Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 10 de junio de 2023

Una nueva biografía de Álvaro Obregón



Al igual que Venustiano Carranza, su antecesor en el máximo liderazgo de la Revolución, Álvaro Obregón mostró muy pronto una clara conciencia de lo que significaba ser un político profesional en el México revolucionario. Agricultor y empresario, pasó en dos ocasiones de la vida pública a la vida privada, y encabezó dos campañas electorales exitosas, una entre 1919 y 1920, y la otra entre 1927 y 1928. 

 Una nueva biografía del caudillo sonorense, escrita por el historiador Felipe Ávila, dibuja un perfil preciso del personaje. Ciertos modos de esa conciencia del liderazgo llevaron a Obregón y los obregonistas a exagerar pasajes entresacados de libros como Ocho mil kilómetros de campaña (1917) o de las páginas de algún cronista extranjero, como el escritor español Vicente Blasco Ibáñez, quien lo retrató en El militarismo mejicano (1920). 

 El Obregón de Blasco Ibáñez era un conversador empedernido, que daba entrevistas en restaurantes de la Ciudad de México, siempre en mesas cercanas a las orquestas, para pedir canciones. Según el escritor, el caudillo decía lo que cada interlocutor quería escuchar: a unos presumía sus ascendentes indios mayos y alardeaba de sumar a cientos de ellos a la Revolución, pero a Blasco Ibáñez le enfatizó que sus abuelos eran españoles. 

 La biografía de Ávila arranca con la imagen de un joven Obregón, inmerso en los negocios agrícolas de Huatabampo, Sonora, y ajeno a la Revolución maderista. Un hermano suyo, José Obregón, que fue presidente municipal interino, en 1911, lo convenció de sucederle en el cargo. A principios de 1912, siendo presidente municipal, es que entra de lleno en la lógica revolucionaria, enfrentándose al Plan de la Empacadora y Pascual Orozco, quien se había levantado en armas contra Madero. 

 Desde entonces desarrolló una relación estrecha con el gobernador sonorense José María Maytorena, que lo llevaría a codearse con los grandes militares norteños (Salvador Alvarado, Benjamín Hill, Pablo González, Manuel Bracamonte, Plutarco Elías Calles…), a pesar de no haber sido maderista. Su rápido posicionamiento, primero contra Orozco y luego contra la dictadura de Victoriano Huerta, lo colocarían muy pronto en el círculo de confianza de Venustiano Carranza, cabeza del constitucionalismo. 

 Describe Ávila, al detalle, la habilidad con que Obregón desplazó a Alfredo Robles Domínguez, en la cúpula carrancista, y logró ser comisionado para la entrada triunfal en la Ciudad de México, en agosto de 1914. A partir de ahí, se convertiría en enviado de Carranza a los frentes militares y políticos fundamentales del constitucionalismo: Pancho Villa -quien estuvo a punto de ejecutarlo-, la Convención de Aguascalientes, el zapatismo, la guerra civil, otra vez Villa -al que vencería en la batalla de Celaya- y el Constituyente de Querétaro. A pesar de su hoja de servicios, Carranza no lo quiso como sucesor y prefirió a Ignacio Bonillas, su embajador en Estados Unidos. 

Tema inevitable de la biografía de Ávila era, pues, el papel de Obregón en la ejecución de Carranza en Tlaxcalantongo, en 1919, luego del Plan de Agua Prieta, que provocó el derrocamiento del presidente. El historiador no duda en utilizar el término “parricidio” para calificar la acción ordenada por Obregón y ejecutada por el general Rodolfo Herrero. Los acápites finales del libro de Ávila, dedicados al gobierno de 1920 a 1924, dan cuenta de esas “luces y sombras” del caudillo sonorense, que se aluden en el subtítulo. 

