Libros del crepúsculo
jueves, 26 de abril de 2012
sábado, 21 de abril de 2012
Williams y la paradoja soreliana
El líder afroamericano Robert F. Williams fue uno de los primeros representantes de la izquierda radical en Estados Unidos que se identificó con el socialismo cubano. Refugiado en la isla luego de la orden de arresto en su contra que circuló el FBI en 1961, Williams envió a la editorial del comunista italoamericano, Carl Marzani, el manuscrito de su libro Negroes with Guns (1962), con prólogo del historiador Truman Nelson, biógrafo del abolicionista decimonónico John Brown y discípulo del gran intelectual negro socialista W. E. B. Dubois, y epílogo del escritor beat de Nueva York, Marc Schleifer, editor de la revista Kulchur. El texto de Williams y las intervenciones de Nelson y Schleifer sobre el mismo, abrieron la ruta cubana del exilio para los futuros líderes del partido de los Black Panthers.
Fue precisamente Marc Schleifer quien introdujo el paralelo entre la defensa de la violencia racial de Williams y la teorización de la violencia por el socialista francés de principios del siglo XX, Georges Sorel. Al igual que éste, en sus conocidas Reflexiones sobre la violencia (1908), Williams, según Schleifer, estaría suscribiendo la paradoja de que una de las funciones de la violencia negra era hacer emerger la violencia blanca, que muchos liberales pacifistas intentaban esconder o maquillar. La lucha racial de Williams, como la lucha de clases de Sorel, hacía visible una confrontación real y cruel, camuflada por los discursos humanistas o comunistas. Esta interpretación soreliana de Schleifer, chocó con la visión de los anfitriones prosoviéticos de Williams en la isla, quienes pensaban que la lucha por la emancipación negra debía subordinarse a la causa del socialismo y a las reglas de la coexistencia pacífica en la Guerra Fría.
Fue precisamente Marc Schleifer quien introdujo el paralelo entre la defensa de la violencia racial de Williams y la teorización de la violencia por el socialista francés de principios del siglo XX, Georges Sorel. Al igual que éste, en sus conocidas Reflexiones sobre la violencia (1908), Williams, según Schleifer, estaría suscribiendo la paradoja de que una de las funciones de la violencia negra era hacer emerger la violencia blanca, que muchos liberales pacifistas intentaban esconder o maquillar. La lucha racial de Williams, como la lucha de clases de Sorel, hacía visible una confrontación real y cruel, camuflada por los discursos humanistas o comunistas. Esta interpretación soreliana de Schleifer, chocó con la visión de los anfitriones prosoviéticos de Williams en la isla, quienes pensaban que la lucha por la emancipación negra debía subordinarse a la causa del socialismo y a las reglas de la coexistencia pacífica en la Guerra Fría.
miércoles, 18 de abril de 2012
Las dos melancolías de Lars von Trier
La película Melancolía (2011) de Lars von Trier es un ejemplo magnífico del atractivo que aún ejerce la tradición ocultista sobre un mundo como el nuestro, tan expuesto a la transparencia tecnológica. Detrás de las escenas turbulentas o apacibles de una boda en una mansión o de la vida rutinaria de una pareja y su hijo, se tejen conexiones fatales, causalidades astrológicas que llevarán a los personajes a la locura, el suicidio y la muerte.
Von Trier oculta sus fuentes y despista al espectador con alusiones a Mondrian y la pintura geométrica o a maestros del flamenco, como en la escena del estudio, en la que se enfoca el cuadro "El regreso de los cazadores" de Brueghel El Viejo. Las fuentes de Melancolía son, sin embargo, las de la tradición alquímica y cabalística (Marsilio Ficino y Agrippa de Nettesheim, fundamentalmente) que leyó Durero durante la composición de su grabado Melancolía I (1514) y que sistematizó Robert Burton en el clásico Anatomía de la melancolía (1621).
Justine (Kirsten Dunst) y Claire (Charlotte Gainsbourg) sufren dos tipos de melancolías, estudiadas por Ficino y Nettesheim: la "imaginativa" y la "racional", la utópica y la apocalíptica. Justine mira al planeta que se acerca a la Tierra con curiosidad, Claire con espanto. La hermana depresiva, que no soporta el ritual de su boda, acepta el fin del mundo con serenidad. La hermana racional, que organiza el ritual de la boda, colapsa antes del choque de los planetas.
