Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 29 de junio de 2011

Badiou y el honor del siglo XX





No hace mucho glosábamos aquí el magnífico libro del escritor mexicano, Christopher Domínguez Michael, El XIX en el XXI (Sexto Piso, 2010), en el que se juntan ensayos sobre los grandes intelectuales decimonónicos de Europa. Domínguez Michael tomaba prestada una observación de Julien Gracq, a propósito de que la “naturaleza del siglo XIX había sido pítica y profética”, con mayores “profundidades adivinatorias” que el siglo XVIII.
La contraposición que le interesaba a Gracq era la de ese XIX profético y aquel XVIII racionalista. Domínguez Michael, sin embargo, trasladaba la tensión al siglo XX, saltándolo, y colocando al XIX en diálogo con el XXI. El XX aparecía en esa galería de personalidades seculares como el siglo de las ideologías y de los totalitarismos, de la burocratización y los crímenes de Estado. Ese siglo breve, narrado por Eric Hobsbawm en The Age of Extremes (1994), que compensa su cortedad temporal con un gran gasto de sangre.
En el fulminante ensayo El Siglo (Buenos Aires, Manantial, 2005) del pensador neomarxista francés, Alain Badiou, se sostiene la idea contraria. Para Badiou el XX fue “el siglo” por antonomasia. Su brevedad (1917-1989) sería ficticia, ya que esa centuria es inconcebible sin los antecedentes y las confrontaciones de la Primera Guerra Mundial, cuando se forman los últimos imperialismos, y sin el desenlace de la postguerra fría, que pone fin a muchos de los conflictos generados desde fines del XIX y, a la vez, crea las bases de la nueva era global.
Para Badiou, el XX no fue el siglo de las utopías sino el siglo de la realidad, incluida dentro de esta última la realidad del crimen de los estados totalitarios. “La pasión del siglo XX –dice- no fue en modo alguno la pasión por lo imaginario o las ideologías. Y menos aún una pasión mesiánica. La terrible pasión del siglo XX fue, contra el profetismo del siglo XIX, la pasión de lo real. La cuestión era activar lo verdadero, aquí y ahora”.
Según Badiou, el honor del siglo XX se salva en las primeras décadas del mismo, injustamente adjudicadas al XIX por una periodización, como la de Hobsbawm, obsesionada con el fenómeno comunista. Con Freud y Mallarmé, Picasso y Braque, Proust y Joyce, Conrad y James, Frege y Russell, Hilbert y Wittgenstein, Poincaré y Cantor, Griffith y Chaplin –más que con Lenin- nace el siglo XX. Un siglo signado por la misma pasión de “lo real” y “lo verdadero”, que lo llevó, en buena medida, al genocidio y la guerra.

domingo, 26 de junio de 2011

Últimos versos




Releyendo poetas cubanos para un curso de verano me encuentro con algo que, seguramente, muchos estudiosos de José Martí ya han señalado. Los poemas finales de los dos cuadernos publicados por Martí en vida -además de Ismaelillo- terminan con artes poéticas. Versos libres cierra con “Mi poesía” y Versos sencillos con “Vierte, corazón, tu pena”, dos poemas sobre la poesía.
No se trata, desde luego, de finales azarosos. Martí debió ser un poeta que pensaba con cuidado el orden de los versos en un poema y de los poemas en un cuaderno. Tan relevante es que ambos cuadernos concluyan con esos poemas como que los poemas mismos cierren con los versos “¡Vuelan las flores que del cielo bajan/ Vuelan, como irritadas mariposas,/ Para jamás volver las crueles vuelan!” -Versos libres- y “Verso, nos hablan de un Dios/ Adonde van los difuntos:/ Verso, o nos condenan juntos,/ O nos salvamos los dos!” -Versos sencillos.
Los signos de admiración reforzaban aquel tono mayor, de grand finale, que Martí quería imprimirle al cierre del poema. No todos los poetas poseen esa conciencia del final y terminan sus cuadernos como mismo los habrían iniciado. Nicolás Guillén, por ejemplo, pone punto final a Motivos de son con “No te enamore ma nunca,/ Bito Manué,/ si no sabe inglé/ si no sabe inglé” y a Sóngoro cosongo con “carretón;/ carretón de cuatro ruedas,/ carretón; carretón de sol y tierra,/ ¡carretón!”.
Otro poeta muy cuidadoso con sus finales fue José Lezama Lima. Su primer cuaderno propiamente dicho –después de Muerte de Narciso-, Enemigo rumor, terminaba con “Un puente, un gran puente” y Fragmentos a su imán, su último cuaderno, concluía con el estremecedor poema “El pabellón del vacío”. Es imposible que Lezama no reparara en el hecho de que los versos que ponían fin a su último libro conformaran esta perfecta alegoría de la muerte:

