Comienza a hablarse del centenario de la fundación del Partido Comunista
Mexicano, que se cumplirá el 24 de noviembre de 2019. La efeméride es buena
oportunidad para repensar críticamente la historia de esa institución, disuelta
en 1981, y para confirmar su discontinua relación con el México
postrevolucionario. Hablamos, en esencia, de un partido opositor minoritario,
pero de gran relevancia cultural, social e ideológica en la historia del siglo
XX.
Algo que caracterizó los
orígenes del PCM, y que comparte con otros de la región como el argentino y el
chileno, fue su composición transnacional. En su fundación y dirección –hasta
1925, por lo menos-, intervinieron viajeros, refugiados o agentes de la III
Internacional en México como el bengalí M. N. Roy, el bolchevique ruso Mijaíl
Borodin, el japonés Sen Katayama, el alemán Alfonso Goldschmidt y los
estadounidenses Charles F. Phillips (Frank Seaman), Evelyn Roy, Linn A. E. Gale
y Bertram Wolfe, que llegaría a ser uno de sus principales líderes.
Daniela Spenser, que lo ha
estudiado en detalle, cuenta que tras la expulsión de Wolfe por el gobierno de
Plutarco Elías Calles, en 1925, el núcleo mexicano del PCM, que en los primeros
años estuvo bajo el liderazgo del controvertido José Allen, se solidificó con
la dirección Xavier Guerrero, Luis G. Monzón, Hernán Laborde y, sobre todo,
Rafael Carrillo Azpeitia. En los documentos reunidos por Elvira Concheiro y
Carlos Payán y en el periódico El Machete
se pueden leer los principales aciertos y limitaciones de aquel PCM.
Entre los aspectos positivos podrían
destacarse la apuesta por los movimientos ferrocarrilero y campesino, la gran
interlocución con las artes, sobre todo a través de Diego Rivera y David Alfaro
Siqueiros, que fueron militantes de la organización, y la perspectiva
latinoamericana y anticolonial que introdujeron en la política mexicana: apoyo
a Sandino en Nicaragua, a los opositores a las dictaduras de Juan Vicente Gómez
y Gerardo Machado en Venezuela y Cuba, a los nacionalistas indios y marroquíes
y a los comunistas chinos. Los límites más claros de aquel proyecto se revelan
en un sectarismo que, mucho antes de la entronización de Stalin en el poder
soviético, los llevó a descalificar al anarquismo, la socialdemocracia y el
propio nacionalismo revolucionario mexicano.
Aunque respaldó claramente la
candidatura de Álvaro Obregón, entre 1927 y 1928, El Machete, órgano del PCM, trasmitió una visión caricaturesca de
las corrientes políticas del México postrevolucionario. Fuera del zapatismo,
ninguna de aquellas corrientes (magonismo, maderismo, villismo, carrancismo,
obregonismo…) era verdaderamente “revolucionaria” y todas se reducían a la
voluntad de sus caudillos. Esos prejuicios se extendieron a otros liderazgos y
organizaciones de la izquierda latinoamericana como Víctor Raúl Haya de la
Torre y el APRA peruano o el propio José Vasconcelos y su campaña de 1929 en
México.
Cuando el cubano Julio
Antonio Mella, miembro también del PCM y colaborador de El Machete, quien había combatido enérgicamente al APRA, intentó, a
mediados de 1928, una alianza con corrientes liberales y nacionalistas
contrarias a la dictadura de Machado en Cuba, fue reprendido por las jerarquías
comunistas de La Habana y México. El fuerte estalinismo al que se desplazó el
PCM tuvo como antecedente aquella intolerancia que, en buena medida, explica la
ruptura diplomática entre México y la URSS en 1930.
La discontinua historia del
PCM, en sesenta años de existencia, obliga a preguntarse, tal y como la
izquierda le reprochaba al PRI, si el centenario que se cumple es el del primer
comunismo o el de todos los comunismos mexicanos del siglo XX. Tal vez haga más
sentido pensarlo como una efeméride que implica, centralmente, al primer
bolchevismo mexicano y no a todo el devenir de una corriente política que se
negó a sí misma varias veces.