Durante el último mes he seguido, día a día, la cobertura que han hecho La Jornada y Público, dos periódicos de la izquierda iberoamericana, de las revoluciones en el Magreb y algunos países del Medio Oriente. Y debo decir que me ha parecido magnífica. Las notas del reportero británico Robert Fisk, que se reproducen en ambos periódicos, son de lo mejor que se ha escrito sobre esas revoluciones. Fisk se ha desplazado por el itinerario de la ola revolucionaria -de Tunez a El Cairo y de Egipto a Trípoli-, retratando a dictadores y poniéndole voz y rostro a esa juventud árabe, globalizada y cívica.
No ha sido esta una cobertura “objetiva” o “imparcial”, ya que las simpatías de Fisk y de los editores de ambos periódicos están, resueltamente, con los revolucionarios. Sin embargo, el profesionalismo de estos medios, poco perceptible cuando abordan algunas realidades latinoamericanas como la venezolana o la cubana, no ha estado ausente en esta cobertura. La irrupción de nuevos sujetos políticos, desde abajo, y las fracturas de las élites, desde arriba, han sido igualmente tratadas y el lector de ambos periódicos se hace un cuadro bastante completo de la diversidad de fuerzas sociales y políticas que deciden esas convulsiones.
Aunque estas revoluciones no son mayoritariamente islámicas ni antioccidentales, esa prensa de izquierda las ha celebrado. La perspectiva de una izquierda que respalda revoluciones pacíficas y democráticas es similar al apoyo que algunos sectores de la misma dieron a las democratizaciones de Europa del Este, si bien esta vez dicho respaldo ha sido mucho más amplio, en buena medida porque el intervencionismo europeo y norteamericano ha sido menor. Lo cual nos permita concluir, tal vez, que, como aquellas democratizaciones, estas revoluciones ayudarán a consolidar el principio de la autonomización democrática dentro de las izquierdas occidentales.
Esa visión del Islam y del mundo árabe, como una zona cultural, moral y políticamente conjugable con democracias autónomas, es la que aparece, por cierto, en el magnífico libro de la pensadora contemporánea y profesora de la universidad de Cornell, Susan Buck-Morss, Pensar tras el terror. El islamismo y la teoría crítica entre la izquierda (2010), que prologó Slavoj Zizek. La idea central de Buck Morss, que debe mucho a la conceptualización de “fantasía” en Zizek, es que el Medio Oriente no debe ser pensado como una subjetividad vaciada o moldeable desde las hegemonías occidentales, pero tampoco como un “otro” total, mítico, desde el que se postula la regeneración del propio Occidente.
Hay en esa doble crítica una equidistancia del principio imperial de la “democratización” desde afuera y, a la vez, del integrismo islámico que estigmatiza la democracia por “occidental”. Una crítica, por decirlo rápido, a Bush y a Bin Laden, a Sharon y a Ahmadinejad, al expediente de la “guerra contra el terror” y al de la jihad. En una época cada vez más contrailustrada, en la que crece la duda por la utilidad de la teoría, la obra de Susan Buck-Morss es un buen testimonio de la funcionalidad del trabajo teórico.
Esa izquierda democrática que defiende Buck Morss difícilmente habría podido formularse sin su formación en la teoría crítica frankfurtiana, que desarrolló en The Origin of Negative Dialectics, sin su magistral estudio sobre Walter Benjamin, The Dialectic of Seeing, sin su análisis sobre la desaparición de las utopías de masas en el Este y en el Oeste, en Mundo soñado y catástrofe (2004), e, incluso, sin su virtuoso ejercicio de historia intelectual, Hegel y Haití. La dialéctica amo-esclavo (2005), que tanto admiramos.
