Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 3 de septiembre de 2024

Junín: la política y la guerra




Hace pocos días se conmemoraron doscientos años de la batalla de Junín, episodio central de las guerras de independencia de Suramérica. Se habló poco de Junín en la prensa bolivariana, absorta en la crisis política venezolana, a pesar de ser, tal vez, la gran victoria militar de Simón Bolívar y el punto de partida de la caída final del imperio español en Los Andes. 

 Tras la campaña peruana de San Martín, en 1821, el virrey José de la Serna se había refugiado en la sierra sur del viejo virreinato andino. Para quebrar los bastiones realistas de Ayacucho y Cuzco y liberar plenamente a Lima, era preciso enfrentar una batalla con el ejército español -aunque más de diez mil de sus soldados eran peruanos de nacimiento- en el terreno que dominaba en las laderas del cerro de Pasco.  

  Bolívar, siempre militar y siempre político, estadista y guerrero, conocía la composición del ejército, comandado por el general José de Canterac. También sabía que tras la nueva restauración absolutista de Fernando VII en España, a fines de 1823, una facción del ejército realista peruano, encabezada por Pedro Olañeta, se había rebelado contra La Serna y Canterac. 

 Hábilmente, Bolívar atrajo a la corriente partidaria del Trienio Liberal (1820-23) español en el Perú, ofreciéndole a militares y políticos posiciones y privilegios dentro del nuevo orden republicano. Uno de esos ex realistas, sumados a la causa bolivariana, sería José María de Pando, Secretario de Estado de la monarquía católica durante el Trienio Liberal e ideólogo del Perú republicano. 

 Consciente de la mayoría peruana en las tropas de Canterac y de las fricciones con Olañeta, Bolívar ofreció combate a los realistas en la zona lacustre y pantanosa de Junín. Hizo creer a su rival que su contingente estaba integrado por una caballería y una infantería de cientos de soldados, cuando en realidad poseía más de siete mil hombres sobre las armas. 

 Los biógrafos de Bolívar destacan el uso de tácticas de guerra, en Junín, de la mayor astucia como aparentar retiradas o dar falsas órdenes de ataque, que esparcían sus hombres entre las filas enemigas. En una tarde, con más lanzas y espadas que fusiles y cañones, y con juegos y espejismos de los legendarios “húsares” y sus leales “llaneros”, Bolívar causó a los realistas más de cuatrocientas bajas, hizo prisioneros a un centenar de enemigos y perdió menos de 50 hombres. 

 La victoria de Junín, como advirtiera el poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, antes que muchos historiadores, hizo de Bolívar “un árbitro de la paz y la guerra”. En su poema, La victoria de Junín. Canto a Bolívar, decía Olmedo que con aquel triunfo se abrían “las puertas de la opulenta Lima” y “sus pueblos numerosos” y comenzaba realmente la reconstrucción republicana del antiguo imperio incaico. 

 Bolívar incorporó a la mayoría de los peruanos alistados en el ejército realista a las nuevas fuerzas armadas republicanas. Cuatro meses después, cuando Antonio José de Sucre se enfrenta a José de la Serna en la batalla de Ayacucho, de más renombre, el ejército republicano peruano ya estaba reconstituido. Aquel ejército sería, en buena medida, el motor de la nueva república. 

 En julio de 1826, apenas año y medio después de la victoria de Ayacucho, una nueva Constitución, redactada por el propio Bolívar para Bolivia, otorgó la ciudadanía peruana a todos los libertadores, fueran argentinos, chilenos, venezolanos o colombianos. Aquella república, con su presidente vitalicio y sus cámaras de tribunos, censores y senadores, sería uno de los primeros laboratorios políticos del bolivarianismo. 

