, le dijo García Márquez, con la misma cara de palo con que su abuela le
hablaba de aparecidos en Aracataca, mientras practicaba de memoria la ciencia
de los presagios. “Cuando un hombre sueña con una mujer embarazada, es que ella
está pariendo un hijo macho”, advirtió García Márquez e hizo que telefoneara a
la casa de su amiga. Del otro lado de la línea, la madre de la mujer respondió
con alarma: “No, ella no está. La ingresaron de parto en Maternidad de Línea.
Acaba de parir”.
—¿Y qué parió? —alcanzó a balbucear Lichi.
—Macho.
Aquella noche todavía faltaban siete años para que
sucediera lo que sucedió después: el enfriamiento de la relación entre alumno
y maestro, episodio convertido para siempre en uno de los dos amores de Lichi
que tienen una punta rota: el otro es su querer por Cuba.
Su historia con García Márquez empezó un miércoles
de 1975 cuando éste tocó con los nudillos la puerta de la casa de los
Diego-García Marruz en La Habana, dijo que quería conocer al poeta Eliseo Diego
y, al entrar, tuvo una alucinación similar a las de su abuela materna: He
estado antes en esta casa y fue de niño y muchas veces y todas para bien,
como lo narra Lichi en “Un nuevo libro de Gabriel”, incluido en Viento
a favor. La amistad con los Diego-García Marruz resultó instantánea y
duradera.
Luego, adoptó literariamente al hijo menor de la
familia, quien empezó a llamarlo como lo llamaría siempre: “Maestro”. García
Márquez lo cobijó con intensidad después de que Lichi fue separado de la
emblemática gaceta cultural El caimán barbudo, de la que fue jefe de
redacción entre junio de 1982 y junio de 1983. Perdió el trabajo justo a causa
de García Márquez, pues publicó una crónica suya aparecida originalmente en el
diario español El País en junio de 1981, titulada “Vidas de perros”,
donde mostró que en París los perros llevaban una existencia de privilegios. Lichi
lo reprodujo por la fuerza dramática del estilo periodístico:
Subíamos en silencio por la vieja escalera mecánica,
erguidos y en orden, como siempre he pensado que se debe subir al cielo,
cuando se oyó un chillido espantoso, una explosión como la de una piñata cuando
se revienta en una fiesta infantil, y todos corrimos sin saber qué pasaba, pero
con el instinto certero de que pasaba algo grave. En la ráfaga de pánico
alcancé a ver una señora con un pobre abrigo de primavera salpicado de sangre
todavía caliente, y otra que trataba de limpiar las piernas de su hijo
embadurnadas de una materia espesa. Sólo entonces nos dimos cuenta de lo que
ocurría: la escalera mecánica ha-bía oprimido entre dos peldaños un perrito
pequinés, lo había reventado, y sus vísceras dispersas habían salpicado a los
que estaban más cerca. En la escalera vacía sólo quedó el dueño del perrito,
paralizado de espanto, mirando con la boca abierta la traílla rota que le quedó
colgando en la mano. Esto sucedió el jueves de la semana pasada en un almacén
de París, y es uno de los episodios más raros y estremecedores que he visto en
mi vida.
Sin
embargo, un burócrata del departamento ideológico del gobierno juzgó como
elogio imperdonable a la sociedad capitalista publicar en la prensa del primer
país socialista de América que en París “los perros llevan una vida de
privilegios”.
Gran favor para Lichi, porque entonces García
Márquez vivía de tiempo completo en La Habana y lo contrató para que le ayudara
a impartir talleres de cine y literatura y hacer guiones en mancuerna.
Escribieron tres mil páginas a cuatro manos en temas de películas, entre éstas Cartas
del parque (1988), dirigida por el cubano Tomás Gutiérrez Alea, y Me alquilo
para soñar (1989), realizada por el brasileño Ruy Guerra.
Trabajaba en una oficina junto a la del maestro y
comenzó a dar los primeros toques a su novela La eternidad por fin comienza
un lunes.
