Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 1 de noviembre de 2024

La locura de llegar a América




Se cumple el centenario de la publicación del primer Manifiesto del surrealismo (1924) de André Breton y vale la pena recordar un par de sus ideas, que hoy, por sorpresa, vuelven a sonar desafiantes e, incluso, escandalosas. Vivimos la entronización de una nueva solemnidad cultural, basada en simplificaciones de la historia y aplanamientos de la inteligencia que, por otra vía, recuerdan mucho la moral burguesa que hace un siglo denunciaron los surrealistas.

 El texto de Breton fue muchas cosas a la vez: el autorretrato de un grupo intelectual, la exposición de una poética, un manojo de obsesiones y una suma de críticas o improperios contra la cultura oficial francesa y europea en los años que siguieron a la Gran Guerra. Pero hay dos énfasis en el programa surrealista que hoy resultan extrañamente subversivos: la crítica del relato realista y la reivindicación de la locura en la historia. 

En el primer fragmento del texto, el escritor francés reclamaba para sí los reinos de la infancia y la imaginación, la libertad y la locura. Elegantemente descartaba el culto al racionalismo de Taine y colocaba a Valéry en una especie de limbo. Se preguntaba si el autor de El cementerio marino se mantendría fiel a la promesa de nunca escribir una frase como “la marquesa salió a las cinco”. Luego Breton despachaba un pasaje de Crimen y castigo de Dostoievski como una “composición escolar”. 

 Más adelante reprochaba el ánimo naturalista y clasificatorio que lo mismo se respiraba en las novelas de Stendhal o Anatole France que en los tratados de Santo Tomás y Blaise Pascal. Glosaba también Breton, casi al mismo tiempo, a Proust y a Freud, pero al primero para mal y al segundo para bien. Si Proust era apenas una nota al pie, Freud figuraba como padre espiritual de la revolución surrealista. 

Al llegar al pasaje sobre “lo maravilloso”, en que comentaba sus gustos por las ruinas y los maniquíes, comenzaba propiamente el territorio reclamado por el descubrimiento surrealista. No se trataba de un territorio desconocido o no transitado ya, sino algo que, aunque formaba parte del viejo gusto realista, podía ser releído con ojos surrealistas. Por ahí desfilaban las horcas de Villon, las griegas de Racine y los divanes de Baudelaire. 

 A partir de entonces, con la defensa del surrealismo como mirada o lectura del ancien régime del arte moderno, arrancaba la nómina surrealista que Breton quería presentar: Soupault, Eluard, Desnos, Vitrac, Artaud, todos escritores. Luego vendrían los pintores: Picabia, Duchamp, Picasso… Sólo después de exponer la galería surrealista es que Breton comienza a enumerar a algunos precursores: Nerval, Rimbaud, Apollinaire, Lautréamont… Y ya al final es que propone ejemplos de cómo el “automatismo psíquico”, la “creencia en una realidad superior” o la “omnipotencia del sueño” encarnan en algunos textos. 

  Cita, por ejemplo, las “manufacturas anatómicas” de Soupault, las “orejas reverdecidas” de Eluard, la “cinta roja en el árbol hablante” de Aragon. Cita también un pasaje de Vitrac en que la estatua de mármol de un almirante gira sobre sus talones y le indica, en el plano de su bicornio, la “región en la que debía pasar el resto de sus días”. El intrigante pasaje se explica con otro momento del Manifiesto, tal vez el único en que André Breton toca la historia. Dice el surrealista, a propósito de la locura y la creación: “fue necesario que Cristóbal Colón zarpara en compañía de unos locos para que se descubriese a América. Y ved como esa locura ha ido tomando cuerpo y ha perdurado”. 

 Quince años después de aquel escrito programático, Breton llegó a México, donde descubrió la patria prenatal del surrealismo. Con su vislumbre de América como lugar de la locura, la imaginación y el sueño, el intelectual francés abrió el diálogo con escritores de este lado del Atlántico, como Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Octavio Paz, que perdura hasta hoy.

martes, 1 de octubre de 2024

Rusia, Cuba y el olvido



Nunca será ocioso explorar cuánto de la experiencia única de Cuba, como país inscrito en la órbita soviética de la Guerra Fría, por más de treinta años, explica el presente de la isla. El olvido de esa trama, que promueve el Estado cubano, es proporcional a la indiferencia mundial frente al desastre del país caribeño. 

