Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 3 de marzo de 2019

La causa de las humanidades


Hace cien años la Asociación Libre de Estudiantes de Munich invitó a Max Weber a que hablara sobre política y ciencia. Alemania se encontraba entonces en plena Revolución, tras la caída de la monarquía a fines de 1918. En Munich y en toda la región de Baviera, se había instalado una república soviética en enero de 1919, impulsada por Ernst Toller y el ala radical de la socialdemocracia. Las palabras de Weber iban dirigidas a estudiantes y profesores universitarios en una situación revolucionaria.
         Dijo entonces Weber que la política y la ciencia eran vocaciones, pero de muy distinto tipo. La política tenía que ver con la lucha por el poder del Estado y las diversas formas de ejercerlo. La ciencia, en cambio, que Weber comparaba con el arte, formaba parte de la “corriente del progreso”. A diferencia de una obra de arte perfecta, que es eterna, las mejores teorías científicas caducaban con el tiempo. La política, por su lado, ya se basara en una autoridad tradicional, carismática o legal, en una ética de la convicción o en otra de la responsabilidad, era mucho más efímera e inmediata que la ciencia, sobre todo en tiempo de revoluciones.
         Ambas, política y ciencia, se practicaban, según Weber, en un mundo moderno, cada vez más secularizado, que dejaba atrás los encantamientos de la magia, las religiones y las profecías. El influjo de la ciencia, a su juicio, haría de la política una vocación más racional y burocrática. No alcanzó a ver el sociólogo alemán, que falleció al año siguiente, la entronización de los grandes totalitarismos del siglo XX ni los constantes brotes de populismo, que confirmaban pero también contrariaban su hipótesis.
         En sus conferencias de Munich, Weber hablaba de las ciencias en general. Pero en un pasaje de “La ciencia como vocación” se refería a las “ciencias históricas de la cultura” (sociología, economía, historia, derecho, filosofía, teoría política o “del Estado”…) que corresponden, más o menos, a lo que todavía hoy llamamos ciencias sociales o humanidades. Desde el positivismo decimonónico hubo enfoques de las ciencias sociales poco humanísticos, más apegados a los modelos de las ciencias naturales o exactas. Ciertamente no podría achacarse esa tendencia a Weber, quien afirmaba que todas aquellas formas del saber, que él mismo practicó, indagaban la “naturaleza humana”.
         Las ciencias sociales, agregaba Weber, no nos ayudan, necesariamente, a ser más felices ni a comprender mejor nuestra vida. Sin embargo, las humanidades eran una buena “causa”, a la “altura de la dignidad” de las personas. El buen humanista, como el buen artista –salvo en casos geniales, como el de Goethe, en que la propia vida se vuelve arte-, es el que se entrega en cuerpo y alma a esa causa con denuedo y pasión. La causa de las humanidades, como la de la política, también debe ser protegida de las constantes amenazas de intereses ajenos.
         Esto llevó a Weber a recomendar la no aplicación de juicios de valor y posicionamientos políticos en las ciencias sociales. Algo extraordinariamente difícil por tratarse de disciplinas tan cercanas a las ideologías y que otras corrientes de pensamiento, como el marxismo, combatían desde la famosa tesis XI sobre Feuerbach. Pero si se leen con cuidado las últimas páginas de “La ciencia como vocación” se comprobará que la peor amenaza a las humanidades, según Weber, no provenía de las ideologías sino de las religiones modernas o lo que llamaba “el politeísmo”.
         La propuesta de Weber tenía, además, un sentido pedagógico. Si un profesor masón o católico o protestante utilizaba el aula para inclinar las ciencias sociales hacia su credo se estaba confundiendo la función de la universidad con la de las iglesias, las sectas o los seminarios religiosos. La causa de las humanidades en la modernidad demandaba la defensa de su autonomía frente a otras formas del saber o el poder: las religiones, la ideología o la política.
        


