Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 17 de junio de 2022

José Martí y la cumbre de Los Ángeles





La novena Cumbre de las Américas de Los Ángeles ofrecía a los presidentes latinoamericanos la oportunidad de entrelazar dos realidades cada vez más imbricadas en sus vínculos con Estados Unidos: la de los propios países de la región y la de la creciente comunidad latina en la nación norteamericana 

 Mucho se han debatido, en años recientes, los encuentros y desencuentros entre la tradición intelectual latinoamericana, que se remonta al siglo XIX, y las identidades culturales desarrolladas por esa población mal llamada “hispana”, que incluye a brasileños y antillanos de diversa ascendencia étnica y demográfica en Europa y África y que sobrepasa los 60 millones de habitantes. La cita de Los Ángeles, ciudad donde el 45% de la población forma parte de esa comunidad, parecía ser el lugar ideal para establecer puentes entre las dos realidades.
   
  Esas identidades “latino-americanas” en Estados Unidos, en el siglo XXI, refutan día con día la representación de las dos Américas como universos radicalmente contrapuestos, incomunicados o enemistados. Ciertas lecturas ontológicas o identitarias de la tradición intelectual latinoamericanista, especialmente inspiradas en ensayos como Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó o La raza cósmica (1925) del mexicano José Vasconcelos, y refundidas por el antimperialismo de la Guerra Fría, nutrieron esa visión falsamente antinómica. 

  Para avanzar en una comprensión de la posibilidades de diálogo que culturalmente ofrece la vecindad continental entre Estados Unidos y América Latina valdría la pena regresar a algunas lecturas del poeta y político cubano, José Martí, quien residió 15 años en Nueva York. A fines del siglo XIX, Martí fue uno de los grandes conocedores y, en buena medida, traductores de la realidad norteamericana al lenguaje de América Latina y el Caribe. 

  No sólo leyó, glosó y tradujo a poetas, narradores y filósofos como Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne y Ralph Waldo Emerson. También narró la construcción del puente Brooklyn, las ferias de Coney Island y cada una de las cinco elecciones presidenciales que tuvieron lugar en Estados Unidos, entre la de Rutherford Hayes en 1881 y la de Benjamin Harrison en 1893. 

  No siempre se recuerda que, entre los muchos trabajos que desempeñó Martí en Estados Unidos, mayormente dentro del periodismo y la conspiración política a favor de la independencia de Cuba, estuvieron sus misiones como cónsul, en Nueva York, de algunas naciones latinoamericanas: Uruguay a partir de 1887, Paraguay en 1890 y Argentina desde este mismo año. 

  A la vez de su labor diplomática a favor de aquellas naciones latinoamericanas en Nueva York, Martí se convirtió en el principal corresponsal de temas estadounidenses para importantes periódicos de la región como La Nación de Buenos Aires, La Opinión Pública de Montevideo y El Partido Liberal de México. En estos diarios, contó con lujo de detalles los debates de la primera Conferencia Internacional Americana, que tuvo lugar entre octubre de 1889 y abril de 1890, en Washington. 

  Antecedente lejana de las cumbres interamericanas de hoy, a aquella conferencia, diseñada desde la perspectiva panamericanista imperial que le imprimió el Secretario de Estado, James G. Blaine, fueron invitados representantes de Brasil, México, Centroamérica, Suramérica, Haití y Santo Domingo, aunque los de estos últimos países no llegaron por conflictos con Estados Unidos. 

  En vez de regodearse en las ausencias, Martí se centró en las demandas de los representantes “juiciosos” Alberto Nin de Uruguay, Amaral Valente de Brasil, Emilio C. Varas de Chile, Matías Romero, José Yves Limantour y Juan Navarro de México y Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña de Argentina. El poeta cubano celebró con elocuencia, sobre todo en intervenciones de mexicanos, chilenos, uruguayos y argentinos, el rechazo al hegemonismo de Blaine, quien intentaba monopolizar un “concierto de naciones soberanas”.

  Al final, la cumbre de Los Ángeles sirvió de poco para avanzar en ese diálogo cultural que recorre la obra escrita de José Martí sobre Estados Unidos. Un diálogo que, en la tercera década del siglo XXI, no puede eludir el crecimiento demográfico de la inmigración latinoamericana en territorio norteamericano. La migración es y seguirá siendo en los próximos años la gran tarea común de todos los estados americanos.

viernes, 20 de mayo de 2022

Cien años de Trilce





Se cumplen cien años de la publicación, en Talleres Tipográficos de la Penitenciaría de Lima, del poemario Trilce de César Vallejo. El libro, escrito durante la prisión del poeta en la cárcel de Trujillo, entre 1920 y 1921, por una falsa acusación de saqueo de una casa, fue financiado por el propio poeta peruano e impreso por reclusos del panóptico de Lima. 

