Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 1 de septiembre de 2023

La Habana de Fina





La editorial El Equilibrista y la Universidad Veracruzana publicaron este año un manuscrito inédito de la poeta cubana, Fina García Marruz (1923-2022), prologado por la escritora Josefina de Diego, hija del poeta Eliseo Diego y sobrina de la autora, y cuidado por la traductora e investigadora cubana Lourdes Cairo Montero. 

El libro se titula Pequeñas memorias y es una evidencia más del espléndido catálogo que ha reunido Diego García Elío en su colección Pértiga. El texto viene a confirmar el peso de la memoria en el grupo de escritores cubanos que conformaron la revista Orígenes entre 1944 y 1956. 

Sin el arte de la memoria no serían concebibles las novelas de José Lezama Lima, Paradiso y Oppiano Licario, los poemas de En la Calzada de Jesús del Monte o Por los extraños pueblos de Eliseo Diego, la Poética de Cintio Vitier, que no por gusto lleva un acápite titulado “Mnemosyne”, y buena parte de la propia poesía de García Marruz, especialmente sus cuadernos Visitaciones y Habana del centro

El género mismo de la memoria fue practicado por varios de aquellos poetas y narradores: Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes, Rostros del reverso o El oficio de perder y Cintio Vitier en De peña pobre. A diferencia de éstas, las memorias de García Marruz, humildemente adjetivadas como “pequeñas”, se colocan en la prehistoria de Orígenes, en La Habana anterior a la revista y a las primeras obras de sus miembros. 

 La familia no es aquí la “familia de Orígenes”, como en otro título conocido de García Marruz, sino la estrictamente filial, la de los Badía, los Baeza, los Pagés y los García Marruz, ramas que se describen, como en Homero, con sus respectivos aretés o virtudes. Fina, la poeta y ensayista consagrada de fines del XX, asoma a veces, muy sutilmente, cuando la escritora habla de sus lecturas o preocupaciones futuras. 

Por estas memorias nos enteramos que, al igual que Eliseo Diego, tal y como ha contado su hijo Lichi, en La novela de mi padre, García Marruz comenzó escribiendo narrativa. Su cuento “La venganza”, con su personaje Nathaniel, tiene resonancias bíblicas, pero también de disquisición teológica sobre la soledad. El texto no especifica cuándo fue escrito, pero probablemente haya sido antes de la publicación de su “Carta a Vallejo”, en el tercer número de Orígenes

El tránsito de las casas espaciosas de la Víbora a los segundos pisos de Centro Habana, en las calles Lealtad, Manrique o Neptuno, se narra como el descubrimiento de un mundo sonoro, donde se voceaban los periódicos republicanos, El Mundo, el Diario de la Marina, El País, se escuchaba el piano de Cervantes, Saumell y Lecuona y se cruzaba el Paseo del Prado, para internarse en la vieja ciudad y recorrer las librerías de Obispo. 

A fines los 30, en medio de la guerra civil en España y la reconstrucción de la república en Cuba, que siguió a la Revolución contra Machado, la joven conocerá, junto a Cintio Vitier y Eliseo Diego, a dos poetas centrales en su formación: el español Juan Ramón Jiménez, en su breve exilio habanero, y el cubano Gastón Baquero. Son estos, y no Lezama todavía, los primeros maestros de la joven escritora. 

García Marruz tomó clases de filosofía con Jorge Mañach y Joaquín Xirau, leyó a Plotino, San Agustín y Bergson, pero nada parece haberla marcado más que escuchar al poeta español en la Institución Hispano-Cubana de Cultura y en el Lyceum de la Habana. Llega a conocerlo, junto a su madre, en el Hotel Vedado, y el poeta le dedica el poemario Canción, que ya sabía de memoria. 