martes, 19 de febrero de 2019

Orwell, el elefante y la aspidistra


Conforme avanza el siglo XXI el pensamiento de George Orwell se vuelve más actual. No tanto porque hiciera profecías certeras sobre el Estado de vigilancia o sobre la propagación de noticias falsas. O porque elaborara perfectas alegorías del fanatismo político del siglo XX. Orwell es nuestro contemporáneo porque dio con la manera de narrar los riesgos de la asunción del fundamentalismo en política, cualquier fundamentalismo.
       Dice Irene Lozano, editora de los Ensayos de Orwell en 2013 en Debate, siguiendo a Christopher Hitchens, que el escritor británico tuvo la rareza de enfrentarse a tres fenómenos del siglo XX que, para muchos, no eran causas compaginables: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Tiene razón: antes de diseccionar los totalitarismos de derecha o izquierda, Orwell denunció el imperialismo británico en Birmania. Siendo muy joven, derivó de su experiencia de policía imperial en aquella colonia del Sudeste Asiático, una visión crítica que se plasma en la novela Burmese Days (1934).
       En otros textos de aquella época como “Matar un elefante”, Orwell describía la “naturaleza del imperio” de tal manera que son notables sus coincidencias con el nacionalismo descolonizador posterior, que tiene en Los condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon un texto básico. Lo que para Orwell era la esencia del imperialismo no era la posesión de tierras o el dominio financiero sino algo más profundo e intemporal: la asunción del hombre blanco como guardián de la seguridad de los pueblos “bárbaros”.
       La parábola del enorme elefante, ejecutado por el policía británico para salvar la vida de toda una comunidad birmana, supone una denuncia de la falacia de que el colonizador protege al colonizado. Pero también de la creencia muy arraigada, sobre todo en el Occidente metropolitano de hoy, de que los colonizados agradecen ese resguardo, cuando en realidad asisten a un espectáculo en el que, más bien, se ríen de la afectada bravuconería o el humanismo del colonizador.
       Lo fascinante en Orwell es que, al tiempo que es capaz de percibir la mirada irónica de la multitud birmana, no se toma en serio a sí mismo y acaba reconociendo que mata al elefante, sencillamente, por “no hacer el ridículo”. En este sentido, Orwell es una suerte de anti-Hemingway: no se cree ningún heroísmo, aunque lo practica en grado sumo, lo mismo cuando se incorpora a la filas del POUM en Cataluña que cuando rompe con el comunismo británico por su alianza con Stalin.
       ¿Cuánto antimperialismo o antifascismo no se ha justificado en nombre de alguna causa comunista, que no deja clara su posición frente al estalinismo? Todavía hoy es muy común escuchar disculpas de todo tipo al estalinismo, como si fuera pecado reconstruir con precisión el terrible saldo del Gulag o de las purgas estalinistas de los años 30 y 40. Mucho del chantaje de las simetrías discursivas, que, ante cualquier crítica a China o a Rusia, exige reiterar, una vez más, el rechazo al hegemonismo estadounidense o europeo, tiene su origen en aquellas décadas.
       Desde entonces se estableció una lógica del “mal menor” que resguardaba a los totalitarismos de izquierda frente a los de derecha. Por preferencias ideológicas se decidió que a las dictaduras de izquierda había que perdonarles la vida, mientras que a las de derecha se les condenaba al infierno. Pero, como sostenía el propio Orwell, en aquella carretera al infierno, como la única vía que conduce al muelle de Wigan, se amontonan todos los cadáveres de la barbarie del siglo XX.
       Podrán simular una existencia nueva, los adoradores de los viejos tiranos. Al final, todos, tendrán frente a sí al enorme elefante, como metáfora de la amenaza o el peligro extremo. Matar al elefante, nos dice Orwell, no significa conjurar el riesgo de las mayores pérdidas, sino, apenas, la ilusión de una sobrevida rutinaria y tediosa. Tan tediosa como la de la aspidistra.
      

