Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 15 de octubre de 2021

De la historia desgarrada


Leo en El pasado, instrucciones de uso (2006) de Enzo Traverso los pasajes dedicados a la "historia desgarrada". El desgarro de la historia -oficial o crítica, divulgativa o académica- coincide con el momento en que la memoria, desde múltiples lugares de enunciación, ejerce su revancha. Es ahí donde la memoria intenta hacerse cargo de lo que la historia oculta o distorsiona, magnifica o disminuye.

Encuentro en un fragmento de la novela Caballo con arzones (2017) del escritor cubano Ahmel Echevarría ese llamado a la venganza de la memoria. La fórmula retórica que utiliza, "dónde estabas cuando", coloca la evocación del pasado en una relación directa con el sujeto que recuerda. Se trata de una manera de practicar la memoria que no sólo tiene que ver con la reconstrucción de un suceso escamoteado por narrativas hegemónicas. 

Hay también una pregunta por la responsabilidad del testigo en el presente: una responsabilidad política en su sentido más profundo y abarcador. Quien recuerda lo que la historia nubla es, aquí, alguien que ejerce la memoria desde las múltiples coordenadas de su subjetividad. Se trata de un sujeto que, al voltear al pasado, se mira sí mismo, de cuerpo entero, a partir de lo que lo constituye racial, sexual y políticamente:

"¿Qué hacían tus manos y tus ojos cuando Ochoa, en la TV, detrás de sus enormes espejuelos era juzgado culpable? En la pantalla de mi TV, la imagen en blanco y negro de una sala atestada de militares en completo uniforme y otros, un pequeño grupo, en ropa de paisano, el gris oliva enjuiciando la negra traición de quienes van de gris civil... "negra traición"..., ¿pero quién habla por mí?; así veía yo, despreocupado, en la TV, la muerte nunca gloriosa de ese rostro de Ochoa, el General de División, detrás del cristal de sus enormes espejuelos... ¿Para Tamayo y Ochoa las dos patrias serían las mismas, es decir, se llamarían igual, digámoslo así: Cuba y la Noche -Cuba, a millas de distancia, vista desde la negra cúpula donde, dicen, flotaba en una nave soviética el cosmonauta, o vista desde la negra África donde el General, desde un vehículo militar soviético hacía de las suyas con marfil, piedras preciosas y cocaína? Pensar Cuba. Pensar la Noche. Desear Cuba. Desear la Noche ¿Qué recuerdos tienes tú de Arnaldo Tamayo y de Arnaldo Ochoa? ¿Qué recuerdos tienes tú de El Mariel?"

jueves, 23 de septiembre de 2021

El grito y la consumación




En la nueva intensidad que adquieren las conmemoraciones en la política mexicana, este año sobresale y por mucho. Nunca antes se habían juntado la conmemoración de aniversarios redondos de la caída de Tenochtitlan y la consumación de la independencia. De hecho, sólo en 1921, siendo presidente Álvaro Obregón, se habían conmemorado a lo grande, en un mismo año, el grito y la consumación de la independencia. 

 Tanto la ideología liberal del siglo XIX como la nacionalista revolucionaria del siglo XX proyectaron incomodidad con la efeméride del 27 de septiembre. La consumación de la independencia, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, luego de la firma de los Tratados de Córdoba por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, no fue vista como un triunfo pleno de los independentistas sino como una solución a medias. 

 En la memoria oficial y en la historia patria –no así en la historiografía académica-, el llamado al combate del cura Hidalgo en 1810 o la gesta de Morelos, entre 1811 y 1815, eran más claramente épicos que la transacción entre insurgentes y realistas que se plasmó en el Plan Iguala, en el abrazo de Acatempan entre Iturbide y Vicente Guerrero -imaginario o real- y en la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la capital del virreinato en 1821. 

 A pesar de las ambivalencias de Hidalgo ante la soberanía de Fernando VII, la revuelta contra el “mal gobierno” era el disparo de arranque para una guerra anticolonial, que convergía en toda la gesta separatista de los antiguos reinos borbónicos. Para la historia patria liberal o nacionalista revolucionaria, el Grito de Dolores estaba llamado a convertirse en un hito central de la liturgia republicana. 

 No obstante el malestar que provocaba, se intentó atraer al 27 de septiembre a esa misma liturgia. Mauricio Tenorio cuenta en su libro Historia y celebración (2009) que el gobierno de Álvaro Obregón mantuvo la celebración del 16 de septiembre, como fecha del nacimiento de la nación, pero confirió al 27 de septiembre un sentido más de reconocimiento internacional del nuevo estado. 