—¿En qué tiempo estás escribiendo: en pasado, en
tercera persona? ¿Cómo se llama el personaje? —le preguntó García Márquez.
—Una se llama Anabel y otra se llama Aruba.
—¿Cómo le dices a Anabel?
—Bueno, Anabel unas veces, otras veces la modelo, la
muchacha, la trapecista, según...
—Tienes que decirle sólo de dos maneras: Anabel y la
trapecista. No le digas la muchacha o la modelo, porque la gente se confunde. Y
recuerda que las oraciones nunca empiezan con verbo, siempre con artículo, y
que en el uso de formas verbales y palabras siempre hay que escoger con
cuidado. Como en la carpintería, porque ningún mueble es de una sola pieza.
García Márquez le explicó que para escribir debía
usar normas muy simples y que la célula básica de un texto es la oración, que
hay que ligar de una manera muy sencilla: el sujeto, el verbo, el predicado,
los tiempos verbales y, muy en especial, el uso de los verbos irregulares para
evitar la cacofonía.
—¿Y usted, maestro, en qué anda? —preguntó Lichi.
—En una frase: “Fueron felices toda la vida”.
—Oiga: eso no se le puede olvidar, así terminan los
libros.
—Pues sí, pero tengo que escribirlo —respondió
García Márquez, quien no había escrito otra novela desde que el rey Carlos
Gustavo de Suecia le entregara el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre
de 1982 en Estocolmo.
Por esos días, maestro y alumno eran inseparables.
García Márquez le pidió un gran favor: “Empecé a escribir la novela, pero cada
día le contaré una versión distinta a todo el mundo de lo que estoy
escribiendo. Cuando cuente la misma versión dos veces, tú me avisas. Entonces
sabré que ya acabé”.
Tiempo después, durante una comida con el fallecido
comandante sandinista Tomás Borge, García Márquez contó la novela de la misma
manera que lo había hecho tres semanas antes. Luego, a solas, Lichi le
avisó: “Maestro, esta tarde contó usted la novela de forma idéntica por segunda
vez desde que la está contando”.
García Márquez se encerró a escribir de siete a
catorce horas diarias, estudiando, buscando datos y leyendo poesía española
para encontrar la fuente, la sonoridad y las palabras olvidadas de la lengua.
Hasta que una madrugada de otoño, en 1985, a las cuatro,
Lichi se desvelaba en la sala de la casa solariega de García Márquez en
el antiguo Havana Country Club & Park Lake, un club hípico y de golf para
millonarios en la Cuba de los años cuarenta y cincuenta, cuando vio bajar a
García Márquez las escaleras, envuelto en una colcha para ir a su estudio
porque había soñado algo y quería escribirlo.
—Acompáñame —apremió a Lichi.
Se sentó frente a la computadora, una Macintosh, y
tecleó unas palabras.
—Lee esto —pidió el maestro.
Lichi se situó a sus espaldas, acercó
la mirada a la pantalla y leyó:
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas
los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza,
su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que
es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que
podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la
respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días
con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
García
Márquez le preguntó a Lichi si había acabado de leer y éste asintió. El
maestro se levantó de la silla y se la cedió:
—Ya acabé la novela, Lichi.
Se llama El amor en los tiempos del cólera. Ponle tú el “Fin”.
Luego tomó un plumón negro y escribió “Para Lichi”
en el marco de la pantalla. “Es tuya. Te la has ganado”, dijo. Aquella
prehistórica Macintosh está guardada en la casa de los Diego-García Marruz en
La Habana.
En 1990, ya instalado en la Ciudad de México, Lichi
siguió cerca del maestro y publicó La eternidad por fin comienza un
lunes en una casa editorial —El Equilibrista— donde tenía participación el
segundo hijo de García Márquez, Gonzalo. El distanciamiento sucedió en 1997,
cuando Lichi publicó su mejor libro: Informe contra mí mismo, un
gran éxito editorial, a partir de su catarsis como hijo de la Revolución Cubana
—tras la caída del Muro de Berlín— que sintió la necesidad de hacer una
revisión crítica del proceso político donde se había formado como un “hombre
nuevo”, con una primera oración que lo anunciaba todo:
El primer informe contra mi
familia me lo solicitaron a finales de 1978.
