Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 17 de diciembre de 2020

Alfonso Reyes y los primeros días del Colmex


Se conmemoran ochenta años del nacimiento de El Colegio de México y releemos apuntes del Diario de Alfonso Reyes en aquellos días de octubre de 1940. El lunes 7 fue una de las primeras veces que Reyes habló de la transformación de La Casa de España en El Colegio de México y lo hizo para comentar que había visitado la nueva sede en la calle Pánuco, número 63, donde debían trasladarse tanto la institución académica como las oficinas del Fondo de Cultura Económica, que compartían instalaciones en Madero 32. 
    En aquellos días, la actividad de Reyes era febril, como de costumbre: escribía su libro La crítica en la edad ateniense, se entrevistaba con Silvio Zavala, a quien pronto nombraría director del Centro de Estudios Históricos, y conversaba los domingos en la tarde con José Gaos: “pocas cosas mejores en este momento de mi vida que los diálogos con Gaos”, escribió aquel mismo lunes 7 de octubre. Pero Reyes no sólo consagraba su tiempo a la obra literaria y a la gestión administrativa y académica del Colmex. También hacía política y diplomacia de altura a través de su acceso privilegiado al Secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, y al Director del Banco de México, Eduardo Villaseñor, quienes junto a Gustavo Baz, Rector de la Universidad Nacional, y Daniel Cosío Villegas, desde el Fondo de Cultura Económica, serían socios fundadores de la institución. 
     En aquellos días de octubre, mientras mudaba La Casa de España a El Colegio de México, Reyes seguía de cerca el avance del franquismo en España. Al conocer la noticia del fusilamiento de Lluís Companys, presidente de la Generalitat catalana, en el castillo de Montjuic, se lanzó a la Secretaría de Hacienda y “casi forzó la puerta” de Suárez, que estaba reunido con Ramón Beteta, para salvar la vida del dramaturgo Cipriano Rivas Cherif, diplomático de la República española, arrestado en Francia por la Gestapo en 1940. No sabemos si por gestión de Reyes, pero a Rivas Cherif le conmutaron la pena de muerte y pudo exiliarse en México años más tarde. 
     La propia mutación de la Casa de España en El Colegio de México, según el diario de Reyes, tuvo que ver con las tensiones diplomáticas de fines del sexenio de Lázaro Cárdenas e inicios del de Manuel Ávila Camacho. La entrada del 16 de octubre da a entender que la premura con que Reyes y Cosío Villegas impulsaron la oficialización notarial de El Colegio como “institución civil”, por parte del gobierno de Ávila Camacho, se originó en el rechazo a un proyecto alternativo de algunos líderes del exilio español, como Indalecio Prieto y Felipe Sánchez Román, de reemplazar la Casa de España con un Instituto Mexicano, administrado por ellos mismos. 
     Ya el 26 de octubre de 1940, anotaba Reyes que se había logrado “la mudanza total del Colegio de México, de Madero 32, donde fue La Casa de España, a Pánuco 63”. El lunes 28 agrega que ha despachado “muy a gusto” en las nuevas oficinas de la institución, donde recibe a colegas de la Universidad como Eduardo García Máynez y Agustín Millares Carló, a Gonzalo Robles y a su viejo vecino del Fondo, Daniel Cosío Villegas. No es hasta el 9 de noviembre que comunica al presidente Ávila Camacho y a la prensa “la transformación de La Casa de España en El Colegio de México”. 
     Todo el lunes 11 de ese mes se la pasó dando entrevistas a periódicos mexicanos sobre los propósitos y expectativas del nuevo centro académico. Son aquellos, días de gran satisfacción profesional para Reyes y, al mismo tiempo, de soledad, tristeza y penosas carencias económicas –dice haber cambiado su “última moneda de oro” para comprar medicinas. 
      Esa misma tarde, luego de la siesta, escribe que ha despertado con “esa tristeza lúcida, aguda, penetrante”, que lo “hace traspasar las apariencias de su vida” y que le permite ver “en toda crudeza su última soledad”. Dice también que no quiere que en “su diario anodino quede huella” de la felicidad perdida. Por fortuna, no lo logró.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Engels y el racismo