Baquero, por su parte, emerge como una presencia entrañable. No sólo era, desde entonces, ese gran lector de poesía, que dominaba la mística española del Siglo de Oro, sino un melómano solícito, que introduce a García Marruz en la música de Debussy, Ravel y Stravinski. Baquero parece haber sido muy importante, también, en la conversión juvenil de la poeta al catolicismo, una fe indisociable de su obra poética y ensayística.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Boris Kagarlitsky: el intelectual como "terrorista"




Boris Kagarlitsky es un doctor en estudios políticos por la Universidad de Moscú, que destaca por una de las obras más sólidas en relación con la historia de las ciencias sociales rusas. En estricto sentido vendría siendo uno de los referentes del campo de la historia intelectual rusa en las tres últimas décadas. 

 Nacido en 1958, ha publicado en medios internacionales reconocidos como New Left Review, Times Literary Supplement y The Moscow Times y es referido en el campo intelectual latinoamericano por su excelente libro Los intelectuales y el Estado soviético (2005), que publicó la editorial Prometeo en Buenos Aires. 

  No creo que exista una historia más completa de la gran transformación cultural de la perestroika y la glasnost en la antigua URSS, como la producida por aquel libro. Una de sus conclusiones, que hoy parece profecía cumplida, es que el “fin de la intelligentsia soviética” produjo, bajo la supuesta modernización “liberal” de los 90, un reciclaje del nacionalismo cultural ruso decimonónico, con todos los elementos xenófobos, racistas, conservadores y antisemitas, que le eran afines. 

  El régimen de Vladimir Putin y su ideología neonacionalista son el desenlace de aquella mutación cultural. Kagarlitsky, como la mayoría de disidentes socialistas de su generación, que no se reconvirtió al nuevo nacionalismo, rechaza el conservadurismo cultural y el revisionismo histórico de Putin, cuya premisa es una exaltación del viejo imperio de los Románov, especialmente del periodo reformista del primer ministro Piotr Stolypin, y una denigración de la Revolución bolchevique y de las figuras de Lenin y Trotski. 

   Desde el Instituto para la Globalización y los Movimientos Sociales, que encabeza en Moscú, este académico ha destacado como una de las voces críticas de esa política cultural revisionista, personalmente impulsada por Putin. Al iniciar la invasión de Ucrania, el 24 de febrero de 2022, que venía anticipando desde la anexión de Crimea en 2014, el académico entendió que el nuevo movimiento de Putin era coherente con una visión profundamente antisoviética, que el nuevo caudillo del Kremlin heredó directamente del grupo neoliberal de Boris Yeltsin. 

   Desde entonces, el estudioso ha hecho diversas intervenciones en publicaciones occidentales de izquierda, en las que alerta sobre el poderoso despliegue de un nuevo imperialismo ruso contra nacionalidades del centro y el este de Europa. Esta nueva versión del paneslavismo, según Kagarlitsky, carecería del espíritu culturalmente dialógico que intentaron imprimirle los liberales rusos del XIX y los bolcheviques del XX. 

  Por pensar lo que piensa y escribir lo que escribe, Boris Kagarlitsky ha sido encarcelado en Moscú, donde enfrenta cargos infundados de “terrorismo”, a partir de sus críticas más que razonables a la escalada rusa en Ucrania. Es muy probable que pase siete años de cárcel, tan sólo por ejercer el derecho a cuestionar una política de Estado desde las reglas del campo académico de las ciencias sociales.

jueves, 17 de agosto de 2023

Anatomía del malestar




Mauricio García Villegas es un politólogo colombiano, formado en la Universidad Católica de Lovaina, que en los últimos años ha intentado explicar la prolongada crisis de su país a partir de una corriente de pensamiento, que tiene a Baruch Spinoza como figura central, y que piensa la política desde el territorio de las emociones. 

