Conforme avanza el siglo XXI el pensamiento de George Orwell se vuelve más
actual. No tanto porque hiciera profecías certeras sobre el Estado de
vigilancia o sobre la propagación de noticias falsas. O porque elaborara
perfectas alegorías del fanatismo político del siglo XX. Orwell es nuestro
contemporáneo porque dio con la manera de narrar los riesgos de la asunción del
fundamentalismo en política, cualquier fundamentalismo.
Dice Irene Lozano, editora de
los Ensayos de Orwell en 2013 en
Debate, siguiendo a Christopher Hitchens, que el escritor británico tuvo la
rareza de enfrentarse a tres fenómenos del siglo XX que, para muchos, no eran
causas compaginables: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Tiene razón:
antes de diseccionar los totalitarismos de derecha o izquierda, Orwell denunció
el imperialismo británico en Birmania. Siendo muy joven, derivó de su
experiencia de policía imperial en aquella colonia del Sudeste Asiático, una
visión crítica que se plasma en la novela Burmese
Days (1934).
En otros textos de aquella
época como “Matar un elefante”, Orwell describía la “naturaleza del imperio” de
tal manera que son notables sus coincidencias con el nacionalismo
descolonizador posterior, que tiene en Los
condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon un texto básico. Lo que para
Orwell era la esencia del imperialismo no era la posesión de tierras o el
dominio financiero sino algo más profundo e intemporal: la asunción del hombre
blanco como guardián de la seguridad de los pueblos “bárbaros”.
La parábola del enorme
elefante, ejecutado por el policía británico para salvar la vida de toda una
comunidad birmana, supone una denuncia de la falacia de que el colonizador
protege al colonizado. Pero también de la creencia muy arraigada, sobre todo en
el Occidente metropolitano de hoy, de que los colonizados agradecen ese
resguardo, cuando en realidad asisten a un espectáculo en el que, más bien, se
ríen de la afectada bravuconería o el humanismo del colonizador.
Lo fascinante en Orwell es que,
al tiempo que es capaz de percibir la mirada irónica de la multitud birmana, no
se toma en serio a sí mismo y acaba reconociendo que mata al elefante,
sencillamente, por “no hacer el ridículo”. En este sentido, Orwell es una
suerte de anti-Hemingway: no se cree ningún heroísmo, aunque lo practica en
grado sumo, lo mismo cuando se incorpora a la filas del POUM en Cataluña que
cuando rompe con el comunismo británico por su alianza con Stalin.
¿Cuánto antimperialismo o
antifascismo no se ha justificado en nombre de alguna causa comunista, que no
deja clara su posición frente al estalinismo? Todavía hoy es muy común escuchar
disculpas de todo tipo al estalinismo, como si fuera pecado reconstruir con
precisión el terrible saldo del Gulag o de las purgas estalinistas de los años
30 y 40. Mucho del chantaje de las simetrías discursivas, que, ante cualquier
crítica a China o a Rusia, exige reiterar, una vez más, el rechazo al
hegemonismo estadounidense o europeo, tiene su origen en aquellas décadas.
Desde entonces se estableció
una lógica del “mal menor” que resguardaba a los totalitarismos de izquierda
frente a los de derecha. Por preferencias ideológicas se decidió que a las
dictaduras de izquierda había que perdonarles la vida, mientras que a las de derecha
se les condenaba al infierno. Pero, como sostenía el propio Orwell, en aquella
carretera al infierno, como la única vía que conduce al muelle de Wigan, se
amontonan todos los cadáveres de la barbarie del siglo XX.
Podrán simular una existencia
nueva, los adoradores de los viejos tiranos. Al final, todos, tendrán frente a
sí al enorme elefante, como metáfora de la amenaza o el peligro extremo. Matar
al elefante, nos dice Orwell, no significa conjurar el riesgo de las mayores
pérdidas, sino, apenas, la ilusión de una sobrevida rutinaria y tediosa. Tan
tediosa como la de la aspidistra.