 Jorge Ferrer, escritor y traductor cubano que vivió en la antigua URRS y hace tres décadas se afincó en Barcelona, ha escrito unas memorias que narran ese olvido. El relato evoca tres generaciones, las del abuelo, el padre y el hijo, cuyo linaje empieza en España y termina en España, con dos largas estaciones en La Habana y Moscú. 

 Cuenta Ferrer en Entre Rusia y Cuba (Ladera Norte, 2024), que su abuelo, inmigrante español en la isla, fue policía durante la dictadura de Fulgencio Batista, el régimen derrocado por la Revolución cubana en 1959. Su padre, en cambio, se unió desde joven a la Cuba de Fidel Castro y en su familia, como era común en aquellos años, el abuelo, exiliado en Miami, se convirtió en un fantasma innombrable. 

 Ferrer rescata el término ruso byvshie (antiguo o anterior), utilizado despectivamente en la etapa bolchevique y estalinista de la Unión Soviética para aludir a las personas desechadas por la Revolución: los blancos, los zaristas, los burgueses, los enemigos. La palabra, empleada por Gorki en sus novelas y por Benjamin en sus apuntes sobre Moscú, designaba también a los exiliados que, aunque estaban vivos, habían muerto en la memoria de los revolucionarios. 

 En la Cuba socialista, recuerda el escritor, el término más común para llamar a las personas como su abuelo fue siempre “gusanos”. Fidel Castro reiteró el calificativo en sus discursos durante décadas y la propaganda gráfica de la isla representaba a los contrarrevolucionarios como insectos que hervían en cazuelas de agua caliente. El escritor del realismo socialista Boris Polevoi, uno de los preferidos de la burocracia cultural cubana, autor de Un hombre de verdad (1950), escribió, en una mala traducción, que los contrarrevolucionarios cubanos eran “orugas”. 

 El escritor reserva al padre, funcionario del Minrex, el término “apparatchik”, hombre del aparato o burócrata del régimen comunista. En Cuba nunca se usó de manera extendida, aunque hubo equivalentes como “pinchos”, que se referían a los dirigentes en general. En la isla, además, el “aparato” aludía no a todo el andamiaje institucional sino, específicamente, a la Seguridad del Estado y su policía política. 

 Por último estaría el tercer Ferrer, Jorge, el autor, nacido en 1967 en La Habana, traductor de grandes escritores rusos (Herzen, Bunin, Rózanov, Grossman, Aleksiévich) en las mejores editoriales españolas. Identificado con la función del “pionero”, lo mismo en la URSS que en Cuba, este Ferrer, educado en el comunismo de la Guerra Fría, sería también el iniciador de una nueva diáspora en su linaje. 

 El libro, editado por el nuevo proyecto editorial que encabeza Ricardo Cayuela en Madrid, está lleno de atisbos sobre las conexiones entre Rusia y Cuba. Aquí se cuentan los más reveladores pasajes de aquella suma de destinos entre la isla y la URSS, que hoy la nueva izquierda populista latinoamericana relativiza. 

 El propio Fidel Castro marcaría la pauta de aquel lavado de memoria en Cuba y América Latina, en las tres décadas que han seguido a la desintegración de la URSS. Comenzó Castro refiriéndose a la debacle con el neologismo de “desmerengamiento”, como si el bloque soviético hubiese sido un castillo de merengue. Pero, a la vez, se refirió a un “doble bloqueo” y a que, para Cuba, el colapso soviético fue como si “dejara de salir el sol”. 

 Recuerda Ferrer que era el mismo Fidel Castro que, en sus visitas a Moscú en 1963 y 1972, presumía de haber destruido y reemplazado para siempre la intimidad entre Cuba y Estados Unidos, algo que hoy, a pesar de la renovada amistad con el Kremlin, resulta inverosímil.

martes, 3 de septiembre de 2024

Dictaduras de minorías




Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, que hace seis años publicaron el bestseller de ciencia política, Cómo mueren las democracias (2018), han escrito un nuevo volumen, La dictadura de la minoría (2023), que explora una dimensión menos atendida de los brotes de autoritarismo que se observan en todo el mundo y que ha traducido al español Guillem Gómez Sesé para la editorial Ariel. 

 Como en aquel libro, que comentamos en esta columna, Levitsky y Ziblatt toman el deterioro de la democracia en Estados Unidos como síntoma del presente global. Para muchos críticos, inscritos en contextos de polarización ideológica izquierda-derecha, resultaba molesto o inaceptable que estos teóricos pusieran como ejemplos de derivas autoritarias liderazgos y gobiernos tan disímiles como los de Trump en Estados Unidos, Erdogan en Turquía, Orbán en Hungría, Putin en Rusia o Maduro en Venezuela. 