El fallecido filósofo italiano Remo Bodei llamó al proyecto ético de Spinoza “geometría de las pasiones”. Algo de aquella combinación de exactitud matemática y especulación moral se encuentra en los ensayos de García Villegas. En El país de las emociones tristes (Ariel, 2020), el ensayista colombiano se propuso explorar la larga data de la guerra y el narcotráfico, los estallidos sociales y las feroces pugnas políticas, como obras de la socialización de sentimientos como la furia y el odio. 

En su libro más reciente, El viejo malestar del Nuevo Mundo (Ariel, 2023), extiende el enfoque a toda América Latina y el Caribe. Quien siga diariamente la realidad política latinoamericana, sobre todo en los años recientes, encontrará un mundo como el retratado por Simón Bolívar en sus últimas cartas, regido por la frustración y el malestar. Las evidencias de esos sentimientos se reflejan en los altos índices de desconfianza hacia las instituciones democráticas, pero también en la ascendente desaprobación de toda la clase política, gobernante u opositora. 

Las altas mediciones de la felicidad latinoamericana suelen ser engañosas porque, por lo general, reflejan estados de ánimos personales y no colectivos. Si esas mediciones se armaran a partir de preguntas que indagan las relaciones entre la sociedad y el Estado, como hace regularmente Latinobarómetro, revelarían un panorama de infortunios y pesares como el que capta García Villegas en sus libros. 

Deliberadamente, el ensayista sigue un método que no respeta la historia cronológica de la región. En una página puede haber alusiones al estilo polarizador de líderes de la izquierda reciente, como Hugo Chávez y Evo Morales, en la siguiente una serie de glosas de historiadores de las guerras civiles del siglo XIX como el peruano Jorge Basadre o el uruguayo Carlos M. Rama, y en otra más adelante, semblanzas del peronismo y el varguismo. 

Dos de las emociones que recorre García Villegas en su último libro, de proyección más latinoamericana, son el miedo y la desconfianza. Recuerda el ensayista el estudio clásico del historiador francés Jean Delumeau sobre el miedo en Occidente y encuentra que desde los tiempos barrocos, marcados por la “teología mundana” de las Leyes de Indias, proliferaron en tierras americanas sociedades atemorizadas por la esclavitud, la servidumbre y el Santo Oficio. 

El miedo acumulado desde los tiempos coloniales dio paso a una cultura del desencanto republicano que es reconocible ya desde la primera mitad del siglo XIX. El romanticismo latinoamericano, que podría personificarse en el venezolano y chileno Andrés Bello o el cubano y mexicano José María Heredia, está profundamente atravesado por el desaliento que siguió a las utopías republicanas de la independencia. 

Al miedo y la desconfianza, García Villegas agrega el delirio como vocación continental, siguiendo de cerca otro libro reciente de un ensayista colombiano, Carlos Granés, justamente titulado Delirio americano (Taurus, 2022). El delirio ha sido constitutivo de la literatura y la política, el arte y el derecho, en América Latina, en doscientos años de vida independiente. 

Podría asociarse esa formulación con las fáciles metáforas del realismo mágico, pero el proyecto de García Villegas busca exponer los dilemas de la moral pública en una cultura del malestar. Al final, ese “aire de familia”, como diría Carlos Monsiváis, que vagamente identifica a los países de la región, estaría más asociado a la tristeza y la melancolía que a la fiesta o el jolgorio de sus estereotipos.

miércoles, 9 de agosto de 2023

Narrar al padre





La vulgarización del gesto parricida, que acompaña el cliché psicoanalítico, hace del padre un tabú o un pretexto. Algo así le leímos a Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos (2006), donde se recuerda el hecho elemental de que no todas las cartas al padre tienen que parecerse a la de Franz Kafka. La figura del mundo (Random House, 2023) es justamente eso: un tipo muy distinto de carta al padre. 