Libros del crepúsculo
viernes, 25 de febrero de 2011
miércoles, 23 de febrero de 2011
Eco, el Critón y el juicio a Berlusconi
Umberto Eco ha escrito para L’espresso un artículo, reproducido por Público, en que recuerda a Silvio Berlusconi el mensaje central del diálogo Critón o el deber de Platón. En otras latitudes, recordarle a los políticos un texto de filosofía clásica suele ser un gesto, más bien, extravagante. Pero, en el caso de Il Cavaliere, no lo es, ya que a Eco le consta que Berlusconi leyó los diálogos de Platón en el bachillerato. En todo caso, Eco, una vez más, parece demandar de los políticos una racionalidad moral universal –exigir la expatriación de Battisti, prófugo de la justicia italiana en Brasil, y, a la vez, aceptar el juicio a Berlusconi- que muy poco tiene que ver con la realpolitik, como enseñaron Maquiavelo y Bismarck:
“Dirán los defensores del honorable Berlusconi que Battisti no hace bien huyendo de la Justicia italiana, porque en su interior sabe que es culpable, mientras que Berlusconi, con toda la razón, hace lo mismo porque en su interior se considera inocente. Pero ¿cuánto puede aguantar este argumento?
Los que lo utilizan parecen no haber reflexionado sobre un texto que, cualquiera que haya ido al instituto (como le sucedió al honorable Berlusconi), debería haber conocido, y que es el Critón de Platón. Para quien lo haya olvidado, les haré un breve resumen: Sócrates ha sido condenado a muerte (injustamente, nosotros lo sabemos y él lo sabía) y está en la cárcel esperando la copa de cicuta. Lo visita su discípulo Critón, que le dice que todo está preparado para su fuga, y utiliza todos los argumentos posibles para convencerlo de que tiene el derecho y el deber de escapar de una muerte injusta.
Pero Sócrates responde recordando a Critón cuál debe ser la postura de un hombre de bien ante la majestuosidad de las leyes de la Ciudad. Al aceptar vivir en Atenas y disfrutar de todos los derechos de un ciudadano, Sócrates reconoce la bondad de aquellas leyes, y si se atreviese a negarlas sólo porque en un determinado momento estas actúan en su contra, repudiándolas contribuiría a deslegitimarlas y, por consiguiente, a destruirlas. Y uno no puede beneficiarse de la ley mientras actúa en su favor y rechazarla cuando decide algo que no le gusta, porque con las leyes se ha cerrado un pacto y este pacto no se puede romper a nuestro antojo.
Tengamos en cuenta que Sócrates no era un hombre de Gobierno, porque entonces debería haber dicho mucho más. Y que por ejemplo –si se creyera en el derecho de ignorar las leyes que no le gustaban– como hombre de Gobierno ya no podría haber pretendido que los demás cumpliesen con aquellas que a ellos no les gustaban, y no cruzasen con el semáforo en rojo, no pagasen los impuestos, no saqueasen los bancos o (y es sólo una manera de hablar) no abusasen de menores.
Estas cosas Sócrates no las dijo, pero el sentido de su mensaje sigue siendo el que es, alto, sublime, duro como una roca”.
“Dirán los defensores del honorable Berlusconi que Battisti no hace bien huyendo de la Justicia italiana, porque en su interior sabe que es culpable, mientras que Berlusconi, con toda la razón, hace lo mismo porque en su interior se considera inocente. Pero ¿cuánto puede aguantar este argumento?
Los que lo utilizan parecen no haber reflexionado sobre un texto que, cualquiera que haya ido al instituto (como le sucedió al honorable Berlusconi), debería haber conocido, y que es el Critón de Platón. Para quien lo haya olvidado, les haré un breve resumen: Sócrates ha sido condenado a muerte (injustamente, nosotros lo sabemos y él lo sabía) y está en la cárcel esperando la copa de cicuta. Lo visita su discípulo Critón, que le dice que todo está preparado para su fuga, y utiliza todos los argumentos posibles para convencerlo de que tiene el derecho y el deber de escapar de una muerte injusta.
Pero Sócrates responde recordando a Critón cuál debe ser la postura de un hombre de bien ante la majestuosidad de las leyes de la Ciudad. Al aceptar vivir en Atenas y disfrutar de todos los derechos de un ciudadano, Sócrates reconoce la bondad de aquellas leyes, y si se atreviese a negarlas sólo porque en un determinado momento estas actúan en su contra, repudiándolas contribuiría a deslegitimarlas y, por consiguiente, a destruirlas. Y uno no puede beneficiarse de la ley mientras actúa en su favor y rechazarla cuando decide algo que no le gusta, porque con las leyes se ha cerrado un pacto y este pacto no se puede romper a nuestro antojo.
