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Promesa es un concepto de larga data en la tradición teológica y jurídica.
En la historia de las naciones hay eventos que cifran la posibilidad frustrada
de un devenir virtuoso. La muerte de un líder, una decisión errónea, un
desastre natural o una guerra indeseada son, con frecuencia, origen de una
visión traumática de la historia que suele ser más importante de lo que se cree
en el día a día de los países.
Edmundo O’Gorman definió el
“trauma de la historia” de México como el dilema de escoger entre dos destinos,
el angloamericano o el iberoamericano -equivocadamente asimilados al
“liberalismo” y al “conservadurismo”-, que no se avenían plenamente con su “ser
nacional”. En esa búsqueda el país debió enfrentarse a catástrofes, como la
guerra de 1845 a 1847 contra Estados Unidos o la intervención francesa de 1862
a 1867, que asentaron el trauma en la imagen del pasado.
Hay, sin embargo, variantes
más específicas del trauma que informan una idea sacrificial o trágica de la
historia. Los grandes magnicidios de la Revolución Mexicana, el de Francisco I.
Madero en 1913 o el de Emiliano Zapata en 1919, fueron sucesos que, según
muchos, interrumpían bruscamente el curso de la historia. Poderosas corrientes
revolucionarias, como el constitucionalismo carrancista o el agrarismo
zapatista, se articularon en torno al rescate de legados que intentaban ser
borrados por el crimen y la traición.
Hay traumas todavía más
sutiles, pero que igualmente desembocan en alguna forma del tópico de la
Revolución “frustrada” o “interrumpida”. Uno de ellos es el de la sucesión
presidencial tras el sexenio de Lázaro Cárdenas en 1940, favorable a Manuel
Ávila Camacho y no a Francisco J. Múgica, el legendario político michoacano, percibido
como relevo natural del cardenismo. La
reciente biografía del general y constituyente michoacano de Anna Ribera
Carbó, en el Fondo de Cultura Económica, que lleva por subtítulo “El presidente
que no tuvimos”, ofrece, a mi juicio, la más completa explicación de aquella
promesa incumplida.
Entre 1938 y 1939, cuando se
perfila dentro del PRM la candidatura de Múgica, junto con las de los también
generales Manuel Ávila Camacho y Rafael Sánchez Tapia, México vivía uno de los momentos
más reverberantes de su historia. El petróleo se había nacionalizado, la
reforma agraria, la educación socialista y las mejoras obreras cardenistas
avanzaban a toda velocidad, León Trotski y los republicanos españoles recibían
asilo y el mundo se precipitaba hacia la guerra con la invasión nazi de
Checoslovaquia.
Anna Ribera sostiene que, más
que una inclinación originaria de Cárdenas por Ávila Camacho, fue la poderosa
reacción contra la candidatura de Múgica el factor decisivo de la sucesión
presidencial en 1940. En aquella reacción convergieron el sector más burocrático
del PRM, el empresariado y la embajada de Estados Unidos, Vicente Lombardo
Toledano y la CTM, el PAN, el PCM y el general Juan Andreu Almazán, que también lanzó su candidatura.
El historiador checo Jan
Bazant sostenía que León Trotski también había respaldado a Ávila Camacho, para
mantenerse en buenos términos con el PRM. Pero Ribera Carbó cuenta que al
decantarse los comunistas, la CTM y Lombardo por el candidato oficial, los
grupos estalinistas y prosoviéticos agregaron, a tantas otras, la acusación de
que Trotski apoyaba a Múgica y que éste era el candidato de la IV
Internacional.
Bajo tal presión, Múgica
renunció a su candidatura en julio del 39, pero lanzó un “Manifiesto al pueblo”,
donde hizo críticas muy severas al PRM y al PCM, en un tono antiburocrático que
recuerda mucho al lenguaje trotskista. Rescata la historiadora la anécdota de
un encuentro entre Cárdenas y Múgica en Baja California, en 1942, donde el
segundo era gobernador, en que el primero preguntó qué habría sido de ellos sin
la Revolución. A lo que Múgica respondió: “Usted, tejedor de rebozos, y yo,
maestro rural”.