Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 24 de septiembre de 2019

Un socialista español en tres revoluciones


Julio Álvarez del Vayo (1891-1975) es uno de los personajes más fascinantes de la historia española en el siglo XX. No conozco biografías sobre él, pero si alguien la escribiera difícilmente eludirá su incorporación al Partido Socialista Obrero Español, su paso por el Ministerio de Estado durante la Guerra Civil y, lo que es más conocido, su radicalización antifranquista en el exilio, en Estados Unidos y México, que le valió la expulsión del PSOE en 1946, junto a Juan Negrín y otros 35 socialistas.
Aunque fue readmitido póstumamente, en 2008, Álvarez del Vayo carga con el estigma de “agente soviético”, que impide valorar su papel en la Guerra Civil y el exilio e, incluso antes, durante la década del 20 y los primeros años de la Segunda República. El socialista madrileño hizo varios viajes a la Unión Soviética en los 20, de los que salieron, por lo menos, tres libros que hay que leer: La nueva Rusia (1926), La senda roja (1928) y Rusia a los doce años (1929), editados por Espasa Calpe. Luego sería embajador de la República española ante el México postrevolucionario.
Es estimulante leer aquellos libros para constatar la evolución de Álvarez del Vayo frente al fenómeno soviético. Mientras el primero de los volúmenes trasmitía una visión apologética de la gran transformación social y económica que tenía lugar en Rusia, el segundo ya introduce algunas críticas a Stalin que se perfilarán aún más en el último de los libros. La de Álvarez Vayo fue una evolución crítica, muy común en la mayor parte de la izquierda socialdemócrata europea.
En el primero de aquellos libros, Álvarez del Vayo decía que Stalin era, después de Lenin, el “cerebro más eminentemente práctico de la Revolución rusa”, por lo que era lógico que se afianzara su liderazgo dentro del partido. También el socialista español se entusiasmaba con la NEP y con la idea de una dirección soviética colegiada, después de la muerte de Lenin, en la que intervenían líderes muy capacitados como Trotski, Bujarin, Kámenev y Zinoviev, defensores de la tesis de que los dirigentes partidistas, como el propio Stalin, no debían intervenir en el gobierno, respetando la autonomía de las instituciones administrativas.
 Ya en La senda roja (1928) aparecían las primeras alusiones al “debilitamiento de las fuerzas socialistas” por la concentración del poder en la persona de Stalin y, sobre todo, semblanzas particularmente elogiosas de Trotski como jefe del Ejército rojo, diplomático en la paz de Brest-Litovsk, ideólogo del partido y defensor del debate intelectual. Esa inclinación a favor de Trotski se volverá definitiva en el tercero de los libros, donde se denuncia la deportación del bolchevique ucraniano a Alma Ata y su posterior exilio en la isla Prinkipo, Turquía.
Aunque no siempre estaba de acuerdo con la “oposición trotskista”, Álvarez del Vayo no ocultaba sus críticas al despotismo de Stalin, al concluir la década de los 20. No es raro entonces que al ocupar su principal cargo de importancia, con el gobierno de la Segunda República, que fue la embajada de España en México, el socialista madrileño impulsara una política favorable a la ideología de la Revolución Mexicana. Jesús Silva Herzog, que había conocido a Álvarez del Vayo en Moscú, cuando el mexicano fue brevemente embajador allí, narró las simpatías del español por la Revolución Mexicana.
En 1931, cuando llegó a México, las relaciones con la Unión Soviética estaban rotas. La misión de Álvarez del Vayo fue relanzar los nexos entre el México revolucionario y la España republicana a todos los niveles. Dos pruebas de que lo logró, a pesar de la brevedad de la Segunda República, fueron el convenio entre ambos países de febrero de 1933, por el cual Madrid transfirió un préstamo de 18 millones de pesos, y el proyecto del monumento a la amistad entre España y México que, aunque no llegó a construirse, se expuso en la Ciudad de México en enero de 1934.

