Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 4 de agosto de 2019

El amor en tiempos de la Guerra Fría


La obra teatral de Juan Villoro en el Museo Tamayo nos transportó al Berlín de los 80, donde residen las claves de un futuro que ya comienza a ser nuestro pasado. La escenografía con instalaciones del artista Abraham Cruzvillegas, la música de Lou Reed, la puesta en escena de Mariana Giménez, las actuaciones Mauricio Isaac, Mariana Gajá y Jacobo Lieberman, todo en La guerra fría, evoca la cultura de fines del periodo soviético.
            Hay algo de ostalgie al revés en la obra de Villoro. Un sentimiento parecido al que se apoderó del Berlín reunificado hace algunos años, pero con algunos desplazamientos que vale la pena señalar. El Berlín de Villoro es el occidental de principios de los 80, donde una pareja de jóvenes mexicanos vive el típico amor tormentoso de los que emigran, juntos, a temprana edad. Un Berlín que evoca el de Lou Reed en los 70, que dio pie al que es, de lejos, su mejor disco.
El muro y el otro lado del muro son presencias constantes. Se trata de un Berlín que es la última frontera del “mundo libre”, donde todo está al borde de convertirse en otra cosa. En la propia canción que da título al disco de Lou Reed, la utopía es el paraíso de un pequeño café, con guitarras de fondo, donde los amantes se aman, “by the Wall”. El muro es ese límite que, por un momento, hace posible lo imposible: una especie de última estación antes del cruce al otro lado, que supone otra realidad.
            Pero no es sólo Berlín o el muro, es también la estética teatral la que nos devuelve a la Guerra Fría. Por momentos se tiene la impresión de estar ante aquellas puestas en escena grotowskianas de los 70 y los 80, tan frecuentes en Varsovia, en Moscú o La Habana, donde en un escenario pobre, lleno de objetos en desuso, dos actores hacen teatro con sus voces y sus cuerpos. Ese expresionismo del detritus y la ruina se apodera de la función desde sus primeros minutos.
            Mientras veía la obra de Villoro recordaba que no mucho antes había visto la película del mismo título del polaco Pawel Pawlikowski. Otra historia de amor, con el muro en perspectiva, de dos jóvenes artistas polacos entrampados en el infierno de hipocresías y delaciones del socialismo real. Pero la estética de Villoro ha resultado, a la larga, más polaca que la de Pawlikowski, quien hizo una película llena de jazz, cafés y buhardillas, como el París de Chet Baker.
            La Guerra Fría de Villoro es una prolongación berlinesa del sexo, drogas y rock and roll de los años hippies en California. Su exploración del amor de este lado del muro pone énfasis sobre los juegos de la toxicidad en los afectos de aquella época. El amor en la Guerra Fría estaba atravesado por pasiones que, de algún modo, trasplantaban la pugna ideológica global a estrechos apartamentos de grises y enormes edificios. En el caso de la obra de Villoro, un apartamento ocupado por dos jóvenes mexicanos en un multifamiliar abandonado.
            Quienes fuimos jóvenes al final de la Guerra Fría podemos reconocer la retórica de los pleitos sentimentales de aquellos años: los amagos de vivir al límite, el odio a todo lo que pareciera burgués, el machismo contenido o disfrazado de liberalidad juvenil, la contradicción sofocante entre libertad y responsabilidad o la presión despiadada de las familias, las universidades y el mercado. Vivir la juventud al final de la Guerra Fría implicaba, además de todo lo que se cree intemporal, dar por sentado que había siempre una realidad alternativa detrás del muro.
            Era aquella una sensación que, como ha expuesto mejor que nadie Slavoj Zizek en El acoso de las fantasías (1999), se sentía con la misma intensidad desde cualquiera de los dos territorios: el Este o el Oeste. Unos fantaseaban con la libertad del capitalismo y otros con la igualdad del comunismo. Era parejo aquel equívoco, que en los últimos treinta años ha quedado refutado por un futuro entonces inimaginable. Ni eran tan iguales los socialismos reales ni tan libres las democracias occidentales.   

lunes, 22 de julio de 2019

Eugenio Florit y las noches de Middlebury



Regreso otra vez a la Escuela de Verano de Middlebury College, en Vermont, ahora para una conferencia y algunos encuentros con estudiantes, no como profesor del curso. Pero gracias a esta breve estancia recibo el regalo del libro En las montañas de Vermont. Los exiliados en la Escuela española de Middlebury College (1937-1963) del colega y compatriota Roberto Véguez. Se trata de una de las más completas historias de este centro fundamental del hispanismo en Estados Unidos, que acaba de cumplir un siglo.
Véguez ha tenido el cuidado de entender el exilio como una condición múltiple y, además de a los célebres desterrados españoles que aquí enseñaron (Luis Cernuda, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Juan Marichal, Américo Castro...), estudia a los cubanos exiliados que pasaron veranos en Midllebury después del triunfo revolucionario de enero de 1959. Menciona especialmente a dos: el filósofo Humberto Piñera Llera y el poeta Eugenio Florit. De éste segundo reproduce un poema, escrito en las montañas de Vermont, que capta el silencio de estas noches bajo la luna, cuando terminan las clases.