La boda, el matrimonio, la familia, la mansión y hasta el preludio a Tristán e Isolda de Wagner, con los que Von Trier diseña el escenario de su trama, serían justificables desde esas mismas fuentes renacentistas. La última parte del extenso y divagante tratado de Burton está dedicada, precisamente, al matrimonio. La melancolía es pensada, desde entonces, como una enfermedad comunitaria. Quienes la sufren son sujetos demasiado utópicos o demasiado apocalípticos, que se sienten ahogados dentro de los pactos familiares y sociales.
Von Trier oculta sus fuentes y despista al espectador con alusiones a Mondrian y la pintura geométrica o a maestros del flamenco, como en la escena del estudio, en la que se enfoca el cuadro "El regreso de los cazadores" de Brueghel El Viejo. Las fuentes de Melancolía son, sin embargo, las de la tradición alquímica y cabalística (Marsilio Ficino y Agrippa de Nettesheim, fundamentalmente) que leyó Durero durante la composición de su grabado Melancolía I (1514) y que sistematizó Robert Burton en el clásico Anatomía de la melancolía (1621).
Justine (Kirsten Dunst) y Claire (Charlotte Gainsbourg) sufren dos tipos de melancolías, estudiadas por Ficino y Nettesheim: la "imaginativa" y la "racional", la utópica y la apocalíptica. Justine mira al planeta que se acerca a la Tierra con curiosidad, Claire con espanto. La hermana depresiva, que no soporta el ritual de su boda, acepta el fin del mundo con serenidad. La hermana racional, que organiza el ritual de la boda, colapsa antes del choque de los planetas.
La boda, el matrimonio, la familia, la mansión y hasta el preludio a Tristán e Isolda de Wagner, con los que Von Trier diseña el escenario de su trama, serían justificables desde esas mismas fuentes renacentistas. La última parte del extenso y divagante tratado de Burton está dedicada, precisamente, al matrimonio. La melancolía es pensada, desde entonces, como una enfermedad comunitaria. Quienes la sufren son sujetos demasiado utópicos o demasiado apocalípticos, que se sienten ahogados dentro de los pactos familiares y sociales.
miércoles, 11 de abril de 2012
Thompson no llegó a La Habana
El incidente podría servir como pretexto para trazar la
recepción –o la no recepción- de este importante marxista británico en Cuba.
Llama la atención que, a diferencia de otros pensadores de izquierda de su
generación, como Eric Hobsbawm, Ralph
Miliband, Perry Anderson o Robin Blackburn, Thompson no haya sido publicado en Pensamiento Crítico (1967-71), ni haya
intervenido en el Congreso Cultural de La Habana de 1968. Hay un desencuentro entre
Thompson y Cuba, tan interesante de rastrear como el de Walter Benjamin.
A principios de los 60, cuando la Revolución Cubana se
instala en el imaginario de la Nueva izquierda, Thompson estaba más lejos de la
Unión Soviética y el socialismo real que muchos otros de sus contemporáneos.
Había salido del Partido Comunista en 1956, en rechazo a la invasión soviética
a Hungría, y se había enfrentado a la ortodoxia pro-soviética en sus dos
primeros libros William Morris: Romantic
to Revolutionary (1955) y The Making
of English Working Class (1963).
Como muchos editores de Past
and Present, Thompson se sumó al proyecto de New Left Review entre fines de los 50 y principios de los 60. Pero
muy pronto, como han observado sus biógrafos Brian D. Palmer y Scott Hamilton,
tomó distancias de la indulgencia y el paternalismo con que la izquierda
británica analizaba los problemas del Tercer Mundo. Como afirma Hamilton,
Thompson fue explícitamente crítico del prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra de Frantz
Fanon y de la visión, a su juicio condescendiente, de la Revolución Cubana trasmitida
por su amigo Wright Mills en Listen,
Yankee.
Palmer atribuye la heterodoxia de Thompson a su
romanticismo. Admirador de Auden, Eliot, McNeice y otros poetas, él mismo hizo
sus intentos de escritura lírica, recogidos en Colected Poems (1999). El Thompson de la economía moral y la
historia del proletariado británico no era ajeno a una poética de la historia y
de la vida, como se advierte en los elementos humanistas y pacifistas de su
socialismo. Fue Thompson, por cierto, uno de los primeros marxistas
occidentales en encontrar más coincidencias que divergencias entre el
estructuralismo althusseriano y el marxismo-leninismo soviético.
lunes, 9 de abril de 2012
Vuelta al populismo
Eric Alterman, columnista de The Nation, escribió ayer en The New York Times sobre la crisis del liberalismo en Estados Unidos y la cuesta arriba que debe remontar el Partido Demócrata de aquí a las próximas elecciones. Dice Alterman que la insistencia en la agenda progresista en materia de libertades civiles y morales -igualdad racial, derechos de la mujer, matrimonios del mismo sexo, política pro-inmigrantes...- no es suficiente porque, en parte, se ha convertido en política de Estado en las últimas décadas o porque no hará ganar más votos a Obama.
