Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 11 de junio de 2021

Napoleón y América




Hace doscientos años murió Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena, un territorio de la Gran Bretaña en el Atlántico Sur, más cerca de África que de Brasil. Ese sería el lugar más próximo a América en que estuvo el “corso vil”, como le llamara, en frase que resume toda la tradición republicana hispanoamericana del siglo XIX, desde Bolívar y Heredia, el poeta cubano José Martí. 

En el Memorial de Santa Elena del Conde de las Cases, un Napoleón todavía joven –murió a los 51 años-, pero achacoso, leía el Quijote de Cervantes y recordaba a sus enemigos. Se detenía, especialmente, en los tantos escritores que “declamaban contra él”, pero decía no temerles porque “roían un mármol”: su vida estaba hecha de actos y las palabras no podían destruirla. A algunos de esos escritores, como Madame Staël, les reconocía su “gran talento”, su “mucho espíritu”, pero se preguntaba cómo era posible que le hubieran hecho una “guerra sorda”. 

Narciso cabal, aquel Napoleón, enfermo, derrotado en Waterloo y desterrado en Santa Elena, se imaginaba como un sobreviviente y un vencedor. Decía que sus ideas triunfaban en Europa, Gran Bretaña y América, a pesar de lo que mal que se expresaban sobre él Constant, Jefferson o Bolívar. En sus famosas cartas a Albert Gallatin, George Ticknor y el Conde Dugnani, Jefferson escribió que Napoleón, “Atila de nuestro tiempo”, había “causado más muerte, más devastación, más sufrimiento y más dolor que cualquier otro ser vivo”. 

Es sabido que Napoleón deseó que su último exilio fuese en América. Pensaba que sería bien recibido y que, con la ayuda de algunos gobiernos, podría relanzar su proyecto europeo. Tras su derrota en Waterloo, Bolívar dio por hecho que el emperador se refugiaría en Estados Unidos o algún reino o colonia hispanoamericana. En cualquier sitio en que se estableciera, según Bolívar, el “teatro de la guerra” se trasladaría a América. 

Si se radicaba en Estados Unidos y se ganaba el apoyo de esa república, aquel Bolívar contrafáctico pronosticaba que Gran Bretaña haría la guerra a los norteamericanos, mientras que Napoleón intentaba atraerse la alianza de los independentistas mexicanos. Si se afincaba en Hispanoamérica, España intensificaría sus planes de contrainsurgencia y reconquista, con apoyo de la Santa Alianza y sin la oposición de Gran Bretaña. 

Viejos historiadores como William Spence Robertson y Enrique de Gandía estudiaron las simpatías y antipatías por Napoleón en Hispanoamérica, especialmente en el Río de la Plata. Más recientemente otras historiadoras e historiadores, como Shannon Selin, Patricia Tyson Stroud y el joven mexicano Carlos Gustavo Mejía Chávez, han explorado el bonapartismo en los últimos años de la Nueva España. En el balance final, pareciera que con la consolidación de la forma republicana de gobierno acabó pesando más el antibonapartismo que el bonapartismo. 

Napoleón invadió Portugal y España, pero confrontó la Revolución Haitiana, restableció la esclavitud y, aunque la venta de la Luisiana reforzó el poderío de Estados Unidos, su coronación fue mal vista por varios presidentes de ese país a principios del siglo XIX. Aún así, Napoleón, nacido en Córcega al año siguiente de la compra de esa isla a la república de Génova por la corona francesa de Luis XV, fue un constructor de nuevas naciones. Primero, en tiempos del Directorio y el Consulado, impulsó repúblicas y, luego, bajo el Imperio, difundió nuevas monarquías dinásticas. No cabe duda de que en esa gesta fundacional se volvió un referente para la generación de los libertadores americanos. 

