Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 25 de septiembre de 2020

Seis décadas de la editorial Era





La editorial Era cumple sesenta años de fundada y la ocasión es propicia para rememorar su aporte a la cultura impresa de la izquierda en México. En un momento de tan clara depresión del impulso teórico de la izquierda latinoamericana, vale la pena evocar aquellos años en que las ideas eran más importantes que los íconos. A esa melancolía de izquierda, estudiada por Enzo Traverso, bien puede asirse el lamento por épocas en que la izquierda hegemónica no despreciaba las ciencias sociales. 
 ERA debe su nombre a las iniciales de tres apellidos de españoles republicanos, exiliados en México tras el triunfo franquista: Espresate (Neus, Jordi y Francesc), Rojo (Vicente) y Azorín (José). Los hermanos Espresate eran hijos del socialista catalán, Tomás Espresate Pons, figura central del Frente Popular Antifascista de Aragón durante la Guerra Civil, dueño de la imprenta Madero en la Ciudad de México. En los talleres de aquella imprenta surgió la nueva editorial, a un año de la entrada de Fidel Castro en La Habana y en medio de las tensiones de la Guerra Fría en el Caribe. 
 Desde su primer libro, La batalla de Cuba (1960) de Fernando Benítez, el nuevo sello se ubicó en las coordenadas intelectuales de la Nueva Izquierda latinoamericana. El libro de Benítez era una ágil crónica de la Cuba revolucionaria, construida a partir de las visitas del periodista a la isla desde los primeros meses de 1959. Al igual que otros intelectuales mexicanos, cercanos al Movimiento de Liberación Nacional cardenista y al suplemento México en la Cultura, de la revista Siempre, como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero y Jaime García Terrés, Benítez defendió la solidaridad con Cuba, frente a la hostilidad de Estados Unidos, como un rasgo distintivo de la radicalización de la izquierda mexicana a principios de los 60. 
 Pero ya desde aquel libro y en el ensayo muy documentado de González Pedrero, “Fisonomía de Cuba”, que le servía de epílogo, era perceptible uno de los gestos típicos de la Nueva Izquierda. El apoyo a Cuba no implicaba necesariamente el respaldo al alineamiento de la isla con la URSS ni la promoción del modelo cubano como hoja de ruta para México. Tanto en la versión de C. Wright Mills como en la de E. P. Thompson, la Nueva Izquierda de los 60 suponía el acompañamiento de los procesos de descolonización y liberación nacional en el Tercer Mundo, junto al claro distanciamiento del socialismo burocrático de Europa del Este y el marxismo-leninismo ortodoxo. 
 El acrónimo de Era, como muy pronto el nombre de otra editorial, Siglo XXI, fundada por Arnaldo Orfila en 1965, se convirtieron en formas de anunciar un nuevo tiempo en la izquierda latinoamericana. Un nuevo tiempo que desafiaba los capitalismos subdesarrollados y las dictaduras militares de derecha, a la vez que alentaba nuevas formas de lucha por un socialismo heterodoxo. Esas formas de lucha fueron lo suficientemente diversas como para incluir la guerrilla del Che Guevara en Bolivia y el socialismo democrático de Salvador Allende en Chile. En un espectro literario no menos diverso, Era hizo primeras ediciones de Lezama Lima y Pacheco, Paz y Becerra, Fuentes y García Ponce, Cardoza y Aragón y Pitol, Monterroso y Poniatowska. 
 Un estudio reciente del joven historiador mexicano José Carlos Reyes, resultado de su tesis de maestría en Historia Internacional en el CIDE, da cuenta de aquella hazaña. Ya en la antología Los marxistas (1964) de C. Wright Mills se delineaba el catálogo de teoría disidente que buscaba la editorial. No es raro que entre los autores más publicados figuraran los trotskistas Isaac Deutscher y Ernest Mandel, los marxistas heréticos franceses André Glucksmann y Pierre Klossowski, además de pensadores de la izquierda mexicana, como José Revueltas, Arnaldo Córdova, Carlos Monsiváis o Roger Bartra, tan incómodos para la ortodoxia comunista como para la nacionalista revolucionaria.