Tengamos en cuenta que Sócrates no era un hombre de Gobierno, porque entonces debería haber dicho mucho más. Y que por ejemplo –si se creyera en el derecho de ignorar las leyes que no le gustaban– como hombre de Gobierno ya no podría haber pretendido que los demás cumpliesen con aquellas que a ellos no les gustaban, y no cruzasen con el semáforo en rojo, no pagasen los impuestos, no saqueasen los bancos o (y es sólo una manera de hablar) no abusasen de menores.
Estas cosas Sócrates no las dijo, pero el sentido de su mensaje sigue siendo el que es, alto, sublime, duro como una roca”.
lunes, 21 de febrero de 2011
Las castañuelas ñáñigas de Pablo de la Torriente Brau
Entre muchas otras cosas, las revoluciones son plataformas de venta para las culturas nacionales que las experimentan. Hoy, por ejemplo, la literatura egipcia cotiza a la alza, como se observa en los casos del fallecido Naguib Mahfuz o de Hussein Bassir. O como sucedió en los años 20 y 30 con el muralismo y la literatura de Contemporáneos, en México. O como en los años 60, con las novelas de Carpentier, el Che de Korda o el pop art de Raúl Martínez.
Durante una breve estancia en Nueva York, en 1936, antes de su partida a España, como soldado de la República, Pablo de la Torriente Brau advirtió la fascinación que despiertan, en grandes capitales culturales de Occidente, como Nueva York y París, las revoluciones. Observaba este socialista cubano, nacido en Puerto Rico, que, en 1936, Nueva York pasaba del entusiasmo por la Revolución Cubana del 33 al entusiasmo por la República española.
“Siempre han tenido aquí indiscutible prestigio… los problemas de la Revolución Cubana; el triunfo de nuestra música, había hecho que las maracas –castañuelas ñáñigas- conquistaran Nueva York. Porque aquí, la mejor manera de obtener publicidad, es realizar algo clamoroso, terrible, inaudito. ¿Qué cosa mejor que una revolución? Por eso, las luchas contra Machado, con sus alardes de heroísmo y sacrificio, con sus víctimas gloriosas, con sus escenas de terror y barbarie, abrieron un mercado para todas las manifestaciones exteriores, plásticas y sonoras del pueblo de Cuba. Y los cabarets se llenaron de rumba y son, y en todas las casas, sobre el radio, se cruzaron dos maracas, como mazas heráldicas de una nueva nobleza: la nobleza sin ceremonia de la rumba y el son. Desde entonces, el yubiar de municiones de las maracas ha sido para los americanos algo así como la imagen confusa y sonora de Cuba y sus problemas. Mas ahora vendrán las castañuelas”.
Durante una breve estancia en Nueva York, en 1936, antes de su partida a España, como soldado de la República, Pablo de la Torriente Brau advirtió la fascinación que despiertan, en grandes capitales culturales de Occidente, como Nueva York y París, las revoluciones. Observaba este socialista cubano, nacido en Puerto Rico, que, en 1936, Nueva York pasaba del entusiasmo por la Revolución Cubana del 33 al entusiasmo por la República española.
“Siempre han tenido aquí indiscutible prestigio… los problemas de la Revolución Cubana; el triunfo de nuestra música, había hecho que las maracas –castañuelas ñáñigas- conquistaran Nueva York. Porque aquí, la mejor manera de obtener publicidad, es realizar algo clamoroso, terrible, inaudito. ¿Qué cosa mejor que una revolución? Por eso, las luchas contra Machado, con sus alardes de heroísmo y sacrificio, con sus víctimas gloriosas, con sus escenas de terror y barbarie, abrieron un mercado para todas las manifestaciones exteriores, plásticas y sonoras del pueblo de Cuba. Y los cabarets se llenaron de rumba y son, y en todas las casas, sobre el radio, se cruzaron dos maracas, como mazas heráldicas de una nueva nobleza: la nobleza sin ceremonia de la rumba y el son. Desde entonces, el yubiar de municiones de las maracas ha sido para los americanos algo así como la imagen confusa y sonora de Cuba y sus problemas. Mas ahora vendrán las castañuelas”.
