Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de febrero de 2020

Judith Revel y la democratización de la democracia


Hija del gran historiador francés Jacques Revel y filósofa bien ubicada en el directorio del pensamiento neomarxista, Judith Revel (1966) ha desarrollado una obra de creciente rigor dentro de las ciencias sociales contemporáneas. Hace unos días estuvo en El Colegio de México y habló sobre democracia y desigualdad, en el marco de la inauguración de la cátedra Francois Chevalier-Silvio Zavala de esa casa de estudios.
         Citó la pensadora francesa a Bruno Latour y recordó que hoy no se pueden pensar los derechos humanos por fuera de la nueva cultura ambientalista. El derecho al agua o al aire, dice Revel, ha dejado de ser una garantía de la vida humana para convertirse en demanda insatisfecha de millones de personas. Cuando entra en riesgo el sustento de la propia vida, ¿puede asumirse la democracia como un régimen universal?
         La crisis del universalismo republicano, según Revel, es evidente. No tiene sentido lamentarla con subterfugios o nostalgias que superpongan, a las reales, ciudadanías imaginarias. Tampoco se trata de dar rienda suelta a una fragmentación del demos que desmantele lo común. El reto, según Revel, sigue siendo derivar algún modelo cívico de la irrefrenable diversificación de las comunidades en el siglo XXI.
         No desconoce esta filósofa, la vieja y, por momentos, estancada querella entre la democracia social y la política o entre formas liberales o procedimentales de entender ese régimen político. Pero ante el dilema recomienda, con su maestro Étienne Balibar, una “democratización de la democracia”, es decir, un proyecto de amplia inclusión social dentro de los límites institucionales de la propia democracia occidental.
         Recordó Revel un momento del diálogo Las leyes de Platón en que el filósofo ateniense se pregunta por las condiciones que aseguran el acceso de los ciudadanos al poder. Se llega al poder por nacimiento, riqueza, saber o algo tan arbitrario como la “elección de los dioses”. Pero por más que se entiendan en forma plural esas condiciones, lo cierto es que siempre hay una porción de la sociedad que queda fuera de la ruta hacia las instituciones de la sociedad civil o el Estado.
         Ahí desemboca la pensadora francesa en otra de las aristas del neomarxismo, que es la intelección de los excluidos o de la “porción de los que no tienen parte” como sujetos políticos. Quienes son vistos como “irrepresentables”, en la democracia contemporánea, son portadores de su propia lógica de representación. La obra de Jacques Rancière, apunta Revel, puede ser leída como un alegato a favor de la politización de los márgenes.
         En El Colegio de México, Revel comentó a Latour, Balibar y Rancière, pero no al filósofo a quien ha destinado la mayor parte de su obra y que, en buena medida, antecede a todo el neomarxismo: Michel Foucault. La filósofa ha dedicado libros a estudiar la “experiencia del pensamiento” y los conceptos de “discontinuidad” y “diferencia” en Foucault. Su especialización en la obra del autor de Las palabras y las cosas llega al punto de haberle dedicado un diccionario, publicado en 2009.
         El propio Foucault, con sus tesis sobre la microfísica del poder y la biopolítica, contribuyó decisivamente al arranque de la escuela neomarxista, aunque su momento en la historia de la filosofía contemporánea corresponde más al estructuralismo y el post-estructuralismo. Algo que se agradece, en ese bagaje que reivindica Revel, es que su propuesta de democratización de la democracia elude las tentaciones identitarias de buena parte de la izquierda del siglo XXI.
         Formados en el post-estructuralismo, los neomarxistas como Revel no piensan la apertura de la democracia en clave populista. Rechazan sustituir el universalismo republicano con el populismo o el nacionalismo porque piensan, con mucho sentido, que la invención de cualquier comunidad homogénea conduce a la fractura del pacto democrático.