Un padre que no es un comerciante frío sino un filósofo apasionado, al que se dirige su hijo escritor. Las memorias de Juan Villoro reparan todo el tiempo en los silencios de su conversación con Luis Villoro. De ahí que el tono del libro se acerque mucho al de un recado póstumo. Luis Villoro Toranzo –el dato se reitera en el libro como como el arjé griego- nació en Barcelona en 1922. Pero a diferencia de tantos otros intelectuales españoles de su generación que, por su oposición al franquismo, acabarían exiliados en México, sus conexiones mexicanas eran previas. Su madre venía de una familia hacendada de San Luis Potosí, que llegó a España huyendo de la Revolución mexicana. 

El futuro filósofo de izquierda comenzó su formación en un internado jesuita en Bélgica y Villoro hijo advierte que ese itinerario, del catolicismo a la revolución, es muy común en la América Latina de la Guerra Fría. Menciona a Fidel Castro, Julio Scherer García y el Subcomandante Marcos como rebeldes criados en escuelas jesuitas. Pero la lista podría ampliarse con los jóvenes del Mapu de la Unidad Popular de Salvador Allende, en Chile, o el “cura Pérez” y varios guerrilleros colombianos de los 60. 

Cuenta Juan Villoro que su padre, graduado en la UNAM e integrado al Grupo Hiperión (Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevárez, Fausto Vega Gómez), discípulos de José Gaos que exploraron la “filosofía de lo mexicano”, tuvo muy poco contacto con el ambiente contracultural de los años 60. Su mundo no era el del rock, el sexo y las drogas sino el de la revista El Espectador y de una reveladora admiración por Mahatma Gandhi y Martin Luther King. 

 La historiadora Elisa Servín ha estudiado El Espectador, donde colaboraron varios impulsores del MLN cardenista (Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés…), como un proyecto inscrito en el ideario de la Nueva Izquierda mexicana en la Guerra Fría. Una antología reciente, a cargo de Guillermo Hurtado, que reúne textos de Luis Villoro en aquella publicación, La identidad múltiple (El Colegio Nacional, 2022), confirma el análisis de Servín. 

 Dos de los libros fundamentales de Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), que han cumplido setenta años con mucha vigencia, fueron ejercicios de historia de las ideas que buscaban claves emancipatorias en el pasado mexicano. Pero sus fuentes no provenían del marxismo sino de una tradición teológica que se remontaba al siglo XVI hispánico con Suárez, Vitoria, Las Casas y Vasco de Quiroga. 

 Villoro hijo narra esa ruta alterna hacia la izquierda como una opción intelectual que explicaría la identificación final de Villoro padre con la rebelión zapatista en Chiapas. La figura del mundo presenta ese último gesto, que es filosófico y práctico a la vez, como un legado que el hijo preserva del padre. La apuesta por la causa de los pueblos chiapanecos, en los dos, parece ser la salida más digna a los dilemas de la condición letrada. 

 Otra herencia de Luis, que Juan reclama para sí, es la pasión por el futbol. Hay pasajes aquí, como en tantos otros libros de Juan Villoro, que muestran esa pasión bajo la luz de una sabiduría que recuerda al Séneca de las cartas a Lucilio. Justo en esos momentos aparecen, también, los aspectos más inquietantes de la relación con el padre, que tienen que ver con aquellos silencios que se ahogaban en los gritos de las gradas.

jueves, 13 de julio de 2023

Otra inmediatez




De Platón a Hegel y de Marx a Lacan, buena parte del pensamiento occidental ha entendido que lo que se nos presenta como real es ilusorio. Que lo real está escondido detrás de la cotidianidad o la inmediatez. En la vida pública global, esa inmediatez está fuertemente marcada por la política. 

 La política, en nuestros días, no sólo se afianza en su espectacularidad sino que gana en infiltración. Si la radio y la televisión llevaron la política a las casas y las familias, los medios digitales y las redes sociales la instalan en el corazón del individuo. Las pasiones por los nuevos mesías y sus causas encendidas suben de temperatura en estos tiempos. 