Araño en la pared con la uña,
La cal va cayendo
Como si fuese un pedazo de la concha
De la tortuga celeste.
¿La aridez en el vacío
Es el primer y último camino?
Me duermo, en el tokonoma
Evaporo el otro que sigue caminando.

sábado, 25 de junio de 2011

Martí y el haschisch

Creo habérselo leído a Jorge Luis Camacho en algún número de La Habana Elegante, pero ahora que el gobierno cubano ha establecido que la legalización de la marihuana es una “irresponsabilidad histórica”, recuerdo la experiencia de José Martí con el haschisch en el México de 1875. Experiencia intelectual o narcótica, da igual, pero que, a juzgar por el poema que le dedicó, publicado en la Revista Universal, carecía de cualquier enjuiciamiento moral o legal del consumo de esa droga. Escribía entonces Martí estos versos que recuerdan, sobre todo en la idea sensorial –específicamente musical o sonora- de la “fiesta en el cerebro”, las reflexiones de Walter Benjamin sobre el haschisch.

El árabe, si llora,
Al fantástico haschisch consuelo implora.
El haschisch es la planta misteriosa,
Fantástica poesía de la tierra:
Sabe las sombras de una noche hermosa
Y canta y pinta cuanto en ella encierra.

El ido trovador toma su lira:
El árabe indolente haschisch aspira.

Y el árabe hace bien, porque esta planta
Se aspira, aroma, narcotiza, y canta.

Y el moro está dormido,
Y el haschisch va cantando,
Y el sueño va dejando
Armonías celestes en su oído.

Muchos cielos ha el árabe, y en todos,
En todos hay amor –pues sin amores,
¿Qué azul diafanidad tuviera un cielo?
¿Qué espléndido color las tristes flores?

Y el buen haschisch lo sabe,
Y no entona jamás cántico grave

Fiesta hace en el cerebro
Despierta en él imágenes galanas;
Él pinta de un arroyo el blando quiebro,
Él conoce el cantar de las mañanas,
Y esta arábiga planta trovadora
No gime, no entristece, nunca llora…

Varios estudiosos de la cultura mexicana de fines del siglo XIX, como Carlos Monsiváis y Juan Pablo García Vallejo –autor, junto con Noemí García Luna de La disipada historia de la marihuana en México (2010)- sostienen que en el círculo intelectual de la Revista Universal y otras publicaciones literarias de la República Restaurada y el Porfiriato, se consumía mucho canabis, además de que las colonias de inmigrantes chinos y árabes, en la ciudad de México, poseían sus fumaderos de opio y sus expendios de hasch.
Es sabido que el poeta modernista Manuel María Flores (1840-85) fue un leal fumador de marihuana en los mismos años que Martí vivió en México. Flores tuvo una amistad tormentosa con Manuel Acuña, otro poeta de la misma generación modernista, quien se suicidó a los 25 años. Martí, Flores y Acuña, cuenta la leyenda, se enamoraron en México de la misma mujer, Rosario de la Peña, y los poemas que los tres le dedicaron a esta misteriosa dama probablemente no hubieran sido escritos sin algunos trances de haschisch, opio o marihuana.

