Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 16 de agosto de 2021

¿Fin del imperio mexica?





La disputa que entablan los usos políticos del pasado –no la historiografía académica, que ha llegado a algunos consensos sobre la conquista- es, en buena medida, si en estos días se conmemora el fin del imperio mexica o el nacimiento del reino de la Nueva España. Como sabemos, ninguna de esas dos cosas sucedieron aquel 13 de agosto de 1521. 

 La guerra de la memoria se atiza cuando el fin del imperio se asocia con la derrota de toda una civilización y el surgimiento del virreinato con la victoria de la conquista y la evangelización. Pero incluso en esas connotaciones, tampoco es precisa la disputa y no sólo por el hecho, tan repetido, de que la caída de Tenochtitlan fue obra de 900 españoles y 200 000 mesoamericanos (tlaxcaltecas, cempoaltecas, totonacas y huejotzingas…), rivales de los mexicas. 

 Siempre será inverosímil aquella escena de La visión de los vencidos (1959) de Miguel León Portilla, en que Cuauhtémoc, capturado por García Holguín en la canoa en que huía, es conducido ante Hernán Cortés y, señalándole su daga, le dice: “quitadme la vida que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”. Al ver la rendición de su príncipe el pueblo dijo: “ahí va a entregarse a los dioses”. 

 El propio Cortés y otros cronistas como Francisco López de Gómara y Bernal Díaz del Castillo no ponen en boca de Cuauhtémoc esas palabras exactas, aunque sí coinciden en que el tlatoani pidió al conquistador que lo matase. La muerte de Cuauhtémoc no representó el fin del reino, ya que luego de su tortura y ejecución, cuatro años después del sitio de Tenochtitlan, fue sucedido por Tlacotzin, nieto de Tlacaelel.  

Concordaban los cronistas en el relato preciso de la destrucción de la ciudad, la muerte y el desahucio de sus habitantes. López de Gómara hablaba de la muerte de “cien mil enemigos sin contar los que mató el hambre y la pestilencia”. Díaz del Castillo, que fingía no querer hartar a sus lectores con tanta masacre, se regodeaba en la imagen de la laguna hedionda, “llena de cuerpos muertos”. 

 Para los cronistas el escenario dantesco de la caída de Tenochtitlan era comparable a la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas comandadas por Tito, luego del sitio de tres años. Aunque la guerra de conquista se extendió de 1519 a 1521, el sitio de Tenochtitlan duró tres meses. La analogía se explota en la Historia verdadera (1632) de Díaz del Castillo, donde aquellos habitantes de Jerusalén eran presentados, siguiendo los anales católicos y romanos desde Flavio Josefo, como fariseos y herejes. 

 Lo cierto es que la destrucción de Tenochtitlan no acabó con el imperio mexica así como el sitio de Masada no puso fin a la gran civilización hebrea. Las comunidades de los pueblos originarios sobrevivieron y reprodujeron sus vidas, bajo las mismas leyes, instituciones y autoridades y preservando buena parte de sus cultos, usos y costumbres. Mudaron sus centros ceremoniales a otras zonas de la ciudad y aprendieron a aprovecharse de las nuevas normas virreinales en la “república de indios”. 

 Estudios recientes como los de las historiadoras Barbara E. Mundy y Camilla Townsend, editados por la indispensable Grano de Sal, narran esa sobrevivencia del imperio mexica dentro de la Nueva España. La conquista y evangelización fueron fenómenos crueles y disruptivos, pero no aniquilaron aquella civilización. Más bien, los pueblos originarios tuvieron una enorme capacidad de resistencia y adaptación que explica el esplendor y la originalidad de la cultura nahua bajo la monarquía católica. 

 El anticolonialismo, qué duda cabe, es una causa noble y justa, que ha dado vida a lo mejor de la tradición intelectual y política latinoamericana. Pero sin el acompañamiento del saber histórico acumulado, esa causa puede quedar reducida al conjunto de tópicos que nutren los discursos demagógicos y panfletarios de los políticos de turno.

martes, 10 de agosto de 2021

Pensar la izquierda en Puerto Rico



La persistente condición colonial de Puerto Rico ha producido una cultura política capturada por los dilemas de la soberanía. En sentido inverso y, a la vez, similar a Cuba, los márgenes para pensar fenómenos globales, que importan a las izquierdas democráticas, como los estallidos sociales, el feminismo, el antirracismo, la ecología o la reinvención de lo común, se ven constreñidos por opciones en pugna como la independencia o la anexión. 

 El filósofo e historiador de la Universidad de Puerto Rico, Carlos Pabón Ortega, ha decidido pensar a contracorriente de esa captura soberanista. Su último libro, Después del “fin de la historia” (2020), reúne ensayos que abordan los temas emergentes de la izquierda democrática global, desde una perspectiva teórica de la mayor actualidad y sofisticación. 