 En su nuevo libro, los académicos vuelven a ese enfoque global, con el prisma puesto en Estados Unidos o, más específicamente, en el crecimiento de tendencias antidemocráticas en el Partido Republicano, bajo la hegemonía de Trump y el trumpismo. Es curioso que todos aquellos líderes se traten nuevamente aquí, menos Nicolás Maduro, aunque habría una alusión implícita al autócrata venezolano cuando se habla del “socavamiento de la democracia” en el país suramericano. 

 Levitsky y Ziblatt recuerdan que en la tradición del pensamiento político liberal hubo siempre una fundada inquietud con la emergencia de “tiranías de las mayorías”. Todos los dispositivos de contrapesos y balances de poderes alentados por la teoría política moderna en los siglos XVIII y XIX, de Edmund Burke a John Adams y de Alexis de Tocqueville a John Stuart Mill, buscaron conjurar ese peligro. 

 En el siglo XXI, democracias como la venezolana y la húngara, de acuerdo con estos autores, se han erosionado –a diversos grados de profundidad, habría que agregar- por “mayorías en el gobierno”. Más allá de la difícil equiparación de esas mayorías en los sistemas representativos de Hungría o Venezuela, lo cierto es que en Estados Unidos el sistema preservó límites sólidos a nivel jurídico e institucional, que han impedido una autocratización irreversible. 

 Levitsky y Ziblatt observan que, actualmente, existiría el riesgo contrario en Estados Unidos: que la democracia sea destruida por un gobierno de minorías, para el cual no habría antídotos tan reconocibles en la tradición liberal. La democracia estadounidense sobrevivió a la primera administración de Trump, pero aunque no se especula sobre si sobreviviría a una segunda, se asegura que se requieren de profundas reformas de inclusión social y apertura del gobierno representativo para evitar la tiranía de la minoría. 

 Los profesores de Harvard terminaron su libro en 2023, cuando la posibilidad de un regreso de Trump no se percibía con tanta nitidez. Pero a la luz de lo que ha sucedido en Rusia y en Venezuela en los últimos años, con la perpetuación de Vladimir Putin y Nicolás Maduro en el poder, y el abandono, abierto o velado, de los marcos constitucionales mayoritistas previos, cabría la pregunta de si no son esos buenos ejemplos de lo que este libro describe como una amenaza, más que como una realidad. 

 Putin conserva amplia popularidad, dentro de las normas restrictivas rusas, pero la reelección impuesta de Maduro, luego de haber perdido las elecciones por una ventaja considerable de la oposición, sería una muestra despiadada de dictadura de una minoría. El madurismo, a diferencia del chavismo o del putinismo, no es una corriente mayoritaria, a pesar de toda la represión y todos los impedimentos que se aplican a los opositores. En Venezuela se cumplirían, por tanto, los dos peligros alertados por Levitsky y Ziblatt: el del declive democrático del mayoritismo y el de la imposición de una tiranía minoritaria.

Junín: la política y la guerra




Hace pocos días se conmemoraron doscientos años de la batalla de Junín, episodio central de las guerras de independencia de Suramérica. Se habló poco de Junín en la prensa bolivariana, absorta en la crisis política venezolana, a pesar de ser, tal vez, la gran victoria militar de Simón Bolívar y el punto de partida de la caída final del imperio español en Los Andes. 

 Tras la campaña peruana de San Martín, en 1821, el virrey José de la Serna se había refugiado en la sierra sur del viejo virreinato andino. Para quebrar los bastiones realistas de Ayacucho y Cuzco y liberar plenamente a Lima, era preciso enfrentar una batalla con el ejército español -aunque más de diez mil de sus soldados eran peruanos de nacimiento- en el terreno que dominaba en las laderas del cerro de Pasco.  

  Bolívar, siempre militar y siempre político, estadista y guerrero, conocía la composición del ejército, comandado por el general José de Canterac. También sabía que tras la nueva restauración absolutista de Fernando VII en España, a fines de 1823, una facción del ejército realista peruano, encabezada por Pedro Olañeta, se había rebelado contra La Serna y Canterac. 

