Hace cien años la Asociación Libre de Estudiantes de Munich invitó a Max
Weber a que hablara sobre política y ciencia. Alemania se encontraba entonces en
plena Revolución, tras la caída de la monarquía a fines de 1918. En Munich y en
toda la región de Baviera, se había instalado una república soviética en enero
de 1919, impulsada por Ernst Toller y el ala radical de la socialdemocracia.
Las palabras de Weber iban dirigidas a estudiantes y profesores universitarios en
una situación revolucionaria.
Dijo entonces Weber que la
política y la ciencia eran vocaciones, pero de muy distinto tipo. La política
tenía que ver con la lucha por el poder del Estado y las diversas formas de
ejercerlo. La ciencia, en cambio, que Weber comparaba con el arte, formaba
parte de la “corriente del progreso”. A diferencia de una obra de arte
perfecta, que es eterna, las mejores teorías científicas caducaban con el
tiempo. La política, por su lado, ya se basara en una autoridad tradicional,
carismática o legal, en una ética de la convicción o en otra de la
responsabilidad, era mucho más efímera e inmediata que la ciencia, sobre todo
en tiempo de revoluciones.
Ambas, política y ciencia, se
practicaban, según Weber, en un mundo moderno, cada vez más secularizado, que
dejaba atrás los encantamientos de la magia, las religiones y las profecías. El
influjo de la ciencia, a su juicio, haría de la política una vocación más racional
y burocrática. No alcanzó a ver el sociólogo alemán, que falleció al año
siguiente, la entronización de los grandes totalitarismos del siglo XX ni los
constantes brotes de populismo, que confirmaban pero también contrariaban su
hipótesis.
En sus conferencias de Munich,
Weber hablaba de las ciencias en general. Pero en un pasaje de “La ciencia como
vocación” se refería a las “ciencias históricas de la cultura” (sociología,
economía, historia, derecho, filosofía, teoría política o “del Estado”…) que
corresponden, más o menos, a lo que todavía hoy llamamos ciencias sociales o
humanidades. Desde el positivismo decimonónico hubo enfoques de las ciencias
sociales poco humanísticos, más apegados a los modelos de las ciencias
naturales o exactas. Ciertamente no podría achacarse esa tendencia a Weber,
quien afirmaba que todas aquellas formas del saber, que él mismo practicó,
indagaban la “naturaleza humana”.
Las ciencias sociales,
agregaba Weber, no nos ayudan, necesariamente, a ser más felices ni a comprender
mejor nuestra vida. Sin embargo, las humanidades eran una buena “causa”, a la
“altura de la dignidad” de las personas. El buen humanista, como el buen
artista –salvo en casos geniales, como el de Goethe, en que la propia vida se
vuelve arte-, es el que se entrega en cuerpo y alma a esa causa con denuedo y
pasión. La causa de las humanidades, como la de la política, también debe ser
protegida de las constantes amenazas de intereses ajenos.
Esto llevó a Weber a
recomendar la no aplicación de juicios de valor y posicionamientos políticos en
las ciencias sociales. Algo extraordinariamente difícil por tratarse de
disciplinas tan cercanas a las ideologías y que otras corrientes de
pensamiento, como el marxismo, combatían desde la famosa tesis XI sobre
Feuerbach. Pero si se leen con cuidado las últimas páginas de “La ciencia como
vocación” se comprobará que la peor amenaza a las humanidades, según Weber, no
provenía de las ideologías sino de las religiones modernas o lo que llamaba “el
politeísmo”.
La propuesta de Weber tenía, además,
un sentido pedagógico. Si un profesor masón o católico o protestante utilizaba
el aula para inclinar las ciencias sociales hacia su credo se estaba
confundiendo la función de la universidad con la de las iglesias, las sectas o
los seminarios religiosos. La causa de las humanidades en la modernidad
demandaba la defensa de su autonomía frente a otras formas del saber o el
poder: las religiones, la ideología o la política.