 Pabón parte de la desmitificación del “fin de la historia” de Fukuyama y otros clichés del triunfalismo liberal posterior a 1989. Pero su cuestionamiento a fondo del horizonte neoliberal no suspende la visión crítica sobre el legado totalitario del socialismo real del siglo XX. Reconstruye Pabón las visiones contrapuestas sobre el comunismo de Francois Furet y Eric Hobsbawm y, frente a la conocida disputa, elige una tercera mirada: la de Enzo Traverso en La historia como campo de batalla (2012). 

 La izquierda democrática del siglo XXI no puede aceptar el cierre de alternativas que supone la hegemonía neoliberal. Pero tampoco puede, si quiere acreditar seriamente su apuesta por la democracia, deshacerse de los conceptos de totalitarismo y autoritarismo y sus modalidades prácticas después de la Guerra Fría. Izquierda democrática significa, en esencia, combatir las desigualdades del capitalismo y extender derechos sociales a las mayorías sin restringir libertades civiles y políticas. 

 El campo referencial de Pabón no es todo el neomarxismo sino el flanco de esa corriente teórica que elige racionalmente la pluralización y radicalización de la democracia: Laclau, Mouffe, Hardt, Negri, Balibar, Brown…. No es esta una vertiente asimilable al neocomunismo que, ahistóricamente, identifica la democracia con el liberalismo y quiere deshacerse de ambos por medio de un alineamiento geopolítico con los nuevos autoritarismos. 

 Pero tampoco se trata, únicamente, de un gesto teórico. Como muestra algún ensayo, Pabón respaldó la primera campaña presidencial de Bernie Sanders y acompañó su inscripción en el “socialismo democrático”. A partir de 2016, el profesor de Río Piedras se posicionó públicamente contra el “populismo de derecha” de Donald Trump y la rearticulación de un nacionalismo postfascista. 

 Cuando en 2019 estallaron las manifestaciones multitudinarias que demandaron la destitución del gobernador Ricardo Roselló, el historiador no dudó en calificar las protestas como un “estallido social”, espontáneo y horizontal, del tipo que tuvo lugar en la Primavera Árabe, los “indignados” en España, la Plaza Sintagma en Atenas, Occupy Wall Street en Nueva York y casi todos los países latinoamericanos. 

 El surgimiento de una corriente socialista dentro del Partido Demócrata de Estados Unidos, que se identifica con el Green New Deal, el Medicare for All, el salario mínimo y el aumento de impuestos para las minorías opulentas, es saludado por este intelectual puertorriqueño. Una posición, que en ese país caribeño, lo mismo que en Cuba, debe enfrentarse no sólo a los prejuicios de la derecha conservadora y anticomunista sino a una poderosa izquierda ortodoxa y nacionalista que aborrece el socialismo democrático en general y, sobre todo, si proviene de Estados Unidos. 

 Desde sus primeros ensayos de los años 90, reunidos en el libro Nación postmortem (2002), Carlos Pabón se propuso imaginar un lugar para la izquierda puertorriqueña, más allá del nacionalismo. Con este libro, veinte años después, prueba que lo ha conseguido.

martes, 3 de agosto de 2021

Meditar el duelo



El azar quiso que el duelo por la muerte de un querido amigo de la juventud coincidiera con la lectura de Yoga (2020) de Emmanuel Carrère. Como casi todos los libros de Carrère, este es un ejercicio de no ficción, pero con una trampa que se agradece. Parece ser una memoria y una reflexión sobre la experiencia del escritor con el yoga y la meditación, pero acaba siendo una ejemplar confesión de la locura y el duelo. 
 
Carrère describe al detalle la técnica Vipassana. Se detiene en las peripecias del sujeto para trascender el Samsara, contener o desviar los Vrittis y producir un abandono del yo. El concepto de meditación que propone, sin embargo, prescinde de cualquier misticismo y se apega a una descripción física, casi mecánica, que reafirma el estilo de su ficción real. La meditación, dice, no es más que la observación precisa de la respiración. Lo que importa al meditar es concentrarse en medir la inspiración y la expiración, advertir la dimensión de cada una, sus temperaturas y volúmenes, sus continuidades y pausas. 

La meditación es eso: sentarse inmóvil, en silencio, en una suspensión radical de la conciencia y despegarse de la identidad. El libro sorprende cuando ese mundo de Vipassana y yoga se tambalea con una depresión del escritor, que lo lleva a un internamiento en el hospital psiquiátrico de Sainte Anne, en París, por cuatro meses. Con la misma precisión que ha contado los asesinatos Romand, en El adversario (2000), o las excentricidades de un político ruso, en Limónov (2011), Carrère narra su diagnóstico, sintomatología y terapia por “episodio depresivo con elementos melancólicos e ideas suicidas en el marco de un trastorno bipolar”. 

La exhaustividad con que Carrère transcribe su hoja clínica es, por momentos, perfectamente técnica, impersonal: “ralentización psicomotora moderada con hipomimia, facies triste pero reactividad emocional. Tristeza, anhedonia, abulia, sufrimiento moral, astenia con gasto psíquico y físico en la realización de actividades cotidianas…” La transcripción del lenguaje psiquiátrico, sin desvíos, dispersiones o dramatismos, es una forma de meditar la locura. 