 Su fracaso, como el de la república boliviana, ha sido mayormente atribuido a las luchas intestinas entre caudillos y facciones o al autoritarismo del propio Bolívar. No siempre se repara, con el debido cuidado, en las fricciones que generó dentro del patriotismo peruano aquel experimento de ciudadanía continental.

jueves, 18 de julio de 2024

La última polémica de Kafka




Los Diarios de Franz Kafka, que rescatara y editara su amigo Max Brod, ofrecen una muestra de las últimas lecturas del gran escritor checo, fallecido hace un siglo. Aquejado de una tuberculosis agresiva y una depresión intermitente, Kafka pasa sus últimos años peregrinando entre Meran, Tatra, Praga, Müritz, Berlín y otras ciudades centroeuropeas. En los meses finales de 1923 y 1924 entra y sale de sanatorios como los de Wiener Wald, Hajek y Kierling en Viena y clínicas de Praga. 

  Los apuntes personales de aquellos años dejan rastros de lecturas que, por lo general, hacen más llevadero el tormento del escritor. Comenta, por ejemplo, David Copperfield de Charles Dickens y La muerte Iván Ilich de León Tolstoi. Las dos historias son resúmenes de vida, como los que emergen en esas últimas páginas de Kafka, donde se palpa la certeza del final. También lee a Martin Buber y a su amigo Franz Werfel, dentro de una creciente reflexión sobre su destino personal y el de la comunidad judía. 

   Son constantes las analogías entre el peregrinaje de Moisés por el desierto, camino a Canaán, y su propia travesía. En marzo de 1922, Kafka inserta una primera entrada sobre su lectura del controvertido ensayo Secesión judaica (1922) de Hans Blüher, teórico del homoerotismo masculino y el movimiento Wandervogel en la Alemania de la República de Weimar. La lectura de Blüher da una especial vitalidad polémica al Kafka enfermizo, moribundo y amorosamente desdichado de 1922 a 1924. 

   Lo primero que advierte, en sus Diarios, es que la pelea con el antisemitismo de Blüher es dura, ya que el libro lograba una “popularización con ganas y con encanto”. Era como enfrentarse, desde una humilde reseña, a un best seller arrollador en Alemania y Austria, que catalizaba el gran ascenso del antisemitismo en Europa Central en los años formativos de los fascismos. Al final, Kafka renunciará a escribir una reseña, como había planeado, de Secesión judaica, pero deja amplios y explícitos comentarios en sus apuntes personales. 

  En los mismos días en que anota que ha visto una película sobre Palestina, presumiblemente sobre la colonización judía en ese territorio británico, fuertemente impulsada por el Fondo Nacional Judío y otros grupos sionistas, señala que el citado libro “eludía los peligros” de la condición judía. Agrega Kafka que Blüher puede ser considerado un “filósofo visionario” por su capacidad para suscitar en el lector verdaderos derroches de ironía. 

   Ese efecto hace que la lectura se vuelva sospechosa para el propio lector, que no puede aceptar que el autor se presente como un “antisemita sin odio”. Blüher provocaba en Kafka una defensa del judaísmo que le resultaba incómoda. En el fondo, el reto de aquel antisemitismo era que proponía una renovación de la tradición antisemita. Según Blüher, la filosofía hebrea no podía ser refutada de manera inductiva. No se podía combatir con meros prejuicios el mesianismo del pueblo elegido. Se requería de una contraposición teológica o doctrinal más profunda, como la que podía ofrecer el catolicismo. 

   Justamente en ese intento de un antisemitismo deductivo es donde, según Kafka, el autor fracasaba. Precisaba Blüher de una reconstrucción exhaustiva de todas las fricciones del judaísmo con otras religiones, de los “cargos” y “refutaciones” que unas y otras habían cruzado durante siglos. Al quedar “incompleta” esa parte de la argumentación, el libro no lograba su cometido intelectual, aunque fuese extraordinariamente popular. 

