Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 10 de diciembre de 2018

Roger Chartier y las siete vidas de Bartolomé de las Casas



He coincidido con el historiador francés Roger Chartier en un congreso de historia regional en Culiacán y hemos platicado de muchas cosas, pero sobre todo de dos. De sus estudios juveniles en la École y la Sorbona, en el París de los años 60, y de su estudio reciente sobre la historia bibliográfica de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de Bartolomé de las Casas.
         Recuerda Chartier a sus maestros en la Escuela de los Anales con mezcla de veneración y piedad. Habla de Jacques Le Goff y Pierra Nora como si se tratara de vecinos que uno encuentra cada mañana en la panadería o el café. Y recuerda no sólo a los historiadores sino también a los filósofos, como Michel Foucault, de quien sigue admirando la prosa viva, y Louis Althusser, cuya obsesión final con la compra de un Rolls Royce le parece la paradoja perfecta del marxismo francés.
         Los estudios de Chartier sobre la Brevísima relación de Las Casas han quedado condensados en un capítulo del libro La mano del autor y el espíritu del impresor, publicado por Katz-Eudeba en Buenos Aires el año pasado. Asegura el historiador que el texto del fraile dominico y obispo de Chiapas tuvo “siete vidas”, como los gatos, ya que el sentido del tratado se fue reinventando en cada una de sus múltiples ediciones.
         Las Casas escribió su invectiva contra la colonización española en un estado de decepción con las llamadas Leyes Nuevas de mediados del siglo XVI. En contra de lo que él mismo había argumentado en el famoso debate de Valladolid con Ginés de Sepúlveda, el sistema colonial seguía recurriendo a las encomiendas y otras formas de atropello de los derechos naturales de las poblaciones originarias de América.
         La segunda vida del texto de Las Casas es la de las traducciones y reediciones en los Países Bajos, durante las rebeliones de aquellos reinos protestantes contra España a fines del siglo XVI. El dominico, un teólogo católico, que había dedicado su manuscrito al rey Felipe II, era convertido en precursor del protestantismo, que denunciaba la “tiranía” del imperio español. El libro de Las Casas era traducido como un “espejo” del despotismo católico.
         La tercera vida de la Brevísima relación es la de la primeras traducciones al alemán en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII. Se trata de ediciones ilustradas en Frankfurt y Amberes que exponían las crueldades del imperio español en América con imágenes dantescas, que describían la colonización como el infierno. Cuenta Chartier que series iconográficas similares se reprodujeron en Gran Bretaña como parte de la propaganda antiespañola en los años de la “Armada Invencible”.
         La cuarta vida es el uso político que hicieron algunos editores mediterráneos, especialmente en Venecia, de la “leyenda negra” antiespañola, en el siglo XVII. Aquellos editores eran republicanos y antipapistas que acusaban a Roma de complicidad con Madrid en la empresa colonial. Una quinta vida es una rara traducción catalana de la Brevísima relación que denunciaba el “imperialismo castellano”, en tiempos de la revuelta contra Felipe IV.
         La sexta y séptima vidas del ensayo de Las Casas son más conocidas: la de los ilustrados y enciclopedistas franceses, críticos del absolutismo y la inquisición, en el siglo XVIII, y la de Simón Bolívar, Fray Servando Teresa de Mier y los independentistas latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX. Las Casas aparece aquí como una fuente del anticolonialismo y el abolicionismo, especialmente el británico, a pesar de haber sido partidario de la esclavitud de los africanos.
         La arqueología bibliográfica de Chartier es un ejercicio admirable, que permite recorrer los usos y abusos políticos de cualquier texto referencial. Algo similar merecerían, ya no libros o folletos, sino frases o máximas de los “padres de la patria” del XIX y de los caudillos revolucionarios del siglo XX, que siguen emocionando a los políticos de hoy, como si se tratara de rezos o letanías.         
        