No cumplió Napoleón su sueño de instalarse en América. Quien sí vivió de este lado del Atlántico fue su hermano José, el mismo que había impuesto como monarca de España en 1808. Entre 1814 y 1841 José Bonaparte vivió en una mansión en la ribera del río Delaware, rodeado de emigrados franceses y masones estadounidenses. Al final pudo trasladarse a Florencia, donde murió, protegido por el Gran Duque de Toscana.

lunes, 31 de mayo de 2021

María Zambrano, una filósofa contra el totalitarismo



Un libro reciente del filósofo alemán Wolfram Eilenberger, titulado El fuego de la libertad. El refugio de la filosofía en tiempos sombríos (2021), reconstruye las críticas al totalitarismo de cuatro pensadoras entre los años 30 y 40: Simone de Beauvoir, Ayn Rand, Simone Weil y Hannah Arendt. Como en un conocido título de la última, que trató sobre Jaspers, Benjamin, Brecht y Broch –aunque también sobre una escritora y viajera danesa conocida como Isak Dinesen-, el libro pudo llamarse Mujeres en tiempos de oscuridad

Entre sus cuatro filósofas, Eilenberger reparte muy bien los acentos del pensamiento antitotalitario del siglo XX. La francesa Beauvoir fue más antifascista que anticomunista y la rusa Rand más anticomunista que antifascista. Weil, judía cristianizada y socialista, obrera, pescadora y errante, formó parte de la columna anarquista de José Buenaventura Durruti en la Guerra Civil española. Menos mística, pero igualmente refractaria a una identidad judía providencialista, Hannah Arendt fue otra exiliada del nazismo que acabó dando forma a un concepto de totalitarismo que no excluía al socialismo real. 

 Aunque compartían el rechazo a Hitler y a Stalin, Weil y Arendt pensaron el totalitarismo de forma distinta. Para Weil el totalitarismo no estaba únicamente ligado a los regímenes fascistas y comunistas sino que podía manifestarse en instituciones muy diversas como una iglesia, un partido o una empresa. Arendt, en cambio, pensaba que el fenómeno totalitario era indisociable de versiones extremas de ideologías nacionalistas, racistas e imperialistas en el siglo XX. 

 A las cuatro pensadoras que estudió Eilenberger podría sumarse una quinta: la española María Zambrano. En su temprano y poco leído ensayo Horizonte del liberalismo (1930), Zambrano, a partir de las ideas de su maestro José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, observó el ascenso de una política “totalizadora” o “unitaria” en la Europa de entreguerras, no exclusivamente relacionada con el comunismo, el fascismo o el nazismo. 

 Varios años antes de The Good Society (1937), el libro de Walter Lippman que motivó el famoso coloquio de París, en 1938, que hoy, erróneamente, se entiende como evento fundacional del neoliberalismo, María Zambrano llamó a crear un “nuevo liberalismo”, que encarara el “problema social” contemporáneo. A diferencia de Lippman y sus seguidores, Zambrano no veía el totalitarismo como un régimen irracional o bárbaro sino como resultado del racionalismo y la civilización. 

 Ya en los años 1940, cuando el término totalitarismo se afinca en la obra de pensadores como George Orwell o Víctor Serge, María Zambrano lo usa críticamente en ensayos como Isla de Puerto Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (1940) y La agonía de Europa (1945). “La anulación totalitaria”, apunta la filósofa en este último texto, tiene que ver con una sustitución de religiones milenarias por medio de la “barbarie monista del hombre nuevo”. 

 El concepto de totalitarismo reaparece en la obra de María Zambrano en los años de la postguerra, coincidiendo ya con la obra cumbre de Hannah Arendt. En un artículo titulado “El ídolo y la víctima” (1953), aparecido en la revista Bohemia de La Habana, uno de sus refugios como exiliada antifranquista, Zambrano habló del papel de la demagogia en el fascismo italiano y el estalinismo soviético. 

