Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 24 de febrero de 2021

Didion, Gornick y el feminismo profético


Hace diez años las librerías se llenaron de ensayos de Stéphane Hessel y Edgar Morin sobre la indignación juvenil. La entrada en escena de la juventud del siglo XXI catapultó la reflexión sobre la importancia de salir a las calles y demandar pacíficamente derechos básicos. Hessel y Morin, dos viejos socialistas que pasaron por todas las izquierdas posibles, ponían su esperanza en la juventud globalizada del nuevo milenio. 
 Hace unos días, Álex Vicente hablaba en El País de un boom de ensayistas norteamericanas en el mundo editorial hispanoamericano. Aunque usó el término “ensayistas” tenía en mente a escritoras de no ficción como Joan Didion y Vivian Gornick, rescatadas editorialmente por varias casas en España y América Latina. Didion ha sido traducida y publicada por Random House y Gornick por Sexto Piso. 
 Nacidas en los 30, en los extremos geográficos de Estados Unidos, una en Sacramento; la otra en el Bronx, Didion y Gornick pertenecen a la generación de mujeres liberadas de la segunda ola feminista. Gornick estuvo vinculada a la asociación New York Radical Feminists, que encabezaron Shulamith Firestone y Anne Koedt, y Didion se interesó en las guerrillas centroamericanas de los años 70 y 80 y cuestionó muy severamente la política de Estados Unidos en esa región. 
 Pero el renovado interés en ambas, en el mercado iberoamericano, no tiene tanto que ver con sus miradas hacia América Latina o sus cercanías con la izquierda de la Guerra Fría. A Didion y a Gornick se les lee, en buena medida, como memorialistas del dolor de las mujeres bajo la opresión machista del último medio siglo. Una memoria del duelo femenino que dice mucho a la nueva generación de mujeres hispanoamericanas. 
 Lo primero que se advierte en libros como la novela Una liturgia común (2007) y el testimonio El año del pensamiento mágico (2006) de Didion, así como en textos de no ficción de Gornick como Apegos feroces (2017) y Mirarse de frente (2019), es que esa opresión de género posee una diferencia sustancial con el machismo sistémico del siglo XIX y la primera mitad del XX. El de las últimas décadas sigue siendo un machismo sistémico, pero que se reproduce luego de que el mensaje feminista logró alcanzar su mayor resonancia. 
 La forma en que Didion y Gornick le hablan a sus hijas, a través de sus libros, es muy reveladora de ese feminismo profético. La hija de Didion, Quintana Roo Dunne, adoptada por la escritora y su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, murió muy joven. El dolor de la madre se trasmite por medio de un sentimiento de mutilación, ligado a la imposibilidad de ver la realización de la hija como mujer. La misma temática, con la hija presente, recorre Apegos feroces de Gornick. 
 Es probable que las nuevas generaciones de mujeres hispanoamericanas lean a Didion y a Gornick como arquetipos de la madre feminista. En muchos casos, tal vez, como la madre feminista que no tuvieron. En todos, seguramente, como voces de un presente que resume las enseñanzas no aprendidas del pasado. Gornick y Didion son leídas como textos que confirman una profecía revelada pero no cumplida. En estos oleajes de la lectura iberoamericana pesa el género; no sólo el femenino sino el de la prosa. 
 Estas son mujeres que se manejan con soltura en una no ficción que reflexiona a través de la experiencia. Algo muy distinto al ensayo hispanoamericano tradicional, en el que destacaron grandes escritoras, de muy distinta fisonomía como María Zambrano, Victoria Ocampo, Lydia Cabrera o Fina García Marruz. En algunas de las últimas narradoras latinoamericanas, como Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli, Nona Fernández, Alejandra Costamagna, Mariana Enríquez o Pola Oloixarac, se lee una familiaridad con esa no ficción femenina. También, por supuesto, en escritoras estadounidenses más recientes como Rebecca Solnit y Jia Tolentino que certifican la solidez de esa tradición estilística.