domingo, 2 de diciembre de 2018

Los Debray y el drama familiar de la izquierda




Debo haber conocido a Régis Rebray y Elizabeth Burgos a mediados de los 90 en Madrid. Eran los años en que el escritor cubano Jesús Díaz lanzaba la revista Encuentro, con la que colaboré desde su primer número. También los años en que aquella pareja emblemática de la izquierda de la Guerra Fría, conformada por un filósofo francés y una antropóloga venezolana, rompía definitivamente con el gobierno de Fidel Castro, al que habían respaldado desde el triunfo de la Revolución de 1959.
Debray y Burgos, cuyos vínculos con el proyecto cubano de expansión guerrillera en los años 60 habían sido estrechos, y que todavía en los 80, por su pertenencia al gobierno socialista de Francois Mitterand, mantenían una autorizada interlocución con La Habana, comenzaron a distanciarse de Fidel Castro en 1989, tras el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Como tantos socialistas occidentales, Debray y Burgos rechazaron el inmovilismo cubano en medio de la caída del Muro de Berlín.
Debray publicó Alabados sean nuestros señores (1999), memorias en las que retrataba críticamente a Fidel Castro y al Che Guevara. Burgos cuestionó la veracidad del testimonio autobiográfico de Rigoberta Menchú, la líder indígena guatemalteca, que la propia Burgos había entrevistado en los 80. El libro, titulado Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia (1983), le valió a la antropóloga el premio Casa de las Américas, en La Habana, y a Menchú, en buena medida, el Nobel en Estocolmo.
Ahora la hija de la pareja, Laurence Debray, cuenta la historia de sus padres en Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018). Una historia que, según la primera línea, le “habían ocultado”. Nacida en París en 1976, cuando su padre, discípulo de Louis Althusser, renunciaba a la vía revolucionaria en libros como La crítica de las armas (1975), y educada en los años dorados del socialismo francés en el poder, bajo Mitterand, la parte de aquella historia, propiamente “oculta”, era la de la experiencia guerrillera de sus padres y el encierro de Debray en Bolivia, entre 1967 y 1970.
Cuenta muy bien aquellos años Laurence Debray. En la línea de biógrafos como Pierre Kalfon y Jorge Castañeda –no tanto de Jon Lee Anderson, tan severo con Debray como generoso con Ciro Bustos-, la hija reivindica al padre frente a la acusación de “delator” o “traidor” del Che Guevara, que la línea oficialista cubana relanzó, sobre todo, en los 90. Se basaba aquella acusación en algunas frases ambivalentes de Guevara sobre Debray, en el Diario de Bolivia, en el sentido de que el intelectual francés, aunque inicialmente interesado en afincarse en la guerrilla, había insistido en lo útil que podía ser como agente internacional del guevarismo o que en los interrogatorios con los militares bolivianos que lo arrestaron había “hablado de más”.
Recuerda Laurence Debray que en el mismo diario el Che elogió la forma en que su padre se enfrentó a sus acusadores en Camiri, defendiendo siempre la causa de la guerrilla, y en la importancia de aquel juicio, que atrajo atención internacional, para la lucha revolucionaria en América Latina. Aporta también este libro alguna información nueva, para rearmar el “affaire Debray”, como la carta que el intelectual francés envió a Charles de Gaulle, desde la cárcel, en la que el viejo general de la Resistencia antifascista era presentado como símbolo de la lucha antimperialista en América Latina.
Quien haya conocido a Debray y Burgos tal vez eche en falta una reconstrucción más precisa de la obra intelectual de cada uno. El enorme impacto del ensayo de Debray, ¿Revolución en la revolución? (1967), que en este libro se atribuye más al diálogo con Castro que con Guevara, o la gran polémica sobre el testimonio que siguió al citado libro de Burgos, se pierden en la mirada cercana de la hija. La tensión generacional adopta la forma de un drama de familia a través de la escritura.
La hija reprocha a sus padres la entrega a un ideal que desde muy pronto comenzó a mostrar una vocación autoritaria sumamente costosa para las sociedades latinoamericanas. No entiende cómo todavía a fines de los 90 y principios de los 2000, Debray, a pesar de su contacto directo con la experiencia venezolana, respaldó a Hugo Chávez. En el polo opuesto se colocó su madre, Elizabeth Burgos, quien siempre queda mejor parada en el ajuste de cuentas de la hija.
El itinerario de Laurence Debray, desde las primeras páginas, busca colocarse en las antípodas de sus progenitores: lejos del socialismo o el republicanismo de Régis y Elizabeth, se interesa en el monarquismo y en la figura del Rey Juan Carlos de Borbón como actor decisivo de la transición española; en vez de sumarse a las redes europeas de solidaridad con Chiapas o con Chávez, se va a Nueva York a probar suerte en los bancos del capitalismo financiero.
Sin embargo, poco a poco, el periodismo y la escritura van acercando a la hija a la profesión de los padres. Al final, con Hija de revolucionarios, Laurence Debray hace pública su memoria de un modo muy similar a como lo hicieron sus padres a lo largo de su carrera intelectual. Los Debray acaban reafirmados como un clan contradictorio, unido y dividido por acercamientos disonantes a la política y la ideología, la literatura y la historia.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Fernando del Paso: barroco y melancolía