 Esos énfasis tienen fundamento, aunque pasan por alto ciertas afinidades políticas y coyunturales entre ambos fenómenos: el Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante. En ambos momentos tuvo lugar un proceso de cambio constitucional y político en España: la guerra de independencia peninsular contra Napoleón y las Cortes de Cádiz en el primero, y la revuelta de Rafael de Riego y el arranque el Trienio Liberal en el segundo. 

  La poderosa influencia del contexto peninsular en los dos momentos explica, en buena medida, las ambigüedades entre independencia y autonomía que recorren todo el discurso político tanto de Hidalgo como de Iturbide, no así de Morelos, más claramente republicano. A despecho de tantos contrastes forzados entre los dos héroes, hay un elemento común en la práctica política de uno y otro, que es el trasfondo del constitucionalismo gaditano, más allá de los propios intentos constituyentes, sobre todo en e periodo insurgente de Morelos y bajo el imperio de la América Septentrional.

  En todo caso, la dimensión pactista y transaccional de la consumación de la independencia está fuera de dudas. Las tres garantías, religión católica, independencia de la "nación mexicana" o del trono del nuevo imperio y unión entre mexicanos y españoles, eran sumamente atractivas para gran parte de los peninsulares residentes en la Nueva España. Es por ello que Juan O’Donojú, nombrado como Jefe Político –no como virrey- por los liberales de la península, pudo tan fácilmente dar la orden de capitulación al ejército borbónico. 

  La preservación de la denominación de “imperio”, el ofrecimiento de la corona de la América Septentrional a Fernando VII o algún infante de la dinastía borbónica y las propias garantías de unión entre españoles y mexicanos y religión católica introducían elementos de poderosa continuidad con el virreinato de la Nueva España. Tan sólo por eso, dice el historiador argentino Gabriel Entin, la idea de la “consumación de la independencia” resulta imprecisa.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Moctezuma y Spengler






El filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (1880-1936) tuvo una ascendencia extraordinaria en la vida intelectual latinoamericana de mediados del siglo XX. Luego de la publicación de los dos tomos de La decadencia de Occidente, entre 1918 y 1922, la obra de Spengler inició su viaje hacia el mundo hispanoamericano. La traducción de Manuel García Morente y la presencia del pensador alemán en la obra de José Ortega y Gasset y la Revista de Occidente, donde en 1924 apareció su ensayo “Pueblos y razas”, facilitaron el viaje. 

 Muchos intelectuales latinoamericanos acreditaron su deuda con el pensamiento de Spengler. La tesis de una morfología de las culturas, que seguía un ciclo inexorable de nacimiento, madurez y decadencia, resultaba atractiva en una región que, tras el colapso definitivo del imperio español en el Caribe, en 1898, se enfrentaba a la hegemonía de Estados Unidos. El peruano José Carlos Mariátegui, los mexicanos José Vasconcelos y Alfonso Reyes, los argentinos Ernesto Quesada y Jorge Luis Borges y los cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier fueron lectores de Spengler. 

 El espectro ideológico de las lecturas era lo suficientemente diverso para producir las críticas de Alfonso Reyes, quien en su “Doctrina de paz (1938)” señaló que la teoría de Spengler se “reducía a afirmar que el hombre es un animal de presa”, y las apropiaciones de Alejo Carpentier, no sólo en el prólogo a El reino de este mundo (1949), como ha estudiado Roberto González Echevarría, sino antes, en la serie de artículos “El ocaso de Europa” (1941) publicada en la revista Carteles

 Llama la atención la falta de correspondencia entre la influencia de Spengler en América Latina y el escaso interés del pensador alemán en el subcontinente. A diferencia de su discípulo británico Arnold J. Toynbee, que viajó y escribió sobre esta parte del mundo, Spengler, tras anunciar en la Introducción de su libro que una de las culturas que estudiaría era la azteca, dedicó muy pocas páginas al México antiguo. 

 El reciente rescate, traducción y estudio introductorio del drama Moctezuma (1897) de Spengler, realizado por la académica Anke Birkenmaier, profesora de literatura latinoamericana de la Universidad de Indiana, ayuda a comprender la visión del pensador alemán sobre México. Sugiere la académica que la ausencia de las culturas prehispánicas mesoamericanas en la obra posterior de Spengler tal vez se deba a su idea de que la conquista significó un caso único en la historia, por el cual una cultura no moría de manera natural sino por la “destrucción, como la de una flor que un transeúnte decapita con su vara, de unos cuantos aventureros”. 