jueves, 24 de septiembre de 2020

José Vasconcelos y la autonomía cultural

          





Hace un siglo José Vasconcelos, desde el rectorado de la Universidad Nacional, se propuso el diseño de la política educativa y cultural del México moderno. En las primeras páginas de sus memorias El desastre (1937), el filósofo narró que la Ley de Educación que daría lugar al nacimiento de la Secretaría de Educación Pública fue concebida en el verano de 1920, mientras el rector organizaba misiones culturales a los estados de la federación con un grupo selecto de colaboradores. 
 Los “agentes viajeros de la cultura” eran el filósofo Antonio Caso y el escritor Ricardo Gómez Robelo, el pintor Roberto Montenegro y los poetas Carlos Pellicer y Jaime Torres Bodet. Recorrieron Querétaro, Zacatecas, Guadalajara, Colima, Aguascalientes y al final de aquel periplo, ya Vasconcelos tenía estructurado el plan de la nueva legislación educativa y cultural del México postrevolucionario. 
 En octubre de 1920 se presentó el proyecto de la SEP, con sus tres grandes áreas: una de escuelas, otra de bibliotecas y otra más de Bellas Artes. Contaba Vasconcelos que un amigo suyo le comentó del proyecto al poeta italiano Gabriele D’Annunzio, entonces retirado en su villa de Cargnacco, tras el desastre del así llamado “Estado libre de Fiume”. D’Annunzio habría dicho que el plan de Vasconcelos era una “bella ópera de acción social”. 
 Presumía Vasconcelos de que le importaba la “opinión de los poetas”, pero sabemos que tuvo muy en cuenta las tesis del Ministro de Educación Anatoli Lunacharski, uno de los primeros “ingenieros de almas” soviéticos. Siempre se recuerda la proeza de distribuir cien mil ejemplares de la Ilíada a través de aquella red de bibliotecas, y el interés de Vasconcelos en editar a Platón, Dante, Goethe y Tolstoi. Pero no se repara lo suficiente en que el plan incluyó la creación de un Departamento de Enseñanza Indígena, que hizo los primeros experimentos de instrucción pública bilingüe del México moderno. 
 Decía también Vasconcelos que al dejar el rectorado, para pasar a la Secretaría de Educación Pública, el gobierno de Adolfo de la Huerta había asignado a la Universidad Nacional un presupuesto equivalente al de un ministerio. La fundación de la SEP debía producir, necesariamente, un nuevo diseño del régimen universitario. Aunque la autonomía no fue obra de Vasconcelos, sino, en buena medida, del vasconcelismo universitario en 1929, la intuición de un autogobierno de la Universidad Nacional dentro de la SEP estaba desde 1921.
 En el siguiente volumen de sus memorias, El Proconsulado (1939), se cuenta que en medio de la huelga universitaria, que logró la concesión de una autonomía limitada parte del gobierno de Emilio Portes Gil, el presidente, a nombre del “procónsul” Dwight Morrow, ofreció a los estudiantes que Vasconcelos regresara a la rectoría y se olvidara de la campaña presidencial. A lo que los estudiantes respondieron: “a Vasconcelos lo tenemos ya designado para sucederle a usted en la presidencia”.

viernes, 21 de agosto de 2020

Una parodia del maniqueísmo

 

En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.

         El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.

         En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.

         Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide  entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.

         Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.

         El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.

         La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.

         En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.

         La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.      