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No creo que haya en la literatura mexicana un autor más endeudado con Alejo Carpentier que Fernando del Paso. Más de un crítico lo ha destacado y el propio Del Paso lo reconoció una que otra vez. Como en Carpentier, la narrativa del mexicano propone una lectura de la historia regida por la melancolía y el barroco.
Viejo motivo, que hemos leído en Robert Burton y Eugenio D’Ors, Walter Benjamin y Roger Bartra. Pero lo que distingue el vínculo de Del Paso con Carpentier, dentro de las muchas afinidades que se le atribuyen con Rosario Castellanos, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José Donoso o Reinaldo Arenas, es la trama entendida como superposición de voces o coro polifónico, y el dibujo de una imagen de época, que por más sangrienta o miserable, asume algún grado de idealización.
Ya en la primera novela, José Trigo (1966), leemos esa prosa evocadora de los alrededores del volcán de Colima o de las grandes extensiones de tierra recorridas por trenes en lontananza. Hay ahí un México de valles, montañas y cielos nublados, como salido de las pinturas de José María Velasco o las fotos de Gabriel Figueroa, al que se contrapone la crueldad de la Guerra Cristera en los años 20 y la represión del movimiento ferrocarrilero en los 50.
La ficción coral reaparece en la segunda novela de Del Paso, Palinuro de México (1977), en los merodeos por la Plaza de Santo Domingo y el romance de Palinuro con su prima Estefanía, que recuerdan las primeras páginas de El siglo de las luces (1962). A través del tío Esteban, médico cirujano nacido a orillas del Danubio, Del Paso encapsula la decadencia del imperio austro-húngaro en una suerte de nostalgia americana, que en propiedad podría definirse como “post-colonial”, y que explayará en su siguiente novela, Noticias del imperio (1987).
Christopher Domínguez Michael ha destacado el espíritu “rabelesiano y renacentista” de Palinuro de México. Pero también ha hablado de las marcas de James Joyce y el surrealismo en aquella novela que puede ser leída como saga mexicana o “ciclo verbal” de los viajes del piloto virgiliano, como le llamara el gran crítico inglés Cyril Connolly. El tío Esteban, como el propio Palinuro, era un viajero o un timonel, que conducía al lector de la nostalgia de la Viena finisecular a la Nueva Orleans de los orígenes del jazz.
Es en Noticias del imperio (1987) donde Del Paso condensará más hábilmente aquellas ficciones de la melancolía. Su gran personaje será, sin duda, un ser histórico: María Carlota Amalia de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Por la voz y la memoria delirante de Carlota, desde sus encierros en los castillos de Miramar, Terveuren y Bouchout, habla no sólo la monarca destronada sino toda la aventura del imperio de Maximiliano y sus cómplices europeos: desde Napoleón III hasta el más anodino príncipe de la dinastía Habsburgo.
La polifonía barroca resuena en el discurso de Carlota, donde se entremezclan los sabores del cacao de Soconusco y la vainilla de Papantla con el recuerdo de los baños muriáticos y la leche de burra que amamantaba al Duque de Reichstadt. Como sabemos, Del Paso basó su reconstrucción de los delirios de Carlota en las pocas cartas que se conocían antes del muy completo estudio de la historiadora belga Laurence van Ypersele, de la Universidad Católica de Lovaina, quien rescató la correspondencia de la emperatriz hasta su muerte en 1927, en el volumen Una emperatriz en la noche (2010).
Esas cartas, traducidas por la escritora mexicana Martha Zamora, exponen la realidad de la locura de Carlota. Sin embargo, es asombroso el acercamiento de la ficción de Del Paso a dicha realidad. El novelista decía que Carlota se arrastraba en su celda para comer arañas y cucarachas, por miedo a ser envenenada. Y en las cartas al general Charles Loysel, la emperatriz denuncia constantemente intentos de envenenarla. Para Fernando del Paso, como para Alejo Carpentier, la ficción era una vía de acceso a la historia.       


jueves, 15 de noviembre de 2018

Exilios de Ida Vitale


EXILIOS

…tras tanto acá y allá yendo y viniendo.
Francisco de Aldana



Están aquí y allá: de paso,
en ningún lado.
Cada horizonte: donde un ascua atrae.
Podrían ir hacia cualquier fisura.
No hay brújula ni voces.

Cruzan desiertos que el bravo sol
o que la helada queman
y campos infinitos sin el límite
que los vuelve reales,
que los haría de solidez y pasto.

La mirada se acuesta como un perro,
sin siquiera el recurso de mover una cola.
La mirada se acuesta o retrocede,
se pulveriza por el aire
si nadie la devuelve.
No regresa a la sangre ni alcanza
a quien debiera.

Se disuelve, tan solo.