 Finalmente, en su gran ensayo Persona y democracia (1958), ya afincada en Roma, la pensadora malagueña incluyó los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX dentro de una tradición mucho más larga de concentración del poder, que llamó “absolutismo”. En todos los absolutismos, “aun en sus más absurdos extremos, aun en la tesis hitlerista, se pretendió afirmar la existencia del hombre, solamente como privilegio de una raza y condenando a otras a la exclusión de la condición humana

miércoles, 19 de mayo de 2021

Gramsci en México





Antonio Gramsci es uno de los marxistas de mayor pertinencia y actualidad en el siglo XXI. Su intensa posteridad se explica, en parte, por la tardía edición completa de su obra, escrita en la cárcel de Turi (Bari) entre 1929 y 1935. La primera publicación íntegra de los Cuadernos de la cárcel fue la de Valentino Gerratana en Einaudi en 1975. La edición definitiva en México, a cargo de Era y la BUAP, culminó en el año 2000. 
     Más que en la accidentada y tardía edición de una obra fragmentaria, la vigencia de Gramsci se origina en una serie de conceptos básicos (hegemonía, intelectuales tradicionales y orgánicos, sujetos subalternos, sociedad civil, estadolatría, moderno príncipe, cultura nacional-popular, revoluciones pasivas) que se volvieron centrales en las ciencias sociales, los estudios culturales y algunas políticas de izquierda desde fines del siglo pasado. 
     Un estudio reciente, coordinado por Diana Fuentes y Massimo Modonesi, y coeditado por la UAM y la UNAM, cuenta la historia de la recepción de Antonio Gramsci en México. Como advierten los coordinadores y algún coautor, como Martín Cortés, decir México, en la historia del libro y la lectura, equivale a decir Iberoamérica, dado el protagonismo de editoriales mexicanas, como Siglo XXI y Era, en la difusión del pensamiento de la Nueva Izquierda a partir de los años 60. 
     Aunque menos que en Argentina, donde Héctor P. Agosti y otros dirigentes comunistas leyeron a Gramsci a través de las ediciones del dirigente italiano Palmiro Togliatti, en México hubo lecturas gramscianas dentro del comunismo, como la de Arnoldo Martínez Verdugo. Sin embargo, a partir de los 60, la relación con Gramsci discurrió, mayormente, por fuera del comunismo partidista, como en el MLN cardenista y la revista Política de Jorge Carrión y Manuel Marcué Pardiñas. 
     El libro de Fuentes y Modonesi privilegia la apropiación de conceptos como hegemonía, lo nacional-popular o revoluciones pasivas. De ahí que el itinerario de la recepción que traza (Víctor Flores Olea, Pablo González Casanova, Adolfo Sánchez Vázquez, José Aricó, Juan Carlos Portantiero, René Zavaleta Mercado, Arnaldo Córdova, Carlos Pereyra, Enrique Semo, Dora Kanoussi…) deje fuera la presencia de Gramsci en otras zonas del campo intelectual como las revistas El Espectador, México en la Cultura, La Cultura en México o Plural
     A diferencia de publicaciones como Controversia, la revista que impulsó en su exilio mexicano el argentino José Aricó, uno de los grandes difusores de Gramsci en América Latina, o de Cuadernos Políticos, de la editorial Era, en las revistas culturales el interés por el marxista italiano giraba en torno al papel de las vanguardias artísticas, la literatura popular, la ideología, los intelectuales, la importancia de la sociedad civil y la crítica del autoritarismo priista. Ese es el Gramsci que aparece en ensayos de Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés o Julieta Campos. 
     Algo que destacan varios autores del volumen, especialmente Martín Cortés, Joel Ortega y Massimo Modonesi, es que en las últimas cuatro décadas, Gramsci fue primero una lectura favorable a las transiciones democráticas y al debate sobre la crisis del marxismo, y luego un referente del ascenso de la izquierda nacional-popular en diversos países de la región. Dicho de otra manera, Gramsci habría sido leído y apropiado lo mismo en el periodo neoliberal que en el bolivariano. 
     Modonesi cierra el volumen con la provocadora interrogante de si la 4T puede ser considerada una revolución pasiva, en el sentido de un cambio social conducido desde el Estado, o un verdadero proyecto nacional-popular. La pregunta podría complementarse con otra: ¿existen corrientes gramscianas en el centro o los alrededores del bloque hegemónico lopezobradorista? Si el gramscianismo mexicano es la historia que describe este libro, la respuesta sería negativa.