 Hábilmente, Bolívar atrajo a la corriente partidaria del Trienio Liberal (1820-23) español en el Perú, ofreciéndole a militares y políticos posiciones y privilegios dentro del nuevo orden republicano. Uno de esos ex realistas, sumados a la causa bolivariana, sería José María de Pando, Secretario de Estado de la monarquía católica durante el Trienio Liberal e ideólogo del Perú republicano. 

 Consciente de la mayoría peruana en las tropas de Canterac y de las fricciones con Olañeta, Bolívar ofreció combate a los realistas en la zona lacustre y pantanosa de Junín. Hizo creer a su rival que su contingente estaba integrado por una caballería y una infantería de cientos de soldados, cuando en realidad poseía más de siete mil hombres sobre las armas. 

 Los biógrafos de Bolívar destacan el uso de tácticas de guerra, en Junín, de la mayor astucia como aparentar retiradas o dar falsas órdenes de ataque, que esparcían sus hombres entre las filas enemigas. En una tarde, con más lanzas y espadas que fusiles y cañones, y con juegos y espejismos de los legendarios “húsares” y sus leales “llaneros”, Bolívar causó a los realistas más de cuatrocientas bajas, hizo prisioneros a un centenar de enemigos y perdió menos de 50 hombres. 

 La victoria de Junín, como advirtiera el poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, antes que muchos historiadores, hizo de Bolívar “un árbitro de la paz y la guerra”. En su poema, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, decía Olmedo que con aquel triunfo se abrían “las puertas de la opulenta Lima” y “sus pueblos numerosos” y comenzaba realmente la reconstrucción republicana del antiguo imperio incaico. 

 Bolívar incorporó a la mayoría de los peruanos alistados en el ejército realista a las nuevas fuerzas armadas republicanas. Cuatro meses después, cuando Antonio José de Sucre se enfrenta a José de la Serna en la batalla de Ayacucho, de más renombre, el ejército republicano peruano ya estaba reconstituido. Aquel ejército sería, en buena medida, el motor de la nueva república. 

 En julio de 1826, apenas año y medio después de la victoria de Ayacucho, una nueva Constitución, redactada por el propio Bolívar para Bolivia, otorgó la ciudadanía peruana a todos los libertadores, fueran argentinos, chilenos, venezolanos o colombianos. Aquella república, con su presidente vitalicio y sus cámaras de tribunos, censores y senadores, sería uno de los primeros laboratorios políticos del bolivarianismo. 

 Su fracaso, como el de la república boliviana, ha sido mayormente atribuido a las luchas intestinas entre caudillos y facciones o al autoritarismo del propio Bolívar. No siempre se repara, con el debido cuidado, en las fricciones que generó dentro del patriotismo peruano aquel experimento de ciudadanía continental.

jueves, 18 de julio de 2024

La última polémica de Kafka




Los Diarios de Franz Kafka, que rescatara y editara su amigo Max Brod, ofrecen una muestra de las últimas lecturas del gran escritor checo, fallecido hace un siglo. Aquejado de una tuberculosis agresiva y una depresión intermitente, Kafka pasa sus últimos años peregrinando entre Meran, Tatra, Praga, Müritz, Berlín y otras ciudades centroeuropeas. En los meses finales de 1923 y 1924 entra y sale de sanatorios como los de Wiener Wald, Hajek y Kierling en Viena y clínicas de Praga. 

  Los apuntes personales de aquellos años dejan rastros de lecturas que, por lo general, hacen más llevadero el tormento del escritor. Comenta, por ejemplo, David Copperfield de Charles Dickens y La muerte Iván Ilich de León Tolstoi. Las dos historias son resúmenes de vida, como los que emergen en esas últimas páginas de Kafka, donde se palpa la certeza del final. También lee a Martin Buber y a su amigo Franz Werfel, dentro de una creciente reflexión sobre su destino personal y el de la comunidad judía. 

   Son constantes las analogías entre el peregrinaje de Moisés por el desierto, camino a Canaán, y su propia travesía. En marzo de 1922, Kafka inserta una primera entrada sobre su lectura del controvertido ensayo Secesión judaica (1922) de Hans Blüher, teórico del homoerotismo masculino y el movimiento Wandervogel en la Alemania de la República de Weimar. La lectura de Blüher da una especial vitalidad polémica al Kafka enfermizo, moribundo y amorosamente desdichado de 1922 a 1924. 