 Pero hay otra meditación ineludible en Yoga y es la del duelo. El libro cuenta dos muertes de amigos cercanos: la de Bernard Maris, brillante economista y escritor, miembro del equipo editorial del semanario Charlie Hebdo, víctima del atentado yihadista de 2015, y la de Paul Otchakovsky-Laurens, editor de Georges Perec y Marguerite Duras -y también de los primeros libros de Carrère-, que murió en un accidente de tráfico en la isla Marie-Galante, en el Caribe francés, en 2018. 

 Carrère propone meditar el duelo por medio del recuerdo nítido de cada uno de sus amigos. De Maris recordaba su amor por Hélène F., su enorme biblioteca, sus lecturas de Keynes y Marx, su tardía incursión en la novela y su caro abrigo de piel, que le daba un aire de proxeneta ruso. A Otchakovsky prefería recordarlo en la barra de una cantina en Guadalajara, donde coincidieron en alguna Feria del Libro, en la que Carrère confesó a su editor, después de treinta y cinco años de amistad, que tecleaba con un dedo. 

 El duelo parece ausentarse cuando Carrère llega a Leros, la isla griega del mar Egeo, donde una amiga organiza cursos de escritura creativa para jóvenes refugiados del Medio Oriente. Pero incluso ahí, el duelo emerge en la historia de su anfitriona, cuya hermana gemela, esquizofrénica, desapreció un día sin dejar rastro. La sobreviviente tiene un tic: voltea la cabeza a la izquierda, como buscando una sombra. 

 Al final, Carrère rescata esta frase de Scott Fitzgerald: “todas las vidas son un proceso de demolición”. Mi amigo de juventud murió en un derrumbe en Miami. Hace diez años, en esta misma ciudad, murió otro gran amigo, Lichi Diego, que pensaba que la vida es lo que sucede entre el café de la mañana y una comida abundante, rodeada de gente querida. El resto era siesta y telenovela.

jueves, 22 de julio de 2021

La vieja doctrina del lumpen proletario




En días de protestas populares en Cuba revive, como mantra de la ortodoxia de izquierda, la vieja teoría del “lumpen-proletariado”. Funcionarios e ideólogos de la isla y sus aliados mediáticos y académicos en América Latina la reciclan para explicar el estallido social: quienes salieron a las calles en decenas de ciudades y pueblos cubanos fueron “vándalos, delincuentes, vulgares e indecentes”. 

 Se trata de un lenguaje clasista y racista, que también hemos visto rearticularse en derechas latinoamericanas, especialmente en Brasil, Chile y Colombia, aunque en esos casos recurre al no menos viejo arsenal del positivismo criminalístico. En antropólogos latinoamericanos, seguidores de las tesis de Cesare Lombroso, como el brasileño Raimundo Nina Rodrigues o el cubano Fernando Ortiz, desde principios del siglo XX, se estableció una conexión directa entre criminalidad, negritud y pobreza. 

 Creíamos que las ciencias sociales latinoamericanas habían abandonado aquellas supercherías sobre el “hampa afrocubana” desde hace tiempo. Durante los años de la Nueva Izquierda, el marxismo latinoamericano, en contacto con autores como Frantz Fanon, E. P. Thompson o Eric Hobsbawm, cuestionó prejuicios heredados tanto del positivismo burgués como del dogmatismo soviético en relación con la rebeldía de los marginados. 

 Pero cuando menos se espera, aquellos prejuicios vuelven a emerger, como si se borrara de un plumazo todo lo aprendido en lecturas de George Rudé, Michael Hardt y Antonio Negri, sobre la importancia de las “multitudes” en la historia. En el caso de la criminalización de la protesta en Cuba es inevitable remitir al peso que todavía tiene, en la legitimación del socialismo cubano, la tradición del marxismo-leninismo soviético. 

 En el Manifiesto comunista (1848) Marx y Engels habían definido al “lumpenproletariado” –síntesis etimológica de lump (harapo, andrajo) y proletario (ciudadano de clase baja, obrero, trabajador)- como un sector que eventualmente podía unirse a la revolución, pero que por su falta de conciencia de clase tendía a aliarse con la reacción. En La lucha de clases en Francia (1850), Marx asoció a los lumpen proletarios con el “bandidaje más vil” y la “más sucia venalidad”. Y en su brillante ensayo El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), el fundador del marxismo fue más preciso al presentar al lumpen como base social del bonapartismo. 

 Fue esa la definición a la recurrieron luego Lenin y el marxismo ortodoxo soviético para definir a los desclasados como aliados naturales de los anarquistas, los revisionistas y demás variantes teóricas o prácticas de “enemigos del pueblo”. En América Latina, aquel marxismo-leninismo ortodoxo promovió, durante buena parte del siglo XX, una visión negativa del populismo que se sustentaba en el rechazo al carácter revolucionario del lumpen. 