Tal vez, sólo las decadencias pueden llegar a ser tan favorables a la oferta y la demanda de una cultura como las revoluciones. El ocaso del imperio austrohúngaro entre fines del siglo XIX y principios del XX o la década de los 80, en la Unión Soviética, serían dos ejemplos notables, pero no los únicos. Hoy por hoy, lo que queda de aquella “fantasía roja”, estudiada por Iván de la Nuez, en el caso de Cuba, tiene que ver, sobre todo, con la decadencia del orden revolucionario.
viernes, 18 de febrero de 2011
A favor y en contra de Alan Gribben
“Censor”, “mutilador”, “adulterador de clásicos”, es lo menos que los muchos fans que, a un siglo de su muerte, todavía tiene el escritor norteamericano Mark Twain (1835-1910), han dicho a Alan Gribben, profesor de Auburn University at Montgomery , en Alabama, quien estuvo a cargo de la reedición de Las aventuras de Huckleberry Finn que hizo New South Books.
Gribben, pensando en los lectores infantiles y juveniles de Twain, en el Sur de Estados Unidos a principios del siglo XXI, decidió aplicar la corrección política al texto y cambió vocablos como nigger por slave, injun Joe por indio Joe o “half breed” por “half blood”. La palabra “nigger” aparece 219 veces en el texto original de Twain por lo que el cambio, desde un punto de vista cuantitativo, no es menor.
Gribben lleva décadas estudiando y editando la obra de Twain y su edición, además de poseer otras virtudes, no adolece de descuido o ligereza. Gribben ha alterado el texto con razones que sus críticos, tampoco sin razones, no quieren escuchar. Dice, en esencia, que términos como “nigger” o “injun”, que Twain no utilizaba en sentido peyorativo –el escritor, como se sabe, se opuso a la esclavitud y a la discriminación- se convirtieron en símbolos de la mentalidad racista y así son leídos, hoy, por la mayoría de los niños y adolescentes norteamericanos.
Buscando atraer nuevos lectores a Twain, Gribben intentó traducir al inglés moral del siglo XXI aquellos vocablos que más claramente desdibujaban el pensamiento del autor de Tom Sawyer y Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo. La intención es buena, pero el método es equivocado. Si Gribben hubiera encabezado la edición con una nota introductoria amena, en la que resumiera la ideología de Twain y el sentido que daba a aquellos términos, tal vez hubiera logrado atraer a más lectores que los que ahora aleja con su corrección política de un clásico.
Gribben, pensando en los lectores infantiles y juveniles de Twain, en el Sur de Estados Unidos a principios del siglo XXI, decidió aplicar la corrección política al texto y cambió vocablos como nigger por slave, injun Joe por indio Joe o “half breed” por “half blood”. La palabra “nigger” aparece 219 veces en el texto original de Twain por lo que el cambio, desde un punto de vista cuantitativo, no es menor.
Gribben lleva décadas estudiando y editando la obra de Twain y su edición, además de poseer otras virtudes, no adolece de descuido o ligereza. Gribben ha alterado el texto con razones que sus críticos, tampoco sin razones, no quieren escuchar. Dice, en esencia, que términos como “nigger” o “injun”, que Twain no utilizaba en sentido peyorativo –el escritor, como se sabe, se opuso a la esclavitud y a la discriminación- se convirtieron en símbolos de la mentalidad racista y así son leídos, hoy, por la mayoría de los niños y adolescentes norteamericanos.
Buscando atraer nuevos lectores a Twain, Gribben intentó traducir al inglés moral del siglo XXI aquellos vocablos que más claramente desdibujaban el pensamiento del autor de Tom Sawyer y Un yanqui de Connecticut en la corte del Rey Arturo. La intención es buena, pero el método es equivocado. Si Gribben hubiera encabezado la edición con una nota introductoria amena, en la que resumiera la ideología de Twain y el sentido que daba a aquellos términos, tal vez hubiera logrado atraer a más lectores que los que ahora aleja con su corrección política de un clásico.
miércoles, 16 de febrero de 2011
Plebeyo artículo
Conozco varios editores que han decidido que los artículos en los títulos de los libros, sobran. Que no venden bien, aunque alguno me ha asegurado que su rechazo a los artículos no es comercial sino estético. De acuerdo con esta cada vez más difundida convención editorial La comedia humana debió llamarse Comedia humana, Los miserables, Miserables y La montaña mágica, Montaña mágica.