lunes, 26 de abril de 2021

Marx y el culto a la personalidad



Como la censura, la burocracia o la represión, el culto a la personalidad fue un componente central de los socialismos reales y regímenes comunistas del siglo XX y lo que va del XXI. No fue históricamente privativo de esos sistemas, ya que también hubo culto a la personalidad en los fascismos, los populismos y algunas democracias. Pero fue especialmente recurrente en experiencias históricas que postularon ideologías de Estado marxistas y leninistas. 
   Karl Marx, sin embargo, fue crítico del culto a la personalidad, que percibió como un elemento de los nacientes despotismos modernos o “bonapartismos” de la segunda mitad del siglo XIX. Además de enemigo incansable de las monarquías absolutas europeas, Marx cuestionó toda la parafernalia plebiscitaria –tan cara a los nuevos populismos- que se invirtió en la legitimación de líderes como Napoleón III en Francia y Otto von Bismarck en Alemania. 
   Pero Marx no sólo criticó el culto a la personalidad de monarcas o políticos conservadores. También atacó a fondo el narcisismo de líderes populares de la izquierda europea de la generación de 1848. Ahí están, por ejemplo, sus burlas a Mazzini y a Bakunin o a Marc Caussidière y Louis Blanc, al principio de El 18 Brumario de Luis Banaparte (1852), por creerse los Danton y los Robespierres de la nueva revolución. 
   Y ahí está, también, su brillante libro con Engels, Los grandes hombres del exilio, escrito en 1852, pero que, a diferencia del 18 Brumario, cayó en un conveniente olvido por el malestar que generaba tanto entre socialdemócratas de la Primera y la Segunda Internacional, como en leninistas y estalinistas de la Tercera.
   Este libro de Marx y Engels, rescatado hace algunos años en Buenos Aires, por la marxista argentina Laura Sotelo, puede ser leído como una crítica al culto a la personalidad entre los líderes de una revolución popular o un movimiento populista. Marx hizo un recorrido por la prensa europea de los años posteriores a la Revolución de 1848 y encontró que varios intelectuales y políticos alemanes, como Gottfried Kinkel, August Willich, Karl Schapper y Arnold Ruge, circulaban como las figuras cimeras del socialismo revolucionario. 
  Algunos de ellos debieron exiliarse tras la represión contra el movimiento del 48 y se establecieron, brevemente, en Londres, donde Marx vivió desde 1849. En los periódicos londinenses, Marx observó cómo se construían perfiles gloriosos de aquellos exiliados alemanes, que se presentaban como “almas de la nación”. El culto a la personalidad recurría a todas las claves imaginables en la literatura antigua o moderna: Shakespeare y Goethe, Cervantes y Ariosto, Heine y Diderot. 
  Es este, como bien dice Sotelo, el libro más literario de Marx, donde los “grandes hombres del exilio” no son más que caricaturas de próceres construidas a partir de viejos modelos de representación. La forma en que se idealizaban las biografías de esos “héroes” mostraba el interés de la opinión pública europea por una galería de figuras venerables que, a juicio de Marx, robaba protagonismo a los líderes obreros. Se edificaba, por ese camino, una suerte de bonapartismo de segunda, que glorificaba a ciertos caudillos intelectuales y políticos. 
   Ese era el culto a la personalidad que molestaba a Marx y que, en buena medida, como observara José Aricó, provocó su excesivamente adverso retrato de Simón Bolívar. La crítica al heroísmo romántico, en Los grandes hombres del exilio, implica también un cuestionamiento a fondo de buena parte de la literatura biográfica moderna, por lo menos, hasta Thomas Carlyle. 
   De ahí que sea tan revelador el renacimiento de la literatura biográfica y heroica bajo el estalinismo, el maoísmo y otros experimentos comunistas del siglo XX, que implementaron el culto a la personalidad de sus líderes, en nombre de Marx. Como en tantas otras cosas, en esta, Marx fue desvirtuado por sus herederos.