 

 

lunes, 10 de agosto de 2020

Angelo Soliman en el museo del racismo





 La novela Los errantes (2019) de la polaca Olga Tokarczuc, Premio Nobel de Literatura en 2018, puede ser leída como un pequeño tratado de teoría y práctica del viaje. La escritora arma la ficción con una serie de viñetasque cuentan múltiples historias de emigraciones, desplazamientos o errancias. Desde las primeras páginas, Tokarczuc relaciona el viaje con la tradición naturalista europea, con glosas de astrónomos y anatomistas, como Copérnico, Vesalio, Verheyen y Van Horssen. Toda la ciencia moderna, desde la física hasta la antropología, según la narradora, está ligada al viaje.

            Una de las viñetas más impactantes de la novela es la dedicada a la secuencia de cartas que Joséphine Soliman envió al emperador de Austria, Francisco I, con el propósito de recuperar el cuerpo de su padre, Angelo Soliman. Éste había sido un esclavo nigeriano que pasó de dueños en el Mediterráneo hasta que fue comprado en Córcega por los príncipes de Liechtenstein, que le concedieron la libertad. Gracias a su desempeño en el servicio doméstico, Soliman adquirió una educación ilustrada que le permitió ser preceptor de los hijos de la nobleza austriaca.

            En 1768, Soliman se casó con Magdalena Kellerman, viuda del general holandés Christiana, y ella misma, descendiente de una familia noble francesa que se haría con el ducado de Valmy. Tras su ingreso a la nobleza europea, Soliman pasó directamente al servicio de la corte de Francisco José de Liechtenstein. Hasta su muerte en 1796, el ex esclavo figuró en los círculos de la alta sociedad vienesa como referente de la ilustración y la francmasonería. Fue amigo de Mozart y varios enciclopedistas del centro de Europa.


            Cuando Soliman murió, el gobierno austriaco resolvió disecarlo y exponerlo en el Gabinete de Curiosidades Naturales de su Majestad Imperial. Pero no se le exhibió como caballero de la corte imperial vienesa, vestido a la usanza de las élites ilustradas, sino como prototipo del hombre salvaje, con plumas y collares. A principios del siglo XIX, la hija de Soliman y Kellerman, Joséphine, que se casaría con el ingeniero militar Ernst von Feuchtersleben, comenzó a escribir cartas al emperador para que retiraran la momia de su padre del museo y entregaran el cuerpo a la familia.


            Tokarczuc transcribe y, a la vez, reescribe tres cartas de Joséphine Soliman al emperador, en las que se observa un creciente enojo. El tono de la primera es perfectamente cortés, apelando al “aprecio” y el “respeto” que el emperador había sentido por Soliman. Pero la segunda y la tercera cartas mostraban un cambio de tono que trasmitían el malestar de los descendientes del preceptor de la corte. Joséphine reprochaba al emperador que en la era de la razón ilustrada, en Viena se negara la igualdad natural de las personas, impidiendo que la hija de Soliman diera cristiana sepultara a su padre.


            La última carta de Joséphine a Francisco I es ya un documento claramente antirracista, con mayor espesor filosófico y político. La exhibición del cuerpo de su padre en un museo natural de Viena no le parece entonces una negación sino una confirmación de las premisas ilustradas, que abjuraban de la “diversidad consustancial al mundo”. La Ilustración constataba la diversidad racial para establecer jerarquías entre civilización y barbarie, pero también para poner en cuestión la identidad de las almas.


            Al exhibir el cuerpo de Soliman en Viena la muy enciclopedista corte imperial vienesa suscribía las tesis del peor esclavismo colonialista español, que excluyó a los afrodescendientes, primero, de la evangelización cristiana, y luego, del derecho a la ciudadanía. No lo cuenta Tokarczuc, pero la maldición de Joséphine Soliman al emperador (“os perseguiré, Señor, aún muerta, cual voz de ultratumba, seré un susurro que no cesa”) llegó a cumplirse cuando los revolucionarios de 1848 quemaron el museo de curiosidades naturales de Viena.