Callan las voces, y el vacío suena
Sólo con ecos. ¿Dónde la palabra?
¿En qué rincón del mundo, en qué país,
ya sin color, como la alondra se alza?

Ya todo el mundo ausente,
flota en el aire como su fantasma.
No se la ve, pero las hojas ruedan
al toque imperceptible de sus alas.

¿Qué recuerdo, de qué, por qué persiste
a la luz de un verano que se acaba?
¿De qué boca salió; por qué se queda
herida y viva aún esta mañana?

Palabra dicha ayer, que para todos
era de sí, de no, de letra clara,
y que no sabe ya donde posarse
porque nadie la atiende ni la ampara,

y que para acabar serenamente
en el canto de sí, callada,
se ha venido a la pluma que la escribe
y la deja caer en esta página.

domingo, 14 de julio de 2019

El laicismo a prueba


En la lección primera de la Cartilla moral (1944), Alfonso Reyes escribe una frase perfectamente manipulable desde cualquier iglesia: “la moral de los pueblos civilizados está toda contenida en el Cristianismo”. Reyes, sin embargo, dejaba claro que aunque la religión y la moral “coinciden en lo esencial”, no eran la misma cosa. La moral debía estudiarse como “una disciplina aparte”, ya que sus valores, especialmente el valor del bien, era atribuible a todos los hombres, no sólo a los creyentes de una u otra religión.
         La Cartilla moral de Reyes, como recuerda Javier Garciadiego en la edición reciente de El Colegio Nacional, fue un encargo del Estado postrevolucionario mexicano: el Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, a fines del sexenio de Manuel Ávila Camacho, se la solicitó al escritor para incorporarla a la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. El texto, que rebasó ampliamente los paternalistas fines oficiales –“un mínimo de principios morales que ayuden a cambiar la forma de vida de nuestras clases bajas”- no satisfizo, desde luego, a las autoridades.
         Aquel desencuentro marcó la Cartilla de Reyes con el signo de la autonomía. Tras una edición en la colección del Archivo Personal de Alfonso Reyes en 1952, el texto fue publicado por el Instituto Nacional Indigenista en 1959. Luego el PRI, el Estado de Nuevo León y la SEP hicieron sus propias ediciones del volumen, pero no lo incorporaron como una lectura básica de la instrucción cívica de los mexicanos. En 1992, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), dirigido por Elba Esther Gordillo, se opuso a que el libro de Reyes formara parte de los “materiales de apoyo al magisterio”.
En contra de esa tendencia histórica, el nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador sí parece interesado en una apropiación de la Cartilla moral como manual de moral y cívica. Apenas iniciada la presente administración, en diciembre de 2018, el gobierno federal ordenó hacer una edición masiva del libro con un diseño de portada donde se juntan imágenes de Sor Juana Inés de la Cruz, Leona Vicario, Benito Juárez y Francisco I. Madero. El rescate oficial de la Cartilla de Reyes ha coincidido con el anuncio del lanzamiento de una “Constitución moral” para el México de la Cuarta Transformación.
No sólo eso. Entre los mayores distribuidores de la Cartilla editada por el gobierno federal se encuentra la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas AC (Confraternice), que está asignando 10 mil ejemplares a sus 7 mil templos afiliados. El libro de Reyes, por tanto, no sólo está siendo utilizado como un manual tentativo de instrucción moral y cívica sino como un catecismo de la “transformación espiritual de la sociedad” que, según el presidente de dicha Confraternidad, Arturo Farela, tiene lugar en México.    
En su columna del pasado miércoles 10 de julio en La Jornada, el estudioso de las religiones en México, Bernardo Barranco, no duda en afirmar que “Andrés Manuel López Obrador ha sido el presidente que más se ha atrevido a hacer un uso político de las iglesias y la religión al incluir a un sector de cristianos evangélicos como difusores de planteamientos sociales y morales de la 4T”. Y reitera Barranco: “ningún presidente en los últimos años había logrado convertir la fe en un acto político como Amlo”.
El laicismo está a prueba en el México del siglo XXI. El laicismo entendido, a la manera juarista, como separación de las iglesias y el Estado, pero también como separación de la religión y la moral, como sostiene Reyes desde la primera página de su libro. Uno de los efectos colaterales de la nueva religiosidad política, alentada por la presente administración, es que la apropiación oficial distorsiona el sentido humanista y laico del pensamiento de Alfonso Reyes y, a la vez, acentúa algunos elementos conservadores de la Cartilla como los relacionados con el matrimonio, la familia y el género.    
          