 En México ya ha comenzado la sucesión presidencial y en el próximo año la política se colocará en el centro de la vida de millones. Es por ello tan agradable el efecto que deja la lectura de Andar y ver. Tercer cuaderno (Taurus, 2023) de Jesús Silva-Herzog Márquez, una bitácora de lo visto, escuchado y leído por el ensayista mexicano en los últimos años. 

 Silva-Herzog Márquez es uno de los más acuciosos observadores e intérpretes de la política mexicana. Pero este libro, como las dos entregas anteriores de la serie Andar y ver, que publicó El Equilibrista, nos convence de que hay otra realidad y otra inmediatez, nubladas por la irradiación del politiqueo mexicano. El crítico asiste a muestras de Hadid, Noguchi, Kapoor, Serra o Hagerman y se deleita en las formas que atraviesan el aire: una negra ventana que se convierte en un pozo profundo, un mural abandonado donde se estampa la fórmula de relatividad de Einstein, un diálogo entre la “pureza cósmica y el caos visceral”, unas sillas que “esculpen la sociedad”. 

 Lee también a los poetas. Corre tras la liebre que atraviesa la carretera en un poema de Milosz, se escabulle en una conversación entre W H. Auden y Oliver Sacks -el poeta y el neurólogo-, sueña con “libros derretidos” en la biblioteca de Anne Carson, viaja a la tierra abierta, infinita de Seamus Heaney y a las ciudades acuáticas de Joan Margalit, Barcelona o Venecia, donde la vulgaridad hace de las suyas tras las fachadas de los palacios. 

 He usado verbos como correr, soñar o viajar, para describir las lecturas de poesía de Silva-Herzog Márquez, y advierto que el título de su serie expone dos infinitivos: andar y ver. Y advierto también que el pedaleo de la bicicleta es algo más que una metáfora en este libro. Entre ciclismo y literatura hay más de una conexión, como vieron Gabriel Zaid, David Byrne y Marc Augé, que remite a prácticas de la lectura y a diseños de la ciudad ya idos o en vías de extinción. 

Aquí se habla de la bicicleta de Julio Torri, a partir de una evocación de Margo Glantz, como una imagen que resumiría al acto de la escritura bajo una disciplina corporal que facilitaría, a la vez, la fuga, la huida de la institución literaria. Y se habla también de una “ética del pedaleo”, a propósito de un libro de Humberto Beck, según la cual “la modernidad puede llevar el alegre compás de una bicicleta”. 

Figuran personajes poco probables en el ensayo letrado más rancio como Anthony Bourdain, a quien define como alguien que literalmente quería “comerse el mundo”, Tony Soprano –y no tanto James Gandolfini-, el que demostró que la “violencia puede ser un alivio al miedo”, y Rosalía, “la “esponja que estudia todo lo que absorbe”. Una nota sobre George Steiner tal vez dé con la clave de las preferencias del ensayista. Lo que interesa a Silva-Herzog Márquez no es la lógica sino la “poesía del pensamiento”. 

Esa gravitación lo lleva a eludir los lugares comunes de la ciencia política y, a la vez, a buscar otra inmediatez en la vida pública contemporánea. Es de agradecer que uno de los más perspicaces críticos de la política mexicana sea, también, un lector y espectador omnívoro e incansable. Su ejemplo ayuda a contener, en algo, esa avalancha de visibilidad y transparencia con que la política ensombrece la cultura y el saber en México y el mundo.

martes, 11 de julio de 2023

Severo Sarduy: el testimonio de la plaga



Cuando Severo Sarduy murió, hace treinta años, en París, víctima del SIDA, dejó escrita una novela que la editorial Tusquets publicó póstumamente. El libro resultó ser una ficción en la que narraba su propia enfermedad con el mismo humor, desparpajo y refinamiento que empeñó en sus novelas previas. Pocas escenas de coraje y dignidad hay en la literatura latinoamericana de fines del siglo XX como aquella de un moribundo Sarduy escribiendo Pájaros de la playa (1993). 

