Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 30 de junio de 2019

Del asilo a la muerte


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Peter Sloterdijk, uno de los últimos discípulos de la Escuela Frankfurt, tan último que ya no se sabe si sigue perteneciendo a esa corriente, dice en su libro Esferas III (2004) que el derecho de asilo, tan celebrado Occidente, se practica lo mismo para bien que para mal. Desde la antigüedad, aclara el filósofo, se utilizó el asilo para dar refugio al perseguido pero también para someterlo a una mayor explotación en el país de destino. El derecho de asilo era, además de una noble tradición, un mecanismo del poder para preservar la jerarquía social.
            Lo ejemplificaba Sloterdijk con la política que siguieron los zares rusos en el sur de Europa del Este, permitiendo el asentamiento selectivo de “tártaros auténticos, turcos otomanos, genoveses con restos de Crimea, griegos pónticos y hasta esquirlas de poblaciones iraníes”. También mencionaba Sloterdijk, siguiendo a W. E. Mühlmann, leyes migratorias más viejas: la “activa política de asilo” de las polis helénicas con “metecos” y otros clientes “bárbaros”. Cuando no terminaban como esclavos, los bárbaros eran merecedores de un tipo de asilo que suponía una muerte lenta bajo las leyes griegas.
            El comentario de Sloterdijk ayuda a comprender los conflictos fronterizos en el siglo XXI. Lo mismo en Europa del Este que en el Mediterráneo las leyes migratorias se mueven entre la admisión de fuerza de trabajo y el cierre del paso. La nueva xenofobia de las derechas europeas impide ver un tipo de racismo antimigrante, que ha predominado en las últimas décadas en Europa, y que tiene que ver con una combinación de estrategias de asilo y explotación de mano de obra barata, sumamente costosa para las comunidades migrantes.
            Además de la adversidad de ofertas de trabajo mal remunerado, los migrantes son sometidos a diversas prácticas de odio por parte de las sociedades civiles. El rebrote de enfoques nacionalistas en las políticas europeas, como las oleadas de antisemitismo de hace un siglo, está relacionado con visiones excluyentes de las identidades nacionales pero también con una lucha por el mercado de trabajo y la asistencia social del Estado. La derecha europea moviliza a los pobres con el argumento de que los migrantes los desplazarán como beneficiarios de ofertas laborales y programas sociales.
            Algo similar están haciendo Donald Trump y y la derecha republicana en Estados Unidos. En el discurso trumpista se mezclan la grosera criminalización del migrante y el aliento a un cierre de filas de los sectores de bajos ingresos, especialmente, en estados fronterizos sureños como Texas, Nuevo México, Arizona y California, contra la migración de trabajadores centroamericanos y caribeños. La fuerza del mensaje trumpista tiene que ver con una transversalidad que convoca a sectores de clase alta y clase baja en una misma ofensiva racista.
            Lamentablemente, una versión menos descarnada de ese racismo comienza a observarse en México. No me refiero a nuestro horrible racismo cotidiano sino a una tendencia cada vez más visible de autoprotección del mercado de trabajo, que rechaza el asilo o lo utiliza como método de empleo mal pagado. El asilo explotador es la otra cara de la muerte de los migrantes en la frontera: una forma de exclusión dentro del propio espacio nacional que reproduce la xenofobia por otras vías.
            Esta nueva dialéctica del amo y el esclavo, en el siglo XXI, ha sido estudiada por el filósofo surcoreano Byung Chul Han en su libro La sociedad del cansancio (2017). La explotación del migrante se produce tanto desde un higienismo que aspira a comunidades incontaminadas por presencias extrañas o disolventes como desde un “estado patológico”, que llama a convivir con el migrante, sometiéndolo. La muerte de niños ahogados en el Mediterráneo o en el Río Bravo o en el Estrecho de la Florida nos escandaliza, dice Han, pero nos parece normal que el migrante haga el trabajo más injusto a ambos lados de la frontera.        
           

