Por un lado, el presidente debía defender su actuación inclaudicable ante la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, que lo llevó a ordenar la ejecución del emperador y sus generales, Miguel Miramón y Tomás Mejía, en el Cerro de las Campanas, Querétaro, el 19 de junio de 1867. Por el otro, el jefe de Estado de la República Restaurada tenía el firme propósito de reconectar a México con Europa, especialmente con Francia y España, para que las relaciones internacionales no estuvieran excesivamente centradas en Estados Unidos y Gran Bretaña.
A pesar del retiro de su apoyo a Maximiliano, al final del imperio, el triunfo de Juárez y los liberales mexicanos en 1867 fue una derrota para Napoleón III. Así lo percibieron importantes políticos e intelectuales republicanos franceses, como Victor Hugo, Léon Gambetta, Jules Favre o Jules Ferry. Sin embargo, esos mismos líderes y casi todos los estadistas europeos, incluyendo al papa Pío IX, eran contrarios a la ejecución de Maximiliano y se lo hicieron saber a Juárez, como se lee en las súplicas de dos titanes del republicanismo decimonónico: Hugo y Garibaldi.
Hábilmente, Juárez aprovechó la ola de republicanismo en Francia, tras la derrota en la guerra con Prusia y la abdicación de Napoleón III en 1870, para justificar el fusilamiento de Maximiliano. En sus cartas y discursos, el presidente mexicano se refirió tanto a la guerra con Prusia como a la transición republicana en Francia. Era un tema de política internacional que lo apasionaba y que dominaba a la perfección, tal vez, por saberse referente del antibonapartismo francés.
Tras la capitulación de Sedán y Metz y la reclusión de Napoleón III, Juárez envió un mensaje al Gobierno de Defensa Nacional, que encabezaba Louis Jules Trochu, en el que felicitaba al “infortunado pueblo francés” y reiteraba los “sentimientos fraternales” de los mexicanos hacia esa “noble nación a la que tanto debe la sagrada causa de la libertad y a la que nunca hemos confundido con el infame Bonaparte”.
En el terreno militar, Juárez se atrevía a dar consejos a los franceses, con esta frase: “si yo tuviese el honor de regir ahora los destinos de Francia, no haría nada diferente a lo que hice en nuestro amado país desde 1862 a 1867, a fin de triunfar sobre el enemigo”. En esencia, proponía no desplazar grandes contingentes militares sino regimientos medianos, de 15 a 30 mil hombres, y prepararse para perder París: “¿acaso París es Francia?”. Si era preciso, había que montar la república en un carruaje o a bordo de un barco, para salvarla.
En un gesto revelador de astucia y orgullo, Juárez recomendó a los franceses que pidieran recomendaciones a su antiguo enemigo, el mariscal Francois Achille Bazaine, ya retirado, para que atestiguara los métodos militares mexicanos que podían ser aprovechados en la resistencia contra Otto von Bismarck. Aquel Benito Juárez final, más que un liberal era un republicano que veía en la tercera oportunidad histórica de esa forma de gobierno, para Francia, una garantía de la paz en Europa y de la contención de los nuevos imperialismos.