 La historia se ubicaba en una suerte de “hospicio” o “sanatorio” para infectados de VIH, al borde de una playa. Como en otras ficciones de Sarduy, el lugar era un no lugar, difícilmente localizable en la geografía del planeta. Pero el paisaje era perfectamente tropical (sol, mar, palmeras, jóvenes desnudos) y algunos personajes, como Caimán, el Caballo o Siempreviva, provenían del bestiario neobarroco y travesti del escritor cubano. 

 La crítica dijo entonces que la novela póstuma de Sarduy escenificaba un regreso a Cuba, como el de Reinaldo Arenas en algunos de sus últimos relatos o en las memorias Antes que anochezca (1992). Lo cierto es que Arenas, quien también enfermo de SIDA, se suicidó en 1990, en Nueva York, testimonió la enfermedad de muy distinta manera. Sarduy entendió la epidemia como un mal biológico y teológico: una plaga; Arenas, más exactamente, como una maldición o un infortunio no desligados de su experiencia personal bajo el castrismo y el exilio. 

 Apenas hay otro rastro de cubanidad en la novela póstuma de Sarduy que la vegetación, la playa, la herbolaria santera de Caimán o el personaje de Monsieur Julián, inspirado en la famosa canción de Bola de Nieve. Sin embargo, algunos críticos quisieron leer una vuelta al país natal, que tendría poco sentido si se advierte que en las novelas menos cubanas de Sarduy, después de Gestos o De donde son los cantantes, como Cobra, Maitreya, Colibrí y Cocuyo, no dejaron de reaparecer motivos cubanos. 

 El ademán de la última novela de Sarduy fue más allá de una operación nostálgica sobre Cuba y buscó el sentido en la comunidad de enfermos y moribundos por la plaga. El texto está lleno de apuntes sobre la epidemia y sus víctimas como aquel en que clasificaba las reacciones al diagnóstico: “cuando un sujeto, sobre todo si es joven, conoce la naturaleza del mal que lo aqueja, la textura del veneno que se ha infiltrado en su piel, tiene dos posibles reacciones”. 

 Una reacción era la de los “ululantes”, que “destruyen, blasfeman, insultan, abjuran” y hasta, “en su desasosiego, tratan de inocular a los sanos la lepra perniciosa”. La otra era la de los “ensimismados”, los que “se amurallan en un mutismo inapelable, afásicos imanes empantanados en una somnolencia bobalicona, como la de los místicos”. Según Sarduy, los enfermos de SIDA conformaban una comunidad y, como toda comunidad, una “minoritaria y encerrada en sí misma”: la de los “debilitados por el mal” que padecían y resistían las modas médicas (el pepino de China, los cocimientos, la homeopatía…). 

La peor versión de aquellas ofensivas terapéuticas era el “terrorismo botánico” practicado por Caimán y el Caballo. No sé si en la vida, pero claramente en la literatura, Sarduy optó por la vía mística. En las páginas finales de la novela y en el poema final, “Diario del cosmólogo”, el infectado y su comunidad eran entes sagrados. Las descripciones exhaustivas, morbosas, de la degradación del cuerpo (uñas roídas, pies leprosos, forúnculos, purulencias) daban pie a verdaderos excursos místicos, con citas de San Juan de la Cruz. 

 La novela póstuma de Severo Sarduy reeditó el debate de La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, entre Castorp y Settembrini, sobre la enfermedad como estigma o sacralidad. Ahora que salimos de una pandemia, para pronto entrar en otra, vale la pena volver a aquella novela valiente del gran escritor camagüeyano, fallecido en París, un 8 de junio de 1993.

sábado, 10 de junio de 2023

Una nueva biografía de Álvaro Obregón



Al igual que Venustiano Carranza, su antecesor en el máximo liderazgo de la Revolución, Álvaro Obregón mostró muy pronto una clara conciencia de lo que significaba ser un político profesional en el México revolucionario. Agricultor y empresario, pasó en dos ocasiones de la vida pública a la vida privada, y encabezó dos campañas electorales exitosas, una entre 1919 y 1920, y la otra entre 1927 y 1928. 