viernes, 20 de septiembre de 2019

A un siglo del primer comunismo mexicano


Comienza a hablarse del centenario de la fundación del Partido Comunista Mexicano, que se cumplirá el 24 de noviembre de 2019. La efeméride es buena oportunidad para repensar críticamente la historia de esa institución, disuelta en 1981, y para confirmar su discontinua relación con el México postrevolucionario. Hablamos, en esencia, de un partido opositor minoritario, pero de gran relevancia cultural, social e ideológica en la historia del siglo XX.
         Algo que caracterizó los orígenes del PCM, y que comparte con otros de la región como el argentino y el chileno, fue su composición transnacional. En su fundación y dirección –hasta 1925, por lo menos-, intervinieron viajeros, refugiados o agentes de la III Internacional en México como el bengalí M. N. Roy, el bolchevique ruso Mijaíl Borodin, el japonés Sen Katayama, el alemán Alfonso Goldschmidt y los estadounidenses Charles F. Phillips (Frank Seaman), Evelyn Roy, Linn A. E. Gale y Bertram Wolfe, que llegaría a ser uno de sus principales líderes.
         Daniela Spenser, que lo ha estudiado en detalle, cuenta que tras la expulsión de Wolfe por el gobierno de Plutarco Elías Calles, en 1925, el núcleo mexicano del PCM, que en los primeros años estuvo bajo el liderazgo del controvertido José Allen, se solidificó con la dirección Xavier Guerrero, Luis G. Monzón, Hernán Laborde y, sobre todo, Rafael Carrillo Azpeitia. En los documentos reunidos por Elvira Concheiro y Carlos Payán y en el periódico El Machete se pueden leer los principales aciertos y limitaciones de aquel PCM.
         Entre los aspectos positivos podrían destacarse la apuesta por los movimientos ferrocarrilero y campesino, la gran interlocución con las artes, sobre todo a través de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, que fueron militantes de la organización, y la perspectiva latinoamericana y anticolonial que introdujeron en la política mexicana: apoyo a Sandino en Nicaragua, a los opositores a las dictaduras de Juan Vicente Gómez y Gerardo Machado en Venezuela y Cuba, a los nacionalistas indios y marroquíes y a los comunistas chinos. Los límites más claros de aquel proyecto se revelan en un sectarismo que, mucho antes de la entronización de Stalin en el poder soviético, los llevó a descalificar al anarquismo, la socialdemocracia y el propio nacionalismo revolucionario mexicano.
         Aunque respaldó claramente la candidatura de Álvaro Obregón, entre 1927 y 1928, El Machete, órgano del PCM, trasmitió una visión caricaturesca de las corrientes políticas del México postrevolucionario. Fuera del zapatismo, ninguna de aquellas corrientes (magonismo, maderismo, villismo, carrancismo, obregonismo…) era verdaderamente “revolucionaria” y todas se reducían a la voluntad de sus caudillos. Esos prejuicios se extendieron a otros liderazgos y organizaciones de la izquierda latinoamericana como Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA peruano o el propio José Vasconcelos y su campaña de 1929 en México.
         Cuando el cubano Julio Antonio Mella, miembro también del PCM y colaborador de El Machete, quien había combatido enérgicamente al APRA, intentó, a mediados de 1928, una alianza con corrientes liberales y nacionalistas contrarias a la dictadura de Machado en Cuba, fue reprendido por las jerarquías comunistas de La Habana y México. El fuerte estalinismo al que se desplazó el PCM tuvo como antecedente aquella intolerancia que, en buena medida, explica la ruptura diplomática entre México y la URSS en 1930.
         La discontinua historia del PCM, en sesenta años de existencia, obliga a preguntarse, tal y como la izquierda le reprochaba al PRI, si el centenario que se cumple es el del primer comunismo o el de todos los comunismos mexicanos del siglo XX. Tal vez haga más sentido pensarlo como una efeméride que implica, centralmente, al primer bolchevismo mexicano y no a todo el devenir de una corriente política que se negó a sí misma varias veces.          

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Miembros del Presidium de Honor del PCM en 1947



La vocación espiritista de la izquierda latinoamericana, ese deseo de vivificar a muertos fundacionales por medio de la liturgia ideológica, generalmente se atribuye a la corriente populista. Los historiadores Ottmar Ette para el caso de José Martí en Cuba y Elías Pino Iturrieta para el de Simón Bolívar en Venezuela han documentado ese hábito, que arraiga, por cierto, no sólo en el autoritarismo de izquierda sino también en el de derecha.
Pero hay antecedentes importantes de espiritismo de izquierda en la tradición comunista latinoamericana. De acuerdo con los documentos del Partido Comunista Mexicano, compilados hace algunos años por Elvira Concheiro y Carlos Payán, en el X Congreso de esa organización, en 1947, se declararon miembros de honor a muertos y vivos como Marx, Engels, Lenin y Stalin, por un lado, y Mao Tse Tung, Jorge Dimitrov, Bros Tito, Maurice Thorez, Palmiro Togliatti y William Z. Foster, el sucesor de Earl Browder en el comunismo estadounidense, por el otro.
Del lado latinoamericano estaban sentados, en aquel presidium, Don Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos, Benito Juárez, Emiliano Zapata, Ricardo Flores Magón y Julio Antonio Mella, junto con Blas Roca, Luis Carlos Prestes, Victorio Codovilla, Dolores Ibarruri y Elías Lafferte, dirigentes de los partidos comunistas de Cuba, Brasil, Argentina, España y Chile. Se observa aquí que los comunistas mexicanos compartían con el nacionalismo revolucionario hegemónico la apropiación del legado de héroes republicanos y liberales del siglo XIX y de líderes agraristas y anarquistas del siglo XX, que poco o nada tenían que ver con su ideología estalinista.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Cárdenas, Silone y Glusberg: una incógnita