miércoles, 22 de junio de 2011

Los panfletos de la indignación







Mucho se ha escrito en los últimos meses a propósito de la reinvención de la política que demandan en el Medio Oriente o en España, en México o en Bélgica sectores sociales hartos de la corrupción y la violencia, de regímenes autoritarios o de democracias poco representativas. No ha faltado quien sostenga que el mérito de esas movilizaciones es mantenerse un paso más acá de la política, en la búsqueda de mecanismos de representación ajenos a toda institucionalidad -especialmente de la partidaria-, recreando la experiencia de la Comuna parisina.
Más allá de que los contextos y las experiencias de Túnez, Egipto o Siria; Madrid, México o Bruselas son diferentes, conviene recordar que buena parte de la política de izquierda, en los siglos XIX y XX, comenzó con ideas similares y terminó institucionalizándose. Desde el anarquismo hasta el trotskismo, las modalidades más libertarias de la izquierda de los dos últimos siglos no lograron nunca desentenderse de la lucha violenta o pacífica por el poder. Es cierto que nunca lo alcanzaron, pero allí donde sus primos comunistas o socialdemócratas vencieron, unos y otros jamás dejaron de hacer política.
Lo recordaba recientemente José María Ridao, en El País, a propósito de que dos de las lecturas de cabecera de los jóvenes españoles que acampan en Sol y en Plaza Cataluña, y que el pasado domingo marcharon por tantas ciudades peninsulares, son obras de nonagenarios de la izquierda francesa: Indignaos (Destino, 2011) de Stéphane Hessel y La vía: para el futuro de la humanidad (Paidós, 2011) de Edgar Morin. El primero, veterano de la Resistencia antifascista y uno de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El segundo, sociólogo y filósofo de “la complejidad”, que en su juventud militó en el comunismo y que, a pesar de su expulsión del PCF en 1952, se ha mantenido siempre a la izquierda.
Uno y otro, sin embargo, han rechazado los actos violentos de los “indignados” contra el Parlamento catalán y, junto con una “insurrección pacífica contra la indiferencia”, aconsejan encarrilar políticamente la indignación. Viejos políticos ambos, enseñan a los jóvenes que sin una presión sostenida e inteligente sobre el Estado es poco probable que un mínimo de sus demandas pueda alcanzar la deseada “democratización de la democracia”. Más saben Hessel y Morin, opositores del fascismo, del comunismo y de las malas democracias, por viejos que por diablos.
El panfleto de Hessel, de poco más de 30 páginas, comenzó a circular a principios de año en España y ha vendido más de dos millones de ejemplares. El de Morin, que apenas comienza a venderse en librerías, ya va por más de 100 000. Como en todas las coyunturas revolucionarias, el panfleto impreso se afirma como la forma de escritura política más comunicativa y rentable, aún en la era digital. Por un breve periodo de tiempo las ideas impresas llegan a ser un buen negocio. Tal y como anuncia la portada de La vía, Hessel y Morin parecen, de hecho, repartirse el trabajo: el primero traza el diagnóstico de la crisis y el segundo ofrece la terapia.

