Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de junio de 2019

Trotski, Chernóbil y la guerra de los símbolos


Los debates sobre las series Trotsky (2017) de Netflix y Chernóbil (2019) de HBO y Sky son síntomas de la pugna simbólica de la Postguerra Fría en el siglo XXI. En ambos casos vemos a superpoderes de la geopolítica contemporánea (Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia) posicionándose sobre un pasado que consideran su patrimonio, aún cuando el eje de la confrontación ideológica entre socialismo y capitalismo no renazca de sus cenizas.
         El socialismo real sigue en ruinas, pero el gobierno de Vladimir Putin se siente dueño del pasado soviético. Es por ello que Konstantín Ernst, productor de Sreda, una empresa fílmica ligada a Rusia Unida, el todopoderoso partido político de Vladimir Putin, contrató al director Alexander Kott, para que llevara la vida del revolucionario judío-ucraniano León Trotski a la pantalla.
         El resultado fue una caricatura perversa en la que el importante intelectual y político marxista queda retratado como un caudillo despiadado, corrupto y voluptuoso. Tan torcida está la imagen de Trotski en la serie putinista que Ramón Mercader, su asesino estalinista, lo mata en defensa propia, luego de que el líder bolchevique le cayera a bastonazos en su casa de Coyoacán. El nieto de Trotski, Esteban Volkov Bronstein, ha denunciado la perfecta continuidad entre el Trotsky de Netflix y el de la propaganda estalinista de mediados del siglo XX.
         La reacción de los ideólogos del Kremlin contra la serie Chernobyl (2019) de Craig Mazin se enmarca en la misma línea de apropiación del pasado. El director ruso Alexei Muradov y el periodista Anatoly Wasserman del diario Moscow Times, cercanos ambos a Putin, han sostenido que la serie estadounidense y británica es una tergiversación de la verdad histórica y han anunciado una respuesta fílmica basada en la tesis de que el accidente nuclear de 1986 se debió a un atentado de la CIA.
         Trotski era ucraniano y Chernóbil está ubicada en Ucrania. Las dos polémicas atraviesan el conflicto entre Rusia y esa nación vecina que reclama el territorio de Crimea, anexado por Moscú en 2014. El nuevo presidente ucraniano, el cómico Volodímir Zelensky, que llegó al poder gracias a un popular programa de televisión, donde él mismo personificaba al jefe de Estado, tiene una política abiertamente pro-occidental y está desafiando la hegemonía regional de Putin con un proyecto de integración a la Unión Europea y la OTAN.
         A diferencia de la crítica recepción rusa, la prensa ucraniana ha reproducido las objeciones a la serie sobre Trotski en Netflix y ha elogiado la producción de HBO y Sky sobre Chernóbil. Curiosa pirueta de la memoria en el siglo XXI por la cual un marxista ucraniano es revalorado por un gobierno capitalista proeuropeo, mientras un accidente nuclear vuelve a ser enmascarado por un gobierno igualmente capitalista, pero interesado en preservar la grandeza de Rusia. Las memorias de una nación y un imperio se juegan la vida en esas guerras de símbolos.
            

miércoles, 5 de junio de 2019

Las diásporas de Alejandro Portes


La más reciente entrega del Premio Princesa de Asturias en Humanidades favoreció al sociólogo cubano-americano Alejandro Portes. No hace mucho tuvimos a Portes en el CIDE, en conferencia sobre la emigración latinoamericana a Estados Unidos, junto a los colegas Jorge Durand y Carlos Heredia. Me tocó hacer la presentación del académico y no encontré mejor fórmula que la de “observador de diásporas”.
         Cuando a Portes y otros intelectuales nacidos en Cuba, aunque radicados por mucho tiempo en Estados Unidos, se les llama “cubano-americanos”, no pocos suponen que sus obras versan únicamente sobre la diáspora insular. La obra de Portes, sin embargo, no trata sólo sobre la inmigración cubana en Estados Unidos, aunque sea uno de sus temas centrales.
         Desde su temprano estudio, Latin Journey: Cuban and Mexican Inmigration in the United States (1985), a este sociólogo graduado de la Universidad de Wisconsin, en Madison, le interesó comparar al exilio cubano con otras experiencias migratorias como la mexicana. Su clásico City on the Edge. The Transformation of Miami (1993), con Alex Stepick, narra la mutación de esa ciudad de la Florida a fines del siglo XX, cuando el enclave cubano comenzó a ser rebasado por una urbe más heterogénea, donde se juntaban múltiples diásporas: la haitiana, la puertorriqueña, la salvadoreña, la nicaragüense y, más recientemente, la venezolana.
         Con Rubén Rumbaut, Portes publicó un estudio que sintetiza esa mirada simultánea a todas las diásporas: Inmigrant America. A Portrait, que en 2014 llegó a una cuarta edición. Allí, ambos sociólogos hacían un análisis compacto de la inmigración global en Estados Unidos, desde fines del siglo XIX. Por los precisos cuadros y gráficas de aquel volumen desfilaban millones de polacos, irlandeses e  italianos; chinos, vietnamitas y coreanos; mexicanos, puertorriqueños y centroamericanos.
         En todos sus libros, Portes no sólo cuenta migrantes, también los describe cualitativamente a razón de sus ingresos, profesiones, educación o cultura. Un aspecto que le atrae poderosamente es la exploración del tipo de identidad étnica o nacional que refleja el sentimiento de pertenencia de cada diáspora. En otro estudio realizado con Rumbaut, Legacies. The Story of the Inmigrant Second Generation (2001), comparaba a los hijos de inmigrantes de lugares tan diversos como el Caribe y el Sudeste Asiático y entrelazaba las historias de varias mujeres, hijas de cubanos, nicaragüenses, haitianos y jamaiquinos, residentes en Miami.
         Su último libro, Spanish Legacies (2016), con Rosa Aparicio y William Haller, traslada el mismo enfoque longitudinal a la segunda generación de migrantes globales en España. Jóvenes de Ecuador, Marruecos o Rumanía, radicados en diversas ciudades de la península, se analizan como casos de identidades migratorias, similares a las que este observador de diásporas ha visto, durante décadas, en Estados Unidos.
        Lo mismo en Estados Unidos que en España, dos naciones con estados y regímenes políticos sumamente distintos, Portes encuentra formas de adaptación y resistencias de los migrantes que gravitan hacia el biculturalismo, el bilingüismo y, en los casos de la misma lengua, como los jamaiquinos y otros antillanos de las West Indies en Miami o los latinoamericanos en Madrid, al doble acento. La integración de los migrantes al nuevo espacio nacional, especialmente en la segunda generación, posee una fuerte demanda de diversidad cultural que favorece el pluralismo civil de los países receptores.