   En junio de 1922 se interrumpen los apuntes. En el verano de ese año su salud se quebrantó e intentó recuperarse en una estancia con su hermana en Praga. Son los meses en que concluye El Castillo y Un artista del hambre, textos que retoman las obsesiones que una década atrás había plasmado en La metamorfosis El proceso. La última entrada del Diario, en 1923, dice: “me es cada día más doloroso escribir”.

viernes, 21 de junio de 2024

Michael Ignatieff: el intelectual resurrecto



Los intelectuales no viven tiempos afortunados en la presente ola de demagogia que se esparce desde la derecha o la izquierda en cualquier latitud del mundo. Pero habría que recordar que esos brotes de anti-intelectualismo son muy viejos y, generalmente, provienen de sectores incómodos o ascendentes del propio campo intelectual. 

Desde los años 80 del siglo XX se viene hablando de una “muerte del intelectual”, asociada a la pérdida de peso de las ideologías, los “grandes relatos” o, más recientemente, la politización de las redes sociales. Hay, sin embargo, intelectuales, así autodefinidos, que han fluctuado entre el trabajo académico y la política profesional y que regresan siempre al debate público de ideas y reivindican esa función. Uno de ellos es el canadiense Michael Ignatieff (Toronto, 1947), quien acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. 

Si algo persuade de la condición de Ignatieff como intelectual público ha sido, justamente, ese ejercicio de una voz crítica, de rango global o nacional, que no arriesga legitimidad en roles paralelos. Uno de los primeros libros de Ignatieff, traducidos al español, fue su biografía de Isaiah Berlin. A diferencia de muchos de los estudiosos de Berlin, que se centraban en el núcleo liberal de su pensamiento, el ensayista se interesó en la familiaridad del filósofo con diversas nacionalidades y culturas, como la judía, la rusa, la europea, la anglosajona y la específicamente británica. 

Era difícil no ver en aquella mirada una proyección de la propia fisonomía multicultural de Ignatieff, desde fines del siglo XX, inmerso en el experimento canadiense. Un siguiente libro suyo, Los derechos humanos como política e idolatría (2003), que apareció en Paidós con prólogo de Amy Gutmann, fue un ejemplar posicionamiento a favor de las libertades públicas universales, sin la ortodoxia liberal al uso. El pensador alertaba contra la práctica de la filosofía de los derechos humanos como un dogma, que podía conducir al respaldo de políticas globales, especialmente las impulsadas por Estados Unidos durante la llamada “guerra contra el terror” de George W. Bush, que contradecían sus premisas humanistas. 

 Muy poco después de aquel libro y los debates que suscitó, Ignatieff debió enfrentar el dilema de involucrarse en la política partidista canadiense. Entre 2006 y 2011, encabezó el Partido Liberal de su país y muchos observadores de la política en Ottawa coincidieron en que se trató de un periodo de marcado avance de agendas pluralistas y de inclusión dentro de esa formación política. Lo hizo desde un escaño en la Cámara de los Comunes y desde la jefatura del propio partido. 

Tras su derrota en las elecciones de 2011, se retiró de la política profesional y se concentró en el trabajo académico en la Universidad de Massey. De aquella experiencia se derivó su aleccionador ensayo Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (2014), que resume los malestares e incertidumbres del paso de los intelectuales al ejercicio de tareas de Estado. Pero también se leía ahí la pasión que entrañaba la experiencia de la política y no es raro que Ignatieff expresara su admiración por Vaclav Havel y Mario Vargas Llosa, dos intelectuales que no habían vacilado a la hora de cambiar la escritura por el podio. 