 Una nueva biografía del caudillo sonorense, escrita por el historiador Felipe Ávila, dibuja un perfil preciso del personaje. Ciertos modos de esa conciencia del liderazgo llevaron a Obregón y los obregonistas a exagerar pasajes entresacados de libros como Ocho mil kilómetros de campaña (1917) o de las páginas de algún cronista extranjero, como el escritor español Vicente Blasco Ibáñez, quien lo retrató en El militarismo mejicano (1920). 

 El Obregón de Blasco Ibáñez era un conversador empedernido, que daba entrevistas en restaurantes de la Ciudad de México, siempre en mesas cercanas a las orquestas, para pedir canciones. Según el escritor, el caudillo decía lo que cada interlocutor quería escuchar: a unos presumía sus ascendentes indios mayos y alardeaba de sumar a cientos de ellos a la Revolución, pero a Blasco Ibáñez le enfatizó que sus abuelos eran españoles. 

 La biografía de Ávila arranca con la imagen de un joven Obregón, inmerso en los negocios agrícolas de Huatabampo, Sonora, y ajeno a la Revolución maderista. Un hermano suyo, José Obregón, que fue presidente municipal interino, en 1911, lo convenció de sucederle en el cargo. A principios de 1912, siendo presidente municipal, es que entra de lleno en la lógica revolucionaria, enfrentándose al Plan de la Empacadora y Pascual Orozco, quien se había levantado en armas contra Madero. 

 Desde entonces desarrolló una relación estrecha con el gobernador sonorense José María Maytorena, que lo llevaría a codearse con los grandes militares norteños (Salvador Alvarado, Benjamín Hill, Pablo González, Manuel Bracamonte, Plutarco Elías Calles…), a pesar de no haber sido maderista. Su rápido posicionamiento, primero contra Orozco y luego contra la dictadura de Victoriano Huerta, lo colocarían muy pronto en el círculo de confianza de Venustiano Carranza, cabeza del constitucionalismo. 

 Describe Ávila, al detalle, la habilidad con que Obregón desplazó a Alfredo Robles Domínguez, en la cúpula carrancista, y logró ser comisionado para la entrada triunfal en la Ciudad de México, en agosto de 1914. A partir de ahí, se convertiría en enviado de Carranza a los frentes militares y políticos fundamentales del constitucionalismo: Pancho Villa -quien estuvo a punto de ejecutarlo-, la Convención de Aguascalientes, el zapatismo, la guerra civil, otra vez Villa -al que vencería en la batalla de Celaya- y el Constituyente de Querétaro. A pesar de su hoja de servicios, Carranza no lo quiso como sucesor y prefirió a Ignacio Bonillas, su embajador en Estados Unidos. 

Tema inevitable de la biografía de Ávila era, pues, el papel de Obregón en la ejecución de Carranza en Tlaxcalantongo, en 1919, luego del Plan de Agua Prieta, que provocó el derrocamiento del presidente. El historiador no duda en utilizar el término “parricidio” para calificar la acción ordenada por Obregón y ejecutada por el general Rodolfo Herrero. Los acápites finales del libro de Ávila, dedicados al gobierno de 1920 a 1924, dan cuenta de esas “luces y sombras” del caudillo sonorense, que se aluden en el subtítulo. 

El biógrafo reconoce el aporte fundamental de aquella presidencia a la construcción del Estado, especialmente en lo referido a la reforma educativa y cultural, conducida por José Vasconcelos, y el avance de los derechos agrarios y laborales. Pero agrega a las “sombras” un nuevo magnicidio, el de Pancho Villa en 1923, que trazó un signo violento sobre su vida, hasta la última escena: su asesinato a manos del joven cristero potosino José de León Toral en 1928.