lunes, 4 de febrero de 2019

México, refugio de traductores


Por su condición fronteriza, de puente entre las Américas, y por su posición geográfica septentrional, abierta de un lado al Golfo, el Caribe y el Atlántico, y del otro al Pacífico, México ha sido siempre destino de viajeros, exiliados y traductores. Aún está por medirse el peso de la traducción en la cultura mexicana, desde los años románticos de José María Heredia, que hizo versiones de Byron y Chateaubriand, hasta los vanguardistas de León Felipe, que tradujo a Whitman y a Eliot.
         Hacerse de palabras (2018), un libro espléndido de la estudiosa Nayelli Castro, profesora de la Universidad de Massachusetts, explora la obra de traducción filosófica de cuatro exiliados en México: José Gaos, Eugenio Imaz, Wenceslao Roces y Adolfo Sánchez Vázquez. Antes y después de analizar la teoría y la práctica de aquellos traductores de Hegel, Kant, Heidegger, Marx y Dilthey, Castro explora el rol de la traducción en la historia de las ideas de México e Hispanoamérica, en décadas, como las de mediados del siglo XX, que colocaron en el centro de las políticas intelectuales el ideal de las filosofías nacionales.
         La autora se percata de algo que la historiografía ha descuidado y es que en el supuesto choque entre nacionalismo y cosmopolitismo, ya sea en las artes, la literatura o la filosofía, la traducción juega a dos bandas. La sonada crítica de Samuel Ramos a Antonio Caso, en la revista Ulises, en 1927 - continuada en la revista Examen de Jorge Cuesta a principios de los 30 y en el clásico El perfil del hombre y la cultura en México (1934)- se basaba en el carácter exógeno de la crítica al positivismo: según Ramos, en vez de producir una filosofía propia, Caso glosaba a filósofos antipositivistas, sobre todo franceses. Sin embargo, en su respuesta a Ramos, Caso usaba un argumento muy parecido: el joven filósofo carecía de producción propia: apenas unos comentarios sobre Benedetto Croce y el resto, una adaptación del psicoanálisis de Alfred Adler a la mentalidad del mexicano.
         Ambos polemistas se acusaban de pensamiento foráneo, pero reclamaban para sí la condición de la autenticidad. La traducción de filosofías europeas era, a la vez, un elemento constitutivo de lo falso y lo verdadero, de lo artificial y lo esencial. La tensión se repetirá en los años 50, cuando el grupo Hiperión, especialmente, Emilio Uranga, Luis Villoro y Leopoldo Zea, alentados por el magisterio de Gaos, tomen distancia del propio Ramos, por medio de una aproximación más resuelta a Heidegger, el existencialismo francés y el marxismo occidental. El objetivo de aquellos jóvenes seguía siendo más o menos el mismo, articular una filosofía del mexicano y lo mexicano –en diálogo con las ideologías latinoamericanistas de la primera Guerra Fría-, pero su campo referencial y su repertorio de traducciones desbordaban las lecturas de sus maestros.
         Los traductores estudiados por Nayelli Castro son solo cuatro y los cuatro republicanos, pero con diferencias notables entre sí: dos de ellos (Gaos y Roces) eran asturianos, Imaz era vasco y Sánchez Vázquez, de Algeciras, Cádiz, Andalucía. Gaos militó en el PSOE, Roces en el Partido Comunista Español y Sánchez Vázquez, el más joven, nacido en 1915, en las Juventudes Socialistas. Filosóficamente también eran diversos: Gaos era orteguiano y, sobre todo, heideggeriano, Imaz neokantiano y Roces y Sánchez Vázquez marxistas.
         Esa diversidad se reflejó en la oferta de traducción que aquellos pensadores hicieron a México e Hispanoamérica entre los años 40 y 60. Aquella inmensa obra de difusión del pensamiento occidental, y específicamente alemán, en español, no fue solo de ellos, también lo fue de editoriales como el Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI, especialmente en el periodo de Arnaldo Orfila, y de instituciones como la UNAM y el Colegio de México. Sirva este libro para recapitular, una vez más, aquel momento glorioso de las humanidades en México.
   