viernes, 17 de junio de 2011

Moliendas de Aimé Césaire







A mediados del siglo XX, el poeta y político martiniqueño, Aimé Césaire, utilizó la expresión “máquina del olvido” para describir el proceso de colonización cultural que experimentaban las naciones sometidas, por siglos, a la limitación de sus soberanías y el saqueo de sus recursos naturales, por parte de los grandes imperios de Occidente. Afirmaba Cesaire, en su Discurso sobre el colonialismo (1955), que la gran tradición intelectual del humanismo europeo –especialmente, la francesa-, de De Maistre a Renan y de Bloy a Caillois, había defendido el colonialismo en nombre de la civilización y la memoria, a la vez que justificaba o toleraba la aplicación, sobre los pueblos colonizados de Asia, África y América Latina, de políticas de barbarie y desmemoria.
Césaire se hacía eco de las posiciones de los entonces jóvenes antropólogos, Michel Leiris y Claude Levi-Strauss, en sus polémicas con Roger Caillois, y reprochaba a éste su defensa de una jerarquización de las culturas a favor de Occidente. Lo curioso, concluía Césaire, es que esa jerarquización se producía dentro de una argumentación, como la de Caillois, en la que pesaba mucho la defensa de la memoria cultural como práctica afirmativa de la modernidad occidental y la crítica a los procesos de mecanización y deshumanización de la cultura que generaba el capitalismo industrial. Para Césaire, no era en Europa sino en las colonias del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, donde esa maquinaria del olvido –“máquina de aplastar, moler y embrutecer pueblos”- lograba un funcionamiento más perfecto.
Con ironía, a pesar de su inocultable vehemencia, Césaire utilizaba la metáfora azucarera y cafetalera de la “molienda” –el proceso de moler caña de azúcar o granos de café para extraer su jugo- como una figura retórica que identificaba algunos acentos de ese discurso del olvido. El católico de principios del XIX, Joseph de Maistre, por ejemplo, practicaba la “molienda mística”, el darwinista de fines del XIX, Vacher de Lapouge, la “molienda cientificista”, y el crítico de principios del XX, Émile Faguet, la “molienda periodística”. Las jergas de cada uno de ellos sobre los pueblos “primitivos” o “bárbaros” eran dispositivos de moler culturas, así como la esclavitud y la plantación azucareras eran dispositivos de moler carne humana.
En el citado ensayo de Césaire, el descolonizador y marxista antillano reaccionaba contra las que llamaba "obsesiones anti-hitlerianas" del humanismo europeo. Decía, con razón -aunque en un tono inquietante- que las ideas racistas de los nazis no eran novedad si se les cotejaba con el secular racismo colonial, que había legitimado los grandes imperios atlánticos. No habría que olvidar que por los mismos años en que Césaire escribía estas ideas, David Rousset iniciaba en Francia su crítica del "universo concentracionario" de los nazis y, también, de los comunistas. Rousset fue el primero en utilizar, para escándalo de la izquierda europea de entonces, la imagen del gulag como "trituradora de carne", que luego reaparece en Alexander Solzhenitsyn y, más recientemente, en Anne Applebaum, la autora de Gulag. A History (2003).