 Con expresiones similares a las de José Martí sobre Versos libres, Vallejo se hizo “responsable” por aquel cuaderno, que sabía herético, lleno de frases coloquiales, neologismos, faltas deliberadas de ortografía, giros escatológicos e imágenes delirantes. Tanto sus palabras sobre Trilce como el prólogo de Antenor Orrego parecían confesiones y disculpas por un pecado de libertad. 

 Orrego, brillante pensador y político peruano, que luego formaría parte del núcleo intelectual del APRA, decía que Vallejo había “destripado los muñecos de la retórica” y había “hecho pedazos todos los alambritos convencionales y mecánicos” de la poética modernista. Con su poesía más “veraz y leal, caliente y cercana de la vida”, Vallejo representaba un caso de “virginidad poética” equivalente al de Walt Whitman en Estados Unidos. 

 El poeta hablaba de cosas de otro mundo como las “calabrinas tesóreas”, las “hialóideas grupadas”, los “mantillos líquidos” y los “bromurados declives”. Sus poemas insertaban frases coloquiales, como “quién hace tanta bulla”, “un poco más de consideración” o “he almorzado solo”, que traspasaban la frontera letrada de la poesía tradicional. 

 Orrego, Luis Alberto Sánchez, José Carlos Mariátegui y otros ensayistas que celebraron el poemario de Vallejo, contra un contingente de críticos escandalizados, estaban convencidos de que con Trilce la vanguardia se instalaba en la poesía latinoamericana, dejando atrás el canon modernista presidido por Rubén Darío. 

 El propio Vallejo sugirió esa ruptura, aunque no aludiendo a Darío sino al poeta simbolista y parnasiano francés Albert Samain. El arranque del poema LV de Trilce decía: “Samain diría el aire es quieto y de una contenida tristeza/ Vallejo dice hoy la Muerte está soldando cada lindero a cada hebra de cabello perdido”. La muerte, el sexo, la locura y el cuerpo alcanzaban, en aquel cuaderno, una presencia inusitada para la poesía latinoamericana. 

 Era aquella una poesía en la que se encontraban las metáforas más inventivas con retratos de su propia familia o personajes populares de Santiago de Chuco, como Aguedita, Nativa, Miguel o su propia madre, fallecida en 1918, a quien dedica versos entrañables, que hablan del duelo en la memoria de un preso. 

 Poeta de un catolicismo de carne y hueso, revelado en Los heraldos negros (1918), no alcanzaría reconocimiento con el vanguardismo sino con su poesía a favor de la República española en los años 30, y después de su muerte en 1938, con España, aparta de mí este cáliz y Poemas humanos. Trilce no será su cuaderno más leído, pero sí el más estudiado.

sábado, 23 de abril de 2022

La revista Plural y la Nueva Izquierda





Las asociaciones fáciles llevan, a veces, a identificar la revista Plural con Octavio Paz y a Paz mismo, únicamente, con la crítica a los socialismos reales de Europa del Este en la Guerra Fría. El desplazamiento de Paz hacia el liberalismo, entre los años 70 y 90, fue progresivo y zigzagueante. Cuando ese desplazamiento comenzó, justo en los años de Plural, el poeta y la revista estaban más cerca de las tesis de Postdata (1970) que de las de El ogro filantrópico (1979). 

 En muchos sentidos, Plural fue una revista de la Nueva Izquierda. Uno de sus focos iniciales fue la crítica a las tecnocracias capitalistas, tema que aparece en varias de las primeras mesas redondas. La resistencia a la racionalidad instrumental de las sociedades industriales había sido, durante los años 60, una de las obsesiones del hippismo y la contracultura, tal y como expuso Theodore Roszak en The Making of a Counter Culture (1968). 

Esa resistencia tuvo ecos en Plural desde el número cuarto, de enero de 1972, con el dossier sobre “la crisis de las sociedades industriales”. Ahí intervinieron el socialista francés Michel Rocard, que todavía militaba en el Parti Socialiste Unifié (PSU), el marxista Roger Garaudy, que acababa de abandonar el Partido Comunista tras la invasión soviética a Checoslovaquia, y los economistas John Kenneth Galbraith y Michel Albert. Galbraith, canadiense, autor de los famosos ensayos La sociedad opulenta (1958) y El nuevo Estado industrial (1967,) se opuso a la guerra de Viet Nam y a la política exterior de Richard Nixon. 