domingo, 30 de junio de 2019

Del asilo a la muerte


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Peter Sloterdijk, uno de los últimos discípulos de la Escuela Frankfurt, tan último que ya no se sabe si sigue perteneciendo a esa corriente, dice en su libro Esferas III (2004) que el derecho de asilo, tan celebrado Occidente, se practica lo mismo para bien que para mal. Desde la antigüedad, aclara el filósofo, se utilizó el asilo para dar refugio al perseguido pero también para someterlo a una mayor explotación en el país de destino. El derecho de asilo era, además de una noble tradición, un mecanismo del poder para preservar la jerarquía social.
            Lo ejemplificaba Sloterdijk con la política que siguieron los zares rusos en el sur de Europa del Este, permitiendo el asentamiento selectivo de “tártaros auténticos, turcos otomanos, genoveses con restos de Crimea, griegos pónticos y hasta esquirlas de poblaciones iraníes”. También mencionaba Sloterdijk, siguiendo a W. E. Mühlmann, leyes migratorias más viejas: la “activa política de asilo” de las polis helénicas con “metecos” y otros clientes “bárbaros”. Cuando no terminaban como esclavos, los bárbaros eran merecedores de un tipo de asilo que suponía una muerte lenta bajo las leyes griegas.
            El comentario de Sloterdijk ayuda a comprender los conflictos fronterizos en el siglo XXI. Lo mismo en Europa del Este que en el Mediterráneo las leyes migratorias se mueven entre la admisión de fuerza de trabajo y el cierre del paso. La nueva xenofobia de las derechas europeas impide ver un tipo de racismo antimigrante, que ha predominado en las últimas décadas en Europa, y que tiene que ver con una combinación de estrategias de asilo y explotación de mano de obra barata, sumamente costosa para las comunidades migrantes.
            Además de la adversidad de ofertas de trabajo mal remunerado, los migrantes son sometidos a diversas prácticas de odio por parte de las sociedades civiles. El rebrote de enfoques nacionalistas en las políticas europeas, como las oleadas de antisemitismo de hace un siglo, está relacionado con visiones excluyentes de las identidades nacionales pero también con una lucha por el mercado de trabajo y la asistencia social del Estado. La derecha europea moviliza a los pobres con el argumento de que los migrantes los desplazarán como beneficiarios de ofertas laborales y programas sociales.
            Algo similar están haciendo Donald Trump y y la derecha republicana en Estados Unidos. En el discurso trumpista se mezclan la grosera criminalización del migrante y el aliento a un cierre de filas de los sectores de bajos ingresos, especialmente, en estados fronterizos sureños como Texas, Nuevo México, Arizona y California, contra la migración de trabajadores centroamericanos y caribeños. La fuerza del mensaje trumpista tiene que ver con una transversalidad que convoca a sectores de clase alta y clase baja en una misma ofensiva racista.
            Lamentablemente, una versión menos descarnada de ese racismo comienza a observarse en México. No me refiero a nuestro horrible racismo cotidiano sino a una tendencia cada vez más visible de autoprotección del mercado de trabajo, que rechaza el asilo o lo utiliza como método de empleo mal pagado. El asilo explotador es la otra cara de la muerte de los migrantes en la frontera: una forma de exclusión dentro del propio espacio nacional que reproduce la xenofobia por otras vías.
            Esta nueva dialéctica del amo y el esclavo, en el siglo XXI, ha sido estudiada por el filósofo surcoreano Byung Chul Han en su libro La sociedad del cansancio (2017). La explotación del migrante se produce tanto desde un higienismo que aspira a comunidades incontaminadas por presencias extrañas o disolventes como desde un “estado patológico”, que llama a convivir con el migrante, sometiéndolo. La muerte de niños ahogados en el Mediterráneo o en el Río Bravo o en el Estrecho de la Florida nos escandaliza, dice Han, pero nos parece normal que el migrante haga el trabajo más injusto a ambos lados de la frontera.