 En su libro Vida lumpen. Bestiario de la multitud (2007), el estudioso argentino Esteban Rodríguez Alzueta dio cuenta de aquel repertorio de clichés y estereotipos que otorgaba al racismo y al clasismo latinoamericanos una nueva oportunidad por la vía de la izquierda. Frente al estallido social cubano, aquellos dogmas despiertan, en su forma más brutal que es la que, en resumidas cuentas, justifica la represión y la deslegitimación. Los manifestantes del 11 de julio o eran sujetos manipulados por campañas en las redes, promovidas desde el exterior, o eran “marginales” –término que en el lenguaje oficial cubano se usa en sentido peyorativo- dispuestos a aprovechar el caos para delinquir. 

 Esa resistencia a comprender el estallido social en Cuba está fuertemente endeudada con un no menos arcaico excepcionalismo, que expulsa la isla de su entorno latinoamericano y caribeño. Se sigue pensando a Cuba como un país deslocalizado de su región, cuya condición de víctima de Estados Unidos naturaliza el autoritarismo.

miércoles, 7 de julio de 2021

La burocracia cubana descubre la historia intelectual






Rafael Hernández, importante académico cubano y director de la revista Temas, acaba de publicar un artículo en el portal Cubarte del Ministerio de Cultura de Cuba, que no carece de interés. Se trata de un texto que intenta reconstruir las tensiones del consenso y el disenso entre 1959 y 1965, es decir, entre el triunfo de la Revolución y la conformación del primer Comité Central del Partido Comunista de Cuba.

Las limitaciones del texto no serían graves si su propuesta de historización de los nexos entre los intelectuales y el poder en Cuba no viniera antecedida de una descalificación en bloque de una parte de la historiografía académica reciente sobre ese tema, si no reflejara profundos prejuicios ideológicos y políticos sobre esa producción intelectual que descalifica como "anticastrista" y si no contribuyera a una reacción demagógica y, como diría Lenin, "materialista vulgar", contra la corriente de la historia intelectual a nivel global y, específicamente, en los estudios latinoamericanos y cubanos.

Comienzo por esto último. Tanto en este artículo como en otros que ha publicado en On Cuba, donde hizo una caracterización prejuiciada de la diáspora intelectual de los 90 y de los editores de la revista Encuentro de la cultura cubana (1996-2009), Hernández muestra un evidente desconocimiento de la historia intelectual y de varias estrategias actuales de investigación y producción de conocimiento histórico, ligadas al impacto del pensamiento postmoderno y postestructuralista entre los años 80 y 90 o a lo que Elías José Palti ha estudiado como los saldos historiográficos del "giro lingüístico".

Según Hernández, los historiadores que se dedican a cuestiones simbólicas y discursivas no son verdaderos historiadores. Los verdaderos historiadores serían "otros", suponemos que los más positivistas o marxistas tradicionales, capaces de generar una explicación materialista de la imposición del embargo comercial de Estados Unidos a Cuba o de los debates sobre la ideología de la Revolución Cubana. Los académicos que se dedican a la historia intelectual, que en una muestra más de desactualización llama "historia de las ideas", sólo se ocupan, a su juicio, de las "teleologías" y los "tropos".

Los tropos narrativos y las teleologías discursivas fueron, en efecto, fundamentales para dos precursores de la historia intelectual contemporánea: Hayden White y Michel Foucault. El uso del conocido título de este último, Las palabras y las cosas (1966), en el título de Hernández, es tramposo porque sugiere una contraposición entre cosas y palabras, inexistente y cuestionable para Foucault, quien alentó el estudio de las "formaciones discursivas", los "enunciados" y las "epistemes", dentro de su gran proyecto de arqueología del saber moderno. 

Los ataques de Hernández a la historia intelectual cargan con todos aquellos resabios del marxismo-leninismo de corte soviético y de los viejos nacionalismos autoritarios de la Guerra Fría, que se movilizaron contra Foucault y Derrida en Francia, Blumenberg y Koselleck en Alemania, Pocock y Skinner en Gran Bretaña, Darnton y Grafton en Estados Unidos. No parece comprender Hernández que, como ha señalado Horacio Tarcus, la historia intelectual, especialmente en América Latina, también se ocupa de cosas materiales como las revistas y las instituciones culturales, la legislación de imprenta y los mecanismos de censura, las "élites del poder" y el "campo intelectual", dos conceptos, por cierto, elaborados por pensadores marxistas: C. Wright Mills y Pierre Bourdieu.

El estilo de ataque también es típico de la Guerra Fría, ya que al igual que en La Habana de los años 80, cuando los burócratas cargaban retóricamente contra jóvenes intelectuales "postmodernos", "neoanexionistas" y "neoplattistas", no se mencionan nombres y apellidos. Había un entendimiento tácito de quiénes eran los aludidos y la descalificación pública era utilizada para obstruir la recepción de la obra de esos intelectuales desde la burocracia. 