viernes, 9 de abril de 2021

Víctor Serge: la evasión posible





Las palabras iniciales de Memorias de un revolucionario (1947) de Víctor Serge, escritas en su exilio mexicano y rescatadas por Traficantes de Sueños, en traducción de Tomás Segovia, señalan un comienzo estremecedor. Decía Serge que desde su infancia había tenido la “sensación de vivir en un mundo sin evasión posible, donde el único remedio era luchar por una evasión imposible”. 
     En un ensayo memorable, que sirvió de prólogo a la edición de The Case of Comrade Tulayev (2003) de The New York Review of Books, y que tradujo Aurelio Major para Letras Libres, Susan Sontag denunciaba la “oscuridad” que rodeaba la obra literaria y el legado político de Serge. Una experiencia nómada, de permanente acción revolucionaria –y no, precisamente, de “compromiso” sartreano-, de lucha antifascista y antiestalinista, de meditación sobre el totalitarismo y escritura de la verdad, había nublado el reconocimiento y la posteridad de Serge. 
     A casi veinte años de aquel ensayo podría decirse que la opacidad de Serge ha ido disipándose. En francés e inglés circula buena parte de su obra y en español tenemos ediciones recientes de Medianoche en el siglo, Ciudad conquistada, Una hoguera en el desierto, El año I de la Revolución rusa, Lo que todo revolucionario debe saber, Los años sin perdón, además de las ya citadas Memorias y El caso Tulayev, en traducción de David Huerta. 
     Estudiosos como Alan M. Wald, Richard Greeman, Adolfo Gilly y Guillermo Sheridan han profundizado en la biografía errante de Serge –“nacido por azar” en Bruselas, hijo de ruso antizarista y noble polaca-, en sus vínculos no siempre coincidentes con el trotskismo y en su colaboración con círculos y publicaciones de la izquierda antiestalinista de Nueva York, en los años 40, como New Leader, Partisan Review, Politics y Socialist Call
     Un estudio recién publicado en la revista Historia Mexicana, de la historiadora Beatriz Urías Horcasitas, explora aspectos poco conocidos del exilio de Serge en México como su lectura del psicoanálisis y su relación con la colonia antiestalinista alemana, con el grupo de ex militantes del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), reunidos en “Socialismo y Libertad”, y con las revistas Análisis y Mundo en los años 40. 
    La amistad entre Serge y Julián Gorkin y el protagonismo que este trotskista valenciano alcanzó en la Guerra Fría Cultural contribuyó a colocar, engañosamente, tanto a Trotski como a Serge en el repertorio del anticomunismo de izquierda. Pero lo cierto es que ni Trotski, que fue asesinado en 1940, ni Serge, que murió en 1947, vivieron la Guerra Fría Cultural y nunca experimentaron un desplazamiento al liberalismo como el de Gorkin. 
    La clave de la divergencia entre Trotski y Serge, más allá de las críticas puntuales del primero al “anarquismo” del segundo, en los años del POUM en Barcelona, reside en que Serge sí llegó a hablar de “los errores y las culpas del poder bolchevique”, como se lee en “Treinta años después”, el apéndice que escribió en México a su libro El año I de la Revolución rusa (1928). Sin embargo, en ese mismo texto, donde no dudaba en usar conceptos como “totalitarismo” o “universo concentracionario”, para referirse al estalinismo, reiteraba su certeza de que la Revolución rusa de 1917 había sido el “acontecimiento más esperanzador y grandioso de nuestros tiempos”.  Como Trotski, Serge pensaba que no debía asimilarse el bolchevismo al estalinismo. 
    Revelador que en una revista como Cuadernos, del Congreso por la Libertad de la Cultura, que dirigió Gorkin, donde, además criticar a la URSS, se celebraron las revoluciones boliviana y cubana y se condenó el golpe contra Jacobo Arbenz, en Guatemala, aparecieran sus “Estampas mexicanas” (1953), donde decía, entre otras cosas, que los indígenas de México eran “los hermanos de nuestros mendigos de Rusia, siluetas pintadas por Brueghel” que siempre volvían a su mente.

