Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka.
En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa.
Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov.
A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial.
Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses.
En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica.
Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.