El biógrafo reconoce el aporte fundamental de aquella presidencia a la construcción del Estado, especialmente en lo referido a la reforma educativa y cultural, conducida por José Vasconcelos, y el avance de los derechos agrarios y laborales. Pero agrega a las “sombras” un nuevo magnicidio, el de Pancho Villa en 1923, que trazó un signo violento sobre su vida, hasta la última escena: su asesinato a manos del joven cristero potosino José de León Toral en 1928.

lunes, 5 de junio de 2023

El socialismo de González Casanova



Se ha recordado en estos días que la obra de Pablo González Casanova pasó por diversas fases, en más de setenta años de producción intelectual. Si nos remontamos a sus primeros escritos sobre el obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, el misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII, la utopía americana de Juan Nepomuceno Adorno y la literatura perseguida por la Inquisición al final del virreinato novohispano, habría un tránsito inicial de la historia de las ideas a la sociología del poder en los 60. 

 Como señala Andrés Lira, en prólogo a una compilación de aquellos textos en El Colegio de México, bajo el magisterio de Silvio Zavala y José Miranda, la obra histórica juvenil fue invisibilizada por la sociológica de madurez. Sin embargo, las dos tienen más conexiones de las que generalmente se admiten. Temas centrales de aquellos primeros ensayos eran la libertad de expresión y la necesidad de una esfera pública abierta, la imaginación utópica y el derecho de las minorías, que reaparecerían de diversas maneras a partir de La democracia en México (1965). 

 Otra forma de explorar esa continuidad sería el diálogo entre liberalismo y socialismo que recorre toda la obra de González Casanova, desde sus críticas al misoneísmo antiliberal católico y su interés en las utopías de Adorno. Ese diálogo, no tanto con el socialismo como con el marxismo, se intenta en La democracia en México (1965), donde sostenía que en México no había condiciones para una revolución socialista. La ruta reformista, entonces esbozaba por González Casanova, se mantenía dentro de los límites de lo que definía como el “liberalismo” constitucional de 1917. 

 Siguiendo de cerca a su admirado C. Wright Mills, con quien había compartido el interés por la Revolución cubana y el MLN cardenista, desde principios de los 60, González Casanova proponía la síntesis de dos métodos, el “marxista” y el “sociológico”. El propio Wright Mills había hablado del necesario diálogo entre Marx y Weber para superar el determinismo soviético, que González Casanova llega a cuestionar en La democracia en México (1965), a pesar de la, a su juicio, “posible”, conquista paralela del “desarrollo y la democracia” en los guerrilleros 60. 

 El reformismo desarrollista de aquel González Casanova, basado en el diagnóstico del “colonialismo interno” y el “sistema dual”, en México, fue cuestionado por otros intelectuales de la izquierda mexicana y latinoamericana, más instalados en el repertorio neomarxista, como André Gunder Frank, Rodolfo Stavenhagen y su ex compañero en el MLN, Víctor Flores Olea. Sin embargo, a pesar de aquellas críticas, en un libro siguiente, Sociología de la explotación (1969), no en Era sino en Siglo XXI, y dedicado a C. Wright Mills y al sacerdote guerrillero colombiano Camilo Torres, González Casanova reiteró las mismas ideas. 

 La noción de socialismo aparece plenamente en la obra del pensador mexicano en un libro posterior a la breve experiencia del rectorado de la UNAM, entre 1970 y 1972, y los golpes militares en Chile y Argentina, cuando González Casanova inicia una colaboración más sistemática con teóricos dependendistas y socialistas latinoamericanos, refugiados en México, como Theotonio dos Santos y Vania Bambirra. Firmado en La Habana, La nueva metafísica y el socialismo (1982), así como uno anterior, Imperialismo y liberación en América Latina (1978), consuman el tránsito del liberalismo al socialismo en González Casanova. 