No quiero sugerir que Rafael Hernández sea un burócrata -como se puede constatar fácilmente, en mis libros se citan con frecuencia sus ensayos sobre la "sociedad civil" en La Gaceta de Cuba en los 90, sus importantes compilaciones con Jorge I. Domínguez y Haroldo Dilla, o su volumen Mirar a Cuba (1999)-, sino que usa modos poco éticos en el debate, muy parecidos a los de las burocracias ideológicas de la Guerra Fría. No hay mejor prueba que el siguiente párrafo:

"Ese enfoque reduccionista confunde el conflicto entre intereses y factores de poder reales con los contenidos ideológicos de los discursos, convierte al enemigo en puras representaciones, deliberadamente dirigidas a fabricarlo como una especie de señuelo, «que debía ser nacional y foráneo a la vez, un monstruo en el que pudieran fundirse la maldad del imperio y la vileza de los traidores». Resulta curioso comprobar cómo estas visiones anticastristas de conjugación académica convergen con el dogmatismo marxista-leninista, tal como si respondieran al mismo código genético, cuando reducen la lógica de una revolución social a lo que los filósofos llaman una teleología (del bien o del mal), y reemplazan el análisis histórico por tropos literarios"

El lector que no llegue a las notas finales, no sabe de qué historiadores está hablando Hernández en la primera sección de su texto. Pero los burócratas sí lo saben. Lo que hace Hernández es sacar de su contexto, en un artículo de opinión en El País sobre el séptimo congreso del Partido Comunista de Cuba en 2011, dos frases que sugerirían que, a mi entender, en 1961 acabó la Revolución y comenzó el totalitarismo en Cuba y que la hostilidad de Estados Unidos contra la isla, verificada en la invasión de Playa Girón, fue un "señuelo" o pretexto discursivo para la radicalización socialista.

Si el interés de Hernández era cuesionar mis estudios sobre las relaciones entre los intelectuales y el poder en Cuba, entre 1959 y 1965, lo ético hubiese sido citar y criticar alguno de los libros que he dedicado al tema, como Tumbas sin sosiego (2006) o El estante vacío (2009). Si su objetivo era, por el contrario, refutar lo que he escrito sobre la radicalización socialista de la Revolución Cubana y el conflicto entre Estados Unidos y Cuba, entre 1959 y 1961, debió recurrir a un capítulo específicamente dedicado a ese tema en La maquina del olvido (2012) o a la Historia mínima de la Revolución Cubana (2015).

En todos esos textos se afirma que la Revolución Cubana fue un proceso de cambio social y político enmarcado entre 1959 y 1976, cuando, a mi juicio, la codificación constitucional culmina la construcción del nuevo orden. Como se expone en esos libros y en un par de ensayos más recientes, "The New Text of the Revolution", para The Revolution from Within (2019), compilado por Michael Bustamante y Jennifer Lambe, y El concepto de Revolución en Cuba, en Prismas, la importante revista argentina de historia intelectual, no creo que la Revolución haya concluido en 1961, ni que a partir de entonces comenzara el "totalitarismo". 

En esos textos se establece, también, una clara distinción entre revolución y régimen, y en este blog hay varios debates sobre esa diferencia conceptual, no tan evidente en el artículo de Hernández que parece identificar la "Revolución" con la "transición socialista temprana". He ahí una de las ventajas de la historia intelectual, cada vez más entrelazada con la historia conceptual: ayuda a dotar de contenidos semánticos específicos palabras que en el discurso político y la historia positivista se disuelven como sinónimos.

Lo que sostengo es que entre 1960 y 1961 se inició una reorientación ideológica y política de la Revolución, autodenominada "marxista-leninista", que luego de múltiples tensiones inherentes a su heterogeneidad, desembocó en un modelo, plasmado en la Constitución de 1976, con muchos elementos del socialismo real de la URSS y Europa del Este. Esos elementos (ideología de Estado "marxista-leninista", partido único, estatalización de la economía y la sociedad, perpetuación en el poder de un máximo líder...) eran afines a los totalitarismos comunistas del siglo XX.

En el capítulo "Entre el Che y Moscú" de la Historia mínima, sostengo que en los años 60 hubo una diversidad de opciones socialistas en Cuba, relacionadas con distintas estrategias geopolíticas. Hernández presenta esto último, es decir, la constatación de la diversidad de socialismos (el prosoviético, el guevarista, el descolonizador, el más inscrito en la Nueva Izquierda occidental, el del nacionalismo revolucionario radicalizado...), como un argumento suyo contra la historia intelectual. Pero resulta que esa diversidad está mejor documentada en varios libros de esa corriente historiográfica que en su artículo.

En otro momento de su texto, en la misma forma vaga y elusiva con que describe a aquellos con que supuestamente polemiza, Hernández parece atribuirme el tópico de la "revolución traicionada" o el de la periodización de dos fases, la "democrática burguesa" o "agraria antimperialista" y la "socialista", tan común en la Academia de Ciencias de la URSS en los años 60. Curioso, porque en dos de los textos mencionados, el del libro de Bustamante y Lambe y el de la revista Prismas, se critican esas interpretaciones, a partir de autores soviéticos publicados en Cuba Socialista como Krasin, Rosental o Svinarenko. Si Hernández leyó esos dos textos míos, su distorsión es deliberada.