miércoles, 17 de marzo de 2021

El bicentenario griego



Atrapados en efemérides de naciones que no existían hace dos siglos, y que fueron construidas bajo la persistente hegemonía de los grandes imperios atlánticos del siglo XIX, no volteamos a ver otras independencias, como la centroamericana, indisolublemente ligada a la de México, o la griega, que tuvo un efecto discernible en la primera generación de republicanos de Hispanoamérica. 
    Simón Bolívar, José María Heredia, Bernardino Rivadavia, José Fernández Madrid, José María Salazar y otros políticos e intelectuales de esos años dejaron rastros de notable interés en la independencia de Grecia. La estudiosa Eva Latorre Broto ha investigado esas conexiones y ha explorado el peso del ejemplo de los griegos, en su lucha contra el imperio otomano, para los líderes de la independencia hispanoamericana. 
    Más o menos por estos mismos meses, hace dos siglos, estallaron en Constantinopla, el Peloponeso y los principados del Danubio una serie de revueltas comandadas por Theodoros Kolokotronis, Alexandros Mavrokordatos, Georgios Karaiskakis y otros patriotas griegos. La lucha griega movilizó a potencias europeas, como Gran Bretaña, Francia y Rusia, que intentaban desplazar al imperio otomano en sus proyectos de colonización. Pero la lucha independentista griega despertó sentimientos de solidaridad que iban más allá de los intereses geopolíticos de aquellas potencias. Muchos intelectuales europeos sintieron una simpatía derivada de la gran admiración que profesaban a la cultura helénica clásica. 
    Caso emblemático de esa corriente fue el poeta romántico inglés Lord Byron, muy admirado por Heredia y los poetas hispanoamericanos de su generación, y él mismo seguidor de la gesta de Bolívar y San Martín en Suramérica. Byron se involucró muy seriamente en la independencia griega y murió en Missolonghi después de un ataque de epilepsia y fiebres espasmódicas en abril de 1824. La muerte de Byron en Grecia no fue en combate, pero los poetas y políticos de la generación de Bolívar y Heredia la asumieron como tal. El poeta inglés, que había contado las peregrinaciones de Childe Harold y las seducciones de Don Juan, había terminado como un mártir de la independencia de Grecia. 
     El proceso separatista de Hispanoamérica también contó con apoyo de la Gran Bretaña, aunque no de Francia y Rusia, que pertenecían a la Santa Alianza. Pero para los independentistas hispanoamericanos la lucha de los griegos contra el imperio otomano estaba hermanada con la suya contra el imperio borbónico español. José María Heredia lo dejaría claro en su “Oda a la insurrección de la Grecia en 1820”, escrito en 1823, y luego retitulado, en 1825, “Al alzamiento de los griegos contra los turcos en 1821”. 
     Cuando Heredia hablaba de “tiranos” que encadenaban pueblos se refería a los “sultanes mortíferos” pero también a los “reyes de Europa”. El poema arrastraba estereotipos racistas, muy propios del orientalismo hispanoamericano del siglo XIX, como cuando se preguntaba “¡Tierra de semidioses! ,¿cómo pudo/ cargarte el musulmán la vil cadena/ que cuatro siglos mísera sufriste?/ Raza degenerada,/ ¿no el nombre de Leónidas oíste?” Pero a la vez trasmitía un republicanismo americano que denunciaba el despotismo de las monarquías europeas. 
    Según Heredia, Europa y, específicamente, España debían aprender la lección de la lucha griega: “¡Lección terrible/ que aprovechar debéis! Europa entera/ Y de la noble América los hijos/ guirnaldas tejen de laurel y rosas/ que os adornen las frentes generosas”. Grecia representaba para aquellos independentistas hispanoamericanos la cuna de Occidente, sometida por un imperio “bárbaro”: el turco. Lo mismo que América, donde habían florecido las grandes civilizaciones mayas, mexicas e incaicas, y luego sería sometida por otro imperio “bárbaro”: el católico español. En ambos casos la independencia era una vuelta al esplendor perdido.