 Aún así, es difícil dilucidar si ese socialismo, que González Casanova defendía en su solidaridad con Cuba y Nicaragua, era un ideal que creía aplicable a México. La solidaridad con países hostilizados desde Washington, en la izquierda mexicana, ha funcionado muchas veces como reafirmación del excepcionalismo de la experiencia histórica del sistema político postrevolucionario y la vecindad con Estados Unidos. La desconexión de México de aquellas variantes revolucionarias de la Guerra Fría centroamericana y caribeña, tradicionalmente se ha basado en una lógica excepcionalista y casuística que afirma la irrepetibilidad de los modelos políticos de la izquierda latinoamericana.

viernes, 5 de mayo de 2023

Una historia de las derechas en América Latina



Como las izquierdas, las derechas han sido muchas y variadas en América Latina y el Caribe desde el siglo XX. El uso de los términos, en la región, comenzó a difundirse en las primeras décadas de la centuria al calor de las grandes pugnas producidas por revoluciones como la rusa y la mexicana y la crisis de las repúblicas liberales oligárquicas, heredadas del siglo XIX.  Un libro reciente del historiador argentino Ernesto Bohoslavsky, editado por El Colegio de México, en la colección Historias Mínimas, que dirige Pablo Yankelevich, traza a grandes rasgos la evolución de las derechas latinoamericanas desde entonces hasta hoy. 

 Es, justamente, el quiebre de aquella hegemonía liberal, bastante generalizada en el subcontinente, entre 1910 y 1930, la coyuntura que impulsa auto-localizaciones de partidos, asociaciones y grupos de muy diversa índole, en la izquierda o la derecha. Desde las primeras décadas del siglo XX, el campo intelectual latinoamericano produjo varias impugnaciones doctrinales de la democracia, que recuperaron una imagen jerárquica y excluyente de las sociedades de la región. El argentino José Ramos Mejía, el uruguayo Luis Alberto de Herrera, el venezolano Laureano Vallenilla Lanz, el chileno Alberto Edwards y el cubano Alberto Lamar Schweyer fueron algunos de los autores que enarbolaron doctrinas de la desigualdad. 

 La reacción contra ideas socialistas y revolucionarias tomó forma en las ligas –Liga de Defensa Nacional brasilera, fundada por el poeta Olavo Bilac, Ligas Patrióticas de Argentina y Chile, Vanguardia Patriótica en Uruguay-, pero también en una serie de dictaduras que intentaron rearmar los autoritarismos de fines del siglo XIX, desde una ideología más claramente conservadora: Juan Vicente Gómez en Venezuela, Augusto Leguía en Perú, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala o Gerardo Machado en Cuba. 

 Ya en los 20 se verificarían muy distintas aproximaciones al fascismo italiano, que se inscriben en la historia de las derechas latinoamericanas. Bohoslavsky comenta el discurso del poeta Leopoldo Lugones, “La hora de la espada”, en Perú, en 1924, cuando la conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, pero más consistente fue la creación de una serie de asociaciones como el Partido Popular Corporativo y el Comité Central Nacionalista en Chile, la Legión Crucero del Sur en Brasil y los Partidos Fascistas también en Brasil y Argentina. 

 El catolicismo latinoamericano que, a fines del siglo XIX, había pasado de la perspectiva antiliberal de la Quanta cura y el Syllabus de Pío IX a la Rerum Novarum de León XIII, una encíclica de mayor vocación social, se sumó, por algunos flancos, al resurgimiento de las derechas en el periodo de entreguerras. En México, la Acción Católica de la Juventud Mexicana, la Liga de Defensa de las Libertades Religiosas, el levantamiento cristero y, más tarde, las Camisas Doradas y la Unión Nacional Sinarquista, serían casos representativos de la nueva derecha católica. 

 Hubo todo tipo de agrupaciones filofascistas, desde las de gran base social como la Acción Integralista Brasileña, los falangismos locales y el minoritario Partido Nazi cubano de Juan Prohías. Pero se hace muy difícil encontrar vínculos orgánicos entre aquellas asociaciones y regímenes políticos concretos como el Estado Novo brasileño de Getulio Vargas, el golpe contra Hipólito Yrigoyen en 1930 y el breve gobierno de José Félix Uriburo en Argentina o la presidencia civil de Fulgencio Batista, de 1940 a 1944. 