La respuesta del gobierno cubano fue previsible:
canceló a Lichi el pasaporte que le permitía vivir fuera del país conservando
todos los derechos de ciudadano cubano dentro de la isla, y a partir de
entonces lo consideró oficialmente un “emigrado”, lo cual, para quienes viajan
con pasaporte oficial y no regresan, significa ser un “quedado” o, hablando en
plata, un “indeseable”, un “traidor”. La inmensa mayoría en esta situación,
como Lichi, puede regresar si está dispuesta, una vez cumplidos los
requisitos migratorios, pero sin derechos plenos como ciudadanos cubanos. Lichi
se defendió como sabe hacerlo: con el corazón. Dijo: “soy responsable de la
escritura del libro, no de sus lecturas; del grito, no del eco”; “reclamo el
derecho a estar equivocado”; “que no te obedezca no quiere decir que te
traicione”.
En La Habana, Silvio Rodríguez consideró el libro
“una mierda”, pero que no decía una sola mentira; Pablo Milanés defendió el
derecho de Lichi “a no estar de acuerdo”. El entonces canciller,
Robertico Robaina, ordenó a sus asesores que leyeran muy bien el libro para ver
cómo rayos lo criticaba en caso de que la prensa extranjera le preguntara al
respecto. ¿García Márquez? Pues al maestro le disgustó la publicación de Informe
contra mí mismo: no que su alumno lo escribiera, sino que lo publicara. Y
puso distancia entre ambos.
Volvieron a encontrarse alguna que otra vez. Una
tarde de 2007 coincidieron, junto con el escritor Rafael Pérez Gay y su esposa
Delia Juárez, en una comida en la casona de penumbras bondadosas y aires
campestres de Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta, en la colonia San
Miguel Chapultepec, cerca del bosque donde García Márquez, una tarde de 1961
—cuando lo visitó por primera vez— vio la lluvia con rayos de sol entre los
árboles: quedó tan fascinado con aquel prodigio que su orientación se trastornó
y se puso a dar vueltas bajo la lluvia, sin encontrar la salida.
La última vez que se vieron fue en el caserón del
Pedregal, una tarde de 2008. Lichi, acompañado por su inseparable amigo
Pedro Luis Rodríguez, el pintor Peyi, le llevó un ejemplar de su última
novela, El retablo del conde Eros. Fueron en el Tsuru color crema de Lichi,
un carro viejísimo, pero que se dejaba manejar con mansedumbre, pues la máquina
era noble y generosa como su dueño. Peyi permaneció en el Tsuru, Lichi
tocó el timbre de la puerta. La señora del servicio le pidió que esperara
y regresó: “Que pase, por favor”.
Lichi entró al hogar que una vez lo
había acogido con generosidad y Gabriel García Márquez, anciano y enfermo, le
dijo, con la rotunda energía de los buenos tiempos habaneros del dúo:
—Las novelas se entregan en la mano, carajo.
* * *
Eliseo
Alberto se hizo novelista en México. En Cuba había sido básicamente poeta (Importará
el trueno, 1975; Las cosas que yo amo, 1977; Un instante en cada
cosa, 1979), periodista y guionista de cine, aunque en 1985 publicó una
novela para jóvenes, La fogata roja. Su debut se produjo en México, con La
eternidad por fin comienza un lunes (1992) y cinco años después Informe
contra mí mismo, que lo entronizó como escritor imprescindible de la
literatura cubana, con un timbre exclusivo: el de la nostalgia sin lágrimas, a
partir de la naturalidad y la elegancia de una prosa con la que inventó una
Cuba de bolsillo para los que comparten ese tipo especial de melancolía: la
del emigrado que regresa a casa siempre que ten-ga dinero y ganas para pagarse
el boleto, reconstruyendo su tierra desde la remembranza o la metáfora.