Hace doscientos años nació en Barmen, aldea de la actual ciudad de Wuppertal, en la zona occidental de Alemania, Friedrich Engels. Su padres provenían de ricas familias de pietistas luteranos, dueños de empresas textiles en su ciudad natal, pero también en Salford, Manchester, Inglaterra, a donde el joven Friedrich fue enviado como gerente de la compañía Ermen & Engels Victoria Mill en 1842. Su observación de las terribles condiciones en que vivían y trabajaban sus propios empleados le permitió escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), su primer libro en solitario. 
   Antes había firmado con Karl Marx La sagrada familia (1844), una diatriba contra Bruno Bauer y los jóvenes hegelianos, a la que siguieron otras controversias como La ideología alemana (1846), contra Feuerbach y Stirner. Todo aquel periodo previo a la publicación de El manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels estuvo dedicado a rebatir y confrontar a sus rivales teóricos. Ese estilo polémico no culminó con la exposición del programa comunista en 1848 ni con la publicación del primer tomo de El Capital en 1867, donde Marx sintetizó más cabalmente su teoría del capitalismo. 
   Muchos libros de Marx y Engels, como La miseria de la filosofía (1847) o Herr Vogt (1860) del primero contra el importante pensador francés Pierre-Joseph Proudhon y contra el naturalista alemán Klaus Vogt, o Anti-Dühring (1876) y Del socialismo utópico al socialismo científico (1880) del segundo contra Saint-Simon, Owen, Fourier y otros socialistas y anarquistas románticos, respondieron a ese formato de la invectiva, que en momentos se acercaba al panfleto. 
   No por gusto uno de los principales discípulos de ambos, Vladimir I. Lenin, consideró a Engels el primer manualista del marxismo. Pero así como Marx no siempre se dedicó a las catilinarias contra socialdemócratas y anarquistas, y escribió El Capital, algunas de las obras de Engels, más cercanas a un pensamiento propio, como Dialéctica de la naturaleza (1883) o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), fueron, en realidad, glosas de naturalistas y antropólogos evolucionistas como el alemán Ernst Haeckel, el francés Jean-Baptiste Lamarck y el estadounidense Lewis Henry Morgan. 
   Engels fue un devoto de Morgan, etnólogo de Nueva York, que ganó fama estudiando los tipos de parentescos entre iroqueses y chippewas. Las tesis de Morgan desembocaron en una clasificación de las “sociedades primitivas” a partir de diversos grados de “salvajismo” y “barbarie”, que sirvió de legitimación para la conquista del Oeste en Estados Unidos, la esclavitud de afrodescendientes y el imperialismo y el colonialismo europeo del XIX. Dentro de aquellas tipologías “bárbaras” figuraban verdaderas civilizaciones como las mesoamericanas. 
   No hay dudas de que en la obra tardía de Engels hubo apuntes interesantes sobre la cuestión social bajo el capitalismo industrial, especialmente en lo referido a los derechos de los obreros y las mujeres, que desarrollaron algunos miembros del círculo más cercano del primer marxismo, como Eleonor Marx, Paul Lafargue y August Bebel. Pero es irrefutable que hubo un núcleo darwinista social, en aquellos textos finales de Engels, que al ser apropiado por el marxismo-leninismo soviético, en la época de Stalin, propició los costosos experimentos genéticos y agrónomos de Trofim Lysenko. 
    Los biógrafos e historiadores del marxismo han documentado hasta el detalle la paradoja de que buena parte del financiamiento de la obra teórica y política de los primeros comunistas corriera a cargo de un magnate del capitalismo textil alemán e inglés. Pero hay otra paradoja de la que no quieren hacerse cargo muchos marxistas, sobre todo en la izquierda latinoamericana y caribeña del siglo XXI, que es la de la fuerte herencia eugenésica y racista que pasó de Engels al dogmatismo soviético.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Sostiene Revueltas