martes, 16 de febrero de 2021

Los marxistas y la censura





La historia de los socialismos reales del siglo XX registra una serie de estados que ejercieron sistemáticamente la censura. No la censura religiosa o moralista, tan característica de muchos estados modernos, sino la censura dictada por una ideología de Estado. En la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao o la Cuba de Fidel Castro se practicó ese tipo de interdicción por décadas. 
     Esas prolongadas experiencias de restricción de la libertad de expresión crearon una cultura censora que sigue viva hoy, a pesar de las flexibilizaciones que, de manera oscilante, se han producido en esos tres países, Rusia, China y Cuba, desde los 90. Pero no únicamente en esos países; también en parte considerable de la comunidad internacional que justifica el autoritarismo por razones ideológicas, geopolíticas o mezcla de ambas. Me refiero a la peligrosa tesis de que “en todos lados hay censura”. 
     Algo que merecería mayor atención es que esa censura es ejercida por regímenes que, al menos en dos casos, todavía reclaman para sí la identidad comunista. Lo cual entra en contradicción con la propia tradición intelectual del marxismo y de los fundadores del comunismo, en el siglo XIX, que dedicaron buena parte de sus obras a combatir la censura bajo monarquías europeas del siglo XIX, como las de Prusia, Francia y Rusia. No sólo Marx, también Engels, Lafargue, Plejanov, Kautsky, Lenin, Luxemburgo o Gramsci, escribieron contra la censura. No sé si ya exista, pero muy fácilmente podría armarse una antología de marxistas contra la censura entre el Marx de la Gaceta Renana y el Gramsci de Avanti, en Turín. 
     Pero concentrémonos, por ahora, en los más conocidos textos de Marx en Colonia a principios de la década de 1840. Marx comprendió que en las monarquía europeas provenientes del periodo absolutista, la interdicción tenía fuertes motivos religiosos y conservadores. Pero advirtió que aquellos regímenes comenzaban a acercarse a una censura ideológica de Estado, que se manifestaba claramente en contra del movimiento obrero. A los socialistas se les censuraba, eventualmente, por defender el ateísmo o llamar a la violencia. Poco a poco, sin embargo, la censura se volvía más doctrinal, conforme la propia teoría socialista se desarrollaba. 
     Para Marx la censura no era una mera prohibición, sino la imposición de un discurso. La censura, decía, es la “crítica oficial” o, lo que es lo mismo, un acto del pensamiento. Por tanto, el Estado era la institución menos autorizada para poner en cuestión el derecho a la crítica. Con cada avance de la legislación de imprenta, planteada en los términos del jusnaturalismo universal, la censura se revelaba ilegal e inconstitucional. 
     En aquellos escritos juveniles, Marx vislumbraba el tema de nuestros días, captado por George Orwell en 1984: la postverdad. El abuso de la censura frustraba la búsqueda colectiva de la verdad y sometía al periodista “al más espantoso de los terrorismos, el tribunal de la sospecha”. Un periodista, un escritor o un artista censurado pasaba a ser un sujeto estigmatizado por sus ideas. El censurado, según Marx, no era penalizado por sus actos o su escritura. La prohibición de que un texto circulase se colocaba más allá de los hechos. “No se trata de hechos”, dice Marx, se trata de un reino salvajemente hipotético en que lo que cuentan son las intenciones ocultas o lo que el historiador ruso-francés León Poliakov llamó la “causalidad diabólica”. 
     Desde un punto de vista político, la crítica de Marx a la censura en la Gaceta Renana se enfoca directamente contra la burocracia: “la esencia de la censura descansa, en general, en la arrogante confianza que al Estado policiaco le merecen sus propios funcionarios”. En el siglo XXI la censura se reproduce desde la diversidad de medios de la era digital. Pero la crítica de Marx sigue siendo válida para cualquier Estado que ejerza censura desde su aparato burocrático.