 El recorrido de Bohoslavsky cierra con el contexto de la Guerra Fría y las décadas que le siguieron. Ahí encuentra, primero, un gran desplazamiento de las derechas hacia el anticomunismo, especialmente, durante las dictaduras de seguridad nacional. Y, luego, la identificación con el neoliberalismo, que acompaña las transiciones a la democracia a fines del siglo XX.

jueves, 4 de mayo de 2023

Paulina Luisi y la Protesta de los 13






Paulina Luisi (1875-1949) fue una de las primeras mujeres en graduarse en medicina en la Universidad de la República de Uruguay. Se especializó en ginecología y destacó en las campañas contra la explotación sexual de las mujeres, el proxenetismo y la trata. Hacia 1920, como actualmente estudian varias historiadoras uruguayas y argentinas, era una líder continental del movimiento sufragista. Luisi viajó por capitales latinoamericanas como activista del sufragio femenino, pero también como especialista en educación sexual y salud pública de mujeres y niños. 

En visita a La Habana, en marzo de 1923, la Academia de Ciencias de Cuba quiso rendirle homenaje y se organizó un acto en su honor en el Club Femenino de La Habana. El movimiento a favor del sufragio femenino daba sus primeros pasos en Cuba y la resistencia machista era notable. Una Comisión Mixta de profesores y alumnos, impulsada por el gobierno del presidente Alfredo Zayas, en la Universidad de La Habana, había generado reacciones adversas de no pocos académicos que, en otras cuestiones sociales, tenían actitudes progresistas. 

 Días antes de la visita de Luisi, el mismo gobierno de Zayas había autorizado la compra del antiguo convento de Santa Clara, vendido a particulares a bajo precio, años atrás. El Estado pagó el triple del precio por el inmueble en un momento de aguda crisis económica en la isla, conocida como la época de “vacas flacas”, que siguió a la “danza de los millones” en tiempos de la Gran Guerra. La compra del ex convento de Santa Clara generó rechazo en el congreso de la isla y en el propio gobierno de Zayas. 

El objeto de la compra era habilitar el edificio como sede de la Secretaría de Obras Públicas, pero ni el titular del ramo, Demetrio Castillo Pockorny ni el Secretario de Hacienda, el oficial de la última guerra de independencia, Manuel Despaigne Riverí, estaban de acuerdo con la decisión del presidente. Tampoco gustaba la operación al gobierno de Estados Unidos y, específicamente, al general Enoch Crowder, que desde 1919 encabezaba una misión en la isla, de fuerte injerencia en los asuntos cubanos. Crowder era cercano a varios de los ministros de Zayas, del autonombrado “gabinete de la honradez”, que intentaban contener la corrupción administrativa y se oponían a los negocios turbios del gobierno. 

 Quien sí apoyó al presidente Zayas fue el Secretario de Justicia, Erasmo Regüeiferos Boudet, que sería designado para representar al gobierno en el homenaje a Paulina Luisi en el Club Femenino de La Habana. En cuanto el ministro comenzó a hablar, fue interrumpido e increpado, desde el público, por el joven poeta y abogado Rubén Martínez Villena, quien denunció la compra del ex convento de Santa Clara y otros actos de corrupción del gobierno cubano. 

 Pocos días después, Martínez Villena y otros doce jóvenes intelectuales, entre ellos, Marinello, Mañach, Lamar Schweyer e Ichaso, quienes en los años siguientes destacarían en la vida literaria cubana, firmaron un manifiesto conocido como “Protesta de los 13”. Al igual que la del Grupo Minorista, que se constituiría al año siguiente, la composición ideológica de aquellos primeros movimientos intelectuales cubanos era sumamente plural. En la historia oficial cubana, la Protesta de los 13 es entendida como el bautizo de una vanguardia cultural que impulsaría las revoluciones de los años 30 y 50 y la creación del Estado socialista en los años 60. 