La Habana que recrea Eliseo Alberto es una ciudad
idílica que heredó de su entorno familiar de villa en las afueras, primero; y
casa y departamento, después, en la zona distinguida de la capital, rodeado
desde pequeño del recuerdo y la presencia física de hombres y mujeres
fundacionales de la nación y la cultura cubanas. Una Habana apacible de boleros
y deleites conmovedores.
¿Por qué la literatura de Eliseo Alberto alcanza
tanta popularidad entre los cubanos del exilio? Lo sabe mejor que nadie otro de
sus amigos de todos los días, el musicólogo Carlos Olivares Baró:
La respuesta hay que buscarla en sus gestualidades
extraliterarias, sus atributos humanos, sus afanes de tener siempre un amigo a
su lado, su calidad de cuentacuentos natural que le granjeó grandes lectores
incondicionales. Gran conversador, anfitrión desmedido, quizás sus mejores
novelas fueron las que escribía de tarde en tarde con su tropa, como a él le
gusta llamarnos. La novela como la extensión de un bolero (Esther en alguna
par-te), como un columpio de maromas y magias (La eternidad por fin
comienza un lunes), como ritmo de son montuno (Caracol Beach), como
mirada impertinente (La fábula de José), como un vodevil (El retablo
del conde Eros), como épica de la devoción (La fogata roja) y
siempre como poeta heredero de los folios formales de Cintio Vitier (De peña
pobre) y Lezama Lima (Paradiso).
Vale,
pues, otra pregunta: ¿es Eliseo Alberto un gran novelista? Sí, pero algo más:
Eliseo Alberto es el mejor narrador de Cuba desde Alejo Carpentier, un logro
mayor si se tiene en cuenta que lo consigue a partir del sentimiento menos popular:
la tristeza. Sólo que Eliseo Alberto la convierte en un tema novedoso y
singular, tanto que hace pensar que la literatura cubana es sólo melancolía, dolencia,
exilio y congoja de personajes abandonados o huérfanos que buscan redimirse.
Las novelas de Eliseo Alberto defienden de manera
persistente el derecho al amor desesperado, infortunado, rugoso, húmedo,
perdido, arrollador, fantástico. Algo así como el bolero que el panameño
Carlos Eleta escribió en 1955:
Es la historia de un amor
como no hay otro igual
que me hizo comprender
todo el bien y todo el mal
que le dio luz a mi vida
apagándola después...
Aquí
las últimas líneas que recibí de Eliseo Alberto:
Salvaje intento llamarte pero nunca te encuentro.
Llámame a casa.
Lichi
PD: hoy es sábado, ¿comemos juntos?
Pero
las leí sólo hasta el martes y de casualidad, en la oficina de correos de una
aldea de pescadores en la isla de Sicilia, adonde yo mismo había ido para
olvidar en vano al amor de mi vida, en aquellas callejuelas ondulantes y
vendadas por la espuma jubilosa del Mediterráneo, con una playa en forma de
herradura y acantilados de color mostaza, punteados de olivos verdísimos que se
recortaban bajo un haz de luz viejo, pesado y esplendoroso en la última hora de
la tarde, cuando Sicilia se vuelve melancólica, dulce, íntima y sensual. Y me
perdí aquella comida del sábado, la más importante de los días finales de
Eliseo Alberto, porque el hombre melancólico, dolido, exiliado y acongojado
quería que sus amigos oyeran el último hálito de su corazón: les presentó a su
amor terminal, una cubana rubia de ojos verdes y caderas cubanísimas que había
conocido en Facebook y a quien hizo aprender de memoria el primer párrafo de Esther
en alguna parte para recitarlo en la sobremesa y premiarla con un beso.
Fue su último amor.
* * *
En
1998, Alfaguara diseñó una estrategia comercial a partir del prestigio y la celebridad
de Lichi tras Informe contra mí mismo: se colgó de Caracol
Beach, una obra de calidad superior que ganó el Primer Premio Internacional
Alfaguara de Novela, para premiar a Lichi (junto con Sergio Ramírez por Margarita,
está linda la mar) y lanzarlo como “el escritor cubano del exilio”, ya que
el tema de la emigración cubana siempre vendió bien en la industria editorial.