 Esa idea había sido plasmada por Spengler, veinte años antes de La decadencia de Occidente, en su drama juvenil. Allí el pensador alemán no seguía el relato de Hernán Cortés ni el de Bernal Díaz del Castillo, ni siquiera el de Antonio Solís y Rivadeneyra, en que se basó Girolamo Giusti, libretista de la ópera Moctezuma (1733) de Vilvaldi. Había leído esas fuentes, más las alemanas (Humboldt, Peschel, Hoffmann), y hasta el libreto de otra ópera Moctezuma (1755), la de Carl Heinrich Graun, escrito por Federico el Grande. Pero su versión de la conquista fue distinta y, como dice Birkenmaier, asombrosamente contemporánea. 

 Spengler no suscribió el relato de que los españoles eran vistos como dioses, ni que habían deslumbrado a los mexicas con la superioridad de sus armas, su tecnología, su religión o su cultura. Tampoco aceptaba que Moctezuma se hubiese rendido sino que fue capturado con ardides y no sin resistencia. Spengler no hizo una interpretación culturalista sino política de 1519, que enfatizaba la confrontación entre dos imperios y la ilegitimidad de la conquista. Una interpretación que, acaso por relecturas de la “leyenda negra”, confirma lo poco nuevas que son tesis como las de Matthew Restall en When Moctezuma Met Cortés (2018).

lunes, 16 de agosto de 2021

¿Fin del imperio mexica?





La disputa que entablan los usos políticos del pasado –no la historiografía académica, que ha llegado a algunos consensos sobre la conquista- es, en buena medida, si en estos días se conmemora el fin del imperio mexica o el nacimiento del reino de la Nueva España. Como sabemos, ninguna de esas dos cosas sucedieron aquel 13 de agosto de 1521. 

 La guerra de la memoria se atiza cuando el fin del imperio se asocia con la derrota de toda una civilización y el surgimiento del virreinato con la victoria de la conquista y la evangelización. Pero incluso en esas connotaciones, tampoco es precisa la disputa y no sólo por el hecho, tan repetido, de que la caída de Tenochtitlan fue obra de 900 españoles y 200 000 mesoamericanos (tlaxcaltecas, cempoaltecas, totonacas y huejotzingas…), rivales de los mexicas. 

 Siempre será inverosímil aquella escena de La visión de los vencidos (1959) de Miguel León Portilla, en que Cuauhtémoc, capturado por García Holguín en la canoa en que huía, es conducido ante Hernán Cortés y, señalándole su daga, le dice: “quitadme la vida que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”. Al ver la rendición de su príncipe el pueblo dijo: “ahí va a entregarse a los dioses”. 

 El propio Cortés y otros cronistas como Francisco López de Gómara y Bernal Díaz del Castillo no ponen en boca de Cuauhtémoc esas palabras exactas, aunque sí coinciden en que el tlatoani pidió al conquistador que lo matase. La muerte de Cuauhtémoc no representó el fin del reino, ya que luego de su tortura y ejecución, cuatro años después del sitio de Tenochtitlan, fue sucedido por Tlacotzin, nieto de Tlacaelel.  

Concordaban los cronistas en el relato preciso de la destrucción de la ciudad, la muerte y el desahucio de sus habitantes. López de Gómara hablaba de la muerte de “cien mil enemigos sin contar los que mató el hambre y la pestilencia”. Díaz del Castillo, que fingía no querer hartar a sus lectores con tanta masacre, se regodeaba en la imagen de la laguna hedionda, “llena de cuerpos muertos”. 

 Para los cronistas el escenario dantesco de la caída de Tenochtitlan era comparable a la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas comandadas por Tito, luego del sitio de tres años. Aunque la guerra de conquista se extendió de 1519 a 1521, el sitio de Tenochtitlan duró tres meses. La analogía se explota en la Historia verdadera (1632) de Díaz del Castillo, donde aquellos habitantes de Jerusalén eran presentados, siguiendo los anales católicos y romanos desde Flavio Josefo, como fariseos y herejes. 