 

domingo, 2 de agosto de 2020

El arte del epígrafe

Quienes no escribimos poesía, pero la leemos con asombro, tendemos a dar la razón a Antonio Machado cuando asociaba el poema con un lenguaje esencial desplegado en el tiempo. Por eso sorprende que una poeta como la canadiense Anne Carson haya afirmado recientemente a la prensa española, con motivo de la concesión del Premio Princesa de Asturias, que la poesía “es el espacio que hay entre dos realidades”.
         La frase de Carson parece atribuir a la poesía una condición estacionaria, como si se tratase de un intervalo entre una prosa y la otra. Un espacio entre dos realidades vale como decir entre dos racionalidades, con lo que la poesía quedaría suspendida en un lugar impreciso, pero no esencial como pensaba Machado. A no ser que “ese punto de intersección” fuera lo que T. S Eliot llamaba “lo intemporal”, donde a juicio del poeta norteamericano se alojaba el misterio de toda escritura poética.
         Lo cierto es que leer poesía es, en buena medida, enfrentarse a las constantes interferencias de la prosa. Interferencias que provienen de nuestro lenguaje, tan avasallado por el prosaísmo de la vida cotidiana, o de cualquier otro desvío de la mente. En mi caso, al menos, siempre sucede que un epígrafe o un exergo, aunque escrito en verso, interfiere como prosa en la lectura del poema. Leo epígrafes como máximas o claves del texto, antes de que comience el primer verso.
         Me ha pasado en estos días leyendo el cuaderno de Julia Santibáñez Eros una vez -y otra vez- (2020). El primer epígrafe del poemario que me sorprendió fueron unos versos de John Donne en los que el poeta inglés habla de la permanencia del amor, en medio de la destrucción de todas las cosas. Pero el irónico poema “Foto de pareja” niega el sentido del epígrafe de Donne.
         Cuando el lector llega a “Ínsula”, encuentra que la ironía da un salto: dos exergos, uno de Javier Cercas y otro de Abraham Cruzvillegas, seguidos de una invitación a insertar el poema como ars combinatoria. El lector comienza a formar parte de un juego que consiste en imaginar epígrafes donde no los hay o en leer el poema mismo como epígrafe a versos no escritos.
         Hay poemas aquí que son epígrafes, como “Hotel Otelo”, “Respuesta a Andión” u “Oficio de ofidio”. Y hay otros que bien podrían ser antecedidos con exergos de Lucrecio, Sor Juana, Milton o Pessoa. El poemario experimenta con formas breves de la poesía como los epigramas y los haikus, que evocan a grandes maestros japoneses, como Basho o Issa, y también a otro artista de la brevedad: Giuseppe Ungaretti.
         Pero volvamos a los epígrafes. El de la canción de Jaime López, “y púrpura profundo es el color/ de este famosísimo dolor”, aparece bajo el título “Elocuencia”, como recordatorio, tal vez, de que un poema no alcanzará jamás la transparencia de un bolero o una balada. En cambio el de Idea Vilariño en “Guerra Fría” (“Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”) establece un contrapunto perfecto con la idea del amor como tensión binaria.
 Hay también epígrafes sin ironía, que no hacen más que reforzar el sentido del poema como el de Peggy Lee en “Fever” o el de Slavenka Drakulic en “Delicatessen”. El trance y la gula están tan fuertemente significados en la composición que un exergo más, amplificando el sentido del poema, no parece sobrar.
         El cuaderno de Julia Santibáñez cierra con un gran poema, “La ciudad invisible”, al que no podía faltar un gran epígrafe. Por supuesto, de Ítalo Calvino, pero no a favor de la metáfora que rige el poema sino del mensaje de que toda ciudad invisible es, a la vez, una ciudad recordada y recobrada: “en esa retícula cada uno dispone las cosas que quiere recordar”.
         El poema, como todo el poemario de Santibáñez, alude a amores perdidos en la ciudad. Y el lector queda con la sensación de haber leído un libro de poemas eróticos en los que, como apunta Eduardo Casar en el prólogo, se alternan la sabiduría y el humor. Un placer doble o triple que se agradece en el inesperado año de la peste.
          

