Mucho se han debatido, en años recientes, los encuentros y desencuentros entre la tradición intelectual latinoamericana, que se remonta al siglo XIX, y las identidades culturales desarrolladas por esa población mal llamada “hispana”, que incluye a brasileños y antillanos de diversa ascendencia étnica y demográfica en Europa y África y que sobrepasa los 60 millones de habitantes. La cita de Los Ángeles, ciudad donde el 45% de la población forma parte de esa comunidad, parecía ser el lugar ideal para establecer puentes entre las dos realidades.
Esas identidades “latino-americanas” en Estados Unidos, en el siglo XXI, refutan día con día la representación de las dos Américas como universos radicalmente contrapuestos, incomunicados o enemistados. Ciertas lecturas ontológicas o identitarias de la tradición intelectual latinoamericanista, especialmente inspiradas en ensayos como Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó o La raza cósmica (1925) del mexicano José Vasconcelos, y refundidas por el antimperialismo de la Guerra Fría, nutrieron esa visión falsamente antinómica.
Para avanzar en una comprensión de la posibilidades de diálogo que culturalmente ofrece la vecindad continental entre Estados Unidos y América Latina valdría la pena regresar a algunas lecturas del poeta y político cubano, José Martí, quien residió 15 años en Nueva York. A fines del siglo XIX, Martí fue uno de los grandes conocedores y, en buena medida, traductores de la realidad norteamericana al lenguaje de América Latina y el Caribe.
No sólo leyó, glosó y tradujo a poetas, narradores y filósofos como Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson. También narró la construcción del puente Brooklyn, las ferias de Coney Island y cada una de las cinco elecciones presidenciales que tuvieron lugar en Estados Unidos, entre la de Rutherford Hayes en 1881 y la de Benjamin Harrison en 1893.
No siempre se recuerda que, entre los muchos trabajos que desempeñó Martí en Estados Unidos, mayormente dentro del periodismo y la conspiración política a favor de la independencia de Cuba, estuvieron sus misiones como cónsul, en Nueva York, de algunas naciones latinoamericanas: Uruguay a partir de 1887, Paraguay en 1890 y Argentina desde este mismo año.
A la vez de su labor diplomática a favor de aquellas naciones latinoamericanas en Nueva York, Martí se convirtió en el principal corresponsal de temas estadounidenses para importantes periódicos de la región como La Nación de Buenos Aires, La Opinión Pública de Montevideo y El Partido Liberal de México. En estos diarios, contó con lujo de detalles los debates de la primera Conferencia Internacional Americana, que tuvo lugar entre octubre de 1889 y abril de 1890, en Washington.
Antecedente lejana de las cumbres interamericanas de hoy, a aquella conferencia, diseñada desde la perspectiva panamericanista imperial que le imprimió el Secretario de Estado, James G. Blaine, fueron invitados representantes de Brasil, México, Centroamérica, Suramérica, Haití y Santo Domingo, aunque los de estos últimos países no llegaron por conflictos con Estados Unidos.
En vez de regodearse en las ausencias, Martí se centró en las demandas de los representantes “juiciosos” Alberto Nin de Uruguay, Amaral Valente de Brasil, Emilio C. Varas de Chile, Matías Romero, José Yves Limantour y Juan Navarro de México y Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña de Argentina. El poeta cubano celebró con elocuencia, sobre todo en intervenciones de mexicanos, chilenos, uruguayos y argentinos, el rechazo al hegemonismo de Blaine, quien intentaba monopolizar un “concierto de naciones soberanas”.
Al final, la cumbre de Los Ángeles sirvió de poco para avanzar en ese diálogo cultural que recorre la obra escrita de José Martí sobre Estados Unidos. Un diálogo que, en la tercera década del siglo XXI, no puede eludir el crecimiento demográfico de la inmigración latinoamericana en territorio norteamericano. La migración es y seguirá siendo en los próximos años la gran tarea común de todos los estados americanos.