domingo, 19 de mayo de 2019

Chaplin y Benjamin


En Materiales para un autorretrato (2017), antología de textos inéditos de Walter Benjamin, que compiló Marcelo G. Burello en el Fondo de Cultura Económica, se inserta un curioso escrito titulado “La menospreciada virilidad de Hitler”. Benjamin escribió aquel apunte en 1934, es decir, antes de que Chaplin dirigiera su película El gran dictador (1940). El texto es, por tanto, un vislumbre de la contraposición entre Chaplin y Hitler.
         Decía Benjamin que al comparar a Hitler con la imagen del lumpen o el vagabundo, representada por Chaplin, se podía captar con mayor fidelidad la “sordidez” del dictador. Mientras que los gritos de Hitler amedrentaban al pueblo, la risa de Chaplin, según Benjamin, provocaba una “distensión de las masas”. Por ser su perfecta negación, “Chaplin podía hacer del Führer de la cabeza a los pies”.
         En Chaplin la “docilidad” estaba a la vista de todos. De ahí que lo cómico de sus acciones develara la afectada solemnidad de Hitler. Chaplin exponía la ridiculez del militarismo hitleriano: “se ha vuelto el cómico más grande porque se ha adueñado del más hondo horror de los contemporáneos”. Su bastoncito es la escalera “por donde trepa el parásito” y su bombín, “que no tiene lugar fijo en la cabeza, revela que el dominio de la burguesía se tambalea”.
         No era la primera vez –ni la última- que Benjamin escribiría sobre Chaplin. En 1928 había comentado El Circo, haciendo eco de la lectura de aquella película del poeta surrealista Philippe Soupault. Benjamin y Soupault pensaban que en el cine de Chaplin se producía una genuina “resonancia de pueblo a pueblo”, por la cual el público pobre se identificaba radicalmente con Charlot. Esa identificación era el reverso de las masas fanáticas que seguían a Mussolini en Italia y a Hitler en Alemania.
         Luego, en La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936), Benjamin volvió a ocuparse de Chaplin. El tema del ensayo, donde se hablaba de una “proletarización” de la cultura moderna en el siglo XX, era, en buena medida, el de Tiempos modernos (1936), la película de Chaplin del mismo año. El cineasta, según Benjamin, encarnaba un tipo de producción cinematográfica que suponía a las multitudes como público. Aquellas tesis sobre el arte moderno, específicamente sobre el cine, se veían perfectamente ilustradas en el film de Chaplin.
         No sabemos si Benjamin, en el agitado año de 1940, entre la huida de París y el suicidio en Portbou, alcanzó a ver El gran dictador. Allí habría visto a Chaplin representar, no al vagabundo-caballero, sino a un barbero judío, físicamente idéntico a Adenoid Hynkel, el personaje paródico de Hitler. Al asumir la identidad de un judío y producir una réplica -en el doble sentido de la palabra- de la identidad de Hitler, Chaplin realizaba la intuición de Benjamin de hacer del cineasta y el dictador figuras intercambiables.
         En aquel texto visionario de 1934, Benjamin había propuesto “comparar a Hitler con el lumpen tal y como lo representa Chaplin”. Lo que no pudo imaginar el filósofo es que Chaplin pondría en práctica aquella comparación por medio del personaje de un barbero judío. El barbero, como Charlot, es también un caballero, sin “virilidad menospreciada”, que al final de la película pronuncia un discurso en que propone erradicar el antisemitismo y proclama la independencia de Tomania y Osterlich, dos naciones anexadas por Hynkel.
         Hannah Arendt, que sí vio El gran dictador, escribió un breve ensayo sobre Chaplin, incluido en su libro La tradición oculta (1974), donde relacionaba al cineasta con el nacionalismo judío. El vagabundo chaplinesco, según Arendt, era equivalente a la figura de Schlemihl, el personaje de Chamisso y Heine que simbolizaba al judío inocente, asesinado por error, confundido con un príncipe o desdichado y errante por haber vendido su sombra. Chaplin, según Arendt, era un Schlehmil heroico que había hecho del vagabundo un redentor.