Lo que no siempre se recuerda es que en ella intervinieron intelectuales que luego no acompañarían esas revoluciones y se opondrían al rumbo comunista de la segunda. Tampoco se recuerda, y en estos días es inevitable hacerlo, que la protesta fue, también, un escrache al homenaje del Club Femenino de La Habana a la feminista uruguaya Paulina Luisi y que quienes rechazaban la compra del ex convento de Santa Clara coincidían, en eso, con la posición oficial del gobierno de Estados Unidos.

martes, 11 de abril de 2023

Ucronías americanas




La editorial Anagrama ha rescatado, en español, un viejo ensayo de Emmanuel Carrère, de allá por los postmodernos 80, sobre la historia contrafactual en Francia. El librito se titula El estrecho de Bering (2022), por una historia real: cuando Lavrenti Beria, el temible esbirro stalinista, cayó en desgracia en 1953, luego de la muerte de Stalin, su entrada en la Gran Enciclopedia Soviética fue sustituida por otra sobre la franja de mar que separa a Siberia de Alaska. 

 Carrère encuentra el primer caso de ucronía o historia alternativa, o plausible, de la Francia moderna, en el Napoleón apócrifo (1841) de Louis-Napoleón Geoffroy-Chateau, sin otro parentesco con Bonaparte que el de haber sido hijo de un oficial francés que murió en la batalla de Austerlitz. El fervor bonapartista llevó a Geoffroy a contar una historia en la que Napoleón vencía en Moscú y vencía en Waterloo, conquistaba Inglaterra y ponía en su trono a su hijo con María Luisa, el que en la historia real será conocido como Rey de Roma. 

 Este Napoleón alternativo no sólo se apoderaba de Inglaterra y Europa, Rusia y África, sino que extendía su imperio por toda América, con ayuda de los británicos, los portugueses, los españoles y el Vaticano, y llegaba a coronarse en Japón, China, la India y Oceanía. En 1832, en un mundo perfectamente dominado y en paz, el emperador universal, a sus 72 años, moría de un ataque de apoplejía en París. Carrère califica de ingenuo o superficial este tipo de ejercicio de historia paralela. 

 Más serio le parece el de otro francés, el filósofo Charles Renouvier, que acuñó el término de “ucronía”, en un extraño libro de 1876. Subtitulado Esbozo apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino como habría podido ser, el libro de Renouvier iba más atrás y narraba una historia de la civilización occidental marcada por la derrota del cristianismo y la prolongación indefinida del paganismo greco-latino. 

 El cristianismo arraigaba en Oriente, mientras un Occidente conducido por la república romana, hasta el siglo XVI, era víctima de sucesivas cruzadas al revés. En una de esas cruzadas moriría como un mártir el emperador Constantino, quien en la historia real sería responsable de la asimilación occidental del cristianismo. Según la ucronía de Renouvier, la cristianización de Europa se produciría a partir de entonces, con una Reforma religiosa que comenzaba, justamente, en Germania. 

 Otra ucronía que reseña Carrère en su libro es la del más conocido Poncio Pilatos (1961) de Roger Caillois. En esta ficción histórica, quien es crucificado es Barrabás y no Cristo, por lo que el cristianismo, tal y como lo conocemos, no habría tenido lugar. Sin embargo, Caillois cierra su libro con un pasaje intrigante en el que asegura que, aún así, Pilatos se suicidó en el exilio y la historia siguió un curso parecido al que conocemos.  

  Es esto último lo que atrae de la ucronía a Carrère: la factura de un relato histórico alternativo, con una buena dosis de similitud con la Historia, tal y como ha sido. Su admiración por la obra del escritor de ciencia ficción estadounidense, Philip K. Dick, se entiende mejor después de leer El estrecho de Bering

 ¿Qué ucronías podrían imaginarse desde la historia de América Latina? En principio estarían aquellas en las que los tantos héroes que mueren jóvenes y derrotados (Bolívar, Martí, Madero, Zapata, el Che Guevara, Allende) sobreviven, llegan al poder o lo conservan. En casi todos los casos, lo más probable es que la historia resultante fuera una mezcla de ficción y realidad. 