martes, 26 de enero de 2021

Chesterton y la decadencia americana





Estos días de ceremonias republicanas en Estados Unidos, en medio de la crisis de la más vieja democracia del planeta, dejan ver lo mejor y lo peor de esa nación. Lo mejor tiene que ver con la reafirmación de una serie de normas y rituales de la república (división de poderes, alternancia, sucesión presidencial, rendición de cuentas…), sin los cuales no serían concebibles las democracias reales. Lo peor tiene que ver con una acendrada mentalidad providencial y mesiánica, ligada al culto a la pureza de la democracia estadounidense y a su supuesto liderazgo mundial. 
 El joven socialista cubano Raúl Escalona Abella hizo recientemente una relectura de G. K. Chesterton en busca de claves para pensar las tensiones entre herejía y ortodoxia en la isla. Cuando lo leí recordé inmediatamente a José Lezama Lima, uno de los grandes lectores del escritor londinense. En su ensayo Analecta del reloj (1953), Lezama sostenía que la narrativa policiaca de Chesterton, donde figuraba lo mismo un cura detective (el padre Brown) que un inspector metafísico (Aristide Valentin), debía ser asimilada junto con los ensayos del escritor católico, que cuestionaban la democracia y el liberalismo.
 Desde su ensayo Ortodoxia (1908), Chesterton se había percatado de que la idea conservadora del siglo XIX, de que los liberales y los masones, los judíos y los socialistas, eran “herejes” o “malos cristianos” y, por tanto, debían ser expulsados de la comunidad, estaba equivocada. Más a tono con la Rerum novarum de León XII que con la Cuanta cura y el Syllabus (1864) de Pío IX, Chesterton defendía, en palabras de Lezama, “una dilatación del catolicismo en profundidad y comprensión”, que “redujera los otros campos”. Una democracia debía evitar métodos inquisitoriales. 
 Por eso insultó tanto, al escritor inglés, el formulario del consulado de Estados Unidos en Londres, antes de su primer viaje. La primera pregunta era: “¿es usted anarquista?”. A lo que Chesterton hubiera querido responder: “¿y eso a usted qué diablos le importa. Es usted ateo?”. Luego le preguntaban: “¿está usted a favor de subvertir el gobierno de Estados Unidos por la fuerza?” o “¿es usted polígamo?”. Dice Chesterton al inicio de Lo que vi en América (1922) que le hubiera gustado responder esas preguntas después del viaje. 
 Desde antes de zarpar a Boston y Nueva York se hizo una idea de la democracia americana como nuevo tribunal del Santo Oficio, que confirmó en su recorrido por Estados Unidos. Había virtudes indiscutibles, a su juicio, en la cultura americana como la candidez, el igualitarismo, la energía, el entusiasmo –“no se avergüenzan de su emoción, como los ingleses”-, pero también detectaba vicios como el exacerbado nacionalismo cívico que llevaba a los americanos a pensarse como modelo o paradigma y a postular la democracia como "una inquisición”. 
 El escritor inglés creía, sin embargo, que ese sistema político estaba en decadencia. Aquella “eterna juventud del mundo”, que según Thomas Jefferson había arrancado con los ideales republicanos del siglo XVIII, estaba envejeciendo. Si eso decía Chesterton hace un siglo, qué podríamos decir nosotros hoy, después de Trump y el asalto al Capitolio. Pero no habría que olvidar que Chesterton usaba el argumento de la decadencia americana como un tópico conservador o específicamente antiliberal. 
 Valga el recordatorio para concluir que el diagnóstico de la “decadencia americana” no lo inventaron los fascistas y los comunistas sino los conservadores y los reaccionarios del siglo XIX. Y valga también para sugerir que una lectura de Chesterton, desde el siglo XXI, que recorra sus ironías contra la democracia y la república, puede ser estimulante. Pero si esa lectura soslaya ciertos elementos distintivos, como el conservadurismo, el racismo y, especialmente, el antisemitismo, del gran escritor católico, nunca será una lectura completa.