Las credenciales de Lichi aplicaban: era el
mejor novelista cubano del momento, carismático, no vivía en Miami (lo cual lo
habría puesto demasiado a la derecha para el gusto de los lectores de Alfaguara),
hijo de uno de los intelectuales representativos de la Revolución, y su
discurso político podía considerarse afín a la socialdemocracia europea, más
inclinado a la centroizquierda y lejos de la estridente derecha reaccionaria
de Miami. Pero Lichi miró para otro lado, pues la verdad es que nunca
quiso pelearse del todo con La Habana, y sustentó su decisión en una respuesta
más poética que política:
—No escribiré nunca nada que le haga daño a Cuba,
antes de eso, mejor me corto la lengua y los brazos... a mí me gusta decir, y
estoy dispuesto a demostrarlo, que nadie ama más a Cuba que yo.
Y no escribió un libro anticastrista. Después de Informe
contra mí mismo entregó dos novelas sobre Cuba: Esther en alguna parte,
ubicada en la época revolucionaria —aunque la palabra Revolución aparece una
sola vez en sus 198 páginas— y El retablo del conde Eros, acerca de la
Cuba anterior al gobierno comunista.
Debo añadir que esta es una reflexión absolutamente
personal. “Para imaginar una escena hay que imaginar otra”, me aconsejaba
siempre Lichi. En el otoño de 2009 le comenté mi cavilación a uno de sus
mejores amigos, el historiador Rafael Rojas, Rafa, quien puso el grito
en el cielo:
—No. No. A Lichi lo que le interesa es hacer
buena literatura. Su postura en favor de la libertad y la defensa de los
derechos humanos en Cuba es pública, puntual, incesante —respondió.
Estábamos rodeados de una muralla de libros en la
sala-biblioteca del agradable departamento donde vivía Rafa con su
esposa Aylín y sus hijos, a pocas cuadras del de Lichi, frente al Parque
de Tlacoquemécatl, en la defeña Colonia Del Valle. Él viajaba al día siguiente,
sábado, a España, y yo fui a verlo para que me trajera La ninfa inconstante,
novela póstuma de Cabrera Infante que acababa de editarse en Madrid.
Rafa tenía razón y así lo demostraban
los textos periodísticos de Lichi en los diarios El País, El
Nuevo Herald, La Crónica de Hoy, Milenio, La Jornada, Reforma
y las revistas Nexos, Encuentro de la Cultura Cubana, Die
Weltwoche, El País Dominical, Milenio Semanal, Proceso,
Los Universitarios, Etcétera, Día Siete y otras de medio
mundo. Nunca fue un adversario ideológico del castrismo, sino un intelectual
agudo, más en el aire del concilio que de la ruptura.
Cuba no será realmente libre, y mucho menos independiente,
si no se unen y se rencuentran todos los cubanos, sin rencor y sin revanchismo,
para que podamos, por una parte, continuar los logros de una revolución como la
cubana, que en honor a la verdad hizo verdaderas hazañas en cuanto a igualdad
entre los hombres, y por otra parte hizo disparates descomunales —declaró en la
revista Replicante de agosto de 2011.
Creo (¿debo decir temo?) que los cubanos nos
pasaremos los noventa y siete años que faltan del siglo XXI tratando de
condenarlo o perdonarlo, mientras borramos apresuradamente las huellas de sus
botas militares en la arena de una historia que ha dejado a nuestro sensual
país partido en dos por los rayos de la intolerancia y el abuso de un poder
sin límites, la isla en un naufragio y la nación en una profunda, acaso
insalvable bancarrota —escribió en Dos Cubalibres, un libro de
reflexiones y retratos hablados sobre sus amigos, publicado en 2004 por
Ediciones Península, de Barcelona, considerado por Lichi como “una
especie de continuación” de Informe contra mí mismo.