 Más complicado sería responder a la pregunta de qué hubiera pasado si en la entrevista de Guayaquil, San Martín se impone a Bolívar y extiende la forma de gobierno monárquica en los Andes. O si Fernando VII y las Cortes de Madrid hubiesen aceptado los términos del Plan de Iguala. Son las variantes con mayor grado de probabilidad las que dan vida a la ucronía.

lunes, 20 de marzo de 2023

Raymond Vernon y la democracia en México





En 1963 el economista de la Universidad de Harvard, Raymond Vernon, publicó un libro fundamental en los debates sobre el desarrollo de México. Se tituló, justamente, El dilema del desarrollo en México, y lo editó la propia Universidad de Harvard, donde Vernon había estudiado antes de incorporarse al equipo de asesores de la Alianza para el Progreso, el proyecto que impulsó en América Latina el gobierno de John F. Kennedy. 

 El libro de Vernon, editado por Diana en 1966, tuvo un impacto discernible en los debates intelectuales de México en la Guerra Fría. Un volumen reciente, coordinado por Soledad Loaeza y Graciela Márquez en El Colegio de México, titulado Raymond Vernon en 1963 (2023), reconstruye las tesis del economista estadounidense y su complicada recepción en el México de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. 

 Vernon pertenecía a la misma generación de Walt. W. Rostow, famoso teórico de las etapas del crecimiento económico, enfáticamente anticomunista, que se incorporó al Departamento de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional en los gobiernos de Kennedy y Johnson. Y aunque compartían más de una idea, en su visión de México y América Latina, Vernon se diferenciaba de Rostow por un enfoque menos prejuiciado y más atento a las desigualdades de la región. 

Como recuerda Loaeza, Vernon partía de una valoración positiva de la industrialización mexicana entre los años 50 y 60 y suscribía, a grandes rasgos, la tesis del “milagro mexicano” bajo el modelo del “desarrollo estabilizador” durante la larga gestión de Antonio Ortiz Mena en la Secretaría de Hacienda. Pero el economista advirtió que aquel modelo estaba dando todo de sí y era indispensable una reforma económica y política, basada en una estrategia fiscal progresiva y en una democratización del sistema presidencialista y de partido hegemónico del PRI. 

 La recepción adversa a Vernon, en sectores económicos y políticos del PRI, se evidenció con la reseña crítica de Ifigenia Martínez Navarrete, entonces asesora de Antonio Ortiz Mena, quien definió la propuesta del economista estadounidense como “conservadora y contraria a la historia y la filosofía de la Revolución Mexicana”. Según Martínez Navarrete era “falso” que el país estuviera amenazado por alguna inestabilidad política o económica, en un texto publicado en la revista Investigación Económica de la UNAM, a unos meses de la masacre de Tlatelolco. 

 Vernon respondió, en la misma revista, a la crítica de Martínez Navarrete, asegurando que no era cierto que su propuesta consistiera en que “México debía adoptar una política oficial amistosa o favorable hacia el inversionista extranjero ni al sector privado nacional”. Le afectaba especialmente que su libro fuera entendido en clave anticomunista de la Guerra Fría, como un llamado a una privatización radical de la economía, que se desentendiera del gasto público orientado a combatir la pobreza y la desigualdad. 

 Más hospitalaria resultó la reseña de Rafael Segovia, profesor de El Colegio de México, en la revista Foro Internacional. Segovia concluía que el libro de Vernon era “una síntesis de la vida de la nación insuperable en más de un sentido”. Reconocía Segovia que la posición de Vernon estaba lejos del anticomunismo elemental de W. W. Rostow o Frank Tannenbaum, pero tampoco admitía la existencia de un “dilema” entre los volúmenes del sector público y el privado o entre autoritarismo y democracia. 

