Libros del crepúsculo
martes, 6 de octubre de 2020
El Juárez de Marx
lunes, 28 de septiembre de 2020
Rossana Rossanda, el 68 y el marxismo feminista
viernes, 25 de septiembre de 2020
Seis décadas de la editorial Era
jueves, 24 de septiembre de 2020
José Vasconcelos y la autonomía cultural
viernes, 21 de agosto de 2020
Una parodia del maniqueísmo
En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.
El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.
En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.
Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.
Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.
El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.
La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.
En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.
La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.
lunes, 10 de agosto de 2020
Angelo Soliman en el museo del racismo
La novela Los errantes (2019) de la polaca Olga Tokarczuc, Premio Nobel de Literatura en 2018, puede ser leída como un pequeño tratado de teoría y práctica del viaje. La escritora arma la ficción con una serie de viñetasque cuentan múltiples historias de emigraciones, desplazamientos o errancias. Desde las primeras páginas, Tokarczuc relaciona el viaje con la tradición naturalista europea, con glosas de astrónomos y anatomistas, como Copérnico, Vesalio, Verheyen y Van Horssen. Toda la ciencia moderna, desde la física hasta la antropología, según la narradora, está ligada al viaje.
Una de las viñetas más impactantes de la novela es la dedicada a la secuencia de cartas que Joséphine Soliman envió al emperador de Austria, Francisco I, con el propósito de recuperar el cuerpo de su padre, Angelo Soliman. Éste había sido un esclavo nigeriano que pasó de dueños en el Mediterráneo hasta que fue comprado en Córcega por los príncipes de Liechtenstein, que le concedieron la libertad. Gracias a su desempeño en el servicio doméstico, Soliman adquirió una educación ilustrada que le permitió ser preceptor de los hijos de la nobleza austriaca.
En 1768, Soliman se casó con Magdalena Kellerman, viuda del general holandés Christiana, y ella misma, descendiente de una familia noble francesa que se haría con el ducado de Valmy. Tras su ingreso a la nobleza europea, Soliman pasó directamente al servicio de la corte de Francisco José de Liechtenstein. Hasta su muerte en 1796, el ex esclavo figuró en los círculos de la alta sociedad vienesa como referente de la ilustración y la francmasonería. Fue amigo de Mozart y varios enciclopedistas del centro de Europa.
Cuando Soliman murió, el gobierno austriaco resolvió disecarlo y exponerlo en el Gabinete de Curiosidades Naturales de su Majestad Imperial. Pero no se le exhibió como caballero de la corte imperial vienesa, vestido a la usanza de las élites ilustradas, sino como prototipo del hombre salvaje, con plumas y collares. A principios del siglo XIX, la hija de Soliman y Kellerman, Joséphine, que se casaría con el ingeniero militar Ernst von Feuchtersleben, comenzó a escribir cartas al emperador para que retiraran la momia de su padre del museo y entregaran el cuerpo a la familia.
Tokarczuc transcribe y, a la vez, reescribe tres cartas de Joséphine Soliman al emperador, en las que se observa un creciente enojo. El tono de la primera es perfectamente cortés, apelando al “aprecio” y el “respeto” que el emperador había sentido por Soliman. Pero la segunda y la tercera cartas mostraban un cambio de tono que trasmitían el malestar de los descendientes del preceptor de la corte. Joséphine reprochaba al emperador que en la era de la razón ilustrada, en Viena se negara la igualdad natural de las personas, impidiendo que la hija de Soliman diera cristiana sepultara a su padre.
La última carta de Joséphine a Francisco I es ya un documento claramente antirracista, con mayor espesor filosófico y político. La exhibición del cuerpo de su padre en un museo natural de Viena no le parece entonces una negación sino una confirmación de las premisas ilustradas, que abjuraban de la “diversidad consustancial al mundo”. La Ilustración constataba la diversidad racial para establecer jerarquías entre civilización y barbarie, pero también para poner en cuestión la identidad de las almas.
Al exhibir el cuerpo de Soliman en Viena la muy enciclopedista corte imperial vienesa suscribía las tesis del peor esclavismo colonialista español, que excluyó a los afrodescendientes, primero, de la evangelización cristiana, y luego, del derecho a la ciudadanía. No lo cuenta Tokarczuc, pero la maldición de Joséphine Soliman al emperador (“os perseguiré, Señor, aún muerta, cual voz de ultratumba, seré un susurro que no cesa”) llegó a cumplirse cuando los revolucionarios de 1848 quemaron el museo de curiosidades naturales de Viena.