Lo que no dice Hernández, en los pasajes que dedica a ese tópico, es que la historiografía soviética sobre la Revolución Cubana cambió de tesis, conforme cambiaba la propia historia oficial reflejada en los documentos del Partido y el Estado en la isla. Para 1975, historiadores como Sliozkin, Durasenkov y Larin decían que la Revolución no había reorientado su ideología sino que había componentes marxistas e, incluso, leninistas, conscientes o no, desde el asalto al cuartel Moncada. Esa tesis fue autorizada por historiadores cubanos como Julio Le Riverend y se parece a mucho al mito de la Revolución siempre igual a sí misma que sostienen algunos burócratas e ideólogos oficiales, que sí piensan la historia nacional en términos de "tropos" y "teleologías", pero que Rafael Hernández no cree necesario refutar. 

Para explicar la pugna por el poder cultural en 1961 en Cuba habría que partir de un mapa más preciso de los diversos grupos intelectuales de los últimos años republicanos: el de Orígenes, el de Ciclón, el de Nuestro Tiempo, los de Bohemia y Diario de la Marina. También habría que describir las principales revistas en aquellos años, sus núcleos y líneas editoriales (La Gaceta de Cuba, Unión, Lunes de Revolución, Cuba Socialista, Casa de las Américas). Y también habría que perfilar, al menos, los nuevos liderazgos de la política cultural: los comunistas del Consejo Nacional de Cultura y Hoy, los socialistas heterodoxos de Revolución y sus varias y crecientes y empresas culturales, la UNEAC, Casa o el ICAIC.

Dice muy poco Hernández sobre esto, que es parte constitutiva, ya no de la historia intelectual sino de la historia política de la cultura revolucionaria en Cuba. Quienes han avanzado en esos temas son historiadores y ensayistas como Idalia Morejón, Juan Carlos Quintero Herencia, Pablo Sánchez, Julio César Guanche, Duanel Díaz, Elizabeth Mirabal, Carlos Velazco, Manuel Zayas, Grethel Domenech, Jorge Fornet, María del Pilar Díaz Castañón, Caridad Massón, Carlos Espinosa, Antonio José Ponte, Iván de la Nuez, Abel Sierra Madero y, más recientemente, Alina B. López y Hamlet Fernández, que escribieron sendos textos, de gran calidad, sobre Palabras a los intelectuales y su contexto, en La Joven Cuba e Hypermedia Magazine.

Rafael Hernández no cita a la gran mayoría de estos autores, supongo porque no conoce sus libros y artículos o porque los considera parte de la historia intelectual que está combatiendo. Si los conoce, como es el caso de mis propios libros -me consta que recibió un ejemplar de la Historia mínima de la Revolución Cubana (2015) en un congreso en El Colegio de México-, entonces su objetivo es invisibilizar una parte considerable de la producción intelectual cubana contemporánea.

En estos ardides de invisibilización, Hernández coincide otra vez con las malas prácticas memorialistas de la burocracia. En las últimas semanas, cuando se ha escrito tanto sobre los 60 años de Palabras a los intelectuales, la burocracia prefirió no recordar que existe una versión editada de una de las transcripciones de aquellos debates en la Biblioteca Nacional, aparecida en la revista Encuentro en 2006. Sólo una historiadora profesional, Caridad Massón, lo hizo.

Es de ética elemental, en el debate académico, citar debidamente a los autores y textos que se quieren criticar. Y es también, de ética elemental, avanzar en la argumentación reconociendo las contribuciones del conocimiento precedente. Presentar ahora como un hallazgo que todavía en 1961, algunos -Fidel Castro entre ellos, aunque Hernández no lo mencione- creían en el mito de "la Revolución sin ideología", sin admitir lo que sobre ese tema han aportado las investigaciones más recientes sobre los viajes de C. Wright Mills y Jean Paul Sartre a Cuba (A. Javier Treviño, Elisa Servín, Patrick Iber, Duanel Díaz, Hazel Rowley...) es abandonar normas bien afincadas en el debate intelectual de la izquierda.

Por último debo decir algo sobre el medio en que Rafael Hernández, tomándome como pretexto, propone esta desautorización metodológica de la historia intelectual: Cubarte. Descalificar en ese medio a quienes llevamos décadas descalificados, a partir del expediente de "enemigos acérrimos de la Revolución", que en algún momento nos abrió Ecured y que justifica violaciones de derechos humanos básicos, como la imposibilidad de viajar a Cuba, es redundante y va más allá de la falta de ética intelectual.

lunes, 28 de junio de 2021

Cuba en "Las venas abiertas"




Hace cincuenta años se publicó Las venas abiertas de América Latina (1971), uno de los ensayos más influyentes de la izquierda latinoamericana en la Guerra Fría. El texto terminó de escribirse en Montevideo, a fines de 1970, por lo que es estrictamente contemporáneo de otro ensayo con el que se disputa la formación ideológica y afectiva de varias generaciones de universitarios y guerrilleros: Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar. 