martes, 19 de enero de 2021

Timothy Snyder: un historiador contra el golpe





El profesor de la Universidad de Yale, Timothy Snyder, ha demostrado en días recientes cuán importante puede ser la voz de un historiador en una crisis política nacional. Autor de un par de libros sumamente críticos del naciente gobierno de Donald Trump, On Tyranny (2017) y The Road to Unfreedom (2018), Snyder publicó un artículo certero en The New York Times Magazine, “The American Abyss”, conversó con Amy Goodman y Juan González en National Public Radio y concedió entrevistas a varias televisoras estadounidenses. En todas sus intervenciones llamó a pensar la crisis política actual como historiador. 
    No duda en definir como “intento de golpe de Estado” el asalto al Capitolio por grupos de supremacistas blancos, con un rol visible en las bases electorales de Trump. No fue aquello una “insurrección”, como sostiene la clase política bipartidista, en su comprensible defensa del orden institucional de la democracia estadounidense. En la práctica, lo que intentaron hacer los asaltantes fue impedir que el Congreso confirmara la elección de Joe Biden. 
    Para Snyder eso no puede entenderse sino como amago de perpetuación en el poder. Lo más terrible, dice el historiador, es que lo que ha sucedido era previsible desde hace cuatro años. Trump no ocultó su simpatía por nuevos autoritarismos como los de Vladimir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdogan en Turquía o Rodrigo Duterte en Filipinas. Su tendencia a doblegar las instituciones se manifestó lo mismo en la relación con las dos cámaras del congreso que con la Corte Suprema. Desde un inicio, dejó claro que controlar políticamente ambos poderes, para limitar su función de contrapesos, era su prioridad. 
     Snyder es un historiador político que no descuida la dimensión social de los conflictos. El desconocimiento de los resultados de la elección presidencial y las constantes acusaciones de fraude, sin pruebas, no cayeron en el vacío. Millones de trumpistas asumieron esas mentiras y las reprodujeron en las redes sociales. ¿Qué significaba esa socialización de la mentira, se pregunta el historiador? Ni más ni menos que una visión excluyente de la sociedad norteamericana, ya que el voto por Trump era entendido como una seña de identidad política de hombres blancos, heterosexuales y cristianos, que sienten amenazada su hegemonía. 
     Cuando Trump y sus seguidores decían que había que contar únicamente los “votos verdaderos” sugerían una partición del país que evocaba inevitablemente la Guerra de Secesión y las leyes Jim Crow, que a partir de 1876 oficializaron la segregación racial. El desfile de banderas de la confederación, por los salones del Capitolio, escenificó una orientación simbólica bastante extendida en las bases del trumpismo. Decenas de legisladores republicanos, con Ted Cruz y otros a la cabeza, intentaron consumar el golpe por medio de la obstrucción del triunfo de Biden. 
     Según Snyder no se debe pensar el trumpismo como un fenómeno reducido al líder y una turba de fieles extremistas. El trumpismo es ya un movimiento con un sustrato demográfico bastante extendido, aunque no asimilable a la totalidad de los 74 millones que votaron por Trump. Ese movimiento tiene, también, un pie en el Partido Republicano, pero no puede decirse que todo el partido o la mayoría de su clase política haya sido colonizada por su flanco más reaccionario. El “abismo americano” es un escenario que no agencian únicamente Trump y sus huestes. 
    La crisis de la democracia en Estados Unidos tiene orígenes precisos en el agotamiento de una estratificación y hegemonía sociales que ejercen resistencia al multiculturalismo desde los años 90 y que, tras la última crisis económica y la persistencia del patrón neoliberal, potencian el trumpismo. Los enemigos de Estados Unidos quisieran su colapso y alientan el liderazgo de Trump. La salida, dice Snyder, no es otra que una reforma política profunda.