sábado, 8 de febrero de 2020

George Steiner: la nostalgia del moderno



Ha muerto George Steiner, en los mismos días que Gran Bretaña abandona la Unión Europea, y es inevitable relacionar ambos ocasos. En Steiner, un judío nacido en Francia, familiarizado desde niño con el alemán, el inglés y el italiano, y con  prolongadas residencias en Nueva York, Londres y Cambridge, la idea de Europa tomó cuerpo. Desde sus primeros estudios sobre Tolstoi y Dostoievski, la tragedia antigua y Shakespeare, el lenguaje y el silencio, Heidegger y las religiones, Steiner hizo suya la idea de que las mejores herencias del europeísmo humanista fueron confrontadas, tras la Primera Guerra Mundial, por el ascenso del totalitarismo fascista o comunista.
            Como tantos judíos exiliados por la ocupación nazi de Francia, Steiner pensó los totalitarismos como una arremetida profunda contra los valores de la modernidad. Esa certeza lo llevó a valorar altamente el siglo XIX, como último suspiro de una brillante tradición que arrancaba en la Grecia antigua. El crítico leyó aquella centuria de punta a cabo, de Hugo a Baudelaire, de Stendhal a Flaubert, de Marx a Nietzsche, de Gogol a Chejov, de Byron a Wilde. Eran aquellas las lecturas de un heredero, de un discípulo que cuidaba el legado de una cultura, amenazada por poderosas corrientes nihilistas que, a su juicio, no se agotaron con el suicidio de Hitler y la muerte de Stalin.
            Tan celosa de la idea europea era la obra de Steiner que, en plena Guerra Fría, el crítico dedicó una serie editorial a reconstruir el pensamiento reaccionario: Maistre, Stirner, Gobineau… Aquellos doctrinarios del racismo, en el siglo XIX, habían sido los maestros de los fascistas del siglo XX. Algo que, a juicio de Steiner, no podía afirmarse de la lectura de Marx por Stalin. El socialismo real del siglo XX terminó siendo, según el profesor de Cambridge, una “teología sustituta”, cuando Marx era un pensador moderno. Un “romántico prometeico”, dirá Steiner, aquejado por la nostalgia de la grandeza de Occidente, lo mismo la griega que la napoleónica. La mayor divergencia de Steiner con el comunismo del siglo XX fue que, a su entender, esa izquierda retuvo lo profético de Marx, mientras renegó de su nostalgia y su pesimismo.
            Podría hacerse la prueba, pero probablemente no haya un gran ensayo de Steiner que no desemboque, por el tronco o las ramas, en algún apunte sobre aquella nostalgia. En textos como el así titulado, Nostalgia del absoluto (1974), es evidente, pero en otros como En el castillo de Barba Azul (1971), Después de Babel (1975), Errata (1997), Gramáticas de la creación (2001) o Los logócratas (2003), más sutil. En este último la idea emerge en un pasaje final de su ensayo sobre Walter Benjamin, cuando asegura que la vida y la obra del del suicida de Portbou, con las de  Franz Kafka y Paul Celan, simbolizan la “pérdida y la desolación” ¿Pérdida de qué? De un “mundo reducido a cenizas, de una civilización aniquilada, por una brutalidad y una injusticia para siempre irreparables”.

sábado, 25 de enero de 2020

El cementerio marino (traductores en pugna)

Hoy en El Cultural de La Razón, Víctor Manuel Mendiola escribe un ensayo brillante sobre "El cementerio marino" de Paul Valéry. Recuerda el crítico y editor mexicano las muchas traducciones al castellano de aquel poema, empezando por las de Jorge Guillén, Gerardo Diego y Agustín García Calvo en España. Pero, entre todas, escoge la del cubano Eugenio Florit, no sin antes recordar que hay otra traducción cubana del poema de Valéry, debida a Mariano Brull, en 1930, quien también tradujo "La Joven Parca" en 1949, para ediciones Orígenes.
Desde el encabezado y el primer verso, las diferencias entre las traducciones saltan a la vista. A diferencia de Brull o de Guillén, que reproducían el exergo en griego de Píndaro o dedicaban la traducción a alguien, Florit entraba a prisa en el poema y estampaba su sello de traductor en el primer verso: "Techo tranquilo, senda de palomas". No "Ese techo, tranquilo de palomas" o "Techo tranquilo surcado de palomas" o "Bóveda estanca -vuelo de palomas".
En uno de los momentos centrales, donde otros traductores, como Guillén, traducían "¡Al idólatra aparta, perro espléndido!", Brull y Florit la escribían en femenino: "¡Ahuyenta, perra espléndida, al idólatra!" Buscaban, desde luego, enfatizar la representación femenina de la muerte, como en "La Joven Parca", donde se hablaba de una "vecina de la noche eterna, versátil y pérfida, inteligente y peligrosa, pálida y prodigiosa".
En el sexteto, a mi juicio, central del poema, se impone la tregua y no hay mayor contradicción entre los traductores. Allí el sentido del cementerio como lugar en que el porvenir se rutiniza y los restos de la vida se disipan en el aire, adquiere esa transparencia conceptual o geométrica de la poesía de Valéry, que José Lezama Lima asociaba al término de "figura". Según Lezama, en la poesía de Valéry, la figura -del cementerio en este caso-, "se realiza como una convención que puede prolongar el acto naciente, pero que evaporada de nosotros se mantiene en la atmósfera de la mecánica analítica del lenguaje":

