En Materiales para un autorretrato (2017),
antología de textos inéditos de Walter Benjamin, que compiló Marcelo G. Burello
en el Fondo de Cultura Económica, se inserta un curioso escrito titulado “La
menospreciada virilidad de Hitler”. Benjamin escribió aquel apunte en 1934, es
decir, antes de que Chaplin dirigiera su película El gran dictador (1940). El texto es, por tanto, un vislumbre de la
contraposición entre Chaplin y Hitler.
Decía Benjamin que al
comparar a Hitler con la imagen del lumpen o el vagabundo, representada por
Chaplin, se podía captar con mayor fidelidad la “sordidez” del dictador. Mientras
que los gritos de Hitler amedrentaban al pueblo, la risa de Chaplin, según
Benjamin, provocaba una “distensión de las masas”. Por ser su perfecta
negación, “Chaplin podía hacer del Führer de la cabeza a los pies”.
En Chaplin la “docilidad”
estaba a la vista de todos. De ahí que lo cómico de sus acciones develara la
afectada solemnidad de Hitler. Chaplin exponía la ridiculez del militarismo
hitleriano: “se ha vuelto el cómico más grande porque se ha adueñado del más
hondo horror de los contemporáneos”. Su bastoncito es la escalera “por donde
trepa el parásito” y su bombín, “que no tiene lugar fijo en la cabeza, revela
que el dominio de la burguesía se tambalea”.
No era la primera vez –ni la
última- que Benjamin escribiría sobre Chaplin. En 1928 había comentado El Circo, haciendo eco de la lectura de
aquella película del poeta surrealista Philippe Soupault. Benjamin y Soupault pensaban
que en el cine de Chaplin se producía una genuina “resonancia de pueblo a
pueblo”, por la cual el público pobre se identificaba radicalmente con Charlot.
Esa identificación era el reverso de las masas fanáticas que seguían a Mussolini
en Italia y a Hitler en Alemania.
Luego, en La obra de arte en la era de su
reproductibilidad técnica (1936), Benjamin volvió a ocuparse de Chaplin. El
tema del ensayo, donde se hablaba de una “proletarización” de la cultura
moderna en el siglo XX, era, en buena medida, el de Tiempos modernos (1936), la película de Chaplin del mismo año. El
cineasta, según Benjamin, encarnaba un tipo de producción cinematográfica que
suponía a las multitudes como público. Aquellas tesis sobre el arte moderno,
específicamente sobre el cine, se veían perfectamente ilustradas en el film de
Chaplin.
No sabemos si Benjamin, en el
agitado año de 1940, entre la huida de París y el suicidio en Portbou, alcanzó
a ver El gran dictador. Allí habría
visto a Chaplin representar, no al vagabundo-caballero, sino a un barbero
judío, físicamente idéntico a Adenoid Hynkel, el personaje paródico de Hitler.
Al asumir la identidad de un judío y producir una réplica -en el doble sentido
de la palabra- de la identidad de Hitler, Chaplin realizaba la intuición de
Benjamin de hacer del cineasta y el dictador figuras intercambiables.
En aquel texto visionario de
1934, Benjamin había propuesto “comparar a Hitler con el lumpen tal y como lo
representa Chaplin”. Lo que no pudo imaginar el filósofo es que Chaplin pondría
en práctica aquella comparación por medio del personaje de un barbero judío. El
barbero, como Charlot, es también un caballero, sin “virilidad menospreciada”,
que al final de la película pronuncia un discurso en que propone erradicar el
antisemitismo y proclama la independencia de Tomania y Osterlich, dos naciones
anexadas por Hynkel.
Hannah Arendt, que sí vio El gran dictador, escribió un breve
ensayo sobre Chaplin, incluido en su libro La
tradición oculta (1974), donde relacionaba al cineasta con el nacionalismo
judío. El vagabundo chaplinesco, según Arendt, era equivalente a la figura de
Schlemihl, el personaje de Chamisso y Heine que simbolizaba al judío inocente,
asesinado por error, confundido con un príncipe o desdichado y errante por
haber vendido su sombra. Chaplin, según Arendt, era un Schlehmil heroico que
había hecho del vagabundo un redentor.