Debo confesar que nunca he entendido muy bien el odio a los artículos –estético o comercial-, pero hace unos días, revisando textos de cubanos sobre España y de españoles sobre Cuba, di con un ensayito de Jorge Mañach sobre La Coruña, la finisterre gallega, incluido en su injustamente olvidado Visitas españolas (1960), que me ha hecho dudar.
Este libro, editado en Madrid por la editorial de la Revista de Occidente fue, por cierto, el último que Mañach publicó en vida y por varias dedicatorias que conocemos lo envió, desde La Habana, en julio de 1960, a amigos suyos ya exiliados como Eugenio Florit, en Nueva York, y Gastón Baquero, en Madrid.
En el ejemplar que perteneció a Baquero, que alguna vez pude hojear, la dedicatoria estaba firmada en La Habana –me pregunté, entonces, por qué no pidió Mañach que Revista de Occidente le enviara un ejemplar a Baquero, que vivía en la misma ciudad de la editorial. Pero luego comprendí que en las reglas de aquella cortesía, ya perdida, el libro regalado debía llegar autografiado.
En aquel ensayito sobre La Coruña, Mañach habla de la plebeyez de los artículos que van unidos al nombre de algunas ciudades. A su juicio, el La -A, en gallego- del nombre de esa hermosa ciudad se sumaba a cierta imagen de rusticidad o barbarie que, en general, tenía el norte de España y, especialmente, la región gallega. Un La muy diferente al habanero:
Debo confesar que nunca he entendido muy bien el odio a los artículos –estético o comercial-, pero hace unos días, revisando textos de cubanos sobre España y de españoles sobre Cuba, di con un ensayito de Jorge Mañach sobre La Coruña, la finisterre gallega, incluido en su injustamente olvidado Visitas españolas (1960), que me ha hecho dudar.
Este libro, editado en Madrid por la editorial de la Revista de Occidente fue, por cierto, el último que Mañach publicó en vida y por varias dedicatorias que conocemos lo envió, desde La Habana, en julio de 1960, a amigos suyos ya exiliados como Eugenio Florit, en Nueva York, y Gastón Baquero, en Madrid.
En el ejemplar que perteneció a Baquero, que alguna vez pude hojear, la dedicatoria estaba firmada en La Habana –me pregunté, entonces, por qué no pidió Mañach que Revista de Occidente le enviara un ejemplar a Baquero, que vivía en la misma ciudad de la editorial. Pero luego comprendí que en las reglas de aquella cortesía, ya perdida, el libro regalado debía llegar autografiado.
En aquel ensayito sobre La Coruña, Mañach habla de la plebeyez de los artículos que van unidos al nombre de algunas ciudades. A su juicio, el La -A, en gallego- del nombre de esa hermosa ciudad se sumaba a cierta imagen de rusticidad o barbarie que, en general, tenía el norte de España y, especialmente, la región gallega. Un La muy diferente al habanero:
“La Coruña no constituye mayor excepción en esa vulgar imagen. Hasta el nombre mismo de la ciudad parece conspirar contra ella, como si el artículo, que en el caso de La Habana nos parece tan sabrosamente femenino, tomase en aquel otro caso no sé qué sugerencia despectiva de “la Lola se va a los puertos”, y como si el final en “uña” sonase a algo huraño y rapaz. ¡A tan triviales accidentes está expuesta la reputación geográfica, como la de personas y pueblos! En Inglaterra, durante varios siglos a La Coruña se la llamó, por corrupción fonética, The Groyne, que para unos era como aludir a ciertas partes pudendas de la anatomía, y para otros la arista, la esquina viva, el espolón de Europa”.
domingo, 13 de febrero de 2011
Revoluciones viejas y nuevas
Cuando escribí el último post, el pasado jueves al mediodía, no había caído Mubarak ni había leído el magnífico artículo de Timothy Garton Ash, que reprodujo El País este fin de semana. Debo decir que me satisface mucho coincidir con el profesor de Oxford y creo que, de no haber muerto, Tony Judt habría llegado a la misma conclusión: la egipcia es una revolución –no una revuelta popular o un golpe de Estado-, pero de nuevo tipo.