 El tono de aquella mesa redonda giró alrededor del rechazo al instrumentalismo de las economías capitalistas avanzadas. La política económica tecnocrática relegaba derechos sociales y acentuaba la disparidad en el ingreso, dentro de las naciones y en la comunidad internacional. A ese número siguieron otros, como el de abril de 1971, sobre “la sobrevivencia de la especie humana”, con Luis Villoro, Tomás Segovia, Edmundo Flores y Margarita Chávez de Caso, o el de septiembre de 1972, sobre cuestiones demográficas, coordinado por Víctor L. Urquidi, que adoptaron la misma línea crítica. 

 No sólo Urquidi o Galbraith, también autores como el economista brasileño Celso Furtado, figura central de la CEPAL y la Teoría de la Dependencia, estuvo presente en Plural. Su defensa de “economías con responsabilidad social” apareció en un artículo de julio de 1974 donde cuestionaba tanto el “objetivismo” como el “ilusionismo” de la ciencia económica. Una perspectiva parecida se lee en el ensayo “El economista ante el poder” (1973) de Galbraith, que cuestionaba la creciente intervención de los intereses empresariales en la política. 

 Paul Goodman, gurú de la New Left neoyorkina, partidario de la liberación sexual y la despenalización de las drogas, llegó a publicar en Plural, antes de su muerte en 1972. En el segundo número de la publicación, Goodman alegó a favor del “desorden” y la “confusión” en la esfera pública. En el número 17 de 1973, Susan Sontag le dedicó a Goodman un obituario vehemente, en el que celebraba el aliento emancipador de pensadores como Marcuse o McLuhan, y en el 40 de 1975 Noam Chomsky defendió la "política anarco-marxista" como alternativa al corporativismo capitalista.

 El interés de Paz en las utopías se reflejó en uno de los primeros números de la revista, dedicado a Charles Fourier. Las tesis de Fourier sobre el “mundo industrial y societario”, que tanto llamaron la atención de escritores admirados por Paz, como André Breton y Michel Butor, renovaron su atractivo en los años en que despegaba la Nueva Izquierda estadounidense y europea. 

 Breton mismo y Antonin Artaud estuvieron muy presentes en Plural como herederos del vanguardismo cultural del siglo XX. Cuando muchas revistas culturales de la izquierda latinoamericana derivaban hacia un realismo social, cobijado por el marxismo soviético, Plural mantuvo una valoración positiva de la vanguardia y la experimentación, tanto en la literatura como en el arte.

domingo, 17 de abril de 2022

Pablo Lafargue contra el patriarcado





En enero pasado se cumplieron 180 años del natalicio de Pablo Lafargue, brillante pensador y líder político, nacido en Santiago de Cuba a mediados del siglo XIX, en una familia de franceses, judíos y antillanos. Graduado de medicina en París y cercano a las ideas de Pierre-Joseph Proudhon, Lafargue se convirtió en uno de los principales líderes franceses de la Primera Internacional a mediados de la década de 1860. Por esa vía conoció a Karl Marx y se casó con su segunda hija, Laura, en 1868. 

 A pesar de ser uno de los grandes divulgadores del pensamiento de Marx y Engels, su formación anarquista, sensibilidad estética, actividad periodística y experiencia parlamentaria acercaron a Lafargue a temas de menos centralidad en la obra de sus maestros, como el racismo, el feminismo, los intelectuales y la democracia. Muestras de esto último son dos ensayos suyos recientemente rescatados: El matriarcado (1886) y La cuestión de la mujer (1905). 

 En estos textos, Lafargue repasó la visión antropológica sobre el origen del patriarcado, predominante a fines del siglo XIX: Bachofen, Spencer, Morgan, Engels… Sus conclusiones reproducían la tesis central marxista de que el patriarcado había surgido con la propiedad privada al descomponerse las comunidades primitivas. Sin embargo, el estilo erudito y ensayístico de Lafargue escapaba al evolucionismo y presentaba el matriarcado como una estructura familiar y social superior al patriarcado. 