Raúl Castro es un enamorado de su familia. Su casa
siempre ha tenido las puertas abiertas para los amigos de su familia. Es un
hombre sencillo y hay mucho más conocimiento en él de lo que sucede realmente
en la calle, de lo que la gente opina en el barrio, en la escuela... los amigos
de sus hijos llevan esos ecos a su hogar. Otro elemento que jugaría en ese
sentido es la hija de Raúl, Mariela.
Ella es quien lidera todos los
temas de apertura sexual. Es gran defensora de homosexuales, de lesbianas,
tiene otra visión y tiene poder. Por eso Raúl, además de tener la disciplina
militar, es un hombre de visión —confesó a la re-vista Milenio Semanal en
diciembre de 2006.
Después
de que el gobierno cubano modificó su pasaporte, en 1997, Lichi visitó
Cuba en el año 2000 y, después, varias veces más hasta 2011, una de ellas en
2006 por la muerte de su madre Bella García Marruz. La última, en el invierno de
2009. Pocos viajes a la semilla para alguien que quiere a Cuba más que nadie.
Cuba empezó a dolerle o, más bien, “los es-trechos márgenes que me permiten los
sellos migratorios cubanos, la humillación legal de la necesidad de pedir
visa”. El contenido de las maletas de cada regreso siempre fueron un parapeto
contra la nostalgia: fotografías de su infancia, banderitas cubanas con
chupones de goma en la base del asta para pegar en los cristales, vírgenes en
papel maché de Regla y de la Caridad del Cobre, compradas en las tiendas para
turistas del aeropuerto, una lamparita de bronce para pintar de azul su cuarto.
El
amor entre Lichi y Cuba continuó como el de los matrimonios con
desavenencias, pero sin fuerzas ni ánimos para encarar el divorcio. En 2010, el
gobierno le permitió el reencuentro con sus lectores naturales, al publicar Esther
en alguna parte con el sello de Ediciones Unión, además de aprobar su
producción como película, bajo la dirección del reconocido cineasta y gran
amigo de Lichi, Gerardo Chijona, quien inició el rodaje en mayo de 2012
en las barriadas de El Vedado y Centro Habana, con el elenco de actores y
actrices que sugirió el propio autor, de acuerdo a las características de los
personajes del libro. Uno de los intérpretes, Reinaldo Miravalles, debió ser
autorizado al más alto nivel, ya que vive exiliado en Miami; además de Enrique
Molina, Daisy Granados, Luis Alberto García, Eslinda Núñez, Elsa Camps,
Verónica Lynn, Laura de la Uz y Héctor Medina.
Y cuando Lichi enfermó de muerte de una
dolencia renal, en el invierno de 2009, Abel Prieto, actual asesor de Raúl
Castro y en aquel entonces ministro de Cultura y miembro del Consejo de Estado,
comisionó su tratamiento gratuito en el Hospital Clínico Quirúrgico Hermanos
Ameijeiras, en La Habana. Estuvo ahí noventa (el plazo máximo que concede su
categoría migratoria para permanecer en la isla) con su hermana Josefina, Fefé,
en la casa de los Diego-García Marruz de El Vedado, viviendo como un cubano
cualquiera: la ale-gría de estar en casa durante los atardeceres que cobran un
vivo color de coral, el murmullo de los puercos y pollos criados por los
vecinos, disfrutar los buenos servicios del sistema y sufrir los malos, las
carencias económicas y las antenas políticas activadas para no provocar
suspicacias oficiales, como lo muestran sus correos electrónicos desde La
Habana:
Después de casi un mes de ingreso en el confortable
Hospital Ameijeiras, ya estoy de regreso en casa de Fefita, dado de
alta. La verdad es que me atendieron con gran amabilidad y honda dedicación. Me
encontraron muy mal, con una pata del otro lado. Me cayeron en pandilla. Los
médicos son serios, callados: las enfermeras cariñosas, muy profesionales. El
cuarto limpio. El mar a la vista. Me hicieron un recojonal de pruebas y todas
las aprobé satisfactoriamente, menos la de los riñones, claro, que siguen
esbeltos pero vagos. Hígado saludable, corazón fuerte, pulmones por fin
limpios, estomago batallador, páncreas sin problema, presión arterial bajo
control —llevo un mes con 80 y 120. He bajado diez kilos de peso, unas 22
libras de manteca que ocupan todo un cubo de grasa —explica en un mensaje para
diez amigos comunes.