martes, 9 de marzo de 2021

Ferlinghetti y Fidel




Ha muerto el poeta y editor Lawrence Ferlinghetti, fundador de la mítica editorial City Lights en San Francisco, que publicó a los poetas de la Beat Generation. Tras la aparición de Howl and other poems (1956) de Allen Ginsberg, con prólogo de William Carlos Williams, la editorial fue sometida a juicio por “material obsceno”. Ferlinghetti, con ayuda de la American Civil Liberties Union y del abogado Jake Ehrlich, logró ser absuelto. 
     Aquel juicio disparó la fama del poeta y editor, nacido en 1919 en los Yonkers, Nueva York, de padre italiano y madre judía. Junto a Ginsberg, Amiri Baraka y Marc Schleifer, Ferlinghetti sería una de las figuras centrales de la nueva poesía estadounidense entre los años 50 y 70. Como otros escritores de la Beat Generation, el poeta se interesó en América Latina, especialmente, en México y Cuba. Sus noches salvajes en el Distrito Federal y sus estancias en el Hotel de Cortés son todavía recordadas en los suplementos literarios mexicanos. En Cuba, en cambio, se le recuerda poco, pero es innegable que Ferlinghetti fue muy importante en las corrientes de solidaridad con la Revolución Cubana a principios de los años 60. 
     En Fighting Over Fidel (2016) hemos contado que el fundador de City Lights, al igual que Ginsberg, Baraka y Schleifer, formó parte del Fair Play for Cuba Committee, una asociación creada en 1960, inicialmente, para defender una política respetuosa de Estados Unidos hacia la isla, pero que a partir de 1961 se convertiría en una plataforma de promoción del nuevo socialismo cubano. Desde San Francisco, Ferlinghetti vivió aquella vertiginosa transformación de la Revolución Cubana, entre 1959 y 1961, que, en buena medida, abrió un nuevo frente de la Guerra Fría en América Latina y el Caribe. 
    Sus viajes a Cuba y sus propias ambivalencias frente al desplazamiento de la dirigencia cubana al marxismo-leninismo se reflejan en su temprano poema “One Thousand Fearful Words for Fidel Castro” (1961). El poema resumía la conexión de las poéticas de la Beat Generation y la ideología revolucionaria cubana, pero también los eventuales desencuentros entre una visión del mundo sexualmente liberada y abierta a la experiencia con las drogas y el nuevo puritanismo fidelista. Antes que Ginsberg y otros poetas y escritores de aquella generación, Ferlinghetti trasmitió su admiración por Castro, entendiendo al líder cubano como una presencia que desestabilizaba a la derecha anticomunista estadounidense. 
     El poema daba por hecho el asesinato de Fidel Castro a manos de la CIA: “van a liquidarte Fidel/ con tu enorme cigarro cubano/ que nos robaste/ y tu sombrero de guerra/ que tú también robaste/ y tu barba beat”. Pero aquella animosidad de Estados Unidos contra Fidel Castro, según Ferlinghetti, a principios de 1961, se basaba en un equívoco: la derecha americana veía a Cuba avanzando hacia la dictadura porque no sabía distinguir entre el comunismo soviético, “con C mayúscula, que hizo a los esclavos, eslavos”, y un comunismo caribeño con c minúscula. 
     Conforme evolucionó el socialismo cubano en los 60, Ferlinghetti, lo mismo que Ginsberg que llegó a decirlo con su habitual desparpajo, se percató de que las diferencias entre un socialismo y el otro se acortaban. Especialmente, en tres aspectos centrales para los poetas beat, la homosexualidad, las drogas y la censura, el régimen cubano trasplantó las peores prácticas de los totalitarismos soviéticos. 
     Un atisbo de aquella desilusión pudo leerse en el propio poema de 1961, cuando Ferlinghetti dice no haber podido encontrar a Fidel mientras caminaba la isla “de arriba a abajo”. No lo encontró, dice Ferlinghetti, no porque ya estuviera “disuelto” –la historia absolvería a Fidel, pero los Estados Unidos iban a “disolverlo”, según el poeta- sino porque no había terminado de leer El hombre rebelde de Albert Camus. Es sabido que la Revolución Cubana siempre prefirió a Sartre.