La propuesta de Alterman es más radical y debe sonar como "cura de caballo" a algunos estrategas del Partido Demócrata. Lo que, según Alterman, debe hacer Obama es lo contrario de lo que ha hecho en materia de política económica y social en los tres últimos años: abandonar las sutilezas desreguladoras y regresar al populismo. Desentenderse de todo intento de ganar el voto centrista por medio de la moderación o la etiqueta corporativa y reformular una política económica y social en favor de los pobres, los desempleados y los sectores de bajos ingresos. Volver a Roosevelt y a Keynes, sin medias tintas.
Aunque el artículo de Alterman está escrito en términos poco persuasivos, a pesar de su apelación a las facultades persuasivas del presidente, tal vez no esté desencaminado. No creo, sin embargo, que la cúpula demócrata lo escuche: lo leerán a lo sumo como un testimonio elocuente. Aunque menos que en América Latina, las élites políticas norteamericanas también han convertido el populismo en una mala palabra, a pesar de que en Estados Unidos esa tradición de izquierda tiene raíces más democráticas que en América Latina. En la argumentación de Alternan es, curiosamente, el liberalismo cultural el que se ha vuelto peyorativamente "populista", mientras que un genuino populismo, ligado a políticas redistribuidas del ingreso, seguiría siendo válido.
sábado, 7 de abril de 2012
Fábrica de enemigos
Hizo bien Kevin Baker al enmarcar su reseña de Enemies. A History of the FBI (Random House, 2012) de Tim Weiner en el debate sobre la National Defense Authorization Act, firmada por el presidente Obama en diciembre del año pasado. Como las muchas restricciones jurídicas de las libertades personales, por motivos de seguridad nacional, que conoce la historia de los Estados Unidos desde las primeras décadas de la Guerra Fría, esta ley responde a una política de Estado, que trasciende e involucra a los dos partidos hegemónicos y que establece más continuidades que rupturas entre la "lucha contra el comunismo"y la "guerra contra el terror".
La historia del FBI y la biografía de su titular por casi medio siglo, J. Edgar Hoover, contada por Weiner, está muy lejos del retrato hollywoodense de Clint Eastwood y Leonardo Di Caprio. No hay aquí, por lo visto, estetización o ennoblecimiento alguno de un personaje al que se atribuye, en buena medida, la institucionalización de la paranoia y la desconfianza en la vida pública norteamericana. Durante el largo mandato de Hoover, al frente de la seguridad nacional norteamericana, el FBI se convirtió en una institución básica de la defensa de Estados Unidos contra sus adversarios, pero, también, en una fábrica de enemigos, que abusaba de la limitación de las garantías constitucionales de los ciudadanos.
Esta historia podría inscribirse en un proyecto de documentación mayor de las impugnaciones a la democracia producidas, no por los totalitarismos fascista y comunista del siglo XX, sino por la democracia misma. Con frecuencia se asume que la negación de la democracia sólo puede proceder de regímenes e ideologías totalitarios y autoritarios. Este libro demuestra algo atisbado desde mediados del siglo XIX por Alexis Tocqueville: que un sistema político democrático puede desarrollar valores e instituciones antidemocráticas, sobre todo, si se consolida una visión nacionalista y maniquea de la seguridad pública entre sus élites económicas, militares y políticas.
La historia del FBI y la biografía de su titular por casi medio siglo, J. Edgar Hoover, contada por Weiner, está muy lejos del retrato hollywoodense de Clint Eastwood y Leonardo Di Caprio. No hay aquí, por lo visto, estetización o ennoblecimiento alguno de un personaje al que se atribuye, en buena medida, la institucionalización de la paranoia y la desconfianza en la vida pública norteamericana. Durante el largo mandato de Hoover, al frente de la seguridad nacional norteamericana, el FBI se convirtió en una institución básica de la defensa de Estados Unidos contra sus adversarios, pero, también, en una fábrica de enemigos, que abusaba de la limitación de las garantías constitucionales de los ciudadanos.