El porvenir, aquí, sólo es pereza;
El claro insecto escarba en sequedades;
Todo quemado, mustio, sube al aire,
A yo no sé qué esencia rigurosa...
La vida es vasta, como ebria de ausencias
Y es dulce el amargor, claro el espíritu

domingo, 12 de enero de 2020

Cioran: panfleto y estilo

Guillermo de la Mora ha traducido para El Cultural de La Razón en México algunas entradas de Emil Cioran en sus Cahiers de L'Herne. Hay dos, en especial, que captan el pensamiento contradictorio del escritor y filósofo rumano. En uno de los fragmentos, Cioran exalta el género del panfleto que ve personificado en textos de Joseph de Maistre como Cartas sobre la Inquisición española y Del Papa. Los panfletos, dice Cioran, son "libros injustos, parciales y apasionados, libros de tesis indefendibles en los que la única realidad contenida se debe a la estrechez empecinada del punto de vista" de su autor. Cioran confesaba su adoración por ese tipo de panfleto y su desprecio por los "libros objetivos":

"Un libro objetivo muere de sus verdades, sucumbe a ellas, bajo su razón; el tiempo no cuenta. Siendo sus verdades aceptadas, desaparece con ellas, pierde todo interés a fuerza de pruebas, como producto del sentido común y la reflexión. Sus autores no nos intrigan: desaparecen en el documento".

Pero en oposición a su gusto por "los panfletos, las apologías, los sistemas epilépticos y las construcciones delirantes", Cioran, en un fragmento posterior, define el estilo como resultado de una escritura laboriosa, sometida a la permanente "mediación del lenguaje" y a la "vigilancia del escrúpulo". Para lograr un estilo, dice Cioran, es "preciso proceder con el mismo escrúpulo y seriedad que aplicamos a nuestras determinaciones morales". No hay logro del estilo sin ese momento de pánico en que un autor, frente a uno de sus manuscritos, siente que la retórica ha desvirtuado el sentido del texto.
En otro fragmento más, dedicado a Heidegger, Cioran reconocía haber imitado de joven, mientras vivía en Bucarest, el estilo del gran filósofo alemán. Al exiliarse en Francia y entrar en contacto con la obra de George Simmel, Cioran decía haber descubierto la "probidad", propia de todo gran estilo y más común en la filosofía francesa que en la alemana. Simmel, decía Cioran, pudo haber sido francés. La afición heideggeriana por la invención de palabras "hasta la provocación o hasta el vértigo" era, justamente, lo contrario del estilo. Esa tentación demiúrgica podía ser provechosa en el filósofo pero no en el escritor.