   Lo primero que advierte, en sus Diarios, es que la pelea con el antisemitismo de Blüher es dura, ya que el libro lograba una “popularización con ganas y con encanto”. Era como enfrentarse, desde una humilde reseña, a un best seller arrollador en Alemania y Austria, que catalizaba el gran ascenso del antisemitismo en Europa Central en los años formativos de los fascismos. Al final, Kafka renunciará a escribir una reseña, como había planeado, de Secesión judaica, pero deja amplios y explícitos comentarios en sus apuntes personales. 

  En los mismos días en que anota que ha visto una película sobre Palestina, presumiblemente sobre la colonización judía en ese territorio británico, fuertemente impulsada por el Fondo Nacional Judío y otros grupos sionistas, señala que el citado libro “eludía los peligros” de la condición judía. Agrega Kafka que Blüher puede ser considerado un “filósofo visionario” por su capacidad para suscitar en el lector verdaderos derroches de ironía. 

   Ese efecto hace que la lectura se vuelva sospechosa para el propio lector, que no puede aceptar que el autor se presente como un “antisemita sin odio”. Blüher provocaba en Kafka una defensa del judaísmo que le resultaba incómoda. En el fondo, el reto de aquel antisemitismo era que proponía una renovación de la tradición antisemita. Según Blüher, la filosofía hebrea no podía ser refutada de manera inductiva. No se podía combatir con meros prejuicios el mesianismo del pueblo elegido. Se requería de una contraposición teológica o doctrinal más profunda, como la que podía ofrecer el catolicismo. 

   Justamente en ese intento de un antisemitismo deductivo es donde, según Kafka, el autor fracasaba. Precisaba Blüher de una reconstrucción exhaustiva de todas las fricciones del judaísmo con otras religiones, de los “cargos” y “refutaciones” que unas y otras habían cruzado durante siglos. Al quedar “incompleta” esa parte de la argumentación, el libro no lograba su cometido intelectual, aunque fuese extraordinariamente popular. 

   En junio de 1922 se interrumpen los apuntes. En el verano de ese año su salud se quebrantó e intentó recuperarse en una estancia con su hermana en Praga. Son los meses en que concluye El Castillo y Un artista del hambre, textos que retoman las obsesiones que una década atrás había plasmado en La metamorfosis El proceso. La última entrada del Diario, en 1923, dice: “me es cada día más doloroso escribir”.

viernes, 21 de junio de 2024

Michael Ignatieff: el intelectual resurrecto



Los intelectuales no viven tiempos afortunados en la presente ola de demagogia que se esparce desde la derecha o la izquierda en cualquier latitud del mundo. Pero habría que recordar que esos brotes de anti-intelectualismo son muy viejos y, generalmente, provienen de sectores incómodos o ascendentes del propio campo intelectual. 

Desde los años 80 del siglo XX se viene hablando de una “muerte del intelectual”, asociada a la pérdida de peso de las ideologías, los “grandes relatos” o, más recientemente, la politización de las redes sociales. Hay, sin embargo, intelectuales, así autodefinidos, que han fluctuado entre el trabajo académico y la política profesional y que regresan siempre al debate público de ideas y reivindican esa función. Uno de ellos es el canadiense Michael Ignatieff (Toronto, 1947), quien acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. 

Si algo persuade de la condición de Ignatieff como intelectual público ha sido, justamente, ese ejercicio de una voz crítica, de rango global o nacional, que no arriesga legitimidad en roles paralelos. Uno de los primeros libros de Ignatieff, traducidos al español, fue su biografía de Isaiah Berlin. A diferencia de muchos de los estudiosos de Berlin, que se centraban en el núcleo liberal de su pensamiento, el ensayista se interesó en la familiaridad del filósofo con diversas nacionalidades y culturas, como la judía, la rusa, la europea, la anglosajona y la específicamente británica. 

Era difícil no ver en aquella mirada una proyección de la propia fisonomía multicultural de Ignatieff, desde fines del siglo XX, inmerso en el experimento canadiense. Un siguiente libro suyo, Los derechos humanos como política e idolatría (2003), que apareció en Paidós con prólogo de Amy Gutmann, fue un ejemplar posicionamiento a favor de las libertades públicas universales, sin la ortodoxia liberal al uso. El pensador alertaba contra la práctica de la filosofía de los derechos humanos como un dogma, que podía conducir al respaldo de políticas globales, especialmente las impulsadas por Estados Unidos durante la llamada “guerra contra el terror” de George W. Bush, que contradecían sus premisas humanistas. 