 Lo cierto es que la destrucción de Tenochtitlan no acabó con el imperio mexica así como el sitio de Masada no puso fin a la gran civilización hebrea. Las comunidades de los pueblos originarios sobrevivieron y reprodujeron sus vidas, bajo las mismas leyes, instituciones y autoridades y preservando buena parte de sus cultos, usos y costumbres. Mudaron sus centros ceremoniales a otras zonas de la ciudad y aprendieron a aprovecharse de las nuevas normas virreinales en la “república de indios”. 

 Estudios recientes como los de las historiadoras Barbara E. Mundy y Camilla Townsend, editados por la indispensable Grano de Sal, narran esa sobrevivencia del imperio mexica dentro de la Nueva España. La conquista y evangelización fueron fenómenos crueles y disruptivos, pero no aniquilaron aquella civilización. Más bien, los pueblos originarios tuvieron una enorme capacidad de resistencia y adaptación que explica el esplendor y la originalidad de la cultura nahua bajo la monarquía católica. 

 El anticolonialismo, qué duda cabe, es una causa noble y justa, que ha dado vida a lo mejor de la tradición intelectual y política latinoamericana. Pero sin el acompañamiento del saber histórico acumulado, esa causa puede quedar reducida al conjunto de tópicos que nutren los discursos demagógicos y panfletarios de los políticos de turno.

martes, 10 de agosto de 2021

Pensar la izquierda en Puerto Rico



La persistente condición colonial de Puerto Rico ha producido una cultura política capturada por los dilemas de la soberanía. En sentido inverso y, a la vez, similar a Cuba, los márgenes para pensar fenómenos globales, que importan a las izquierdas democráticas, como los estallidos sociales, el feminismo, el antirracismo, la ecología o la reinvención de lo común, se ven constreñidos por opciones en pugna como la independencia o la anexión. 

 El filósofo e historiador de la Universidad de Puerto Rico, Carlos Pabón Ortega, ha decidido pensar a contracorriente de esa captura soberanista. Su último libro, Después del “fin de la historia” (2020), reúne ensayos que abordan los temas emergentes de la izquierda democrática global, desde una perspectiva teórica de la mayor actualidad y sofisticación. 

 Pabón parte de la desmitificación del “fin de la historia” de Fukuyama y otros clichés del triunfalismo liberal posterior a 1989. Pero su cuestionamiento a fondo del horizonte neoliberal no suspende la visión crítica sobre el legado totalitario del socialismo real del siglo XX. Reconstruye Pabón las visiones contrapuestas sobre el comunismo de Francois Furet y Eric Hobsbawm y, frente a la conocida disputa, elige una tercera mirada: la de Enzo Traverso en La historia como campo de batalla (2012). 

 La izquierda democrática del siglo XXI no puede aceptar el cierre de alternativas que supone la hegemonía neoliberal. Pero tampoco puede, si quiere acreditar seriamente su apuesta por la democracia, deshacerse de los conceptos de totalitarismo y autoritarismo y sus modalidades prácticas después de la Guerra Fría. Izquierda democrática significa, en esencia, combatir las desigualdades del capitalismo y extender derechos sociales a las mayorías sin restringir libertades civiles y políticas. 

 El campo referencial de Pabón no es todo el neomarxismo sino el flanco de esa corriente teórica que elige racionalmente la pluralización y radicalización de la democracia: Laclau, Mouffe, Hardt, Negri, Balibar, Brown…. No es esta una vertiente asimilable al neocomunismo que, ahistóricamente, identifica la democracia con el liberalismo y quiere deshacerse de ambos por medio de un alineamiento geopolítico con los nuevos autoritarismos. 

 Pero tampoco se trata, únicamente, de un gesto teórico. Como muestra algún ensayo, Pabón respaldó la primera campaña presidencial de Bernie Sanders y acompañó su inscripción en el “socialismo democrático”. A partir de 2016, el profesor de Río Piedras se posicionó públicamente contra el “populismo de derecha” de Donald Trump y la rearticulación de un nacionalismo postfascista. 

 Cuando en 2019 estallaron las manifestaciones multitudinarias que demandaron la destitución del gobernador Ricardo Roselló, el historiador no dudó en calificar las protestas como un “estallido social”, espontáneo y horizontal, del tipo que tuvo lugar en la Primavera Árabe, los “indignados” en España, la Plaza Sintagma en Atenas, Occupy Wall Street en Nueva York y casi todos los países latinoamericanos. 