Entre los varios aciertos de la Biografía judicial del 68 (Debate, 2020), que acaba de publicar el exministro de la Corte Suprema de la Nación, José Ramón Cossío, está la reproducción del testimonio de José Revueltas en las averiguaciones previas del proceso judicial contra los acusados de sedición, llamado a la rebelión, asociación delictuosa y otros delitos a fines de 1968. Hay muchas declaraciones interesantes –las de Manuel Marcué Pardiñas, Eli de Gortari o Julio Boltvinik, por ejemplo-, pero las de Revueltas destacan por su elocuencia. 
     En el acta ministerial que le levantaron el 18 de noviembre de 1968, el autor del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) reconoció su participación en el movimiento estudiantil. Dijo que había participado en la manifestación encabezada por el rector Javier Barros Sierra, que había asesorado a líderes estudiantiles como Roberto Escudero y Rufino Perdomo y que había intervenido en varias sesiones del Comité Nacional de Huelga (CNH). Lo singular en la posición de Revueltas es que su defensa de la autonomía universitaria o, mejor, de la “autogestión académica”, no estaba reñida con la búsqueda de una alianza de diversos grupos sociales oprimidos para lograr la que llamaba “transformación socialista del sistema económico-político mexicano”, preferiblemente por vías pacíficas. 
    Lo que decía el escritor sobre esa “autogestión”, lo mismo en
el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, que ante el Ministerio Público, era una extensión, al ámbito universitario, de la vieja tesis consejista y trotskista del “autogobierno obrero”. A diferencia de otras víctimas de la represión, que negaban vínculos con el comunismo para sobrevivir al macartismo diazordacista, Revueltas, que no militaba en el PCM desde su expulsión en 1943 y que también había roto con el lombardismo, sostenía ante los agentes de la PJF que había sido comunista desde los 14 años. Que siempre había sido partidario de implantar el socialismo en México y que, por ello, había sido arrestado y enviado a las Islas Marías. Con una diafanidad que debió sorprender a sus verdugos, daba la razón al argumento oficial de que el movimiento estudiantil era un paso hacia la instauración del comunismo en México. 
    Los estudiantes, a su juicio, habían entrado en una lógica de acción que conducía a la alianza revolucionaria con los obreros y los campesinos. En un momento, la Dirección General de Averiguaciones Previas de la PGR no tuvo más remedio que transcribir textualmente a Revueltas: “la masa estudiantil desborda su propio potencial en virtud de razones biológicas propias, sin que baste para frenarla ninguna clase de admoniciones en determinados momentos de violencia, tales como el incendio de autobuses o la defensa violenta de sus centros educativos”. Era un tratadista en el juzgado, que expresaba oralmente las mismas ideas que escribiría en aquellos meses de lucha y, luego, en el presidio de Lecumberri. 
    Los escritos reunidos en México 68: juventud y revolución (Era, 1978), están llenos de pasajes similares sobre la necesidad del rebasamiento del pliego petitorio y el despegue de una situación revolucionaria en México. Insistía en que su ruta preferida para el cambio era la pacífica –“mi arma es mi mente”, afirmaba-, pero no “condenaba, ni impedía” los métodos violentos, ya que cuando “se cerraban todas las opciones democráticas”, la “lucha armada era el camino para derrocar al Gobierno”. 
    En el cúmulo de declaraciones y careos reconstruido por el ministro Cossío, vuelve a escucharse la voz coherente de José Revueltas en el 68. No hay máscara ni simulación ahí, pero tampoco el rejuego geopolítico al uso de la izquierda latinoamericana de entonces y de ahora. La rebelión juvenil era un movimiento autónomo contra “dos estalinismos”, el priista y el soviético, que habían confiscado y desvirtuado el sentido de la palabra Revolución.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Feminismos latinoamericanos