lunes, 13 de julio de 2020

Los dos llantos de Hernán Cortés

A cinco siglos de los sucesos de la “Noche Triste” los historiadores releen las crónicas de la conquista cada vez con mayor desconfianza. Las múltiples contradicciones entre diversos cronistas como Fray Bernardino de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara y el propio Hernán Cortes, en su Segunda carta de relación a Carlos V, acentúan el escepticismo en la lectura de aquellos testimonios.
Los desencuentros en la interpretación de sucesos tan mitificados son habituales y necesarios en cualquier democracia. Pero, en este caso, se agrega el hecho de que la serie de eventos que van de la masacre del Templo Mayor a la batalla de Otumba, en el verano de 1520, contiene el sentido último de la violencia de la conquista y propicia el duelo de memorias enfrentadas durante siglos.
López de Gómara usa, justamente, la palabra “duelo”, para referirse al supuesto llanto de Cortés bajo el ahuehuete de Tacuba. Al ver que Pedro Alvarado abandonaba el puente de Tenochtitlan, por donde los conquistadores huyeron de la resistencia mexica, “Cortés se paró, y aún se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos”.
Bernal Díaz del Castillo, por su parte, dice que a Cortés “se le saltaron las lágrimas de los ojos” al ver los pocos soldados españoles que lograron llegar a Tacuba. Como apunta Eduardo Matos Moctezuma, no hay en esos textos alusiones precisas a un “árbol de la Noche Triste”, a pesar de que José María Velasco, en su famosa pintura, y Manuel Gamio y Miguel León Portilla dieron crédito al mito en sus obras.
Díaz del Castillo sugiere que el llanto de Cortés se debió al relato de la derrota que le hizo Pedro Alvarado cuando se encontraron en Tacuba. De ahí que parte de la literatura cortesiana haya interpretado que Cortés no sólo lloraba por la muerte de sus hombres sino por la de sus aliados tlaxcaltecas y la pérdida de los tesoros del palacio de Axayácatl, que quedaron hundidos en la laguna.
El duelo de Cortés en la Noche Triste suponía una ambivalencia que asociaba el conquistador con el despojo y, a la vez, con una visión positiva de los tlaxcaltecas. La tradición cortesiana siempre ha querido exaltar una nobleza en el conquistador por medio del duelo. Bernal Díaz del Castillo aludía a otro llanto de Cortés, cuando la muerte de Moctezuma, que buscaba el mismo mensaje.
Tras la masacre del Templo Mayor, que el franciscano Sahagún narró como pocos (“corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos”), Moctezuma, recluido en el palacio de Axayácatl, rompió sus negociaciones con Cortés y concluyó que los conquistadores debían enfrentar la furia de los mexicas.
Díaz del Castillo anota que antes de la aparición de Moctezuma en el balcón del palacio, con el fin, supuestamente, de aplacar a la multitud, “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”. Algunos llegaron a leer en la frase que Cortés había llorado por Moctezuma, pero la mayoría ha entendido que Díaz del Castillo se refería al propio Cortés. El conquistador lloraba por él mismo y sus hombres.
Esa es la interpretación que se deriva de la Segunda carta de relación, texto frío, que sólo pierde la sobriedad cuando describe las maravillas de Tenochtitlán. A diferencia de Díaz del Castillo, Cortés dice que la idea de que el emperador saliera “a las azoteas de la fortaleza” para convencer “a los capitanes de aquella gente” de que “cesaran la guerra” fue del propio Moctezuma.
No hay lágrimas en el relato de Cortés a Carlos V, aunque sí el reconocimiento de una “pérdida de orgullo” en los conquistadores y el balance de una derrota: “en este desbarato se halló por copia, que murieron ciento cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos”.
          