 Aquella pasión política, tal vez, ha tenido siempre que ver con sus orígenes como hijo y nieto de nobles rusos, bien posicionados en la corte de los Romanov y el último gobierno de Nicolás II, y víctimas de la revolución bolchevique. Pero la historia de su familia, narrada en El álbum ruso (1987), libro de traducción tardía al español, explica sólo una pequeña zona del talante liberal de Ignatieff. Lo fundamental de ese espíritu de templanza, plasmado en libros como Sangre y pertenencia (2016) y El mal menor (2018), nace en sus lides eternas con el nacionalismo, el terror y la guerra.

miércoles, 15 de mayo de 2024

David Brading y la nación preexistente



David Brading, historiador de la Universidad de Cambridge, con una vasta y brillante obra sobre México, acaba de fallecer. En esta época de parcelación de la disciplina histórica, tanto a nivel de enfoques analíticos como de periodizaciones cortas, la obra de Brading contrasta por su capacidad de desplazamiento entre el México antiguo y el contemporáneo y por su articulación de muchas perspectivas: desde la historia económica hasta la cultural. 
 
  Algunos de sus primeros libros, escritos durante su experiencia americana, en Berkeley y Yale, como Mineros y comerciantes en el México borbónico (1971) y Haciendas y ranchos en el Bajío mexicano (1973), cuyo esbozo inicial apareció como artículo en la revista Historia Mexicana, de El Colegio de México, no sólo fueron muestras representativas de historia económica y social sino de una comprensión de la realidad mexicana desde el peso de las regiones.
 
  Lo mismo podría decirse de sus estudios sobre el obispado de Michoacán durante el periodo borbónico, que desembocaron en el volumen Una iglesia asediada (1996), editado, como tantos otros de sus libros, en el Fondo de Cultura Económica. Historia regional fue, también, Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (1985), donde el historiador británico se movió con soltura entre el Morelos de Zapata y los caudillos sonorenses. 

   El flanco de historia cultural e intelectual de la obra de Brading -Los orígenes del nacionalismo mexicano (1973), Mito y profecía en la historia de México (1988), Orbe indiano (1991), La virgen de Guadalupe (2002)…- fue, tal vez, el mejor editado pero también el más debatido. Una de sus ideas rectoras es que existe una continuidad prolongada entre el patriotismo criollo de la Nueva España, el republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y la Revolución de principios del siglo XX. 
 
   La tesis, anunciada en Los orígenes del nacionalismo y años después más trabajada en Orbe indiano, aunque través de una contraposición con el Perú, nació, según Brading, de su lectura de la Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente llamada Anáhuac (1813) de Fray Servando Teresa de Mier. En ese texto, que tanto inquietó a Simón Bolívar, se mezclaban el guadalupanismo, el culto a Quetzalcóatl y la idea de la independencia como recuperación de una soberanía perdida con la conquista española. 
 
   La nueva historiografía crítica de los nacionalismos ha puesto en tela de juicio esa visión. Lo que nunca podrá reprochársele a Brading es la elocuencia con la que la expuso, a través de lecturas precisas de Bartolomé de las Casas, de la Monarquía indiana de Juan de Torquemada y los tratados de jesuitas expulsos del siglo XVIII como Francisco Javier Alegre y Francisco Javier Clavijero. 

   Su demostración de que aquella creencia en una nación preexistente era más vieja que el Plan de Iguala sigue siendo válida, aunque la misma fuese tan manipulada por la historia oficial del liberalismo del siglo XIX y del nacionalismo revolucionario del XX. Brading parecía dar menos importancia al carácter "inventado" o "imaginario" de aquella tradición que al hecho de que la misma fuese experimentada como real o cierta por los propios actores de la historia cultural y política del México moderno.

viernes, 3 de mayo de 2024

Los lobos de Stanislav




Paul Auster viajó a Ucrania en 2017, en busca del lugar en que nació su abuelo, quien emigró a Estados Unidos en 1900. Cerca de Leópolis encontró la ciudad, en la antigua Galitzia polaca, hoy llamada Ivano-Frankivsk, en honor al poeta, narrador y dramaturgo ucraniano de fines del siglo XIX, Iván Frankó. El último bautizo de la ciudad en 1962, en tiempos de Nikita Kruschev, da una idea del peso del nacionalismo ucraniano en la región. Vladimir Putin y sus ideólogos repiten que Ucrania fue una invención de Lenin, pero, para ser una invención, gozaba de buena salud en tiempos de la Guerra Fría. 

