El libro se titula Pequeñas memorias y es una evidencia más del espléndido catálogo que ha reunido Diego García Elío en su colección Pértiga.
El texto viene a confirmar el peso de la memoria en el grupo de escritores cubanos que conformaron la revista Orígenes entre 1944 y 1956.
Sin el arte de la memoria no serían concebibles las novelas de José Lezama Lima, Paradiso y Oppiano Licario, los poemas de En la Calzada de Jesús del Monte o Por los extraños pueblos de Eliseo Diego, la Poética de Cintio Vitier, que no por gusto lleva un acápite titulado “Mnemosyne”, y buena parte de la propia poesía de García Marruz, especialmente sus cuadernos Visitaciones y Habana del centro.
El género mismo de la memoria fue practicado por varios de aquellos poetas y narradores: Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes, Rostros del reverso o El oficio de perder y Cintio Vitier en De peña pobre. A diferencia de éstas, las memorias de García Marruz, humildemente adjetivadas como “pequeñas”, se colocan en la prehistoria de Orígenes, en La Habana anterior a la revista y a las primeras obras de sus miembros.
La familia no es aquí la “familia de Orígenes”, como en otro título conocido de García Marruz, sino la estrictamente filial, la de los Badía, los Baeza, los Pagés y los García Marruz, ramas que se describen, como en Homero, con sus respectivos aretés o virtudes. Fina, la poeta y ensayista consagrada de fines del XX, asoma a veces, muy sutilmente, cuando la escritora habla de sus lecturas o preocupaciones futuras.
Por estas memorias nos enteramos que, al igual que Eliseo Diego, tal y como ha contado su hijo Lichi, en La novela de mi padre, García Marruz comenzó escribiendo narrativa. Su cuento “La venganza”, con su personaje Nathaniel, tiene resonancias bíblicas, pero también de disquisición teológica sobre la soledad. El texto no especifica cuándo fue escrito, pero probablemente haya sido antes de la publicación de su “Carta a Vallejo”, en el tercer número de Orígenes.
El tránsito de las casas espaciosas de la Víbora a los segundos pisos de Centro Habana, en las calles Lealtad, Manrique o Neptuno, se narra como el descubrimiento de un mundo sonoro, donde se voceaban los periódicos republicanos, El Mundo, el Diario de la Marina, El País, se escuchaba el piano de Cervantes, Saumell y Lecuona y se cruzaba el Paseo del Prado, para internarse en la vieja ciudad y recorrer las librerías de Obispo.
A fines los 30, en medio de la guerra civil en España y la reconstrucción de la república en Cuba, que siguió a la Revolución contra Machado, la joven conocerá, junto a Cintio Vitier y Eliseo Diego, a dos poetas centrales en su formación: el español Juan Ramón Jiménez, en su breve exilio habanero, y el cubano Gastón Baquero. Son estos, y no Lezama todavía, los primeros maestros de la joven escritora.
García Marruz tomó clases de filosofía con Jorge Mañach y Joaquín Xirau, leyó a Plotino, San Agustín y Bergson, pero nada parece haberla marcado más que escuchar al poeta español en la Institución Hispano-Cubana de Cultura y en el Lyceum de la Habana. Llega a conocerlo, junto a su madre, en el Hotel Vedado, y el poeta le dedica el poemario Canción, que ya sabía de memoria.
Baquero, por su parte, emerge como una presencia entrañable. No sólo era, desde entonces, ese gran lector de poesía, que dominaba la mística española del Siglo de Oro, sino un melómano solícito, que introduce a García Marruz en la música de Debussy, Ravel y Stravinski. Baquero parece haber sido muy importante, también, en la conversión juvenil de la poeta al catolicismo, una fe indisociable de su obra poética y ensayística.