Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 14 de julio de 2019

El laicismo a prueba


En la lección primera de la Cartilla moral (1944), Alfonso Reyes escribe una frase perfectamente manipulable desde cualquier iglesia: “la moral de los pueblos civilizados está toda contenida en el Cristianismo”. Reyes, sin embargo, dejaba claro que aunque la religión y la moral “coinciden en lo esencial”, no eran la misma cosa. La moral debía estudiarse como “una disciplina aparte”, ya que sus valores, especialmente el valor del bien, era atribuible a todos los hombres, no sólo a los creyentes de una u otra religión.
         La Cartilla moral de Reyes, como recuerda Javier Garciadiego en la edición reciente de El Colegio Nacional, fue un encargo del Estado postrevolucionario mexicano: el Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, a fines del sexenio de Manuel Ávila Camacho, se la solicitó al escritor para incorporarla a la Campaña Nacional contra el Analfabetismo. El texto, que rebasó ampliamente los paternalistas fines oficiales –“un mínimo de principios morales que ayuden a cambiar la forma de vida de nuestras clases bajas”- no satisfizo, desde luego, a las autoridades.
         Aquel desencuentro marcó la Cartilla de Reyes con el signo de la autonomía. Tras una edición en la colección del Archivo Personal de Alfonso Reyes en 1952, el texto fue publicado por el Instituto Nacional Indigenista en 1959. Luego el PRI, el Estado de Nuevo León y la SEP hicieron sus propias ediciones del volumen, pero no lo incorporaron como una lectura básica de la instrucción cívica de los mexicanos. En 1992, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), dirigido por Elba Esther Gordillo, se opuso a que el libro de Reyes formara parte de los “materiales de apoyo al magisterio”.
En contra de esa tendencia histórica, el nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador sí parece interesado en una apropiación de la Cartilla moral como manual de moral y cívica. Apenas iniciada la presente administración, en diciembre de 2018, el gobierno federal ordenó hacer una edición masiva del libro con un diseño de portada donde se juntan imágenes de Sor Juana Inés de la Cruz, Leona Vicario, Benito Juárez y Francisco I. Madero. El rescate oficial de la Cartilla de Reyes ha coincidido con el anuncio del lanzamiento de una “Constitución moral” para el México de la Cuarta Transformación.
No sólo eso. Entre los mayores distribuidores de la Cartilla editada por el gobierno federal se encuentra la Confraternidad Nacional de Iglesias Cristianas AC (Confraternice), que está asignando 10 mil ejemplares a sus 7 mil templos afiliados. El libro de Reyes, por tanto, no sólo está siendo utilizado como un manual tentativo de instrucción moral y cívica sino como un catecismo de la “transformación espiritual de la sociedad” que, según el presidente de dicha Confraternidad, Arturo Farela, tiene lugar en México.    
En su columna del pasado miércoles 10 de julio en La Jornada, el estudioso de las religiones en México, Bernardo Barranco, no duda en afirmar que “Andrés Manuel López Obrador ha sido el presidente que más se ha atrevido a hacer un uso político de las iglesias y la religión al incluir a un sector de cristianos evangélicos como difusores de planteamientos sociales y morales de la 4T”. Y reitera Barranco: “ningún presidente en los últimos años había logrado convertir la fe en un acto político como Amlo”.
El laicismo está a prueba en el México del siglo XXI. El laicismo entendido, a la manera juarista, como separación de las iglesias y el Estado, pero también como separación de la religión y la moral, como sostiene Reyes desde la primera página de su libro. Uno de los efectos colaterales de la nueva religiosidad política, alentada por la presente administración, es que la apropiación oficial distorsiona el sentido humanista y laico del pensamiento de Alfonso Reyes y, a la vez, acentúa algunos elementos conservadores de la Cartilla como los relacionados con el matrimonio, la familia y el género.    
          