Esta historia podría inscribirse en un proyecto de documentación mayor de las impugnaciones a la democracia producidas, no por los totalitarismos fascista y comunista del siglo XX, sino por la democracia misma. Con frecuencia se asume que la negación de la democracia sólo puede proceder de regímenes e ideologías totalitarios y autoritarios. Este libro demuestra algo atisbado desde mediados del siglo XIX por Alexis Tocqueville: que un sistema político democrático puede desarrollar valores e instituciones antidemocráticas, sobre todo, si se consolida una visión nacionalista y maniquea de la seguridad pública entre sus élites económicas, militares y políticas.
sábado, 31 de marzo de 2012
Catolicismo y democracia en Cuba
Al igual que
en la visita de Juan Pablo II en 1998, la ciudadanía de la isla pudo escuchar a
un jefe de Estado que habla de paz y libertad, de sociedad abierta y verdad
cristiana. Todos, conceptos ajenos al discurso excluyente y confrontacional que
ha caracterizado al gobierno cubano en más de medio siglo de poder. La forma manipuladora
con que los medios oficiales enfocaron la visita y los mensajes del Papa y el
modo abiertamente represivo con que las autoridades manejaron la seguridad
nacional, antes y durante la estancia de Benedicto XVI en Cuba, fue una
perfecta negación de esos mismos conceptos, serenamente formulados en las
homilías del Papa.
De cara a la
nueva sociedad que se viene construyendo en la isla, en las dos últimas
décadas, la visita papal abre interrogaciones que no pueden silenciarse ¿Qué
tipo de ciudadanía acabará constituyéndose en ese país caribeño, si se
normaliza la hegemonía doble del Partido Comunista sobre la sociedad política y
de la Iglesia Católica sobre la sociedad civil? ¿Qué sujetos políticos moldeará
un sistema en el que la institución alternativa al Estado socialista, que
cuenta con mayores derechos civiles para la trasmisión de sus valores a la
sociedad, es la Iglesia Católica?
Existe la
equivocada percepción de que Cuba ha sido y es una nación católica, como España
o México, Irlanda o Polonia. El proyecto católico de nación nunca predominó en
Cuba por muchas razones que podrían resumirse con la idea del antropólogo cubano,
Fernando Ortiz, de que allí la nacionalidad se formó tardíamente, entre
mediados del siglo XIX y principios del XX, por medio de un proceso de
transculturación que incluyó, por supuesto, diversos cultos religiosos. La
religión católica fue la más practicada por los cubanos hasta 1958, pero la
Iglesia no era la institución hegemónica de la sociedad civil de la isla antes
del triunfo de la Revolución.
Hoy los
católicos no son mayoría demográfica en Cuba y, sin embargo, la Iglesia es
tratada por el gobierno de Raúl Castro como si su feligresía acumulara las
bases no representadas por el Partido Comunista. Este último ha concedido al
clero católico derechos de asociación y expresión que, por ser negados a la
ciudadanía, se convierten en privilegios, que le permiten crecer en condiciones
excepcionales. Es cierto que los católicos cubanos han luchado por esos
derechos en el último medio siglo, pero no menos que otras minorías de la
sociedad, como las que conforman la oposición pacífica.
En su loable
esfuerzo por abrir la esfera pública de la isla, la Iglesia y sus intelectuales
insisten en que el crecimiento de esta institución se debe a que la misma no
pertenece a la sociedad política sino a la sociedad civil y que, por tanto, su
labor es estrictamente “pastoral”. Sin embargo, no dejan perder oportunidad
alguna para presentar la manera en que la Iglesia se relaciona con el gobierno
de Raúl Castro como el tipo de oposición leal que deberían practicar todas las
asociaciones independientes para ser reconocidas. Nada más político que asumir
un tipo de relación con un gobierno como paradigma de toda la sociabilidad de
un país.
Habría entonces que empezar por admitir
que el crecimiento del catolicismo cubano en las dos últimas décadas no ha sido
meramente “natural” o “espontáneo”, sino que ha respondido a la coyuntura
histórica del colapso ideológico del marxismo-leninismo en los 90 y a los privilegios
concedidos a la Iglesia a partir de esa década. Todavía en los años previos y
posteriores a la visita de Juan Pablo II a la isla podía hablarse de la
recuperación de una fe reprimida o amordazada. Hoy habría que hablar ya de una
fe ideológicamente sostenida por dos instituciones autoritarias, que encuentran
un punto de entendimiento en el discurso y la práctica del nacionalismo
excluyente.