Galeano contó alguna vez que presentó su libro al concurso Casa de las Américas, en el género de ensayo, pero “perdió”. “Según el jurado, el libro no era serio”, dijo Galeano, para luego recordar que Casa de las Américas fue de las primeras editoriales que lo acogió. El Jurado de aquel año (el cubano José Luciano Franco, el peruano Augusto Salazar Bondy y el colombiano Jaime Mejía) dio el premio a Manuel Espinoza por La política económica de Estados Unidos hacia América Latina (1971), pero concedió a Galeano una Mención. Varios años después, el escritor uruguayo sería premiado en el género testimonio, por su libro Días y noches de amor y de guerra (1978). 

 Es inevitable recordar que justo en el momento en que Galeano presentaba su manuscrito al concurso, estallaba el caso de Heberto Padilla, el poeta cubano encarcelado y obligado a una confesión pública, y arreciaban las polémicas culturales de la Guerra Fría latinoamericana. Galeano, como es sabido, fue uno de los escritores de la región que no se distanció de la isla después de 1971. Fue, de hecho, junto a su compatriota Mario Benedetti, uno de los escritores más leales a Fidel Castro y el socialismo cubano. 

Sin embargo, el libro de Galeano se escribió en los meses previos, no sólo al caso Padilla, sino a la reorientación de la política cultural cubana a favor del modelo soviético, que se verificó en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971. Paradójicamente, Las venas abiertas, escrito en el limbo de dos etapas precisas del poder cubano, contenía una defensa de la Revolución que no partía del marxismo-leninismo de corte soviético, sostenido por la nueva burocracia ideológica, ni del latinoamericanismo cultural que argumentaba Fernández Retamar en Calibán

¿Quién era el historiador cubano que más citaba Galeano en Las venas abiertas? Sin duda, Manuel Moreno Fraginals, un marxista heterodoxo que no suscribía el nacionalismo republicano o católico, fuertemente ligado al culto a los próceres del siglo XIX. Moreno, como Raúl Cepero Bonilla y Walterio Carbonell, era un marxista que no comulgaba con los discursos espiritualistas de la identidad nacional. 

¿A quién más citaba? Además de a Fernando Ortiz, que como Moreno le sirvió para describir los efectos de la plantación azucarera esclavista en la desforestación de la isla, a dos autores que para fines de 1970 habían sido catalogados como enemigos por el gobierno cubano: el francés René Dumont y el polaco K. S. Karol. Junto a estos, otro referente era el ensayo Huracán sobre el azúcar (1960) de Jean Paul Sartre, quien muy pronto también engrosaría la lista de “intelectuales pequeño-burgueses, revisionistas y pseudoizquierdistas”, que Fidel Castro atacaba públicamente desde 1970. 

¿Cómo presentaba Galeano la Revolución Cubana? La tesis central, construida a partir del pensamiento marxista y estructuralista de la izquierda cepalina y la Teoría de la Dependencia (Sergio Bagú, André Gunder Frank, Celso Furtado, Darcy Ribeiro, Fernando Henrique Cardoso…), era que la subordinación de América Latina, a la exportación de materias primas, generaba el subdesarrollo. Esa visión crítica del extractivismo, cierta en muchos sentidos, pero pensada hiperbólicamente, llevó a Galeano a asegurar que en 1953 la producción azucarera cubana “cayó de siete a cuatro millones”, porque “Estados Unidos apretó las clavijas”. 

El pasaje es errado e intrigante porque, en realidad, la producción azucarera cubana, como se lee en las tablas de Leví Marrero o el propio Moreno Fraginals, cayó en 1953 a más de 5 millones 200 mil toneladas y tanto el valor como la proporción de esa producción se mantuvo más o menos al mismo nivel que en años previos. Según Moreno, a pesar de una zafra tan grande en 1952, el porcentaje de la producción azucarera en 1953 sólo fue ligeramente menor que en 1952. Entre 1954 y 1956 cayó más, a menos de 5 millones, pero en 1957 volvió a recuperarse. Galeano no captó la creciente diversificación de la economía y el comercio cubanos desde fines de los 40. Entre 1948 y 1952, las exportaciones totales cubanas a Estados Unidos bajaron a menos del 60% y antes de 1959 se habían estabilizado entre un 65% y un 68%. 

Más cerca de Sartre que de Ortiz o Moreno, Galeano sostenía que en 1958 Cuba era una colonia azucarera de Estados Unidos. Los campesinos de la Sierra Maestra, que se sumaron a la guerrilla, eran, según Las venas abiertas, trabajadores del azúcar que se rebelaron contra los latifundistas y el imperialismo yanqui. Hoy la historiografía académica, mayoritariamente, descarta esta interpretación, enfatiza la heterogeneidad de las bases sociales de la insurrección contra Batista y no identifica como trabajadores azucareros al campesinado que se incorporó a la lucha guerrillera en la Sierra Maestra. 