domingo, 23 de junio de 2019

Marta Harnecker y la ortodoxia exitosa


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En una entrevista de 1978, Marta Harnecker recordaba que su encuentro con el marxismo se produjo en París, en 1964, cuando recién llegada de Chile, donde era dirigente de la Acción Católica Universitaria de Santiago, comenzó a tomar clases con Louis Althusser en la Escuela Normal Superior. De aquel contacto salió el más exitoso manual de marxismo-leninismo en América Latina: Los conceptos elementales del materialismo histórico (1968).
            La muerte de Harnecker motiva este apunte sobre el éxito de la ortodoxia en la izquierda latinoamericana. Pero los orígenes del manual de Harnecker no tienen que ver con la ortodoxia. La primera edición de su libro, en 1968, prologada por Althusser, no disimulaba el interés en ofrecer un manual alternativo a los que los soviéticos difundían en el mundo. El primer exergo del libro era de Mao Tse Tung y postulaba la necesidad de una “teoría de la historia” para cualquier movimiento revolucionario. Althusser, por su parte, insistía en agregar a la rusa la Revolución china como modelos del cambio revolucionario en el siglo XX.
            El estructuralismo y el maoísmo que circulaban en torno al mayo francés se respiraban en la versión original del texto. La bibliografía prescindía rigurosamente de autores soviéticos y, en muchos capítulos, antes que Marx, Engels o Lenin, aparecían citados el propio Althusser o su colega Étienne Balibar. Esa manera de organizar las fuentes resultaba herética al marxismo-leninismo ortodoxo de los partidos comunistas, leales a Moscú, y, a la vez, ponía énfasis en la importancia de la ideología o las llamadas “condiciones subjetivas” de la Revolución, un tema que tradicionalmente había interesado a la izquierda occidental.
            Cuando el texto de Harnecker viajó a América Latina y comenzó a ser editado y reeditado en Siglo XXI fue perdiendo, gradualmente, su maoísmo y estructuralismo originarios. Inicialmente, el manual circuló entre las juventudes universitarias y guerrilleras, para las que fue deliberadamente escrito, formando parte de las lecturas básicas de la Nueva Izquierda guevarista. Sin embargo, ya en los 70, con el involucramiento de la propia Harnecker en la defensa de Salvador Allende y Unidad Popular en Chile y, luego, de la institucionalización del socialismo cubano, el texto cambió considerablemente.
            En otro libro de Harnecker, Cuba, ¿dictadura o democracia? (1975), también editado en Siglo XXI, se defendía aquella institucionalización sin mencionar a un solo autor soviético. La réplica cubana del orden constitucional estalinista era presentada como una “democracia popular”, el mismo término que se usaba en los países de Europa del Este, pero como si se tratara de un proceso político totalmente autónomo y, de hecho, desconectado de la Guerra Fría y el campo socialista. Eso explica que el mensaje de los libros de Harnecker tuviera tanta recepción en América Latina y, a la vez, muy poca resonancia en Cuba.
            Aunque casada con el comandante Manuel Piñeiro, figura central de la estrategia de La Habana hacia América Latina, Harnecker era una autora que circulaba muy precariamente en las ciencias sociales cubanas. La enseñanza de la filosofía marxista en Cuba, tras el cierre de la revista Pensamiento Crítico y la disolución del grupo de profesores que la editaba en la Universidad de La Habana, se aferró al paradigma soviético hasta bien entrados los años 90. Allí Harnecker, defensora de la ortodoxia por otras vías, no era pedagógicamente útil.
            Sin embargo, luego de la trágica experiencia chilena, la asesoría que dio Marta Harnecker a otros proyectos de la izquierda latinoamericana no puede definirse sino como exitosa. Su apoyo irrestricto a Daniel Ortega y el sandinismo en Nicaragua, a Fidel y Raúl Castro en Cuba y a Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, así lo confirma. Esas tres izquierdas, las más autoritarias de la región, permanecen en el poder.   

viernes, 21 de junio de 2019

Trotski, Chernóbil y la guerra de los símbolos


Los debates sobre las series Trotsky (2017) de Netflix y Chernóbil (2019) de HBO y Sky son síntomas de la pugna simbólica de la Postguerra Fría en el siglo XXI. En ambos casos vemos a superpoderes de la geopolítica contemporánea (Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia) posicionándose sobre un pasado que consideran su patrimonio, aún cuando el eje de la confrontación ideológica entre socialismo y capitalismo no renazca de sus cenizas.
         El socialismo real sigue en ruinas, pero el gobierno de Vladimir Putin se siente dueño del pasado soviético. Es por ello que Konstantín Ernst, productor de Sreda, una empresa fílmica ligada a Rusia Unida, el todopoderoso partido político de Vladimir Putin, contrató al director Alexander Kott, para que llevara la vida del revolucionario judío-ucraniano León Trotski a la pantalla.
         El resultado fue una caricatura perversa en la que el importante intelectual y político marxista queda retratado como un caudillo despiadado, corrupto y voluptuoso. Tan torcida está la imagen de Trotski en la serie putinista que Ramón Mercader, su asesino estalinista, lo mata en defensa propia, luego de que el líder bolchevique le cayera a bastonazos en su casa de Coyoacán. El nieto de Trotski, Esteban Volkov Bronstein, ha denunciado la perfecta continuidad entre el Trotsky de Netflix y el de la propaganda estalinista de mediados del siglo XX.
         La reacción de los ideólogos del Kremlin contra la serie Chernobyl (2019) de Craig Mazin se enmarca en la misma línea de apropiación del pasado. El director ruso Alexei Muradov y el periodista Anatoly Wasserman del diario Moscow Times, cercanos ambos a Putin, han sostenido que la serie estadounidense y británica es una tergiversación de la verdad histórica y han anunciado una respuesta fílmica basada en la tesis de que el accidente nuclear de 1986 se debió a un atentado de la CIA.
         Trotski era ucraniano y Chernóbil está ubicada en Ucrania. Las dos polémicas atraviesan el conflicto entre Rusia y esa nación vecina que reclama el territorio de Crimea, anexado por Moscú en 2014. El nuevo presidente ucraniano, el cómico Volodímir Zelensky, que llegó al poder gracias a un popular programa de televisión, donde él mismo personificaba al jefe de Estado, tiene una política abiertamente pro-occidental y está desafiando la hegemonía regional de Putin con un proyecto de integración a la Unión Europea y la OTAN.
         A diferencia de la crítica recepción rusa, la prensa ucraniana ha reproducido las objeciones a la serie sobre Trotski en Netflix y ha elogiado la producción de HBO y Sky sobre Chernóbil. Curiosa pirueta de la memoria en el siglo XXI por la cual un marxista ucraniano es revalorado por un gobierno capitalista proeuropeo, mientras un accidente nuclear vuelve a ser enmascarado por un gobierno igualmente capitalista, pero interesado en preservar la grandeza de Rusia. Las memorias de una nación y un imperio se juegan la vida en esas guerras de símbolos.