En su más reciente novela, Baumgartner (2024), una historia de los amores perdidos de un viejo profesor de Princeton, Auster recupera el drama de la ciudad, ahora bajo una nueva guerra de conquista. La terrible historia de su familia judío-ucraniana emerge en la trama como un afluente de la memoria sentimental del narrador. Variantes de Stanislawów (Stanislau, Stanislaviv, Stanislav), es decir, de la patria de San Estanislao de Cracovia, el obispo polaco del siglo XI, dieron nombre a la ciudad durante el imperio de los zares rusos. Auster entiende esos cambios toponímicos como obra de una sucesión de dominios: el polaco, el austro-húngaro, el alemán, el soviético. 

En 1941 vivían en la ciudad cerca de cien mil habitantes, la mitad judíos. Durante la invasión nazi, unos diez mil fueron fusilados detrás del cementerio hebreo y otros diez mil fueron enviados al campo de exterminio de Belzec, en Polonia. Entre 1942 y 1944, los restantes fueron ejecutados de un tiro en la nuca, en las afueras de la ciudad, de veinte en veinte, y enterrados en fosas comunes. 

Un poeta local, como aquel Iván Frankó que da nombre a la ciudad, le confirmó a Auster una historia contada por sus abuelos. En 1944, cuando el ejército soviético liberó la región del dominio nazi, la ciudad estaba deshabitada y en vez de personas vivían allí centenares de lobos que la habían convertido en madriguera. Escuchando al poeta, Auster recordó unos versos de George Trakl, escritos en medio del estallido de la primera Guerra Mundial e inspirados en el “frente oriental” de Alemania: “Un páramo de espinas ciñe la ciudad./ Por las escaleras de sangre la luna/ persigue mujeres aterrorizadas./ Lobos salvajes irrumpen en las puertas”. Toda una visión de las guerras que asolarían una y otra vez ese mismo pedazo de Europa. 

El poeta estaba convencido de que lo que narraba había sucedido realmente. Auster recuerda que sus abuelos contaban la historia con la misma seguridad. Pero en algún punto se pregunta si aquello era más una leyenda que un suceso fáctico y comprobable. Una historiadora de la Universidad de Leópolis agrandó sus sospechas: no había evidencia alguna de que el pueblo se hubiese convertido en una madriguera de lobos entre 1943 y 1944. 

El tema obsesionó a Auster, quien escribió un ensayo justamente titulado “Los lobos de Stanislav” (El País, 1/ 5/ 2020) y luego una conferencia con la que agradeció el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Autónoma de Madrid. En busca de cualquier evidencia, vio películas soviéticas de la época, en las que se repetía la misma escena: unos pocos habitantes del pueblo saludando los tanques victoriosos de Stalin, pero ni rastro de los lobos. 

En la novela Baumgartner, el escritor se pregunta si un “acontecimiento tiene que ser real para que se acepte como verdad”, no en el sentido de una fakenews u operación de postverdad sino como aquello que tal vez ocurrió, pero es incomprobable. Qué sucede, dice, “si a pesar de tus esfuerzos de averiguar si tal acontecimiento sucedió o no llegas a un punto muerto de incertidumbre”. La respuesta del escritor es entrañable: “ a falta de cualquier información que confirme o desmienta la historia que me contaron, he decidido creerle al poeta”, no a la historiadora. Y agrega: “ya estuvieran allí o no, he decidido creer también a los lobos”.

viernes, 19 de abril de 2024

Otro país verde olivo




Hace treinta años, con el fin de las dictaduras militares en América Latina, se perfiló una tendencia a la profesionalización de los ejércitos que parecía definitiva. La institución castrense era percibida como un actor fundamental de los diversos autoritarismos de la Guerra Fría. Hoy, aquel camino heredado de las transiciones democráticas de fin de siglo está siendo severamente cuestionado. 