domingo, 12 de junio de 2011

El socialismo cubano y la crítica neomarxista

Decíamos que el número 36 de Criterios, la revista habanera dirigida por Desiderio Navarro, cierra con un ensayo del joven teórico rumano Ovidiu Tichindeleanu que lleva por título “La modernidad del postcomunismo”. El texto, ágil e inteligente, arranca con recuento del debate modernidad/ postmodernidad de los 80, con glosas de Lyotard, Rorty, Derrida, Habermas, Wallerstein, en el que se posiciona, muy a la manera de los dos últimos, a favor de una modernidad alternativa, donde sean conciliables razón y libertad, vida y utopía.
Dicho posicionamiento, que no carece, por cierto, de conexiones latinoamericanas –cita, por ejemplo, a Enrique Dussel y a Aníbal Quijano y habla de América Latina como región utópica, sin la menor alusión al socialismo cubano o algún marxista de la isla- le permite pasar a la crítica de la modernidad hegemónica de las transiciones a las democracias y los mercados en Europa del Este. Tichindeleanu posee una visión sumamente negativa de esas transiciones y aunque su texto carece de neosovietismo o nostalgia del socialismo real –sus juicios sobre el régimen de Dej y Ceausescu son severos- subvalora, a mi juicio, la revuelta cultural que se vivió entre los 80 y los 90 en la Unión Soviética y Europa del Este.
El joven rumano coincide con la mayoría de los neomarxistas, especialmente con Buck-Morss, Badiou, Ranciere y Zizek –a quien, sintomáticamente, no cita- en que los regímenes postcomunistas cayeron todos en una desenfrenada reconstitución de la hegemonía liberal y en modernizaciones tecnocráticas y autoritarias, sumamente costosas para sus culturas. A esto último, agrega un cuestionamiento del giro al nacionalismo en las políticas culturales de casi todos esos países, que generó obscenas apropiaciones e instrumentaciones de los legados nacionales por parte de los nuevos Estados.
Tichindeleanu lamenta que el discurso de “la transición” haya rebajado o anulado los acentos emancipatorios y anticapitalistas de la propia tradición ilustrada. Pero, a mi juicio, se equivoca en enfatizar la continuidad entre esa idea hegemónica de la transición y la vieja idea soviética de la transición del socialismo al comunismo. Las transiciones a la economía de mercado y a la democracia representativa en Europa del Este, en los 90, no se establecieron como presentes eternos o como periodos en los que se suspendía toda temporalidad de cambio. La apertura de la esfera pública, la ampliación de los derechos civiles y políticos y la alternancia en el poder generadas por la democracia impidieron que eso sucediera.
¿Cómo se lee esta crítica en La Habana? Depende del lector, naturalmente. Parte de la habilidad de un proyecto editorial como el de Desiderio Navarro consiste en que los discursos que pone a circular en la isla pueden ser leídos favorablemente por diversos actores culturales y políticos, dentro o fuera del oficialismo. La burocracia, por ejemplo, leerá con entusiasmo los pasajes en que Tichindeleanu cuestiona las pastorales del liberalismo que se produjeron durante las transiciones. Pero un intelectual crítico podría hacer suyo el agudo cuestionamiento que el joven rumano hace del nacionalismo como sustituto del marxismo-leninismo en los regímenes postcomunistas.
El socialismo cubano es actualmente una mezcla de comunismo y postcomunismo. Su régimen político sigue siendo, institucionalmente, como el de los viejos comunismos: partido único, sociedad civil limitada, restricción de derechos civiles y políticos, control gubernamental de los medios de comunicación… Pero su economía, su sociedad y su cultura asimilan, desde mediados de los 90, varios elementos del postcomunismo: enclaves de mercado, reestratificación social, nuevo empresariado, desplazamiento ideológico nacionalista, discurso oficial de “la transición” o “del cambio”...
Dado que Ovidiu Tichindeleanu, como todos los neomarxistas, es crítico del socialismo real y del postcomunismo, su crítica sería aplicable a Cuba por partida doble. Los elementos totalitarios del régimen cubano le parecerían, al autor de “La modernidad del postcomunismo”, tan cuestionables como los elementos de destotalización que comienzan a manifestarse en la isla. He aquí un buen ejemplo de las muchas posibilidades argumentativas que tendría la crítica neomarxista del socialismo cubano.