Además de un proceso de cambio social y político, una revolución es una ingente politización de la sociedad. El neomarxista Jacques Rancière diría que una revolución es una acelerada constitución de nuevas subjetividades políticas. Y eso es lo que ha sucedido en Egipto. En dos semanas se ha reconstituido la esfera pública de ese país con nuevos actores, que no se irán tranquilamente a sus casas, luego de la salida de Mubarak.
Toda vez que un millón de ciudadanos sale a las calles y desata una retrocesión de la soberanía se ha producido una revolución, aún cuando el cambio de régimen político no llegue a consumarse. Si sólo fueran revoluciones aquellas que llegan a consumar los cambios o a generar nuevas formas estables de gobierno entonces una revolución como la haitiana, clásica en más de un sentido, no calificaría como tal.
La reticencia de algunos a llamar revolución lo que sucede en Egipto proviene, creo, del equívoco del jacobinismo, estudiado y criticado por los esposos Ferenc Feher y Agnes Heller. El primero escribió el libro La revolución congelada (1989), en el que a medio camino entre la crítica historiográfica y la teoría política, insistía en entender el jacobinismo como uno de los momentos o de las corrientes de la Revolución Francesa y no como la revolución misma o como su fase más propiamente “revolucionaria”, por ser la más radical.
El libro de Feher estaba escrito desde mediados de los 80, pero se editó y circuló a fines de esa década, en medio de la caída del Muro de Berlín y las transiciones a la democracia en Europa del Este. Su esposa, Agnes Heller, fue precisamente una de las que más defendió el llamar revoluciones a aquellas democratizaciones del socialismo real. Heller y Feher se resistían a entender por revolución únicamente los movimientos radicales del jacobinismo, el socialismo, el comunismo, el bolchevismo o los nacionalismos descolonizadores del siglo XX.
De ser así, pensaban, entonces ni Mirabeau ni Sieyés ni Napoleón, ni Washington, Jefferson o Hamilton serían revolucionarios. De ser así, agregaríamos nosotros, la mexicana de 1910 no sería una revolución, ni las independencias hispanoamericanas del siglo XIX, que produjeron un cambio social y político más profundo aún que muchas revoluciones nacionalistas del siglo XX. En el fondo, la negativa a entender como revolución lo que ocurre en Egipto tiene que ver con el componente democrático, antiautoritario y pacífico que posee ese movimiento ciudadano. Como si democracia y revolución fueran procesos inconjugables.
Las simpatías globales con la revolución egipcia han desatado apropiaciones curiosas. Barack Obama la ha comparado con la caída del Muro de Berlín y Mahmoud Ahmadinejad asegura que se trata de un nuevo capítulo de la revolución islámica, iniciada por los iraníes hace tres décadas. Uno y otro se equivoca, ya que como dice Garton Ash “el Cairo en febrero de 2011 es el Cairo en febrero de 2011”. Pero esta revolución es nueva por su moderna antigüedad, no por ningún determinismo tecnológico, sino por su tipo específico de sociabilidad y por su reformulación de valores milenarios.
“Lo viejo, en este Cairo de 2011 –tan viejo como las pirámides, tan viejo como la civilización humana- es el grito de los hombres y mujeres oprimidos, que vencen la barrera del miedo y viven, aunque sea de forma pasajera, la sensación de libertad y dignidad. Mi corazón daba saltos de alegría cuando vi las imágenes de las inmensas muchedumbres que se concentraban pacíficamente en el centro de la ciudad celebrando el día del rais. Sin embargo, cuando acabemos de tararear el coro de los prisioneros compuesto por Beethoven para Fidelio, no olvidemos que estos momentos son siempre efímeros. Queda por delante la dura tarea de consolidar la libertad”.
jueves, 10 de febrero de 2011
Plaza Tahrir
Mucho se ha debatido en los medios globales sobre la naturaleza de la revolución egipcia. Pocas revoluciones han tenido una cobertura tan planetaria y, a la vez, tan ideológicamente favorable -desde la izquierda más radical hasta buena parte de la derecha norteamericana o europea han celebrado las protestas contra el régimen de Hosni Mubarak.