 Distante del positivismo rudo de Comte o del más sutil de Spencer y, también, del darwinismo social a la manera de Morgan y Engels, Lafargue compartía con los fundadores del marxismo la expectativa de que la ciencia moderna debía conducir a una revolución de las costumbres, simultánea y no sucedánea, de la revolución social que implosionaría el orden del capital y la propiedad privada. A su juicio, esa revolución haría evidente que el “axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia…, se desmoronaría ante el empuje de la ciencia” 

 “El axioma social de que el padre es el cabeza natural de familia, ya sea ésta monógama o polígama, que se considera más inamovible que una roca, se desmorona ante el empuje implacable de la ciencia del mismo modo que se han desmoronado otras verdades tenidas por incuestionables desde épocas remotas”. 

 Otros modelos parentales como el de las “familias naire” de Malabar, en el suroeste de India, a la llegada del conquistador portugués Vasco de Gama, eran más funcionales y justos: la madre o la hija mayor eran las cabezas de familia y las mujeres poseían varios maridos que eran, fundamentalmente, proveedores y residían fuera de la casa familiar: 

 “El hermano mayor, nombrado proveedor, se ocupaba de gestionar los bienes. El marido era un huésped, no entraba en la casa más que en días contados y no se sentaba a la mesa al lado de su mujer y sus hijos. Los naires respetan extraordinariamente a su madre, de quien reciben bienes y honores. Honran del mismo modo a su hermana mayor, que sucederá a la madre y asumirá la dirección de la familia”. 

 La comunidad de bienes y el matriarcado estaban entrelazados en las estructuras parentales de los naires y también de los tuaregs del Norte de África y los “hovas de Madagascar”, las otras dos comunidades que proponía como alternativas al patriarcado. Según Lafargue, que aquellas estructuras desaparecieran bajo el peso del capitalismo y el cristianismo occidentales, en la época moderna, no las hacía antinaturales o salvajes. 

 “Podríamos plantearnos la pregunta: si la familia naire se basa en la comunidad de bienes en el seno del clan, en la poligamia de los dos sexos, en la supremacía de la madre –dueña y señora de la casa al ser su hermano mayor únicamente una especie de mayordomo- y se basa también en la filiación materna, en la madre como única trasmisora a sus hijos de su nombre, rango y bienes, ¿constituiría este uno de esos hechos anormales, una de esas monstruosidades generadas por unas circunstancias tan excepcionales que no han podido reproducirse en otra parte?” 

 Esas familias antiguas en las que el “padre era un personaje secundario y no trasmitía a sus hijos ni su nombre, ni sus bienes ni su rango”, y en las que “la madre era el elemento central”, “sagrada e inviolable” puesto que lo filial “era la prolongación, de mujer a mujer, del cordón umbilical como signo material de la maternidad”, eran, al decir de Lafargue, más igualitarias que las familias monoparentales clásicas y modernas. En muchas de aquellas comunidades las mujeres no sólo eran “soberanas en el hogar” sino que también jugaban un papel decisivo en los asuntos públicos por medio de los consejos de la tribu donde con frecuencia asumían la función del árbitro. 

 Concluía el autor de El derecho a la pereza (1883) que la imposición del patriarcado fue tan cruel como la esclavitud: “la familia patriarcal hizo su entrada en el mundo escoltada por la discordia, el crimen y la farsa degradante”. Era evidente que su narración de aquella “farsa después de la tragedia”, siguiendo a Hegel y a Marx, no era únicamente arqueológica. El pensador y político socialista dirigía su historia crítica del patriarcado contra el machismo y la mojigatería de la era victoriana y la belle epoque francesa. Su ridiculización del “pudor timorato”, el “recato de caballeros” y las “ideas estereotipadas” de Alexandre Dumas hijo, autor de La dama de las camelias, era explícita y ejemplarizante. 

 En los ambiciosos estudios de Leslie Derfler, Paul Lafargue and the Founding of Frech Marxism (1991) y Paul Lafargue and the Flowering of French Socialism (1998), se asocia la obra de este original ensayista con figuras del marxismo occidental del siglo XX, como Antonio Gramsci o Raymond Wiiliams, que privilegiaron los temas de la cultura y la política. La feminista argentina Dora Barrancos, en su estudio introductorio a El matriarcado (Altamarea, 2021), sostiene que Lafargue también podría leerse como antecedente de pensadoras contemporáneas como Gerda Lerner y Celia Amorós, que han profundizado en la crítica de los orígenes y evolución del poder patriarcal.

lunes, 28 de marzo de 2022

El mal de la rusofobia



Uno de los mensajes más estremecedores de la obra de Svetlana Alexiévich, especialmente en libros ambientados en conflictos bélicos, como la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer) o la invasión soviética de Afganistán (Los muchachos de zinc), es la fuerza de la cultura rusa, tradicional y moderna, en la mentalidad de los soldados que intervinieron en esas contiendas. ¿Qué tan diferentes son a aquellos soldados los de hoy? 

 Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka. 

 En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa. 

 Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov. 

 A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial. 

 Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses. 

 En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica. 

 Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.

viernes, 11 de marzo de 2022

El joven González Casanova






Pablo González Casanova cumplió cien años y algunos medios, no muchos, lo destacaron. Los que lo hicieron enfatizan el perfil más ideológico del importante pensador mexicano. Recuerdan su admiración por Fidel Castro y Hugo Chávez o su respaldo consistente al EZLN en Chiapas. Ese González Casanova, referente de un sector de la izquierda latinoamericana, corresponde a las últimas décadas del historiador y sociólogo y se circunscribe al mundo de sus compromisos y lealtades políticas.
 
Pero hay un González Casanova anterior: el de su producción académica e intelectual de mayor rigor. Entre los años 40 y 60, el joven académico escribió los libros fundamentales de su carrera. Tras culminar sus estudios en la segunda generación de la Maestría en Historia del Centro de Estudios Históricos del Colmex, en 1946, publicó un ensayo sobre el obispo Juan de Palafox y Mendoza en la Revista de Historia de América y tres brillantes libros de historia de las ideas, rescatados no hace mucho por Andrés Lira. 

 El primero fue El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (1948), el segundo Una utopía de América (1953) y el tercero La literatura perseguida en la crisis de la colonia (1958). En los tres, editados por El Colegio de México, González Casanova reinterpretó temas de sus maestros Silvio Zavala y José Gaos, como la aversión a lo nuevo en el imperio borbónico, la literatura censurada por la Inquisición en la Nueva España y la biografía intelectual del utopista mexicano del siglo XIX, Juan Nepomuceno Adorno. 

 Como algunos de sus compañeros de generación, el mexicano Gonzalo Obregón, la costarricense Sol Arguedas, la puertorriqueña Monelisa Pérez Marchán y los cubanos Julio Le Riverend y Manuel Moreno Fraginals, González Casanova tuvo una óptima formación tanto en historia económica como en historia de las ideas. Sin embargo, luego de su paso por la investigación histórica, optó por doctorarse en sociología en La Sorbona. La reorientación hacia la sociología y su experiencia al frente de la escuela de Ciencias Sociales y Políticas, en años de la Revolución Cubana y el MLN cardenista, decidieron la nueva fase de la obra intelectual de González Casanova que se plasma en el clásico La democracia en México (1965), editado por Era. 

El autor parecía una persona diferente al de los ensayos históricos de los 50, pero algunas preocupaciones eran las mismas. Antes de Dependencia y desarrollo en América Latina (1967) de Cardoso y Faletto, el libro de González Casanova vislumbró el enfoque estructuralista que divulgaría la Teoría de la Dependencia. El sociólogo sostenía que la democracia en México no podía entenderse únicamente a través de sus instituciones ejecutivas y legislativas, federales y estatales, sino por medio de la reconstrucción de la “estructura del poder” (caciques y caudillos regionales y locales, Iglesia, Ejército, hacendados y empresarios) y la “estructura social” (estratificación, movilidad, analfabetismo, pobreza, desigualdad, marginalidad y colonialismo interno). 

 En un enfoque que mezclaba el marxismo y la sociología, donde convivían Tocqueville, Marx y Weber, Lipset, Dahrendorf y Germani, González Casanova reiteraba la tesis central del MLN cardenista: en México no había condiciones para una revolución socialista, por lo que era preciso llegar al socialismo por medio de una estrategia económica en función del desarrollo y una apertura democrática. No sin ironía, Rafael Segovia lo reseñó elogiosamente en la revista Foro Internacional

Reconoció el legendario profesor del Colmex que La democracia en México era el primer ejercicio de teoría política, después de los ensayos ineludibles de Daniel Cosío Villegas. Pero observaba que su autor no proponía una “liberalización” o democratización del sistema sino una reforma interna del PRI: una suerte de “despotismo ilustrado”, como el que González Casanova había cuestionado en sus estudios sobre la Nueva España borbónica.