 Muy poco después de aquel libro y los debates que suscitó, Ignatieff debió enfrentar el dilema de involucrarse en la política partidista canadiense. Entre 2006 y 2011, encabezó el Partido Liberal de su país y muchos observadores de la política en Ottawa coincidieron en que se trató de un periodo de marcado avance de agendas pluralistas y de inclusión dentro de esa formación política. Lo hizo desde un escaño en la Cámara de los Comunes y desde la jefatura del propio partido. 

Tras su derrota en las elecciones de 2011, se retiró de la política profesional y se concentró en el trabajo académico en la Universidad de Massey. De aquella experiencia se derivó su aleccionador ensayo Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (2014), que resume los malestares e incertidumbres del paso de los intelectuales al ejercicio de tareas de Estado. Pero también se leía ahí la pasión que entrañaba la experiencia de la política y no es raro que Ignatieff expresara su admiración por Vaclav Havel y Mario Vargas Llosa, dos intelectuales que no habían vacilado a la hora de cambiar la escritura por el podio. 

 Aquella pasión política, tal vez, ha tenido siempre que ver con sus orígenes como hijo y nieto de nobles rusos, bien posicionados en la corte de los Romanov y el último gobierno de Nicolás II, y víctimas de la revolución bolchevique. Pero la historia de su familia, narrada en El álbum ruso (1987), libro de traducción tardía al español, explica sólo una pequeña zona del talante liberal de Ignatieff. Lo fundamental de ese espíritu de templanza, plasmado en libros como Sangre y pertenencia (2016) y El mal menor (2018), nace en sus lides eternas con el nacionalismo, el terror y la guerra.

miércoles, 15 de mayo de 2024

David Brading y la nación preexistente



David Brading, historiador de la Universidad de Cambridge, con una vasta y brillante obra sobre México, acaba de fallecer. En esta época de parcelación de la disciplina histórica, tanto a nivel de enfoques analíticos como de periodizaciones cortas, la obra de Brading contrasta por su capacidad de desplazamiento entre el México antiguo y el contemporáneo y por su articulación de muchas perspectivas: desde la historia económica hasta la cultural. 
 
  Algunos de sus primeros libros, escritos durante su experiencia americana, en Berkeley y Yale, como Mineros y comerciantes en el México borbónico (1971) y Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano (1973), cuyo esbozo inicial apareció como artículo en la revista Historia Mexicana, de El Colegio de México, no sólo fueron muestras representativas de historia económica y social sino de una comprensión de la realidad mexicana desde el peso de las regiones.
 
  Lo mismo podría decirse de sus estudios sobre el obispado de Michoacán durante el periodo borbónico, que desembocaron en el volumen Una iglesia asediada (1996), editado, como tantos otros de sus libros, en el Fondo de Cultura Económica. Historia regional fue, también, Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (1985), donde el historiador británico se movió con soltura entre el Morelos de Zapata y los caudillos sonorenses. 

   El flanco de historia cultural e intelectual de la obra de Brading -Los orígenes del nacionalismo mexicano (1973), Mito y profecía en la historia de México (1988), Orbe indiano (1991), La virgen de Guadalupe (2002)…- fue, tal vez, el mejor editado pero también el más debatido. Una de sus ideas rectoras es que existe una continuidad prolongada entre el patriotismo criollo de la Nueva España, el republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y la Revolución de principios del siglo XX. 
 
   La tesis, anunciada en Los orígenes del nacionalismo y años después más trabajada en Orbe indiano, aunque través de una contraposición con el Perú, nació, según Brading, de su lectura de la Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente llamada Anáhuac (1813) de Fray Servando Teresa de Mier. En ese texto, que tanto inquietó a Simón Bolívar, se mezclaban el guadalupanismo, el culto a Quetzalcóatl y la idea de la independencia como recuperación de una soberanía perdida con la conquista española. 
 
   La nueva historiografía crítica de los nacionalismos ha puesto en tela de juicio esa visión. Lo que nunca podrá reprochársele a Brading es la elocuencia con la que la expuso, a través de lecturas precisas de Bartolomé de las Casas, de la Monarquía indiana de Juan de Torquemada y los tratados de jesuitas expulsos del siglo XVIII como Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. 

   Su demostración de que aquella creencia en una nación preexistente era más vieja que el Plan de Iguala sigue siendo válida, aunque la misma fuese tan manipulada por la historia oficial del liberalismo del siglo XIX y del nacionalismo revolucionario del XX. Brading parecía dar menos importancia al carácter "inventado" o "imaginario" de aquella tradición que al hecho de que la misma fuese experimentada como real o cierta por los propios actores de la historia cultural y política del México moderno.