La socióloga e historiadora argentina Dora Barrancos, profesora de la Universidad de Buenos Aires, publica en la colección Historia Mínima del Colmex, que dirige Pablo Yankelevich, en ensayo sobre los feminismos. Se trata de un recorrido por la lucha por los derechos de las mujeres en una veintena de países latinoamericanos y caribeños. 
     Barrancos se formó en los estudios sobre el anarquismo y el movimiento obrero. Su mirada al feminismo proviene de la tradición socialista, lo cual es bastante común por razones históricas. Aunque en el siglo XIX hubo aportes al tema desde corrientes liberales y positivistas (John Stuart Mill, Herbert Spencer, Lewis Morgan…) fueron socialistas, como Friedrich Engels, August Bebel, Paul Lafargue o Léon Abensour, quienes, desde campos intelectuales controlados por hombres, avanzaron más en lo que estrechamente se llamaba entonces “la cuestión de la mujer”. 
     Desde el siglo XIX llegó a establecerse con claridad el carácter patriarcal del capitalismo. En ese empeño algunas intelectuales mujeres, como Olympe de Gouges, Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Flora Tristán, jugaron un papel destacado. Pero es en las primeras décadas del siglo XX, cuando se articula el movimiento sufragista, que comienza propiamente la historia de los feminismos latinoamericanos. Barrancos repasa, uno a uno, esos movimientos. En México, por ejemplo, recuerda la labor de Elena Arizmendi, Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, Elena Torres, Evelyn Roy, Refugio García, Ofelia Domínguez Navarro y Matilde Rodríguez Cabo, entre otras. 
     Aquel primer feminismo, anterior a la generalización del sufragio en América Latina, pugnaba, fundamentalmente, por la extensión a la mujer de los mismos derechos sociales y políticos del hombre. En la mayoría de los casos, esa pugna se reflejaba en una búsqueda de reconocimiento dentro de organizaciones políticas, fundamentalmente masculinas, como los partidos comunistas o el PRI mexicano, donde sobresalió la figura de Amalia González Caballero de Castillo Ledón. 
     Lo mismo que en los casos emblemáticos de Evita Perón en Argentina o Celia Sánchez Manduley y Vilma Espín en Cuba, el feminismo latinoamericano fue, hasta la segunda mitad del siglo XX, una corriente subordinada a los grandes proyectos de la izquierda, fuera ésta nacionalista revolucionaria, comunista o populista. Es a partir de los 60, cuando se vertebra la Nueva Izquierda, en contraposición no sólo a las derechas católicas y liberales sino al comunismo ortodoxo, que arranca propiamente un feminismo por sí y para sí en América Latina y el Caribe. 
     Había, por supuesto, una sociabilidad autónoma de género a través de los ateneos y las revistas femeninas. Pero los proyectos políticos predominantes no eran antipatriarcales como comenzarían a serlo a partir de los años 70 del siglo XX. Ese cambio de perspectiva o “segunda ola” del feminismo, sostiene Barrancos, no hubiera sido posible sin las aportaciones teóricas de Simone de Beauvoir, Annie Lecrerc, Helen Gurley Brown, Betty Friedman, Gloria Steinem, Shulamith Firestone, Kate Millett, Germaine Greer, Juliet Mitchell y Sheila Rowbotham. 
      Fueron aquellos los referentes de la renovación del feminismo latinoamericano, a fines del siglo XX, que Barrancos constata en la obra de las argentinas Alicia Puleo y Emilce Dio Bleichmar o las mexicanas Lourdes Arizpe, Elena Urrutia y Marta Lamas. A diferencia del sufragismo de la primera ola y del énfasis en la diversidad sexual de la segunda, la nueva fase del feminismo en América Latina muestra una intensificación del activismo político contra la violencia, los feminicidios y todas las prácticas posibles del machismo. Movimientos como el “Ni una menos” en Argentina o “Ni una más” en México implican, al decir de Barrancos, “una movilización multitudinaria que desafía las resistentes barreras patriarcales”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Cárdenas y los intelectuales



Existe una imagen de Lázaro Cárdenas, como estadista hierático, construida a partir de la lectura de sus informes de gobierno y discursos oficiales. Pero otra lectura más atenta, como la que han emprendido Ricardo Pérez Monfort, Veka G. Dunkan y otros historiadores, devela un mundo de referencias sofisticadas, redes intelectuales y vasta cultura histórica, bajo la trayectoria política del revolucionario michoacano. Alguna vez mencionamos aquí que en sus diarios y epistolarios abundan alusiones a Waldo Frank, Carlos Pereyra, Frank Tannenbaum, Ignazio Silone y otros intelectuales de principios del siglo XX.
    Son también conocidos sus diálogos con académicos e historiadores como Narciso Bassols, Jesús Silva Herzog, Luis Chávez Orozco y Daniel Cosío Villegas, así como su impulso a instituciones académicas, editoriales y revistas como El Colegio de México, el Instituto Politécnico Nacional, el Fondo de Cultura Económica, El Trimestre Económico y Cuadernos Americanos. Podría hablarse, incluso, de un “campo intelectual cardenista”, que se extiende y renueva en la Guerra Fría por medio de organizaciones como el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) y la revista Política (1960-1967), impulsada por Manuel Marcué Pardiñas y Jorge Carrión. 
    Desde que fue gobernador de Michoacán, a fines de los 20, Cárdenas desarrolló una comprensión de los grandes problemas nacionales, especialmente los relacionados con la tierra, la industria y la educación, que partió de una lectura plural y precisa de la historia mexicana previa y posterior a la Revolución de 1910. Un texto donde leer esa visión es el ensayo Una conversación sobre la Reforma Agraria (1963), resultado de un diálogo con la generación de 1961 en la Universidad de Chapingo, que editó Cuadernos Americanos. 
    Allí Cárdenas reconstruía la historia del agrarismo mexicano, pero lo hacía desde una perspectiva amplia y en nada sectaria. Partía del clásico El agrarismo mexicano y la reforma agraria (1959) de Silva Herzog y, a la vez, proponía una genealogía del pensamiento agrarista, de su propia cosecha y muy heterodoxa. Recordaba Cárdenas lo que habían pensado, sobre el tema de la propiedad rural, Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Justo Sierra, tres figuras enmarcadas en la tradición liberal. Luego se detenía en Emiliano Zapata y el Plan de Ayala, que veía como personificaciones de la demanda de propiedad comunal. Pero reconocía, en contra de mucha narrativa prejuiciada, que la causa agraria también había sido defendida por otros líderes como Madero, Carranza o Lucio Blanco. 
     No podría completarse la historia de la relación de Cárdenas con los intelectuales sin su respaldo a la Revolución Cubana y a la Nueva Izquierda en los años 60. Escritores y pensadores como Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés y Víctor Flores Olea fueron algunos de los renovadores del cardenismo en aquella década. En diálogo con C. Wright Mills y otros pensadores de la Nueva Izquierda, aquellos intelectuales apostaron por el descongelamiento de la Revolución Mexicana en la Guerra Fría.