No era del todo preciso Rafael Segovia sobre la influyente obra de González Casanova. Aquel libro proponía algo más que una reforma interna del sistema político mexicano. La apuesta de La democracia en México era tanto alentar políticas públicas encaminadas a fomentar el desarrollo y la igualdad como a instalar en el debate público del país una idea de democracia no divorciada de la esfera de los derechos sociales. No era ajeno, aquel González Casanova, a la democracia propiamente política, pero era claramente partidario de que sin derechos económicos y sociales amplios eran inconcebibles las libertades públicas.

viernes, 18 de febrero de 2022

Victor Serge y la izquierda antitotalitaria




La aparición en español de los Carnets (1936-1947) de Victor Serge, editados por Claudio Albertani primero en italiano y luego en francés, viene a consolidar el creciente interés en la obra de este importante líder, escritor y pensador socialista, nacido en Bruselas en 1890 y fallecido en la Ciudad de México en 1947. Los diarios, editados por la UACM y la BUAP, ayudan a perfilar mejor la trayectoria intelectual y política de esta figura influyente del trotskismo y la izquierda antitotalitaria. 
 Estos apuntes de Serge abarcan desde su llegada a París, tras su liberación de una cárcel estalinista en 1936, hasta sus últimos años en México, pasando por la huida de Francia tras la ocupación nazi, en 1941, vía Marsella, Barcelona, Valencia y Casablanca. Se trata de una muestra viva de la escritura de un intelectual con múltiples pasiones, la filosofía, el arte, la literatura, la política, pero con un estilo reconocible lo mismo en la narrativa que en el ensayo. 
 En los Diarios, ese estilo inconfundible de Serge, que apela constantemente al retrato y al paisaje, desnuda su esqueleto. Desde sus encuentros con André Gide, a quien agradece su Retour de l’URRS (1936), por su valiente denuncia de los procesos de Moscú, a la vez que rechaza su desdén por el trotskismo y la lucha del POUM en España, los Carnets son una sucesión de escenas y siluetas, que emprenden la radiografía del ascenso paralelo del fascismo y el estalinismo. 
 En la prosa de Serge reviven personalidades muy diversas: Bujarin, Zinoviev y Kamenev, los brillantes líderes bolcheviques ejecutados por Stalin; comunistas franceses o compañeros de viaje como Romain Rolland y André Malraux; surrealistas como Breton, Péret o Aragon; el pintor cubano Wifredo Lam y su compañera Helena Holzer, captados en el éxodo desde la Francia ocupada; Frida y Diego, Orozco y Siqueiros, con perfiles muy disparejos. Y, desde luego, sus grandes mentores y cómplices, Trotski y Gorkin. 
 Del “Viejo”, los Diarios reiteran la profunda admiración intelectual y política que siempre le deparó Serge, aunque sin ocultar las diferencias que lo distanciaron de la IV Internacional en los últimos años de la vida de Trotski. La razón principal del distanciamiento fue la falta de solidaridad con el POUM en España, que advirtió Serge en la cúpula trotskista, y la intransigencia con que Trotski enfocaba su relación con las izquierdas europeas. 
 La muerte del “Viejo”, sin embargo, consternó a Serge y afinó en su percepción la certeza de las purgas y ejecuciones de Stalin. Los Carnets son, en buena medida, una bitácora de las víctimas de Stalin, en cualquier lugar mundo: Pilniak o Mandelshtam, asesinados o desahuciados en el gulag; Klement, decapitado en el Sena; Sedov, probablemente envenenado, o Andreu Nin, secuestrado, torturado y ultimado por la policía secreta soviética en Barcelona, en plena guerra civil. 
 Los Diarios de Serge ofrecen, además de un directorio bastante exhaustivo de la izquierda trotskista y anarquista occidental, entre los años 30 y 40, un recorrido por el marxismo heterodoxo, que incluye al primer Gyorgy Luckács, el de Historia y conciencia de clase, Antonio Gramsci o Walter Benjamin. Las alusiones a Gramsci, a quien Serge conoció antes de su arresto en 1926, abren una ruta para repensar la relación del marxista italiano con el trotskismo, más allá de sus ataques juveniles a Trotski. 
 Por último, vale reparar en que los Carnets muestran una asimilación de la realidad mexicana y latinoamericana mucho más profunda, en Serge, que en otros europeos de su generación. En la apertura de esa mirada incidió, seguramente, su relación con la antropóloga Laurette Séjourné. Pero también la búsqueda de complicidades con las izquierdas antitotalitarias latinoamericanas, que se constata en sus notas elogiosas sobre líderes como los cubanos Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras y Sandalio Junco.