martes, 22 de diciembre de 2020

Benedict Anderson y el cruce de fronteras



Acaban de publicarse en español las memorias de Benedict Anderson, uno de los historiadores más entrañables de fines del siglo XX y principios del XXI. Anderson fue por décadas profesor de la Universidad de Cornell y en América Latina alcanzó pleno reconocimiento tras su libro Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983). Pocos libros fueron tan citados en el campo académico latinoamericano, en aquel contexto turbulento de las transiciones democráticas y el colapso del campo socialista. 
    A diferencia de otros autores como Ernest Gellner o Anthony Smith, que enmarcaron sus estudios del nacionalismo en Europa, Anderson dio mucha importancia a la historia de las Américas, tanto de Estados Unidos como de América Latina. De este lado del mundo observaba el surgimiento de naciones postcoloniales que desde el siglo XIX se afirmaron frente a los grandes imperios atlánticos, como en el centro y este de Europa se habían afirmado frente a Rusia, Prusia o Austria. 
    Las naciones y los nacionalismos americanos aceleraron las fracturas de imperios como el español y el británico, en esta orilla del Atlántico, o cambiaron la sede de la monarquía católica portuguesa. Aquellas naciones, desde Estados Unidos hasta Argentina, eran nuevas, no estaban dadas desde el periodo de expansión del Estado absolutista entre los siglos XVI y XVIII. Esa idea de la identidad nacional como construcción, que apelaba al papel de la “imaginación” y de la “invención” de las élites letradas locales, llegó a ser muy popular, aunque desató resistencias en los nacionalismos tradicionales que persisten hasta hoy. 
   En América Latina y el Caribe, especialmente en la izquierda, siguen existiendo actores políticos que piensan las identidades nacionales como algo fijo e inmutable desde los tiempos de los padres fundadores de las repúblicas en el siglo XIX. En sus memorias Una vida más allá de las fronteras (2016), que apareció en inglés al año de su muerte, Anderson recuerda que no hubiera alcanzado esa visión de los nacionalismos subalternos sin una vida peregrina, que lo llevó de China, donde nació, a California y a Irlanda, donde estudió, a Tailandia, Indonesia y Filipinas, donde investigó. 
   Su carrera académica comenzó en Cornell, a fines de los 50, como especialista en el Sudeste asiático de la mano de George Kahin, autor del clásico Nationalism and Revolution in Indonesia (1951). La obra académica de Anderson corre paralela a los procesos de descolonización en Asia y, en buena medida, se nutre de la transformación de antiguas fronteras imperiales en nuevas naciones modernas. Su espléndido estudio sobre Filipinas, Under Three Flags. Anarquism and Anticolonial Imagination (2007) reconstruyó la vida de José Rizal, el escritor y patriota filipino, siguiendo la pista a las conexiones entre independentismo y anarquismo, que también cultivaron líderes nacionalistas del Caribe como el puertorriqueño Ramón Emeterio Betances y el cubano José Martí. 
    Las memorias de Anderson contienen pasajes muy aleccionadores sobre la relación con su hermano menor, el importante teórico marxista de la New Left Review, Perry Anderson. Dice en un momento Anderson que “tuvo la fortuna de contar con un hermano un poco menor y más inteligente” que lo puso en contacto con el brillante grupo de la NLR: E. P. Thompson, Eric Hobsbawm o Tom Nairn, cuyo estudio sobre los nacionalismos europeos fue decisivo para la elaboración de Comunidades imaginadas
    Con mezcla de humildad, generosidad y genuina admiración, Anderson sostiene que sin los libros de su hermano sobre el feudalismo y el absolutismo europeos y sin el contacto con los marxistas de la NLR su obra no hubiera dado el salto del nacionalismo al internacionalismo que se observa en Bajo tres banderas. Un internacionalismo que lo llevó a traspasar fronteras en la vida y en la obra.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Alfonso Reyes y los primeros días del Colmex