Otra contradicción de las páginas dedicadas a Cuba en Las venas abiertas es que, a pesar de tener como eje la crítica del extractivismo, Galeano justificó la nueva concentración de la economía cubana en el azúcar, a fines de los años 60. En un momento pareció saludar que la Revolución “abatiera los cañaverales”, pero luego, en velada alusión a la zafra de los 10 millones, que tuvo lugar mientras escribía su libro, sostuvo que el azúcar era la palanca del desarrollo cubano, ya que con las divisas de la exportación al campo socialista se podría comprar la tecnología necesaria para la industrialización de la isla.

viernes, 25 de junio de 2021

Joyce y el socialismo




En las últimas semanas, con motivo del “Bloomsday” en Dublín, se han publicado artículos sobre Ulises (1922) de James Joyce, que apuntan a líneas poco frecuentes de interpretación de esa novela mítica. En el número más reciente de Jacobin, por ejemplo, Donald Fallon comenta la presencia del “parnelismo”, corriente de nacionalismo constitucional irlandés impulsada por el líder protestante Charles Stewart Parnell, en la juventud de Joyce. 

También destaca Fallon el acercamiento de Joyce al socialismo, tanto en Irlanda como en Trieste, donde el escritor vivió con su esposa Nora Barnacle entre 1904 y 1909. En Trieste se volvió lector de Avanti!, el periódico que fundó el gran marxista italiano Antonio Labriola, donde colaboró Antonio Gramsci y que llegaría a dirigir Benito Mussolini. Cuando éste pasó del socialismo al fascismo, Avanti! fue uno de los primeros medios censurados. Joyce admiró desde muy joven el ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1891) de Oscar Wilde y llegó a intentar una traducción del texto al italiano. 

En aquellos años de Trieste decía ser un “artista socialista”, en el entendido de que su socialismo, como el de Wilde, no era contrario al individualismo sino que se manifestaba a través del ejercicio de una radical libertad personal y creativa. Después de la Revolución bolchevique y la URSS se hizo difícil creerlo, pero hubo un tiempo en que socialismo e individualismo iban de la mano. Fallon encuentra algunas pistas de ese socialismo libertario en Retrato del artista adolescente (1916). No dice nada, en cambio, sobre los múltiples guiños al socialismo en el Ulises

En el imaginario y delirante juicio que la burguesía irlandesa somete a Leopold Bloom, en un pasaje de la novela, el personaje, como el Leonard Zelig de Woody Allen, se desdobla en otros roles: un jeque árabe, Leopold I rey de Irlanda, un alcalde de Dublín y un dirigente obrero que defiende que la solución al problema irlandés no pasa por el nacionalismo católico sino por la emancipación proletaria. Dos elementos visibles de la política del Ulises son el ataque al nacionalismo católico irlandés y la denuncia del antisemitismo. Las dos críticas serían fundamentales en la Sociedad Fabiana y en los posicionamientos políticos de varios de sus miembros como George Bernard Shaw, H. G. Welles y Sidney y Beatrice Webb. 

Todos ellos acabarían antifascistas y abiertamente estalinistas, no Joyce, quien no figuró en la nómina de La traición de los clérigos (1927) de Julien Benda y fue condenado como irracionalista, obsceno y decadente por el realismo socialista soviético. Uno de los primeros chistes de Buck Mulligan a Stephen Dedalus, en el Ulises, es que Irlanda es el único país del mundo que no tiene que expulsar a los judíos porque nunca los aceptó. Mulligan asocia el fuerte antisemitismo irlandés con el peso de los jesuitas en la educación básica. 

El rechazo al catolicismo y al antisemitismo es constante en la novela por medio del personaje de Bloom, que literalmente es perseguido e injuriado por su origen étnico, pero también por su sexualidad y su cultura. En los pubs de Dublín, Bloom es sometido a verdaderos interrogatorios. Los dublineses le reprochan las infidelidades de su esposa, su bigamia y su judaísmo. Su condición de judío es asumida por los guardianes de la nación como imposibilidad de ser irlandés. Bloom personifica al demonizado a la luz del día, al estigmatizado por la masa fanática, y Dedalus al poeta que comprende la injusticia del racismo. 

El biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, y el estudioso de los judíos en Irlanda, Louis Hyman, han llamado la atención sobre la importancia del vínculo del narrador irlandés con el escritor italiano Italo Svevo, en aquel acercamiento juvenil al socialismo. Durante el periodo de Trieste, Svevo, que en realidad se llamaba Aron Hector Schmitz, y provenía de una familia de judíos austriacos, tuvo una aproximación paralela al marxismo y al psicoanálisis, que lograría un ascendente decisivo en la formación intelectual de Joyce. 

Cualquier socialismo de Joyce estaría más cerca de Wilde que de Shaw, para ceñirnos a Irlanda. Un socialismo ajeno a las pulsiones gregarias del racismo y la masificación, dos componentes de los fascismos y comunismos reales del siglo XX. Lo dijo con claridad él mismo en The Day of the Rabblement (1901): “el verdadero artista no busca el aplauso de la multitud, ni idolatrías o engaños, ni la mediocridad del ambiente o entusiasmos a bajo precio”.