domingo, 30 de junio de 2019

Del asilo a la muerte


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Peter Sloterdijk, uno de los últimos discípulos de la Escuela Frankfurt, tan último que ya no se sabe si sigue perteneciendo a esa corriente, dice en su libro Esferas III (2004) que el derecho de asilo, tan celebrado Occidente, se practica lo mismo para bien que para mal. Desde la antigüedad, aclara el filósofo, se utilizó el asilo para dar refugio al perseguido pero también para someterlo a una mayor explotación en el país de destino. El derecho de asilo era, además de una noble tradición, un mecanismo del poder para preservar la jerarquía social.
            Lo ejemplificaba Sloterdijk con la política que siguieron los zares rusos en el sur de Europa del Este, permitiendo el asentamiento selectivo de “tártaros auténticos, turcos otomanos, genoveses con restos de Crimea, griegos pónticos y hasta esquirlas de poblaciones iraníes”. También mencionaba Sloterdijk, siguiendo a W. E. Mühlmann, leyes migratorias más viejas: la “activa política de asilo” de las polis helénicas con “metecos” y otros clientes “bárbaros”. Cuando no terminaban como esclavos, los bárbaros eran merecedores de un tipo de asilo que suponía una muerte lenta bajo las leyes griegas.
            El comentario de Sloterdijk ayuda a comprender los conflictos fronterizos en el siglo XXI. Lo mismo en Europa del Este que en el Mediterráneo las leyes migratorias se mueven entre la admisión de fuerza de trabajo y el cierre del paso. La nueva xenofobia de las derechas europeas impide ver un tipo de racismo antimigrante, que ha predominado en las últimas décadas en Europa, y que tiene que ver con una combinación de estrategias de asilo y explotación de mano de obra barata, sumamente costosa para las comunidades migrantes.
            Además de la adversidad de ofertas de trabajo mal remunerado, los migrantes son sometidos a diversas prácticas de odio por parte de las sociedades civiles. El rebrote de enfoques nacionalistas en las políticas europeas, como las oleadas de antisemitismo de hace un siglo, está relacionado con visiones excluyentes de las identidades nacionales pero también con una lucha por el mercado de trabajo y la asistencia social del Estado. La derecha europea moviliza a los pobres con el argumento de que los migrantes los desplazarán como beneficiarios de ofertas laborales y programas sociales.
            Algo similar están haciendo Donald Trump y y la derecha republicana en Estados Unidos. En el discurso trumpista se mezclan la grosera criminalización del migrante y el aliento a un cierre de filas de los sectores de bajos ingresos, especialmente, en estados fronterizos sureños como Texas, Nuevo México, Arizona y California, contra la migración de trabajadores centroamericanos y caribeños. La fuerza del mensaje trumpista tiene que ver con una transversalidad que convoca a sectores de clase alta y clase baja en una misma ofensiva racista.
            Lamentablemente, una versión menos descarnada de ese racismo comienza a observarse en México. No me refiero a nuestro horrible racismo cotidiano sino a una tendencia cada vez más visible de autoprotección del mercado de trabajo, que rechaza el asilo o lo utiliza como método de empleo mal pagado. El asilo explotador es la otra cara de la muerte de los migrantes en la frontera: una forma de exclusión dentro del propio espacio nacional que reproduce la xenofobia por otras vías.
            Esta nueva dialéctica del amo y el esclavo, en el siglo XXI, ha sido estudiada por el filósofo surcoreano Byung Chul Han en su libro La sociedad del cansancio (2017). La explotación del migrante se produce tanto desde un higienismo que aspira a comunidades incontaminadas por presencias extrañas o disolventes como desde un “estado patológico”, que llama a convivir con el migrante, sometiéndolo. La muerte de niños ahogados en el Mediterráneo o en el Río Bravo o en el Estrecho de la Florida nos escandaliza, dice Han, pero nos parece normal que el migrante haga el trabajo más injusto a ambos lados de la frontera.        
           