viernes, 3 de enero de 2020

La postguerra de Javier Cercas


El escritor español Javier Cercas ha dedicado buena parte de su obra literaria a narrar la guerra civil que dividió la península ibérica en los años 30. En novelas como Soldados de Salamina, La velocidad de la luz, Anatomía de un instante, El impostor o El monarca de las sombras, la Segunda República, la guerra y el franquismo son realidades que dan cuerpo a la ficción o que se apoderan de la memoria de los personajes.
         Ya en Las leyes de la frontera percibíamos un escape a aquel vasallaje de la historia, pero ahora, en Terra Alta, el abandono de ese archivo temático se hace explícito. La acción tiene lugar en fechas recientes, los meses que siguieron a los atentados islamistas en Barcelona y Cambrils en 2017, en los alrededores de Terra Alta y Gandesa, provincia de Tarragona. Por esa zona desemboca el Ebro y sucedió la famosa batalla en que se enfrentaron encarnizadamente las tropas republicanas y nacionalistas.
         Varios personajes de Terra Alta aluden con frecuencia a la batalla del Ebro. Uno de los personajes dice que en esa zona de Cataluña pareciera “como si en los últimos ochenta años no hubiera pasado nada”. Y otra responde: “Aquí, más tarde o más temprano, todo se explica por la guerra…. De todos modos, de lo que la gente habla en realidad, si te fijas, no es de la guerra. Es de la batalla del Ebro. Son dos cosas distintas. La batalla duró cuatro meses, la guerra duró tres años. La batalla fue un horror, pero tuvo cierta dignidad”.
         Quien esto afirma es una bibliotecaria por cuya voz habla, en buena medida, el narrador. El curso y desenlace de la batalla del Ebro sintetizan la guerra civil a la perfección. La eficaz ofensiva de Rojo, la heroica resistencia de Líster y la acción de las Brigadas Internacionales simbolizan la fuerza militar y política del bando republicano. Olga, la bibliotecaria de Terra Alta, lo vuelve a decir: “la batalla la hizo gente de medio mundo… Pero el resto de la guerra fue un horror a palo seco, un espanto sin paliativo”.
         Los combates en el Ebro catalán, en el verano de 1938, marcaron la internacionalización de la guerra, el Pacto de Munich, el retraimiento de Gran Bretaña y Francia y la retirada de las Brigadas Internacionales. La balanza internacional se inclinó hacia un lado, pero la causa republicana no dejó de ser intensamente popular en esa zona. El resto, dicen los personajes de Cercas, es historia y, sobre todo, curiosidad de turistas, como si intentaran cerrar una herida.
         Terra Alta sucede en el escenario de aquel conflicto, pero cuenta una historia plenamente contemporánea. Lo que sucede en esta ficción tiene que ver con el asesinato de una pareja de ancianos empresarios, fraguado por el yerno ambicioso de la familia, pero también con feminicidios y atentados terroristas. Lo que aquí se narra es el mundo de la nueva violencia del siglo XXI: una violencia tan letal como la de las guerras civiles, pero de la que difícilmente puede salir una literatura épica.
         Y, sin embargo, Terra Alta está concebida como un homenaje a la gran narrativa romántica del siglo XIX, especialmente, a Los Miserables de Victor Hugo. El protagonista, un joven criminal que se hace policía, se identifica, no con Jean Valjean, sino con el inspector Javert, a pesar de poner a su hija el nombre de Cosette. Javert, dice, es un “falso malo”, obsesionado con la justicia. A la teología conservadora del Opus Dei empresarial, Cercas opone la teología justiciera del joven delincuente redimido como policía.
         Como otras novelas de Javier Cercas, Terra Alta es una ficción sobre el arte de la escritura narrativa. Pero da la impresión de que aquí no interesa tanto la frontera entre la historia y la ficción, la realidad y la novela, como la dificultad de hacer del arte narrativo un testimonio de la violencia del siglo XXI. Parece habernos tocado, a los habitantes de estos tiempos, un tipo de violencia de la que es imposible derivar algo dignificante como la vieja batalla del Ebro.
         La guerra civil vuelve a asomar la cabeza, como un monstruo inevitable, hacia el final de la novela. A través del personaje de Daniel Armengol, un empresario de origen español exiliado en México, cuyo padre republicano había sido asesinado por un joven franquista de su pueblo, Cercas reasume el dilema central de su narrativa: los duelos de la memoria. Sin embargo, en Terra Alta ese dilema no deja de ser lateral y sirve al narrador, en buena medida, como confirmación de que aunque sean otros los dispositivos de la violencia, en el siglo XXI las paradojas de la justicia siguen siendo las mismas de la época de Victor Hugo.