Se conmemoran ochenta años del nacimiento de El Colegio de México y releemos apuntes del Diario de Alfonso Reyes en aquellos días de octubre de 1940. El lunes 7 fue una de las primeras veces que Reyes habló de la transformación de La Casa de España en El Colegio de México y lo hizo para comentar que había visitado la nueva sede en la calle Pánuco, número 63, donde debían trasladarse tanto la institución académica como las oficinas del Fondo de Cultura Económica, que compartían instalaciones en Madero 32. 
    En aquellos días, la actividad de Reyes era febril, como de costumbre: escribía su libro La crítica en la edad ateniense, se entrevistaba con Silvio Zavala, a quien pronto nombraría director del Centro de Estudios Históricos, y conversaba los domingos en la tarde con José Gaos: “pocas cosas mejores en este momento de mi vida que los diálogos con Gaos”, escribió aquel mismo lunes 7 de octubre. Pero Reyes no sólo consagraba su tiempo a la obra literaria y a la gestión administrativa y académica del Colmex. También hacía política y diplomacia de altura a través de su acceso privilegiado al Secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, y al Director del Banco de México, Eduardo Villaseñor, quienes junto a Gustavo Baz, Rector de la Universidad Nacional, y Daniel Cosío Villegas, desde el Fondo de Cultura Económica, serían socios fundadores de la institución. 
     En aquellos días de octubre, mientras mudaba La Casa de España a El Colegio de México, Reyes seguía de cerca el avance del franquismo en España. Al conocer la noticia del fusilamiento de Lluís Companys, presidente de la Generalitat catalana, en el castillo de Montjuic, se lanzó a la Secretaría de Hacienda y “casi forzó la puerta” de Suárez, que estaba reunido con Ramón Beteta, para salvar la vida del dramaturgo Cipriano Rivas Cherif, diplomático de la República española, arrestado en Francia por la Gestapo en 1940. No sabemos si por gestión de Reyes, pero a Rivas Cherif le conmutaron la pena de muerte y pudo exiliarse en México años más tarde. 
     La propia mutación de la Casa de España en El Colegio de México, según el diario de Reyes, tuvo que ver con las tensiones diplomáticas de fines del sexenio de Lázaro Cárdenas e inicios del de Manuel Ávila Camacho. La entrada del 16 de octubre da a entender que la premura con que Reyes y Cosío Villegas impulsaron la oficialización notarial de El Colegio como “institución civil”, por parte del gobierno de Ávila Camacho, se originó en el rechazo a un proyecto alternativo de algunos líderes del exilio español, como Indalecio Prieto y Felipe Sánchez Román, de reemplazar la Casa de España con un Instituto Mexicano, administrado por ellos mismos. 
     Ya el 26 de octubre de 1940, anotaba Reyes que se había logrado “la mudanza total del Colegio de México, de Madero 32, donde fue La Casa de España, a Pánuco 63”. El lunes 28 agrega que ha despachado “muy a gusto” en las nuevas oficinas de la institución, donde recibe a colegas de la Universidad como Eduardo García Máynez y Agustín Millares Carló, a Gonzalo Robles y a su viejo vecino del Fondo, Daniel Cosío Villegas. No es hasta el 9 de noviembre que comunica al presidente Ávila Camacho y a la prensa “la transformación de La Casa de España en El Colegio de México”. 
     Todo el lunes 11 de ese mes se la pasó dando entrevistas a periódicos mexicanos sobre los propósitos y expectativas del nuevo centro académico. Son aquellos, días de gran satisfacción profesional para Reyes y, al mismo tiempo, de soledad, tristeza y penosas carencias económicas –dice haber cambiado su “última moneda de oro” para comprar medicinas. 
      Esa misma tarde, luego de la siesta, escribe que ha despertado con “esa tristeza lúcida, aguda, penetrante”, que lo “hace traspasar las apariencias de su vida” y que le permite ver “en toda crudeza su última soledad”. Dice también que no quiere que en “su diario anodino quede huella” de la felicidad perdida. Por fortuna, no lo logró.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Engels y el racismo