domingo, 23 de junio de 2019

Marta Harnecker y la ortodoxia exitosa


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En una entrevista de 1978, Marta Harnecker recordaba que su encuentro con el marxismo se produjo en París, en 1964, cuando recién llegada de Chile, donde era dirigente de la Acción Católica Universitaria de Santiago, comenzó a tomar clases con Louis Althusser en la Escuela Normal Superior. De aquel contacto salió el más exitoso manual de marxismo-leninismo en América Latina: Los conceptos elementales del materialismo histórico (1968).
            La muerte de Harnecker motiva este apunte sobre el éxito de la ortodoxia en la izquierda latinoamericana. Pero los orígenes del manual de Harnecker no tienen que ver con la ortodoxia. La primera edición de su libro, en 1968, prologada por Althusser, no disimulaba el interés en ofrecer un manual alternativo a los que los soviéticos difundían en el mundo. El primer exergo del libro era de Mao Tse Tung y postulaba la necesidad de una “teoría de la historia” para cualquier movimiento revolucionario. Althusser, por su parte, insistía en agregar a la rusa la Revolución china como modelos del cambio revolucionario en el siglo XX.
            El estructuralismo y el maoísmo que circulaban en torno al mayo francés se respiraban en la versión original del texto. La bibliografía prescindía rigurosamente de autores soviéticos y, en muchos capítulos, antes que Marx, Engels o Lenin, aparecían citados el propio Althusser o su colega Étienne Balibar. Esa manera de organizar las fuentes resultaba herética al marxismo-leninismo ortodoxo de los partidos comunistas, leales a Moscú, y, a la vez, ponía énfasis en la importancia de la ideología o las llamadas “condiciones subjetivas” de la Revolución, un tema que tradicionalmente había interesado a la izquierda occidental.
            Cuando el texto de Harnecker viajó a América Latina y comenzó a ser editado y reeditado en Siglo XXI fue perdiendo, gradualmente, su maoísmo y estructuralismo originarios. Inicialmente, el manual circuló entre las juventudes universitarias y guerrilleras, para las que fue deliberadamente escrito, formando parte de las lecturas básicas de la Nueva Izquierda guevarista. Sin embargo, ya en los 70, con el involucramiento de la propia Harnecker en la defensa de Salvador Allende y Unidad Popular en Chile y, luego, de la institucionalización del socialismo cubano, el texto cambió considerablemente.
            En otro libro de Harnecker, Cuba, ¿dictadura o democracia? (1975), también editado en Siglo XXI, se defendía aquella institucionalización sin mencionar a un solo autor soviético. La réplica cubana del orden constitucional estalinista era presentada como una “democracia popular”, el mismo término que se usaba en los países de Europa del Este, pero como si se tratara de un proceso político totalmente autónomo y, de hecho, desconectado de la Guerra Fría y el campo socialista. Eso explica que el mensaje de los libros de Harnecker tuviera tanta recepción en América Latina y, a la vez, muy poca resonancia en Cuba.
            Aunque casada con el comandante Manuel Piñeiro, figura central de la estrategia de La Habana hacia América Latina, Harnecker era una autora que circulaba muy precariamente en las ciencias sociales cubanas. La enseñanza de la filosofía marxista en Cuba, tras el cierre de la revista Pensamiento Crítico y la disolución del grupo de profesores que la editaba en la Universidad de La Habana, se aferró al paradigma soviético hasta bien entrados los años 90. Allí Harnecker, defensora de la ortodoxia por otras vías, no era pedagógicamente útil.
            Sin embargo, luego de la trágica experiencia chilena, la asesoría que dio Marta Harnecker a otros proyectos de la izquierda latinoamericana no puede definirse sino como exitosa. Su apoyo irrestricto a Daniel Ortega y el sandinismo en Nicaragua, a Fidel y Raúl Castro en Cuba y a Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, así lo confirma. Esas tres izquierdas, las más autoritarias de la región, permanecen en el poder.