 Los dos fenómenos más reconocibles de militarismo de nueva derecha, que no por casualidad comparten una mirada de similar recelo ante las narrativas de la transición, han sido los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en El Salvador. Más recientemente, el gobierno de Javier Milei ha anunciado una reforma de su política de seguridad que reforzaría el papel del ejército en la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo, las mafias y las pandillas. 

 El próximo 21 de abril, en Ecuador, se celebrará un referéndum constitucional, que de triunfar, introduciría un enfoque militarista de la seguridad nacional, con algunos elementos en común con el modelo salvadoreño. El primer punto de la consulta popular pregunta a los ecuatorianos si están de acuerdo con que las Fuerzas Armadas brinden apoyo complementario a la Policía Nacional para combatir al crimen organizado. 

 Más adelante, el referéndum ecuatoriano, que tendrá lugar en medio de la adversa reacción internacional contra la incursión militar en la embajada de México en Quito, propone incrementar las penas contra delitos de terrorismo, narcotráfico, delincuencia organizada, sicariato y lavado de activos. El presidente Daniel Noboa fue de los primeros mandatarios de la región en felicitar a Nayib Bukele por su reelección y éste ha sido el único en abstenerse en la OEA, ante la resolución que condena el asalto a la embajada mexicana. 

 Pero la historia de la remilitarización de América Latina estaría sesgada si sólo tomara en cuenta el aumento de poder de los ejércitos bajo los gobiernos de la nueva derecha. Un libro reciente, editado en México por la editorial Grano de Sal y titulado Érase un país verde olivo, describe en detalle el notable incremento de funciones de las Fuerzas Armadas durante la administración de Andrés Manuel López Obrador y Morena. 

 Los autores (Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Javier Martín Reyes, María Marván Laborde, Pedro Salazar Ugarte y Guadalupe Salmorán Villar), académicos de primer nivel en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, documentan que, a través de la Ley de la Guardia Nacional, los militares aumentaron sus competencias en investigación y persecución de delitos, sin que se reporten por ello beneficios en el combate a la violencia y la inseguridad. 

 Apuntan, a su vez, que en este sexenio se han reportado 104 actos de militarización, cuarenta más que en el gobierno de Enrique Peña Nieto. En los últimos años, el Ejército y la Marina han pasado a administrar entidades civiles como los aeropuertos, las aduanas, los puertos y las estaciones migratorias y se han hecho cargo de grandes obras de infraestructura como el Banco del Bienestar, el Aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya y el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec. 

 El proceso de militarización en México responde a los crecientes retos a la autoridad del Estado que plantea la aguda crisis de seguridad que se vive en toda América Latina y el Caribe. Los autores ven antecedentes del fenómeno en la tradición populista, que trazan entre el varguismo y el peronismo y los gobiernos bolivarianos de principios del siglo XX. 

 Las últimas revoluciones del siglo XX, especialmente la cubana y la nicaragüense, también crearon su propio militarismo. Cuba produjo uno de los ejércitos más poderosos del área, en su tensión permanente con Estados Unidos, que llegó a librar campañas regulares en países africanos como Angola y Etiopía. La revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Cuba se llama, justamente, Verde Olivo, y en los años 70 jugó un papel destacado en el control ideológico de la cultura de la isla. 

 Aunque esa continuidad histórica con las izquierdas populistas y revolucionarias latinoamericanas pueda sostenerse, es inevitable pensar la remilitarización mexicana en el contexto más amplio de un giro regional en las políticas de seguridad, donde también se inscriben las nuevas derechas. La vuelta de los militares es un fenómeno transversal en América Latina y el Caribe, que avanza por igual desde la izquierda o la derecha.

lunes, 8 de abril de 2024

Las guerras simultáneas




Basta hojear las páginas internacionales de algunos periódicos para convencernos de que la inseguridad que vivimos es planetaria y no de una ciudad, un país o un continente. Con pocos días de diferencia Israel bombardeó un edificio diplomático de Irán en Siria, generando promesas de represalias por parte de estos dos países, mientras Kim Jong Un lanzaba un misil balístico supersónico intercontinental, que puso en alarma máxima a Corea del Sur. 