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En sus discursos, Lázaro Cárdenas no era muy dado a citar a los escritores o filósofos que leía. Sus Apuntes (1972), sin embargo, contienen menciones de algunos muy disímiles. Por ejemplo, el historiador conservador Carlos Pereyra, de quien dice que hay que leer su libro México falsificado para comprender el “problema indígena en el Yaqui”, o “su amigo”, el escritor Waldo Frank, que lo visitó, por lo menos, en dos ocasiones: en 1937, cuando lo acompañó a una gira por Oaxaca y, luego, en 1939, cuando se unió al ex Ministro de Defensa de la República española, Indalecio Prieto, en un recorrido por Torreón.
         Otro comentario de sus lecturas, muy revelador e intrigante, es una nota de Cárdenas en enero de 1936, en la que cita una “disertación” titulada “Conciencia histórica”, de un tal Enrique Espinosa, donde se transcribe este pasaje de la novela La semilla bajo la nieve del italiano Ignazio Silone: “¿A quién va a dirigirse uno si los intelectuales a los que incumbiría la obligación de ilustrar a la opinión pública son sumisos y obedientes empleados del Estado, convertido éste a su vez en una central de adulteradores?” Y agrega Cárdenas: “procuraremos no merecer semejante sentencia”.
         Silone fue un fundador del Partido Comunista italiano que se exilió en Suiza, durante el régimen fascista de Mussolini, y que en los años 30 rompió con el estalinismo soviético. Tras un acercamiento al trotskismo, Silone acabó defendiendo las posiciones de la socialdemocracia, en el arranque de la Guerra Fría, y muy cerca del Congreso para la Libertad de la Cultura, una red de la que formó parte la revista Tempo Presente, que editó con Nicola Chiaromonte.
         En una breve pesquisa sobre la recepción de Silone en América Latina no aparece Enrique Espinosa sino Enrique Espinoza, pseudónimo del escritor judío-ruso-argentino-chileno Samuel Glusberg, amigo de José Carlos Mariátegui y fundador de la revista Babel. Bajo el nombre de Enrique Espinoza, Glusberg escribió desde los años 30, una columna titulada “Conciencia histórica”, en la edición chilena de Babel, en la que comentó la obra, entre otros, de Isaac Babel, George Orwell, Albert Camus e Ignazio Silone, críticos todos del estalinismo. Luego, en los años 50, esas columnas fueron reunidas en un libro titulado, justamente, Conciencia histórica.
         ¿Dónde leyó Cárdenas la cita de Silone, en la Babel chilena de Glusberg? ¿Influyó aquella cita en su decisión de desarrollar una política intelectual crítica y autónoma, a través de instituciones como el Fondo de Cultura Económica, el Colegio de México o la Universidad Nacional, donde jugaron un papel fundamental los refugiados españoles, casi todos, pertenecientes a una izquierda socialista no estalinista? Como quiera que se mire, el gobierno de Lázaro Cárdenas no es “merecedor de la sentencia” de haber sido una “central de adulteradores” ni de haberse rodeado de intelectuales “sumisos y obedientes empleados del Estado”.  

miércoles, 14 de agosto de 2019

Glorias trasplantadas



La certidumbre de que Cuba es un país que produce buena parte de su cultura nacional fuera del territorio de la isla es tan vieja como los orígenes de la nacionalidad cubana entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. Está ya, como advirtiera Julio Le Riverend, en la Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales (1761) de José Martín Félix de Arrate, donde se hacía un inventario de los cubanos residentes en la capital de la Nueva España, y, de un modo más claro, en el Viaje a La Habana (1844) de la Condesa de Merlin, prologado por Gertrudis Gómez de Avellaneda.
La Avellaneda decía en aquel prólogo que "varias causas se reunían para impedir que los hijos de Cuba, dotados en general de una viva y brillante imaginación, puedan aclimatar, por decirlo así, la literatura en su suelo". Se quejaba doña Gertrudis de que "no florezcan en el suelo de Cuba muchos de los aventajados ingenios que sabe producir". Y mencionaba, como un ejemplo entre muchos, a José María Heredia, "quien vivió y murió desterrado, y apenas llegaron furtivamente a sus compatriotas los inspirados tonos de su lira". No se mencionaba a sí misma la Avellaneda, pero se tenía en mente.
En un momento de aquel prólogo a la edición madrileña del Viaje a La Habana, en la Imprenta de la Sociedad Literaria y Tipográfica, decía la Avellaneda que Heredia y la Condesa de Merlin podían ser definidos como "glorias trasplantadas". El primero, en el "continente mejicano", donde "cantó a la rica perla de sus mares", así como "entre los tronantes raudales del Niágara resonaron melancólicamente recuerdos tiernísimos del perdido Almendares". La segunda, en las orillas del Sena, en París, "donde traza cuadros deliciosos de su hermosa patria: en ella piensa, con ella se envanece, a ella consagra los más dulces sentimientos de su corazón".
Es evidente que hablando de Heredia y de la Condesa de Merlin, Gertrudis Gómez de Avellaneda hablaba de sí misma. Para 1844, ella también, en Madrid, había publicado buena parte de su obra (sus Poesías y sus novelas Sab y Dos mujeres), pensando en Cuba. Aquel prólogo al volumen de la Condesa de Merlin y su correspondencia con Antonio Neira de Mosquera y otros amigos deshacen la imagen de la Avellaneda como escritora españolizada, que cierta crítica literaria nacionalista cubana, por lo visto incandescente, ha tratado de construir en los dos últimos siglos.