martes, 22 de enero de 2019

Rosa Luxemburgo y el derecho a la equivocación


Los freikorps eran cuerpos paramilitares formados por veteranos del ejército imperial alemán, que habían participado en la Primera Guerra Mundial, y cargaban con el rencor de la derrota. El 15 de enero de 1919, un contingente de esas fuerzas se reunió en el hotel Edén de Berlín y, con el visto bueno del presidente socialdemócrata Friedrich Ebert, planeó el asesinato de los líderes comunistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.
         A Luxemburgo, una judía polaca de 48 años, menuda y enérgica, le rompieron el cráneo con la culata de un rifle, la acribillaron a balazos dentro de un coche y la arrojaron al canal Landwehr de Berlín. Isaac Deutscher, el importante historiador marxista judío polaco, biógrafo de Stalin y de Trotsky, escribió que aquel asesinato había sido “el último triunfo de la dinastía Hohenzollern y el primero de la Alemania nazi”.
         Luxemburgo fue asesinada en su momento de máxima creatividad teórica y política, ligado a la creación del Partido Comunista alemán desde las filas de la Liga Espartaco. La parte más delicada de dicho proceso tenía que ver con las relaciones de esa nueva organización y el Partido Bolchevique ruso, que había encabezado la exitosa Revolución de Octubre de 1917. Los bolcheviques establecieron las pautas de una práctica revolucionaria que, a juicio de sus líderes, debían seguir los demás comunistas europeos.
De las conocidas palabras de Lenin, a la muerte de la pensadora socialista, se infiere que Luxemburgo no estaba dispuesta a seguir al pie de la letra el libreto bolchevique: “un águila puede en ocasiones descender más bajo que una gallina, pero jamás una gallina podrá ascender a las alturas de un águila. Rosa Luxemburgo se equivocó en la cuestión de la independencia de Polonia, se equivocó en 1903 cuando enjuició el menchevismo, se equivocó… Pero a pesar de todas esas fallas sigue siendo un águila, y su recuerdo será venerado por los comunistas de todo el mundo”.
Dos de las mayores divergencias entre Luxemburgo y Lenin fueron las de la cuestión nacional y la del papel del partido comunista en la revolución. La estudiosa y traductora María José Aubet sugiere que por haber sido una judía polaca en Alemania, que manejaba con soltura el alemán, el inglés, el francés y el ruso, además del polaco y el yiddish, Luxemburgo desarrolló una visión cosmopolita de la causa socialista que la distanciaba no sólo del nacionalismo católico polaco sino de la idea de una federación de nacionalidades como la impulsada por el proyecto soviético.
En su libro La cuestión nacional y la autonomía (1909), antes de que la crítica pacifista e internacionalista a la Primera Guerra Mundial se pusiera de moda, Luxemburgo cuestionó el “derecho a la autodeterminación de las nacionalidades dentro del Estado”, establecido en el programa del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso luego de la Revolución de 1905. Ese principio le parecía una inercia del nacionalismo romántico del siglo XIX, que entrañaba el peligro de un imperialismo paneslavo con ropaje socialista.
La otra de las “equivocaciones” de Luxemburgo, según Lenin, fue su rechazo al despotismo que observaba en la “dictadura del proletariado” ejercida por una “vanguardia partidista”. La “democracia socialista” no era algo diferible, como si se tratara de un “regalo de Navidad o de la Tierra Prometida”: era una premisa de la Revolución misma. Según Luxemburgo, quienes se equivocaban eran Lenin y los bolcheviques, al contraponer socialismo y democracia:
“Ellos se equivocan completamente en los medios que emplean. El decreto, la fuerza dictatorial del superintendente de fábrica, las medidas draconianas, el régimen del terror no son más que paliativos. El único camino para este renacer es la escuela de la vida pública misma, la más ilimitada, la más amplia democracia y la más amplia influencia de la opinión pública. Es el gobierno del terror el que desmoraliza”.