La escritora
española María Elvira Roca Barea, estudiosa de la “leyenda negra” de la colonización
castellana, recuerda en El País que
el indio Gerónimo, nacido en Arizpe, Sonora, en 1821, año de la consumación de
la independencia de México, hablaba español. No hablaba inglés como Chuck
Connors, el actor americano de Brooklyn que le dio vida en un famoso western de
1962, dirigido por Arnold Laven, sino español, además del idioma chiricahua. Es
equivocado sugerir que el castellano fuera su lengua materna, ya que nació y
creció en una tribu apache.
Roca Barea comenta la novela Ahora me rindo y eso es todo (Anagrama,
2018) del escritor mexicano Álvaro Enrigue. Cito: “a medio camino entre la
reivindicación y el homenaje, Enrigue intenta rescatar del olvido la vida de la
Apachería, asombrado de haber descubierto un buen día que Gerónimo era más
mexicano que la salsa verde. El novelista en cambio no parece asombrarse ni
preguntarse por qué ha llegado a la edad adulta desconociendo esta parte de la
historia mexicana, que yace en el olvido más profundo. No por casualidad, se
limita a culpar a los yanquis y al western de haber ofrecido, popularizado y
exportado una versión completamente falsa de la realidad”.
Raro comentario. Enrigue presenta la
historia del vastísimo territorio apache y sus comunidades como víctimas del hostigamiento
militar, primero, del México independiente, y luego de Estados Unidos. El
novelista describe la apachería como una Atlántida nómada, que se extendía a o lo
largo de lo que hoy son Sonora, Chihuahua, Arizona y Nuevo México. “Un país de
en medio”, dice, que durante todo el siglo XIX debió enfrentar los ataques de
sus dos vecinos: “los mexicanos y los gringos como dos niños sordomudos dándose
la espalda y los apaches corriendo entre sus piernas sin saber exactamente
adónde porque su tierra se iba llenando de desconocidos que salían a borbotones
por todos lados”.
Pero la guerra contra los apaches no
la inició México, después del imperio de Iturbide, como sugiere Roca Barea: la
inició el virreinato de la Nueva España, en tiempos de Carlos III y Carlos IV. La
primera campaña importante fue en el gobierno de Anastasio Bustamante y Lucas
Alamán, a principios de 1830, la época en que se sitúa una de las tramas de la
novela de Enrigue, la del teniente coronel José María Zuloaga y su tropa de
“huelleros” en busca de la viuda Camila Esguerra, raptada por los apaches en
Janos, Sonora. Luego, en las partes específicamente dedicadas a Gerónimo, la
novela también hace alusión a las ofensivas del gobernador de Chihuahua, Luis
Terrazas, en tiempos de Porfirio Díaz.
Como dice Pablo Sol Mora, en reseña
para Letras Libres, no es este un tratado
histórico, ni siquiera una novela histórica. Para libros como el de Enrigue hay
que idear un cintillo que, al modo de Gertrude Stein, diga: “esto es una
novela, una novela, una novela”. El autor leyó y tradujo estudios decimonónicos
sobre la apachería, como An Apache
Campaign in the Sierra Madre (1883) de John G. Bourke, y viajó al
cementerio de Fort Sill, pero al final escribió una ficción. Una ficción donde
caben verdades: “los mexicanos, que habían peleado una guerra más bestia y
larga contra los apaches, estaban haciendo una campaña racional y sistemática
de exterminio”.
Diría que el eje de la ficción, lo
que conecta la historia Gerónimo y los chiricahuas y la del novelista y su familia,
es la tesis de la renuncia a la nación o de la plurinacionalidad. La idea de
que frente al dilema de dos identidades en pugna es posible elegir el no ser o
ser las dos, o las tres, como Gerónimo cuando se rinde en el Cañón de los
Embudos. Un final que llega al colmo de la humillación y el racismo cuando
exhiben al viejo guerrero en el desfile inaugural de Teddy Roosevelt y en la
Exposición Universal de San Luis. Así como se rindió, Gerónimo se arrepintió de
haberse rendido: “debí quedarme en México y pelear hasta el final”, dicen que
dijo.