miércoles, 21 de octubre de 2020

León Portilla en Santo Domingo





Hoy que Cristóbal Colón ha desaparecido de su pedestal en el Paseo de la Reforma, glosamos una proeza del historiador mexicano Miguel León Portilla, a un año de su muerte. Era 1983 y el gobierno de Felipe González, en España, había convocado a la comunidad iberoamericana a instalar, en sus respectivos países, comisiones para conmemorar el V Centenario de la llegada de Colón a América en 1992. En México, el presidente Miguel de la Madrid y el canciller Bernardo Sepúlveda Amor encargaron al autor de La visión de los vencidos (1959) encabezar la comisión.
  En un encuentro entre comisiones nacionales, celebrado en Santo Domingo, República Dominicana, en 1984, el académico sostuvo su conocida tesis de que la palabra “descubrimiento” no era adecuada para trasmitir el sentido de un proceso como la conquista, colonización y evangelización de los pueblos originarios de América, iniciado en octubre de 1492. León Portilla proponía conmemorar, no celebrar, el “encuentro de dos mundos”, en vez del descubrimiento de un mundo que ya existía por otro que aspiraba a dominarlo. 
 En México, aquella tesis sería hostilizada por muchos: Edmundo O’Gorman, Antonio Gómez Robledo, Leopoldo Zea, Enrique Dussel… Todos reiteraban, desde muy diversas perspectivas, el mantra de “ni descubrimiento ni encuentro”. O’Gorman, porque pensaba que el “ser” del mundo americano, “inventado” a fines del siglo XV, era una construcción europea. Zea, porque más que descubrimiento o encuentro, lo que que había sucedido era un “encubrimiento” de la cultura americana por la civilización occidental. Dussel, porque ninguno de esos conceptos, “descubrimiento”, “encuentro” o “encubrimiento”, escapaba a la lógica colonial, ni propiciaba el “desagravio histórico” de las comunidades colonizadas. 
 La hazaña de León Portilla consistió en defender su tesis, a la que dotaba de un fuerte acento anticolonial, no sólo en México, donde contó siempre con el auxilio de colaboradores como Roberto Moreno de los Arcos, José María Muriá y Guillermo Bonfil Batalla, sino en España y diversos países latinoamericanos. Uno de ellos, República Dominicana, donde Colón es venerado como almirante, escritor y estadista. En Santo Domingo, Colón preside la Plaza Mayor, frente a la Catedral primada de América. República Dominicana, lo mismo que Cuba, cuenta con una larga tradición intelectual y política de culto a Colón.
 Los grandes intelectuales dominicanos, lo mismo que los cubanos, siempre han considerado que el Diario de navegación de Colón es una de las primeras obras de la literatura caribeña, donde observan indicios de una representación utópica de esas islas que refuerza el nacionalismo cultural. Así leyeron a Colón grandes escritores como Pedro Henríquez Ureña y José Lezama Lima. 
 El culto a Colón en Santo Domingo, que une a rivales políticos como el dictador Rafael Leónidas Trujillo y el líder revolucionario Juan Bosch, quien tituló uno de sus libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro (1969), llegó al extremo de autorizar la creencia de que los restos del Almirante no están en la tumba de la catedral de Sevilla sino en el Faro Colón, instalado en la isla en 1992, como parte de la conmemoración del V Centenario. Hasta hoy, el gobierno dominicano sostiene que los verdaderos restos de Colón no se trasladaron a la Catedral de La Habana, luego del Tratado de Basilea en 1795, y que, por tanto, permanecieron en Quisqueya. 
 Ahí, en ese Santo Domingo mimado por la Sociedad Colombista Panamericana, Miguel León Portilla sostuvo que lo que sucedió en 1492 no fue el descubrimiento de América por Colón. Al día siguiente, un importante periódico de la ciudad publicó que el historiador mexicano faltaba al respeto de los reyes de España y llamó a colocar una ofrenda floral al pie de la estatua del Almirante. La proeza del historiador, acaso no reconocida plenamente en su tierra, fue aplicar la dosis necesaria de crítica al culto a Colón, sin ceder a la superficial iconoclastia.