 Las dos principales guerras que tienen lugar ahora mismo, la de Rusia en Ucrania y la de Israel en Gaza, se vuelven cada vez más intensas y letales sin que la comunidad internacional sea capaz de detenerlas o desescalarlas. Lo peor es que esas dos no son las únicas guerras: hay otras en Burkina Faso, Somalia, Sudán, Yemen, Nigeria, Myanmar y Siria. 

 La posibilidad de que Armenia podría incorporarse a la Unión Europea, a partir de unas declaraciones del líder de la Asamblea Nacional de ese país, Alen Simonyan, en el contexto de su conflicto con Azerbaiyán, por el control de Nagorno-Karabaj, ha desatado una oleada de reacciones furiosas en el sistema de comunicación ruso y pro-ruso. El anuncio menos predecible de una eventual incorporación definitiva de Ucrania a la OTAN, por parte del Secretario de Estado, Antony Blinken, atiza aún más el conflicto, mientras el respaldo de Washington a Israel produce todo tipo de fricciones en el mundo. 

Dentro de Estados Unidos, la creciente oposición a ese respaldo ha llevado al presidente Joe Biden a demandar a Benjamín Netanyahu respeto a la vida de civiles en Gaza. En la reciente reunión de la OTAN en Bruselas, con motivo de sus 75 años, predominó un discurso triunfalista que no augura nada bueno. El subido tono del aniversario se debe, por un lado, a la inevitable respuesta a las amenazas contra la Alianza Norte por parte Donald Trump, en su camino de regreso a la Casa Blanca. Pero, por el otro, elude, bajo el apoyo a Ucrania, la gravedad de la situación en Palestina. 

 Buena muestra de la adversidad global contra la ofensiva de Israel en Gaza ha sido la declaración conjunta de los gobiernos de Francia y Brasil durante la visita del presidente Emmanuel Macron al gran país suramericano. Brasil y Francia reclaman abiertamente un cese al fuego y denuncian las resistencias a las resoluciones de la ONU desde Estados Unidos. La OTAN y la Unión Europea, especialmente Alemania dentro de ésta última, no parecen comprender algo apuntado por Richard N. Haass en The New York Times, hace algunas semanas, y es que la falta de resolución diplomática para poner fin a la guerra en Gaza debilita la estrategia atlántica a favor de Ucrania. 

El carácter irreductible de estas guerras simultáneas vuelve a poner en evidencia la estructura multipolar del mundo en la tercera década del siglo XXI. Pero esa coexistencia de poderes globales y regionales no hace más seguro al mundo, como comprobamos en estos días. En principio, siempre parecería preferible un sistema internacional menos hegemónico, pero si las instituciones encargadas de asegurar la paz no funcionan, el multipolarismo no es necesariamente beneficioso. 

No se trata únicamente de los vetos de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad de la ONU. La nueva competencia por el reparto del mundo gana agresividad en un momento de crisis del paradigma de la democracia constitucional, que durante las décadas posteriores a la Guerra Fría fue el gran aliciente para la instalación de los mecanismos de paz global. 

Aunque muchos partidarios de la pugna geopolítica no lo vean así, ambas cosas están correlacionadas: el aumento de la inseguridad mundial y la proliferación de nuevas autocracias. Un sistema internacional garante de la paz sólo es posible bajo un consenso básico en torno a ciertas normas de gobernabilidad democrática. Cuando la construcción de ese consenso procede de manera unilateral y hegemonista su efecto es desfavorable.