Hace doscientos años nació en Barmen, aldea de la actual ciudad de Wuppertal, en la zona occidental de Alemania, Friedrich Engels. Su padres provenían de ricas familias de pietistas luteranos, dueños de empresas textiles en su ciudad natal, pero también en Salford, Manchester, Inglaterra, a donde el joven Friedrich fue enviado como gerente de la compañía Ermen & Engels Victoria Mill en 1842. Su observación de las terribles condiciones en que vivían y trabajaban sus propios empleados le permitió escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), su primer libro en solitario. 
   Antes había firmado con Karl Marx La sagrada familia (1844), una diatriba contra Bruno Bauer y los jóvenes hegelianos, a la que siguieron otras controversias como La ideología alemana (1846), contra Feuerbach y Stirner. Todo aquel periodo previo a la publicación de El manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels estuvo dedicado a rebatir y confrontar a sus rivales teóricos. Ese estilo polémico no culminó con la exposición del programa comunista en 1848 ni con la publicación del primer tomo de El Capital en 1867, donde Marx sintetizó más cabalmente su teoría del capitalismo. 
   Muchos libros de Marx y Engels, como La miseria de la filosofía (1847) o Herr Vogt (1860) del primero contra el importante pensador francés Pierre-Joseph Proudhon y contra el naturalista alemán Klaus Vogt, o Anti-Dühring (1876) y Del socialismo utópico al socialismo científico (1880) del segundo contra Saint-Simon, Owen, Fourier y otros socialistas y anarquistas románticos, respondieron a ese formato de la invectiva, que en momentos se acercaba al panfleto. 
   No por gusto uno de los principales discípulos de ambos, Vladimir I. Lenin, consideró a Engels el primer manualista del marxismo. Pero así como Marx no siempre se dedicó a las catilinarias contra socialdemócratas y anarquistas, y escribió El Capital, algunas de las obras de Engels, más cercanas a un pensamiento propio, como Dialéctica de la naturaleza (1883) o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), fueron, en realidad, glosas de naturalistas y antropólogos evolucionistas como el alemán Ernst Haeckel, el francés Jean-Baptiste Lamarck y el estadounidense Lewis Henry Morgan. 
   Engels fue un devoto de Morgan, etnólogo de Nueva York, que ganó fama estudiando los tipos de parentescos entre iroqueses y chippewas. Las tesis de Morgan desembocaron en una clasificación de las “sociedades primitivas” a partir de diversos grados de “salvajismo” y “barbarie”, que sirvió de legitimación para la conquista del Oeste en Estados Unidos, la esclavitud de afrodescendientes y el imperialismo y el colonialismo europeo del XIX. Dentro de aquellas tipologías “bárbaras” figuraban verdaderas civilizaciones como las mesoamericanas. 
   No hay dudas de que en la obra tardía de Engels hubo apuntes interesantes sobre la cuestión social bajo el capitalismo industrial, especialmente en lo referido a los derechos de los obreros y las mujeres, que desarrollaron algunos miembros del círculo más cercano del primer marxismo, como Eleonor Marx, Paul Lafargue y August Bebel. Pero es irrefutable que hubo un núcleo darwinista social, en aquellos textos finales de Engels, que al ser apropiado por el marxismo-leninismo soviético, en la época de Stalin, propició los costosos experimentos genéticos y agrónomos de Trofim Lysenko. 
    Los biógrafos e historiadores del marxismo han documentado hasta el detalle la paradoja de que buena parte del financiamiento de la obra teórica y política de los primeros comunistas corriera a cargo de un magnate del capitalismo textil alemán e inglés. Pero hay otra paradoja de la que no quieren hacerse cargo muchos marxistas, sobre todo en la izquierda latinoamericana y caribeña del siglo XXI, que es la de la fuerte herencia eugenésica y racista que pasó de Engels al dogmatismo soviético.