domingo, 11 de octubre de 2020

La democracia agonal




A medida que avanza el siglo vemos que la tendencia a la reversión de la democracia llegó para quedarse. Lo que no siempre queda claro, ante tantos brotes de autoritarismo, es que esa reversión ya no adopta, necesariamente, la forma de los regímenes no democráticos o totalitarios del siglo XX. Los nuevos populismos, de derecha o izquierda, más o menos proclives a vindicar legados del fascismo o el comunismo, son, mayoritariamente, fenómenos que se producen dentro del marco democrático. En tanto populismos en democracia se circunscriben a gobiernos efímeros y liderazgos partidistas, no necesariamente a reordenamientos jurídicos del Estado, favorables a transiciones hacia alguna modalidad autoritaria. 
     Son muchos los autores que llaman a evitar los fáciles diagnósticos que asocian cualquier variante populista con un cambio de régimen o un abandono de las normas democráticas. Lo más complejo de estas nuevas metamorfosis políticas es, justamente, que no destruyen automáticamente la democracia sino que viven de ella, desarrollando una relación perversa o parásita con las instituciones y las leyes. Daniel Gamper, filósofo de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ganó el año pasado el Premio Anagrama de ensayo, es un autor a sumar a la biblioteca de los estudios sobre el ascenso populista en el siglo XXI. 
     A Gamper le interesa la degradación de las palabras en la conversación pública de las democracias occidentales. Que el diccionario Oxford, en 2016, eligiera “posverdad” como la palabra del año es, según este pensador catalán, una llamada de alerta sobre el envilecimiento del lenguaje democrático. Los ciudadanos están perdiendo la fe en la palabra política libre, dice Gamper. Las causas son múltiples, empezando por el desgaste de los modelos tradicionales de representación política, sin subestimar la vieja oligarquización de los partidos, ya advertida por Robert Michels desde principios del siglo pasado. Pero a diferencia de los tiempos de Michels –y de Max Weber, Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Vilfredo Pareto-, la degradación del lenguaje se produce dentro de la propia democracia y no, únicamente, en los experimentos autoritarios. 
      En un pasaje de su libro, Las mejores palabras. De la libre expresión (2019), Gamper asocia el deterioro del lenguaje con la que llama “democracia agonal”. Ésta sería una variante, o una dimensión, de la democracia en la que el “enfrentamiento de intereses contrapuestos no contempla la rendición”, la moratoria o el pacto, y en la que “todos se esfuerzan por someter al adversario o, cuando menos, por lograr que ceda más que uno mismo en sus pretensiones”. 
     Aunque critica en varios momentos la tradición liberal y, en buena medida, la hace responsable de la decadencia del lenguaje público, Gamper no toma en cuenta, ni para respaldarla ni para cuestionarla, a la corriente neomarxista que, por medio de una bizarra mezcla de Gramsci y Schmitt, ha defendido abiertamente un sentido agonístico de la democracia, con el fin de construir nuevas hegemonías políticas: Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Martín Retamozo, Álvaro García Linera… Esta corriente, de mucha ascendencia ideológica en la izquierda latinoamericana, queda fuera del campo referencial de Gamper.
    Más importante para el filósofo es cuestionar los escrúpulos heideggerianos contra la democracia, como un sistema “inauténtico”, o la fantasía deliberacionista, tipo John Rawls o Jürgen Habermas, que imagina la existencia de ciudadanías perfectamente ilustradas y racionales. A pesar de su limitada discusión, Gamper atina a definir los nuevos populismos como “demoliciones controladas”, casi imperceptibles, donde “el pueblo unido orgánicamente” asume la disidencia como una “enfermedad” o una traición, como rezaba la vieja máxima jesuita. El reto frente al populismo es detener esa demolición sin rebasar el horizonte democrático.