 El surgimiento de una corriente socialista dentro del Partido Demócrata de Estados Unidos, que se identifica con el Green New Deal, el Medicare for All, el salario mínimo y el aumento de impuestos para las minorías opulentas, es saludado por este intelectual puertorriqueño. Una posición, que en ese país caribeño, lo mismo que en Cuba, debe enfrentarse no sólo a los prejuicios de la derecha conservadora y anticomunista sino a una poderosa izquierda ortodoxa y nacionalista que aborrece el socialismo democrático en general y, sobre todo, si proviene de Estados Unidos. 

 Desde sus primeros ensayos de los años 90, reunidos en el libro Nación postmortem (2002), Carlos Pabón se propuso imaginar un lugar para la izquierda puertorriqueña, más allá del nacionalismo. Con este libro, veinte años después, prueba que lo ha conseguido.

martes, 3 de agosto de 2021

Meditar el duelo



El azar quiso que el duelo por la muerte de un querido amigo de la juventud coincidiera con la lectura de Yoga (2020) de Emmanuel Carrère. Como casi todos los libros de Carrère, este es un ejercicio de no ficción, pero con una trampa que se agradece. Parece ser una memoria y una reflexión sobre la experiencia del escritor con el yoga y la meditación, pero acaba siendo una ejemplar confesión de la locura y el duelo. 
 
Carrère describe al detalle la técnica Vipassana. Se detiene en las peripecias del sujeto para trascender el Samsara, contener o desviar los Vrittis y producir un abandono del yo. El concepto de meditación que propone, sin embargo, prescinde de cualquier misticismo y se apega a una descripción física, casi mecánica, que reafirma el estilo de su ficción real. La meditación, dice, no es más que la observación precisa de la respiración. Lo que importa al meditar es concentrarse en medir la inspiración y la expiración, advertir la dimensión de cada una, sus temperaturas y volúmenes, sus continuidades y pausas. 

La meditación es eso: sentarse inmóvil, en silencio, en una suspensión radical de la conciencia y despegarse de la identidad. El libro sorprende cuando ese mundo de Vipassana y yoga se tambalea con una depresión del escritor, que lo lleva a un internamiento en el hospital psiquiátrico de Sainte Anne, en París, por cuatro meses. Con la misma precisión que ha contado los asesinatos Romand, en El adversario (2000), o las excentricidades de un político ruso, en Limónov (2011), Carrère narra su diagnóstico, sintomatología y terapia por “episodio depresivo con elementos melancólicos e ideas suicidas en el marco de un trastorno bipolar”. 

La exhaustividad con que Carrère transcribe su hoja clínica es, por momentos, perfectamente técnica, impersonal: “ralentización psicomotora moderada con hipomimia, facies triste pero reactividad emocional. Tristeza, anhedonia, abulia, sufrimiento moral, astenia con gasto psíquico y físico en la realización de actividades cotidianas…” La transcripción del lenguaje psiquiátrico, sin desvíos, dispersiones o dramatismos, es una forma de meditar la locura. 

 Pero hay otra meditación ineludible en Yoga y es la del duelo. El libro cuenta dos muertes de amigos cercanos: la de Bernard Maris, brillante economista y escritor, miembro del equipo editorial del semanario Charlie Hebdo, víctima del atentado yihadista de 2015, y la de Paul Otchakovsky-Laurens, editor de Georges Perec y Marguerite Duras -y también de los primeros libros de Carrère-, que murió en un accidente de tráfico en la isla Marie-Galante, en el Caribe francés, en 2018. 

 Carrère propone meditar el duelo por medio del recuerdo nítido de cada uno de sus amigos. De Maris recordaba su amor por Hélène F., su enorme biblioteca, sus lecturas de Keynes y Marx, su tardía incursión en la novela y su caro abrigo de piel, que le daba un aire de proxeneta ruso. A Otchakovsky prefería recordarlo en la barra de una cantina en Guadalajara, donde coincidieron en alguna Feria del Libro, en la que Carrère confesó a su editor, después de treinta y cinco años de amistad, que tecleaba con un dedo. 

 El duelo parece ausentarse cuando Carrère llega a Leros, la isla griega del mar Egeo, donde una amiga organiza cursos de escritura creativa para jóvenes refugiados del Medio Oriente. Pero incluso ahí, el duelo emerge en la historia de su anfitriona, cuya hermana gemela, esquizofrénica, desapreció un día sin dejar rastro. La sobreviviente tiene un tic: voltea la cabeza a la izquierda, como buscando una sombra. 