           
        
          
          

viernes, 3 de julio de 2020

Edith Wharton y la enésima versión de Calibán

Es conocida la tradición ensayística latinoamericana, entre Rubén Darío y José Enrique Rodó en el siglo XIX y Roberto Fernández Retamar y Aimé Césaire en el XX –pasando por Aníbal Ponce, Manuel Gálvez y tantos otros- que hizo de los personajes de La Tempestad (1611) de William Shakespeare (Ariel, Próspero y Calibán) alegorías civilizatorias, morales y geopolíticas. La teórica feminista Silvia Federici, en su ensayo Calibán y la bruja (2004), propuso pensar la figura de Calibán más allá del símbolo descolonizador y llamó a sacar de su marginalidad el personaje de la bruja, en la obra de Shakespeare, como clave de la ideología de género.
Pero los usos de Ariel, Próspero y Calibán parecen ser inagotables, como sostiene el profesor de la Universidad de Buenos Aires Francisco Naishtat. Las reconstrucciones de esas líneas interpretativas muchas veces dejan fuera, en una suerte de venganza histórica, a la propia tradición europea que va Ernest Renan a George Steiner. La contraposición simbólica entre Ariel y Calibán no sólo ha servido para distinguir a Estados Unidos y América Latina sino para diferenciar Europa y América.
Un uso de este último de tipo, de las alegorías de Ariel y Calibán, se encuentra en la novela The Costum of the Country (1913) de la escritora estadounidense Edith Wharton. Como Henry James y otros escritores de principios del siglo XX, Wharton estaba muy interesada en explorar las diferencias culturales entre Estados Unidos y Europa. Ella misma, como tantos personajes de sus novelas, vivió entre Nueva York y París, y tuvo residencias en la campiña francesa.
En aquella novela de Wharton, unas veces traducida como Las costumbres del país, otras como Las costumbres nacionales, se cuenta la vida y el fracaso de una pareja de clase alta de Nueva York. Undine Spragg y Ralph Marvell se casan y tienen un hijo muy jóvenes, en un medio obsesionado con el ascenso social y la exhibición del status. Las diferencias entre ambos eran más culturales que económicas, pero estallan de manera inclemente.
Ralph era un abogado con ambiciones literarias que disfrutaba los viajes a Siena y la Toscana italiana. Undine era una muchacha jovial y afable que prefería París a cualquier excursión a sitios históricos. La sociabilidad de Undine tenía como reverso una frialdad y un egoísmo que, en un momento de la novela, Wharton asocia con Ariel. Undine poseía una “distancia propia de Ariel”, que no se debía “tanto al retraimiento por ignorancia como a la frialdad del elemento del que tomaba su nombre”: el aire.
Mientras avanza la novela, y se precipita la ruptura del matrimonio, Ralph se aferra a Nueva York y Undine pasa la mayor parte del tiempo en Francia. Sin embargo, en varios pasajes de la novela, Wharton identifica el personaje masculino con un espíritu europeo y el femenino con las costumbres más propiamente americanas. Así la novela va conformando una antítesis entre Europa y América en la que Calibán es más un símbolo europeo, por la fuerza de la pasión, y Ariel es una metáfora americana por la frivolidad y el desamor.
La contraposición se establece no sólo en términos de “costumbres nacionales”, especialmente entre Estados Unidos y Francia, sino a nivel de género. En la novela Wharton, Ariel es la mujer y Calibán es el hombre, pero no en los términos que tradicionalmente se atribuye a esos símbolos. La escala de valores aparece invertida y Ariel representa el egoísmo y Calibán el amor. Wharton se adelantó, por tanto, a muchos que creyeron haber dado con la antinomia perfecta.
La propia vida de la novelista personifica aquel choque simbólico. Fuertemente involucrada en la realidad francesa, desde los años previos a la Gran Guerra, Wharton cambió virtualmente de país. Prestó servicios en la Cruz Roja, defendió el imperialismo francés, el gobierno de Raymond Poincaré le concedió la Orden Nacional de la Legión de Honor y está enterrada en Versalles.