 Es muy útil volver a la lectura del libro de Raymond Vernon y el debate que suscitó en el México de los 60, en momentos en que el gobierno mexicano, oficialmente, trasmite una imagen entusiasta del periodo del “desarrollo estabilizador”. Muchas de las críticas de Vernon, como advierte Ignacio Marván en uno de los capítulos del libro, especialmente las dirigidas contra el autoritarismo, eran suscritas entonces por la izquierda y son válidas para el México de hoy.

jueves, 16 de marzo de 2023

Cuarenta años de un libro clave



Acaban de cumplirse cuatro décadas de la publicación, por El Colegio de México, del libro México frente a Estados Unidos (1982), escrito por los historiadores Josefina Z. Vázquez y Lorenzo Meyer. Rescatado luego por el Fondo de Cultura Económica, el volumen ya va por su quinta reedición y sigue siendo de enorme utilidad para comprender, en la larga duración, la difícil contigüidad de esos dos vecinos tan disparejos en América del Norte. 

 El libro se dedicaba a Daniel Cosío Villegas, quien, como no siempre se recuerda, no estudió únicamente la política exterior de la República Restaurada y el Porfiriato sino, también, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina durante la Guerra Fría. Y como Cosío Villegas, los dos autores mostraban un perfecto conocimiento de los avances y límites de la historiografía sobre esas relaciones, escrita de un lado o el otro de la frontera. 

 Citaban, por ejemplo, a historiadores estadounidenses como J. Fred Rippy, James M. Callahan y Howard Cline, y a historiadores mexicanos como Alberto María Carreño, Gastón García Cantú, Luis G. Zorrilla y Carlos Bosch García. En ediciones posteriores, actualizaron la bibliografía, especialmente para el periodo de la Revolución en adelante, con trabajos como los de Berta Ulloa, Friedrich Katz, Peter H. Smith o Abraham Lowenthal. 

 Tan lejos del nacionalismo antiestadounidense como de una visión justificativa del expansionismo o la hegemonía de Washington, Vázquez y Meyer reconocían que el nexo entre los dos países había estado marcado, desde mediados del siglo XIX, por la asimetría. Ni en los momentos menos conflictivos, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos o durante la Segunda Guerra Mundial, esa asimetría dejó de manifestarse.

 La primera edición de 1982 concluía con una caracterización de la política bilateral en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, en la que se observaba un crecimiento de la dependencia de México de Estados Unidos, aunque con una estrategia de diversificación de vínculos internacionales y activismo a favor de América Latina y el Tercer Mundo, que se valoraba como relativamente eficaz. De manera curiosa, los dos siglos tratados, el XIX a cargo de la Dra. Vázquez y el XX a cargo del Dr. Meyer, describían secuencias similares. 

  Luego de hechos tan costosos y traumáticos como la pérdida de Texas, primero, y luego de más de la mitad del territorio, con el Tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848, la relación, sin dejar de ser conflictiva, había fluido con algunas ventajas para México durante la República Restaurada y el Porfiriato. Más o menos lo mismo había sucedido después del complicado periodo revolucionario, entre 1910 y 1940, cuando el intervencionismo y las presiones de Washington se habían desbocado. 

  El cierre del libro, en 1982, replanteaba la tesis de la “concordia limitada” de Cosío Villegas por medio de una muy pertinente distinción entre “interdependencia asimétrica” y “dependencia” de nuevo tipo. Aquel final, sin embargo, debió actualizarse en las ediciones de 1989, 1994, 2001 y, ahora, en 2022. De hecho, esta última edición, que apenas en las tres últimas páginas alcanza a mencionar el T-MEC, muy pronto deberá ajustarse al nuevo contexto de una relación bilateral, no planteada en términos de “interdependencia” sino de “integración”. 

  En la última Declaración de Norte América, del 10 de enero de 2023, esa integración también se define en un sentido cultural. Tal vez, en el nuevo final de México frente a Estados Unidos, que necesariamente tendría que estudiar la relación con Washington durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, se eche en falta un desarrollo más sostenido del proyecto de diversificación internacional, que como el de la propia integración a América del Norte, es política de Estado en México, por lo menos, desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.