 Al final, Carrère rescata esta frase de Scott Fitzgerald: “todas las vidas son un proceso de demolición”. Mi amigo de juventud murió en un derrumbe en Miami. Hace diez años, en esta misma ciudad, murió otro gran amigo, Lichi Diego, que pensaba que la vida es lo que sucede entre el café de la mañana y una comida abundante, rodeada de gente querida. El resto era siesta y telenovela.

jueves, 22 de julio de 2021

La vieja doctrina del lumpen proletario




En días de protestas populares en Cuba revive, como mantra de la ortodoxia de izquierda, la vieja teoría del “lumpen-proletariado”. Funcionarios e ideólogos de la isla y sus aliados mediáticos y académicos en América Latina la reciclan para explicar el estallido social: quienes salieron a las calles en decenas de ciudades y pueblos cubanos fueron “vándalos, delincuentes, vulgares e indecentes”. 

 Se trata de un lenguaje clasista y racista, que también hemos visto rearticularse en derechas latinoamericanas, especialmente en Brasil, Chile y Colombia, aunque en esos casos recurre al no menos viejo arsenal del positivismo criminalístico. En antropólogos latinoamericanos, seguidores de las tesis de Cesare Lombroso, como el brasileño Raimundo Nina Rodrigues o el cubano Fernando Ortiz, desde principios del siglo XX, se estableció una conexión directa entre criminalidad, negritud y pobreza. 

 Creíamos que las ciencias sociales latinoamericanas habían abandonado aquellas supercherías sobre el “hampa afrocubana” desde hace tiempo. Durante los años de la Nueva Izquierda, el marxismo latinoamericano, en contacto con autores como Frantz Fanon, E. P. Thompson o Eric Hobsbawm, cuestionó prejuicios heredados tanto del positivismo burgués como del dogmatismo soviético en relación con la rebeldía de los marginados. 

 Pero cuando menos se espera, aquellos prejuicios vuelven a emerger, como si se borrara de un plumazo todo lo aprendido en lecturas de George Rudé, Michael Hardt y Antonio Negri, sobre la importancia de las “multitudes” en la historia. En el caso de la criminalización de la protesta en Cuba es inevitable remitir al peso que todavía tiene, en la legitimación del socialismo cubano, la tradición del marxismo-leninismo soviético. 

 En el Manifiesto comunista (1848) Marx y Engels habían definido al “lumpenproletariado” –síntesis etimológica de lump (harapo, andrajo) y proletario (ciudadano de clase baja, obrero, trabajador)- como un sector que eventualmente podía unirse a la revolución, pero que por su falta de conciencia de clase tendía a aliarse con la reacción. En La lucha de clases en Francia (1850), Marx asoció a los lumpen proletarios con el “bandidaje más vil” y la “más sucia venalidad”. Y en su brillante ensayo El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), el fundador del marxismo fue más preciso al presentar al lumpen como base social del bonapartismo. 

 Fue esa la definición a la recurrieron luego Lenin y el marxismo ortodoxo soviético para definir a los desclasados como aliados naturales de los anarquistas, los revisionistas y demás variantes teóricas o prácticas de “enemigos del pueblo”. En América Latina, aquel marxismo-leninismo ortodoxo promovió, durante buena parte del siglo XX, una visión negativa del populismo que se sustentaba en el rechazo al carácter revolucionario del lumpen. 

 En su libro Vida lumpen. Bestiario de la multitud (2007), el estudioso argentino Esteban Rodríguez Alzueta dio cuenta de aquel repertorio de clichés y estereotipos que otorgaba al racismo y al clasismo latinoamericanos una nueva oportunidad por la vía de la izquierda. Frente al estallido social cubano, aquellos dogmas despiertan, en su forma más brutal que es la que, en resumidas cuentas, justifica la represión y la deslegitimación. Los manifestantes del 11 de julio o eran sujetos manipulados por campañas en las redes, promovidas desde el exterior, o eran “marginales” –término que en el lenguaje oficial cubano se usa en sentido peyorativo- dispuestos a aprovechar el caos para delinquir. 

 Esa resistencia a comprender el estallido social en Cuba está fuertemente endeudada con un no menos arcaico excepcionalismo, que expulsa la isla de su entorno latinoamericano y caribeño. Se sigue pensando a Cuba como un país deslocalizado de su región, cuya condición de víctima de Estados Unidos naturaliza el autoritarismo.