Hija del gran historiador francés Jacques Revel y filósofa bien ubicada en
el directorio del pensamiento neomarxista, Judith Revel (1966) ha desarrollado
una obra de creciente rigor dentro de las ciencias sociales contemporáneas.
Hace unos días estuvo en El Colegio de México y habló sobre democracia y
desigualdad, en el marco de la inauguración de la cátedra Francois Chevalier-Silvio
Zavala de esa casa de estudios.
Citó la pensadora francesa a
Bruno Latour y recordó que hoy no se pueden pensar los derechos humanos por
fuera de la nueva cultura ambientalista. El derecho al agua o al aire, dice
Revel, ha dejado de ser una garantía de la vida humana para convertirse en demanda
insatisfecha de millones de personas. Cuando entra en riesgo el sustento de la
propia vida, ¿puede asumirse la democracia como un régimen universal?
La crisis del universalismo
republicano, según Revel, es evidente. No tiene sentido lamentarla con
subterfugios o nostalgias que superpongan, a las reales, ciudadanías
imaginarias. Tampoco se trata de dar rienda suelta a una fragmentación del
demos que desmantele lo común. El reto, según Revel, sigue siendo derivar algún
modelo cívico de la irrefrenable diversificación de las comunidades en el siglo
XXI.
No desconoce esta filósofa,
la vieja y, por momentos, estancada querella entre la democracia social y la
política o entre formas liberales o procedimentales de entender ese régimen
político. Pero ante el dilema recomienda, con su maestro Étienne Balibar, una
“democratización de la democracia”, es decir, un proyecto de amplia inclusión
social dentro de los límites institucionales de la propia democracia
occidental.
Recordó Revel un momento del
diálogo Las leyes de Platón en que el
filósofo ateniense se pregunta por las condiciones que aseguran el acceso de
los ciudadanos al poder. Se llega al poder por nacimiento, riqueza, saber o
algo tan arbitrario como la “elección de los dioses”. Pero por más que se
entiendan en forma plural esas condiciones, lo cierto es que siempre hay una
porción de la sociedad que queda fuera de la ruta hacia las instituciones de la
sociedad civil o el Estado.
Ahí desemboca la pensadora
francesa en otra de las aristas del neomarxismo, que es la intelección de los
excluidos o de la “porción de los que no tienen parte” como sujetos políticos.
Quienes son vistos como “irrepresentables”, en la democracia contemporánea, son
portadores de su propia lógica de representación. La obra de Jacques Rancière,
apunta Revel, puede ser leída como un alegato a favor de la politización de los
márgenes.
En El Colegio de México,
Revel comentó a Latour, Balibar y Rancière, pero no al filósofo a quien ha
destinado la mayor parte de su obra y que, en buena medida, antecede a todo el
neomarxismo: Michel Foucault. La filósofa ha dedicado libros a estudiar la
“experiencia del pensamiento” y los conceptos de “discontinuidad” y
“diferencia” en Foucault. Su especialización en la obra del autor de Las palabras y las cosas llega al punto
de haberle dedicado un diccionario, publicado en 2009.
El propio Foucault, con sus
tesis sobre la microfísica del poder y la biopolítica, contribuyó decisivamente
al arranque de la escuela neomarxista, aunque su momento en la historia de la
filosofía contemporánea corresponde más al estructuralismo y el
post-estructuralismo. Algo que se agradece, en ese bagaje que reivindica Revel,
es que su propuesta de democratización de la democracia elude las tentaciones
identitarias de buena parte de la izquierda del siglo XXI.
Formados en el
post-estructuralismo, los neomarxistas como Revel no piensan la apertura de la
democracia en clave populista. Rechazan sustituir el universalismo republicano
con el populismo o el nacionalismo porque piensan, con mucho sentido, que la
invención de cualquier comunidad homogénea conduce a la fractura del pacto
democrático.