Quienes no escribimos poesía, pero la leemos con asombro, tendemos a dar la razón a Antonio Machado cuando asociaba el poema con un lenguaje esencial desplegado en el tiempo. Por eso sorprende que una poeta como la canadiense Anne Carson haya afirmado recientemente a la prensa española, con motivo de la concesión del Premio Princesa de Asturias, que la poesía “es el espacio que hay entre dos realidades”.
La frase de Carson parece atribuir a la poesía una condición estacionaria, como si se tratase de un intervalo entre una prosa y la otra. Un espacio entre dos realidades vale como decir entre dos racionalidades, con lo que la poesía quedaría suspendida en un lugar impreciso, pero no esencial como pensaba Machado. A no ser que “ese punto de intersección” fuera lo que T. S Eliot llamaba “lo intemporal”, donde a juicio del poeta norteamericano se alojaba el misterio de toda escritura poética.
Lo cierto es que leer poesía es, en buena medida, enfrentarse a las constantes interferencias de la prosa. Interferencias que provienen de nuestro lenguaje, tan avasallado por el prosaísmo de la vida cotidiana, o de cualquier otro desvío de la mente. En mi caso, al menos, siempre sucede que un epígrafe o un exergo, aunque escrito en verso, interfiere como prosa en la lectura del poema. Leo epígrafes como máximas o claves del texto, antes de que comience el primer verso.
Me ha pasado en estos días leyendo el cuaderno de Julia Santibáñez Eros una vez -y otra vez- (2020). El primer epígrafe del poemario que me sorprendió fueron unos versos de John Donne en los que el poeta inglés habla de la permanencia del amor, en medio de la destrucción de todas las cosas. Pero el irónico poema “Foto de pareja” niega el sentido del epígrafe de Donne.
Cuando el lector llega a “Ínsula”, encuentra que la ironía da un salto: dos exergos, uno de Javier Cercas y otro de Abraham Cruzvillegas, seguidos de una invitación a insertar el poema como ars combinatoria. El lector comienza a formar parte de un juego que consiste en imaginar epígrafes donde no los hay o en leer el poema mismo como epígrafe a versos no escritos.
Hay poemas aquí que son epígrafes, como “Hotel Otelo”, “Respuesta a Andión” u “Oficio de ofidio”. Y hay otros que bien podrían ser antecedidos con exergos de Lucrecio, Sor Juana, Milton o Pessoa. El poemario experimenta con formas breves de la poesía como los epigramas y los haikus, que evocan a grandes maestros japoneses, como Basho o Issa, y también a otro artista de la brevedad: Giuseppe Ungaretti.
Pero volvamos a los epígrafes. El de la canción de Jaime López, “y púrpura profundo es el color/ de este famosísimo dolor”, aparece bajo el título “Elocuencia”, como recordatorio, tal vez, de que un poema no alcanzará jamás la transparencia de un bolero o una balada. En cambio el de Idea Vilariño en “Guerra Fría” (“Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”) establece un contrapunto perfecto con la idea del amor como tensión binaria.
Hay también epígrafes sin ironía, que no hacen más que reforzar el sentido del poema como el de Peggy Lee en “Fever” o el de Slavenka Drakulic en “Delicatessen”. El trance y la gula están tan fuertemente significados en la composición que un exergo más, amplificando el sentido del poema, no parece sobrar.
El cuaderno de Julia Santibáñez cierra con un gran poema, “La ciudad invisible”, al que no podía faltar un gran epígrafe. Por supuesto, de Ítalo Calvino, pero no a favor de la metáfora que rige el poema sino del mensaje de que toda ciudad invisible es, a la vez, una ciudad recordada y recobrada: “en esa retícula cada uno dispone las cosas que quiere recordar”.
El poema, como todo el poemario de Santibáñez, alude a amores perdidos en la ciudad. Y el lector queda con la sensación de haber leído un libro de poemas eróticos en los que, como apunta Eduardo Casar en el prólogo, se alternan la sabiduría y el humor. Un placer doble o triple que se agradece en el inesperado año de la peste.