El sentido excluyente de ambos
nacionalismos comienza con la representación de toda la comunidad cubana como
comunista o católica. Un editorial de Granma
de mediados de marzo hablaba de la “Nación cubana”, no de la Revolución o el
Socialismo, y presentaba a esta al Papa Benedicto XVI, casi, como un pueblo
católico. El embajador de la isla ante la Santa Sede fue más allá y declaró que
la “Revolución Cubana y la Iglesia Católica hablaban el mismo idioma porque perseguían
lo mismo”. La homologación de discursos entre ambas instituciones fue tan clara
en los medios oficiales que el Papa se vio obligado a declarar, antes de su
viaje a México, que la “ideología marxista ya no responde a la realidad”.
Si lo que el Papa quiso decir era que la ideología
oficial cubana no responde a la realidad de la isla, tal vez debió referirse a
la ideología “marxista-leninista” o “estalinista” o, incluso, “comunista”. La teoría
social e histórica del capitalismo moderno de Marx es, por el contrario, una de
las ideologías que más contactos establece con la realidad global del siglo
XXI. Lo curioso es que el gobierno tolere el anticomunismo de la Iglesia
Católica, mientras subvalora, margina o silencia los marxismos críticos que se posicionan frente
a la ausencia de democracia o al avance del capitalismo en Cuba.
La elección oficial del catolicismo como
alternativa leal posee, además, el inconveniente de facilitar el arraigo de
ideas conservadoras sobre la nueva comunidad multicultural que intenta
articularse en la isla a principios del siglo XXI. La visión de la Iglesia
sobre las alteridades sexuales, raciales y genéricas, sobre los cultos
afrocubanos, el aborto y el matrimonio gay, es tradicionalista, por no decir reaccionaria.
El gobierno cubano, que históricamente ha demostrado ser también conservador en
esas materias, hace acompañar su cautelosa apertura económica de una reevangelización
católica que se propone crear una mayoría moral, “obediente en la fe” y
“buscadora de la verdad”.
El Papa, el cardenal Jaime Ortega, el
arzobispo Thomas Wenski y casi todos los líderes católicos, dentro y fuera de
Cuba, hablan de un “largo camino de
reconciliación nacional” y de una transición gradual, que evite el
capitalismo salvaje en Cuba. La pregunta que queda en pie es por qué para
evitar ese tipo de capitalismo y avanzar en esa reconciliación nacional es
necesario privar a la ciudadanía de derechos civiles y políticos elementales como
la libertad de asociación y expresión. No estaría mal que, aprovechando los
medios con que ya cuenta, la Iglesia fuera más transparente en la exposición
del tipo de capitalismo y el tipo de democracia que desea para Cuba.
El catolicismo, como sostuviera el
malogrado profesor de la Universidad de Cambridge, Emile Perreau-Saussine, en
su póstumo estudio Catholicism and
Democracy (2012), no es incompatible con la democracia. Pero sus mayores
contribuciones a esta se han verificado cuando ha sabido renunciar a sus
linajes antiliberales y anticomunistas y se ha secularizado por la vía del
diálogo ecuménico y la convivencia con otras religiones, cultos e ideologías.
Los católicos cubanos deberían ganar conciencia en que el crecimiento de su fe
en Cuba sólo podrá consolidarse plenamente bajo un clima de tolerancia
religiosa, diversidad ideológica y libertades públicas para todos.
La visita del Papa Benedicto XVI a Cuba ha
sido beneficiosa para la democratización, toda vez que el pueblo de la isla
entró en contacto con un líder mundial que trasmite ideas y valores diferentes
a los del Estado cubano. Lo que no favorece la democratización de Cuba es que
el proyecto de nación del catolicismo se presente como extensión o complemento
del proyecto oficial. Lo que, definitivamente, no contribuye al creciente
pluralismo ideológico de la isla es que la Iglesia Católica comparta con el
Partido Comunista la hegemonía sobre la esfera pública cubana, aceptando la
limitación de derechos de las demás asociaciones civiles y políticas del país.llo entender que los catalguna dablan del
largo camino del " El gobierno cubano, que ha tambije el Papa Benedicto
XVIad alguna del Papa Benedicto XVIad alguna do ThomasOrteos y glesia.ria. El
gobierno cubano, que ha tambije el Papa Benedicto XVIad alguna dbierno de
Raoportunidad alguna ddicto XVI como un pueblo cato II poddidos a la Iglesia
con el gobierno de Raoportunidad alguna d
Suscribirse a:
Entradas (Atom)