Necesito que me manden lo siguiente:
—Dos tubitos de Corega en pasta
para poderme reír. URGENTE
—Refresquito Claire de mandarina
y sandía, para el vicio.
—Si no es muy cara, Bola,
otra caja de protectores de catéteres, que me aligeran la vida, mucho. ¿Te
queda algún cheque?
—Unos lentes de vista cansada,
de cristal grande, 2.5 de graduación, de esos baratos que venden en el súper.
Tengo unos enanos. URGENTE
—Dos
números recientes de TV y Novelas para ver cómo va la historia de La
Diabla y recordar las tetas de Ninel Conde.
—Un sobrecito de besos para
untarme en las noches habaneras. URGENTE
—Rubencito, habla con la
periodista de Excélsior que me enviaste y ruégale, de mi parte, que me
lleve suave enla parte política-cubana. Debo cuidarme. Dile que me cuide —pide
en otro mensaje enviado a cuatro amigos comunes.
Querido Rubencito: He demorado en contestarte a la
es-pera de nuevas noticias sobre mi futuro y estancia en Cuba. Aún no llegan
esas noticias pero ninguna parece mejor que otra. Por lo pronto, tendré que
seguir acá una larga temporada. Las diálisis son muy duras, hermano, un reto
diario a La Muerte. Hoy tengo sesión. Por eso te escribo rápido. Llega a mi
computadora de mesa. Busca en Documentos OK la carpeta que dice Eva
y Julieta o La vida alcanza, no recuerdo bien. Ahí está el ícono con
el documento Eva y Julieta Adán y Romeo. Son unos 350 folios. Podemos dejarlo
en 250. Mándame copia a este correo desde tu correo. Dile a Rafa [Rafael
Pérez Gay, director de la editorial Cal y arena] que lo que me pueda pagar es
bienvenido. Ojalá pudieras traérmelo tú en efectivo para las Navidades. No
tengo ingresos. Vivo raspando. Trabaja tú el libro editorialmente. En el prólogo,
por favor, no digas como siempre que soy “el mejor novelista vivo de Cuba”,
jajaja, al menos di que yo te dije que no lo dijeras. Los colegas del patio son
muy sensibles a esos excesos del cariño. Un abrazo. Ya sale el sol. Drácula
debe irse a su ataúd, por su transfusión de sangre. Eres un hermano —me
instruye en un mensaje personal.
Lichi regresó
a México sin el trasplante de riñón cubano con que tanto se había ilusionado,
pero a tiempo para publicar La vida alcanza en Cal y arena y dar a sus
amigos un mandamiento terminante para enfrentar el destino con optimismo y
alegría:
Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarte un día sin saber qué hacer,
tener miedo a tus recuerdos.
Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad tus sueños.
Queda prohibido no demostrar tu amor.
Queda prohibido dejar a tus amigos.
Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere,
escribió
Pablo Neruda, como lo cita Lichi en el texto final de Viento a favor.
Volvió a la gran acuarela cubana que era su luminoso
departamento, frente al Parque Hundido, sin más remedio que su condición de
exiliado, “mientras perduren tantos equívocos”. Retornó con el mismo aspecto
de oso grande y tierno, y esa manera tan suya de mirarte, después de que dices
algo que él no cree y entrecierra los ojos, y aguanta la risa en una larga
pausa que provoca que seas tú quien ríe primero. Pero en el fondo había
cambiado. Empecé a ver en Lichi, por primera vez en muchos años, su
“cara de emigrante”, como la describe su amigo Raúl Rivero en el pesaroso poema
“Estrella 555”:
Estoy poniendo cara de emigrante
es decir
la misma cara que uno tiene
mezclada con una especie de altivez
de indiferencia, de abandono, de hastío
de asco y de tristeza.
Rubén
Cortés
Colonia Condesa
28
de mayo de 2012
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