El foco de atención ha estado puesto en el tipo de sociabilidad que produce una movilización tan constante y, al mismo tiempo, espontánea. Durante más de dos semanas los manifestantes se han mantenido concentrados en la Plaza Tahrir, en El Cairo, resueltos a no dejar de ser noticia global y a crear una nueva red de ciudadanos –no de partidos-, que se articula en torno a un único punto: que deje de gobernar el círculo de poder –no sólo Mubarak- que durante tres décadas se enseñoreó de Egipto.
Por su peculiar sociabilidad política, esta revolución se parece más a las revueltas juveniles del 68 que a la primera etapa de las transiciones en Europa del Este. Es cierto que la conexión tecnológica facilita esa nueva sociabilidad, pero tampoco faltan en esta revolución elementos de las viejas tradiciones cívicas de Occidente y, naturalmente, de las propias tradiciones de peregrinación y oración multitudinarias del Islam, sin ser propiamente una revolución islámica.
Esa concentración permanente en la plaza pública, en el ágora, responde a algo más que una estrategia de visibilidad global. Congregarse físicamente en el espacio público, y de manera pacífica, es un método eficaz para obligar a las instituciones del Estado a reconocer la soberanía popular y dar por concluido el pacto social. Ya los sindicatos, el Ejército y parte de la clase política han reconocido al soberano originario, bajando a la plaza. Muy pronto deberán hacerlo también el propio Mubarak y sus colaboradores, abandonando el gobierno.
Pocos dudan que estamos en presencia de la primera revolución del siglo XXI. Una revolución pacífica, sin estructura organizativa previa, que debe muy poco a la tradición jacobina, bolchevique, socialista o descolonizadora; a Marx, a Lenin, a Mao, al Che Guevara o a Frantz Fanon. Una revolución que parece hecha por antiguos griegos o romanos –o por antiguos egipcios en contra de su faraón- pero conectados a las redes sociales de Facebook y Twitter.
El foco de atención ha estado puesto en el tipo de sociabilidad que produce una movilización tan constante y, al mismo tiempo, espontánea. Durante más de dos semanas los manifestantes se han mantenido concentrados en la Plaza Tahrir, en El Cairo, resueltos a no dejar de ser noticia global y a crear una nueva red de ciudadanos –no de partidos-, que se articula en torno a un único punto: que deje de gobernar el círculo de poder –no sólo Mubarak- que durante tres décadas se enseñoreó de Egipto.
Por su peculiar sociabilidad política, esta revolución se parece más a las revueltas juveniles del 68 que a la primera etapa de las transiciones en Europa del Este. Es cierto que la conexión tecnológica facilita esa nueva sociabilidad, pero tampoco faltan en esta revolución elementos de las viejas tradiciones cívicas de Occidente y, naturalmente, de las propias tradiciones de peregrinación y oración multitudinarias del Islam, sin ser propiamente una revolución islámica.
Esa concentración permanente en la plaza pública, en el ágora, responde a algo más que una estrategia de visibilidad global. Congregarse físicamente en el espacio público, y de manera pacífica, es un método eficaz para obligar a las instituciones del Estado a reconocer la soberanía popular y dar por concluido el pacto social. Ya los sindicatos, el Ejército y parte de la clase política han reconocido al soberano originario, bajando a la plaza. Muy pronto deberán hacerlo también el propio Mubarak y sus colaboradores, abandonando el gobierno.
Pocos dudan que estamos en presencia de la primera revolución del siglo XXI. Una revolución pacífica, sin estructura organizativa previa, que debe muy poco a la tradición jacobina, bolchevique, socialista o descolonizadora; a Marx, a Lenin, a Mao, al Che Guevara o a Frantz Fanon. Una revolución que parece hecha por antiguos griegos o romanos –o por antiguos egipcios en contra de su faraón- pero conectados a las redes sociales de Facebook y Twitter.
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