sábado, 11 de junio de 2011

Criterios o las condiciones de la crítica

Gracias a amigos expertos en burlar todo tipo de aduana he podido hacerme de un ejemplar del último número de la revista Criterios, que dirige en La Habana Desiderio Navarro. Se trata del número 36, correspondiente a 2009, que se editó en 2010 y que fue presentado en la Feria del Libro de La Habana de ese año. La revista lleva, por tanto, más de un año circulando en la isla, por lo que su recepción ya puede comenzar a ser documentada.
La mejor reseña sobre este número que he leído es la de Arturo Arango, en las palabras de presentación en Camagüey, que fueron reproducidas por el crítico Juan Antonio García Borrero en su blog Cine Cubano, la pupila insomne (16/4/2010). Habla allí Arango de una “política del conocimiento” impulsada por Navarro en su publicación, cuyo principal acierto sería una suerte de servicio de instrucción intelectual y referencia teórica para los artistas cubanos, que los ayuda a conectar sus poéticas con el arte y la crítica globales.
El índice continuo, tradicional en esta revista, con frecuencia mueve a engaño. A primera vista puede parecer una suma aleatoria de textos teóricos –traducidos todos por Navarro- sobre arte, cultura y semiótica, que en los últimos años ha incorporado otras áreas del saber contemporáneo como los estudios culturales, los campos intelectuales, las esferas públicas, las sociedades postcomunistas y la circulación de ideas. Pero si se lee con cuidado la portada, el lector puede comprender que el proyecto editorial de Navarro es más ambicioso.
Allí se agrupan los ensayos en tres secciones: 1) “Circulación de ideas, censura, esfera pública y repolitización del arte”; 2) “filosofía intercultural, Occidente, mestizaje, sincretismo, world music, turismo”; 3) “estudio, instalación, kitsch, Stanislavski-Grotowski, postcomunismo”. Bajo esta organización temática, el índice adquiere otras connotaciones y hasta podría ser dotado de cierta circularidad, ya que el último de los textos, “La modernidad del postcomunismo”, del joven teórico rumano, Ovidiu Tichindeleanu, compendia buena parte de los temas desarrollados en el volumen, aunque los constriñe a un posicionamiento ideológico, a mi juicio, demasiado estrecho.
Al movernos de una sección a otra, Navarro nos conduce por tres niveles de la crítica cultural contemporánea, que en el caso cubano tienen implicaciones paradigmáticas por tratarse de una sociedad postcomunista en América Latina y el Caribe. El primer nivel se relaciona con las condiciones institucionales e ideológicas en que se produce una cultura, el segundo con las conexiones o resistencias a la globalización que esa cultura interpone y el tercero con la práctica artística o teatral –en este caso- propiamente dicha, sin descartar en esta última la dimensión mercantil y mediática que posee el arte, la literatura o el teatro en siglo XXI.
No hay en Criterios ninguna propuesta analítica sobre la cultura cubana contemporánea en cualquiera de los tres niveles. El sello de esta revista y del trabajo intelectual de Navarro tiene que ver con una referencialidad oblicua o alegórica, por medio de la cual se tratan de manera indirecta o diferida a otros espacios, los principales problemas de la cultura cubana contemporánea. No quiere decir esto que no haya aquí ideas de gran impacto para el debate intelectual cubano, si se hacen pasar las mismas de la referencialidad teórica o de su ambientación euro-oriental al cuestionamiento directo de las condiciones de producción del arte y la cultura en la isla.
Por sólo mencionar algunos, los ensayos de Pierre Bourdieu sobre “Las condiciones sociales de circulación internacional de las ideas”, de Beate Müller sobre “La censura y la regulación cultural”, de Nancy Fraser sobre “Política, cultura y esfera pública” y de Jacques Rancière sobre “Las paradojas del arte político” nos colocan en el centro de un campo intelectual donde predomina la demanda de apertura de la esfera pública y la limitación de la hegemonía y el control de los poderes globales y nacionales sobre la libre circulación de prácticas y discursos culturales. Los principales mensajes de esos textos están dirigidos a afirmar la autonomía de los artistas como actores de una sociedad civil y no como miembros de una corporación estatal.
El propio ensayo de Rancière y los de Ales Erjavec, Artur Zmijewski, Hal Foster y Pawel Moscicki son llamados a la repolitización del arte. Si se entrelaza esta sección con la anterior, es fácil concluir que en una esfera pública como la cubana, controlada por el Estado y sometida a una política cultural que pasó de la defensa del compromiso a la defensa de la neutralidad, la recepción de Criterios opera, mayoritariamente, en el sentido de la pluralización y la democratización de la vida cultural cubana. Una pluralización que no se basa en la “armonía”, la “reconciliación” o el “diálogo” sino en el conflicto entre arte y poder.
Con frecuencia se destaca la función pedagógica o de instrucción teórica que cumple Criterios dentro de la cultura insular contemporánea. Sin dejar de reconocer dicha función, habría que repensar mejor el rol de traducción intelectual que un proyecto editorial de esa naturaleza juega bajo un Estado totalitario como el cubano, trasladando a la isla, no tanto las críticas a las democracias occidentales o a los postcomunismos eurorientales que se producen en las esferas públicas de Francia o Rumanía, sino las condiciones teóricas e, incluso, retóricas de una crítica neomarxista al socialismo cubano desde la cultura insular.